P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Juan predicaba diciendo: "Ya viene detrás de mí uno que es más poderoso que yo, uno ante quien no merezco ni siquiera inclinarme para desatarle la correa de sus sandalias. Yo los he bautizado a ustedes con agua, pero él los bautizará con el Espíritu Santo".
Por esos días, vino Jesús desde Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán.
Al salir Jesús del agua, vio que los cielos se rasgaban y que el Espíritu, en figura de paloma, descendía sobre él. Se oyó entonces una voz del cielo que decía: "Tú eres mi Hijo amado; yo tengo en ti mis complacencias".
Al inicio del evangelio de Marcos, el bautismo de Jesús hace entender
quién es Jesús: es el Mesías, ungido por el Espíritu, Hijo amado de Dios, en quien
Él se complace. Es un texto vocacional que manifiesta
lo esencial de la misión a la que es enviado Jesús por su Padre. Pero no es un mesías
conforme a las expectativas humanas, sino en la línea del Siervo del que había
hablado el profeta Isaías: un servidor de sus hermanos, que asume plenamente su
condición, carga con sus sufrimientos y aparece entre ellos como uno más: Fue contado entre los malhechores” (Is
53,2). En Jesús, Dios se ha acercado a lo más profundo de nosotros, hasta
tocarnos en nuestro ser pecadores.
Fue bautizado.
Bautismo significa inmersión. Hundirse en el agua era símbolo del
morir. Se anticipa así que el Mesías habrá de morir, tendrá que sumergirse en
la muerte para salir de ella triunfante e iniciar una vida nueva para Él y nosotros.
A continuación, en cuanto (Jesús) salió del agua vio
abrirse los cielos. Con Cristo se abre para todos el acceso a Dios, se
supera la distancia, se cae el muro que impedía la comunicación. Para Israel la
comunicación de Dios a los hombres había terminado con la revelación de los
profetas. Ya no se podía esperar que Dios hablase. Por su parte, para el mundo
del paganismo, por sus creencias en el destino y la fatalidad, la historia de
la humanidad estaba clausurada en un horizonte sin salida. Por Jesús se abren
los cielos y Dios se acerca de manera definitiva, nos habla y actúa. La realización
del ser humano se proyecta hasta su participación en la vida divina.
Vio al Espíritu que bajaba sobre él como paloma. No
es difícil advertir la relación que hay entre el descenso del Espíritu sobre
María para realizar la encarnación del Hijo de Dios, y el descenso del mismo Espíritu
para consagrar a Jesús y conducirlo a la obra de su ministerio[1]
(cf. Lc 3, 22; 4,1; Hech 10, 38). Por poseer en plenitud ese Espíritu, Jesús se
comprenderá a sí mismo como el Hijo y se sentirá impulsado a realizar el
proyecto de salvación: “El Espíritu del
Seño está sobre mí... me ha enviado a traer la buena nueva...” (Lc 4, 18).
Se oyó entonces una voz que venía del cielo: Tú eres mi Hijo
amado, en ti me complazco. Esta voz recoge las palabras del
Salmo 2,7, que se cantaba en la ceremonia de entronización del rey. Pero
mientras al rey de Israel se le llamaba Hijo de Dios por adopción y en cuanto
representante del pueblo escogido, aplicado a Jesús este título expresa su
íntima y singular vinculación con Dios: Jesús es el hijo engendrado por Dios antes
del tiempo, es la presencia de su palabra y de su obrar salvador, hasta el
punto que no se entiende la persona de Jesús sino como Hijo de Dios.
Ahora bien, como, además, el término “hijo” escrito en griego significaba también “siervo”, hay aquí una alusión al Siervo sufriente prefigurado en la
profecía de Isaías (42,1), y que Marcos (y los otros Sinópticos) parece tener
en cuenta. Jesús es proclamado por la voz celestial como el enviado último y
definitivo de Dios. Jesús asume esa conciencia de su propio ser y acepta su
misión precisamente como el paso por un bautismo: ¿Pueden beber el cáliz que voy a beber y ser bautizados en el bautismo
que voy a pasar? (Mc 10,38). En el Jordán queda estructurado el camino de
Jesús y del cristiano, camino contrario al que el mundo ofrece, camino del
Hijo-Siervo de Dios que conduce a la exaltación.
Digamos, en fin, que el relato del bautismo de Jesús remite al
significado del bautismo en la Iglesia, con el que nos unimos a Cristo. También
nosotros fuimos bautizados. Dios entró en lo más íntimo de nuestro ser y puso
en él su propio ser divino. Esta es nuestra verdad: que ya desde los primeros días
de nuestra vida, Dios se comprometió con nosotros, y de manera pública e
irreversible. Tú eres mi hijo, dijo
también de cada uno de nosotros. Y a partir de entonces habita en la
profundidad de nuestro ser, haciéndonos capaces de decirle con infinita
confianza: Abba, Padre querido.
Confirmemos nuestro bautismo, demos testimonio de él con lo que
hacemos y vivimos. ¡Podemos vivir como bautizados! Afirmemos públicamente que
por nuestro bautismo pertenecemos a Dios, estamos ungidos y configurados con
Cristo –alter Christus-, para continuar
su obra: hacer el bien, liberar, practicar la justicia.
[1] El
Concilio Vaticano II en su decreto sobre
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