P. Carlos Cardó SJ
Santo Tomás (el apóstol Tomás), óleo sobre lienzo de Diego Velásquez (1619 – 1620), Museo de Orleans, Francia |
«No se turben; crean en Dios y crean también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas habitaciones. De no ser así, no les habría dicho que voy a prepararles un lugar. Y después de ir y prepararles un lugar, volveré para tomarlos conmigo, para que donde yo esté, estén también ustedes. Para ir a donde yo voy, ustedes ya conocen el camino».
Entonces Tomás le dijo: «Señor, nosotros no sabemos adónde vas, ¿cómo vamos a conocer el camino?».
Jesús contestó: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí».
Cuando se escribió el Evangelio de Juan, los cristianos de la primera comunidad de Jerusalén vivían momentos muy críticos. Su fe se hallaba puesta a prueba por las persecuciones que sus conciudadanos judíos habían desencadenado contra ellos. Jesús había dejado de estar físicamente con ellos y necesitaban su apoyo. En ese contexto recordaron las palabras que Jesús había dicho en su última cena: No se angustien. Creen en Dios, crean también en mí. A partir de entonces, los cristianos de todos los tiempos atravesarán por crisis similares y tendrán que reavivar su confianza de que el Señor, por su resurrección, sigue entre ellos y no los abandona nunca. La confianza es componente esencial de la fe. Y la razón de la confianza cristiana es la convicción de que, a partir de su resurrección, Jesús ha iniciado una nueva forma de existencia y que la vía para experimentar su compañía consiste en amarse unos a otros, orar juntos, vivir según el Espíritu Santo que él ha enviado.
Jesús va a volver a su Padre, pero no se desentiende de los suyos que quedan en el mundo. En la casa de mi Padre hay muchas estancias, les dice. “Casa de mi Padre” había llamado al templo cuando lo purificó expulsando a los mercaderes. Ahora habla del lugar donde habita su Padre, que no es un espacio físico, sino el amor perfecto. El que me ama se mantendrá fiel a mis palabras. Mi Padre lo amará y vendremos a él y viviremos (pondremos nuestra morada) en él (14,23).
El Padre y su Hijo habitan en nosotros por el Espíritu Santo. Esta verdad fundamenta la sagrada dignidad del ser humano según la visión cristiana de las cosas. Pero no se la tiene en cuenta; no se ve al ser humano como templo, casa, morada de Dios. Se ultraja el templo de Dios, se destruye su morada, cada vez que se daña o perjudica al prójimo. Sacamos a Dios de nuestra vida, lo arrojamos fuera o lo olvidamos, cada vez que intentamos vivir de espaldas a él. Nos quedamos solos y nos angustiamos por no saber asumir nuestra soledad que siempre está llena de su misteriosa presencia.
Desde otra perspectiva, “casa del Padre” es también la meta del destino de Jesús y de nuestro destino personal. Por eso dice Jesús: Voy a prepararles un lugar, un lugar junto al Padre, para vivir con él, participando de su misma vida, que es felicidad perfecta. Ese es el lugar que nos tiene preparado Jesús. Vendrá y nos llevará consigo. Mientras tanto, hasta que él venga, el amor nos hace estar donde él está. Si antes Jesús estaba físicamente con sus discípulos, ahora está en sus discípulos.
Tomás no entiende este lenguaje. No comprende que, aunque su Maestro vuelva a su Padre, se quedará siempre con ellos. Como él, también nosotros actuamos a veces como ignorando dónde está Dios, perdemos de vista el camino para estar con él, o buscamos nuestra realización y felicidad donde no pueden estar. En su respuesta a Tomás, Jesús nos hace ver que viviendo su forma de vida nos encontramos a nosotros mismos, y alcanzamos la felicidad que perdura, es decir, alcanzamos a Dios. Yo soy el camino, la verdad y la vida, nos dice.
Si meditamos
las palabras de Jesús y, sobre todo, las llevamos a la práctica en el amor al
prójimo, veremos que nos aseguran su presencia, nos hacen encontramos con Dios.
Se realiza en nosotros el deseo de Jesús: que puedan estar donde voy a estar
yo.
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