P. Carlos Cardó SJ
La adoración de los magos, óleo sobre tabla de Alberto Durero (1504), Galería Uffizi, Florencia, Italia |
Cuando nació Jesús, en Belén de Judea, bajo el reinado de Herodes, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén y preguntaron: "¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Porque vimos su estrella en Oriente y hemos venido a adorarlo". Al enterarse, el rey Herodes quedó desconcertado y con él toda Jerusalén. Entonces reunió a todos los sumos sacerdotes y a los escribas del pueblo, para preguntarles en qué lugar debía nacer el Mesías. "En Belén de Judea, le respondieron, porque así está escrito por el Profeta: Y tú, Belén, tierra de Judá, ciertamente no eres la menor entre las principales ciudades de Judá, porque de ti surgirá un jefe que será el Pastor de mi pueblo, Israel". Herodes mandó llamar secretamente a los magos y después de averiguar con precisión la fecha en que había aparecido la estrella, los envió a Belén, diciéndoles: "Vayan e infórmense cuidadosamente acerca del niño, y cuando lo hayan encontrado, avísenme para que yo también vaya a rendirle homenaje". Después de oír al rey, ellos partieron. La estrella que habían visto en Oriente los precedía, hasta que se detuvo en el lugar donde estaba el niño. Cuando vieron la estrella se llenaron de alegría, y al entrar en la casa encontraron al niño con María, su madre, y postrándose, le rindieron homenaje. Luego, abriendo sus cofres, le ofrecieron dones: oro, incienso y mirra. Y como recibieron en sueños la advertencia de no regresar al palacio de Herodes, volvieron a su tierra por otro camino.
Hoy celebramos la fiesta de la Epifanía o manifestación de Jesús como el Salvador de todas las naciones, simbolizadas en los sabios de Oriente.
Con un conjunto de símbolos de gran poder sugestivo, el relato de San Mateo hace ver la trascendencia universal que tiene el nacimiento de Jesús, como “luz” de las naciones. Todo el género humano está llamado a conocer y acoger la luz que brilla en medio de la oscuridad. El horizonte de la historia humana no se pierde en las tinieblas. A todos los pueblos y personas guía el único Dios. El Espíritu, que actúa en sus corazones, los impulsa a buscar el sentido que debe tener su vida, a obrar según el dictamen de su conciencia y a empeñarse en construir la paz por medio de la justicia. Esta es la luz de Dios que ilumina a todos hombre y mujeres de buena voluntad. Y por eso no se puede negar la acogida fraterna a todas las personas, por encima de las diferencias sociales y culturales. El misterio de Belén lo hace posible.
Una luz brilla como estrella radiante en el interior de las personas. Se dejan guiar por ella los sabios de todos los tiempos, que disciernen el significado de los acontecimientos y se hacen lo suficientemente pobres y sencillos para salir de sí mismos y buscar el conocimiento de la verdad plena. Dios ha creado a todos para que lo busquen, a ver si a tientas lo llegan a encontrar, dado que no está lejos de nosotros, pues en él vivimos, nos movemos y existimos (Hech 17, 27-28). Los valores de las culturas y de las religiones de la tierra, los logros de la razón humana en todos los campos de las ciencias y de las artes, el progreso de los pueblos en su organización humana fraterna, y el dictamen interior de la propia conciencia, señalan los largos y diversos caminos que, a lo largo de los siglos, conducen a todos a la luz de la verdad.
Hacia ella dirigen sus pasos los magos. Han oído que en Jerusalén pueden encontrar el conocimiento que les falta, pues es la ciudad santa, capital de la nación que ha recibido una extraordinaria revelación de Dios. Pero la estrella que los guiaba no brilla sobre Jerusalén. En ella no encuentran más que mentira y ambición: el rey Herodes, rodeado de los sumos sacerdotes y expertos en religión afirman, sí, conocer la revelación contenida en las Escrituras, y envían a los magos a Belén tierra de Judá, pero ellos no hacen ningún esfuerzo por ir, se quedan donde están. Más aún, ven como una amenaza al recién nacido rey de los judíos. Vayan ustedes, les dice Herodes, e infórmense bien sobre ese niño… y avísenme para ir yo también a adorarlo. Forman parte del pueblo escogido y manejan las Escrituras santas, pero rechazan al Salvador que Dios había prometido. Los extranjeros, en cambio, venidos de lejos, lo acogen con inmensa alegría.
La estrella que los había guiado volvió a aparecer en Belén y se detuvo encima de donde estaba el niño. Él es el que da la luz a la estrella que brilla en la noche (cf. Sab 10,17). Por eso dirá de sí mismo: Yo soy la luz del mundo (Jn 8,12). Luz de Dios que viene para todos, pero que hay que buscarla, acogerla y dejar que transforme la vida.
Dice el evangelio que los magos vieron al niño con su madre María y lo adoraron postrados en tierra. Los griegos hacían esto como tributo a sus dioses, los orientales se postraban también ante sus reyes. Después abrieron sus cofres y le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra. Una antiquísima tradición, que se remonta a San Ireneo de Lyon en el siglo II, interpreta el oro como tributo al rey, el incienso como ofrenda a Dios y la mirra como como referencia a la muerte de Jesús. Muchas otras interpretaciones se han sucedido en la historia: el oro de las obras buenas, el incienso de la oración y la mirra del control de los instintos. Otros ha visto el oro en la mayor riqueza que uno tiene, que es el amor; el incienso en lo que nos eleva, que son nuestros deseos y aspiraciones; y la mirra, que cura heridas y preserva de la corrupción, en los padecimientos propios de nuestra condición mortal. Todo lo que amamos, deseamos y tenemos, eso es nuestro tesoro. Se lo ofrecemos a Dios y él entra a nuestro tesoro. «Todo cristiano puede ofrecer (al Niño) estos dones, el pobre no menos que el rico», canta un antiguo villancico.
El relato termina con una observación importante: advertidos de que no volvieran donde Herodes, los magos retornan a su región de origen pero por otro camino. Quien se encuentra con Cristo cambia de rumbo, queda transformado. Estos hombres buscaban a Dios y Dios los encontró. Ahora llevan consigo al Emmanuel, al Dios-con-nosotros.
La Epifanía
nos hace ver que somos peregrinos, por caminos que pueden atravesar desiertos y
oscuridades, pero siempre hay una estrella que brilla y guía hasta Dios. Ella
está allí, en el firmamento de nuestro corazón, en el horizonte de nuestro
deseo de libertad, bondad y felicidad, y también en la realidad de los pesares
que trae consigo la vida terrena. Lo importante es buscar. El que busca encuentra, al que llama se le abre. Pronto o tarde una
estrella brillará. No se equivoca nadie que sigue a Cristo.
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