P. Carlos Cardó SJ
Cristo en la sinagoga, óleo sobre lienzo de Gerbrand Van Den Eeckhout (1658), Galería Nacional de Dublin, Irlanda |
Jesús entró a Cafarnaún, y cuando llegó el sábado, fue a la sinagoga y comenzó a enseñar. Todos estaban asombrados de su enseñanza, porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas. Y había en la sinagoga un hombre poseído de un espíritu impuro, que comenzó a gritar: "¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido para acabar con nosotros? Ya sé quién eres: el Santo de Dios".
Pero Jesús lo increpó, diciendo: "Cállate y sal de este hombre". El espíritu impuro lo sacudió violentamente y, dando un gran alarido, salió de ese hombre. Todos quedaron asombrados y se preguntaban unos a otros: "¿Qué es esto? ¡Enseña de una manera nueva, llena de autoridad; da órdenes a los espíritus impuros, y estos le obedecen!". Y su fama se extendió rápidamente por todas partes, en toda la región de Galilea.
La autoridad con que Jesús predicaba causaba admiración y entusiasmo en la gente sencilla pero enfurecía a los fariseos y doctores de la ley. Ellos no hacían más que repetir frases de otros, Jesús hablaba en primera persona, haciendo ver que su autoridad provenía de Dios. Por eso lo juzgaban como blasfemo que pretendía ponerse al nivel de Dios. Pero Jesús, sin intimidarse, y llegaba a decir: Las palabras que yo les digo no son mías, sino del Padre que me ha enviado (Jn 7,16).
Su autoridad, además, se cimentaba en la unidad inquebrantable que había entre su palabra y su conducta. Transmitía un mensaje que él mismo vivía, y esto era tan evidente, que aun sus enemigos llegaron a reconocer: Maestro, sabemos que eres sincero, que enseñas con verdad el camino de Dios, y que no te dejas influenciar por nadie, pues no miras las apariencias de las personas (Mt 22,16).
Al mismo tiempo, Jesús acompañaba su palabra con “signos” en favor de la vida, sobre todo de los más necesitados y de los tenidos por “perdidos”. Tales acciones condensaban su poder sobre el mal de este mundo, demostraban lo más característico de su misión salvadora y anticipaban la presencia del reinado de Dios. Así lo afirmó él mismo: Si yo expulso los demonios con el dedo (o poder) de Dios, entonces es que el reino de Dios ha llegado a ustedes (Lc 11, 20; Mt 12,28; cf. Mc 3,22-30). La gente se daba cuenta de que Jesús no se limitaba a pronunciar discursos, sino que sus palabras hacían ver la vida con nueva luz, liberaban de lo que oprime o esclaviza y hacían posible experimentar la cercanía bondadosa de Dios. Esta es la novedad de la autoridad de Jesús.
En ese tiempo, las enfermedades, sobre todo las mentales y algunas funcionales como la epilepsia, se atribuían a “espíritus inmundos”. En el fondo de tal creencia estaba la convicción de que la enfermedad es algo no querido por Dios porque trastorna el orden de su creación y daña a sus criaturas. El adjetivo “inmundo” señalaba la idea de algo que está en oposición a Dios. Hoy llamaríamos a tales “endemoniados” enfermos psiquiátricos, pero no por ello dejan de ser un signo especialmente sugerente de los efectos del mal de este mundo sobre la integridad, libertad y salud de las personas.
En el texto de hoy, Jesús demuestra su autoridad realizando una de estas curaciones en sábado y en la sinagoga. Fue en favor de uno de sus oyentes, que interrumpió de pronto su enseñanza gritando: ¿Qué tienes tú contra nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres, el Consagrado de Dios. Pudo ser un fanático que reaccionó enfurecido contra la nueva enseñanza de Jesús y el entusiasmo que despertaba en la gente. Intenta provocar a Jesús para que defina ante el auditorio qué tipo de mesías encarna, y demuestre que es el salvador esperado. Jesús no enfrenta al sujeto, sino al mal que lo atormenta. No da oídos a sus insinuaciones sobre su condición de Mesías, sino que lo libera de su esclavitud interior. ¡Cállate y sal de él!, ordenó. Y el espíritu inmundo, retorciéndolo y dando un alarido, salió de él. Jesús, vencedor del mal, hace que “los perdidos” sientan que sus vidas, llenas de desesperanza y rencor, se restablezcan y se reintegren adecuadamente en la sociedad.
Viendo el texto en su actualidad, se puede decir que, por el hecho
de ser miembros de la Iglesia, cuerpo de Cristo, a nosotros se nos encomienda hoy
la misión de “exorcizar” todos esos demonios
que despersonalizan, humillan y enferman a la gente, o deshumanizan las
relaciones en sociedad. A ello se refiere el Papa Francisco cuando enfrenta el
gravísimo problema de la corrupción que, como verdadero espíritu inmundo, invade todos los campos. El uso indebido del
poder en lo burocrático y político, las argollas de funcionarios públicos
coludidos con intereses privados, la normalización del soborno y de la coima, son
un proceso de persistente descomposición, que “se ha vuelto natural, al punto
de llegar a constituir un estado personal y social ligado a la costumbre, una
práctica habitual en las transacciones comerciales y financieras, en las
contrataciones públicas, en cada negociación que implica a agentes del Estado...
e interfiere en el ejercicio de la justicia con la intención de los propios
delitos o de terceros” (a la Asociación Internacional de Derecho Penal,
23.10.2014). Tales fenómenos cristalizan la acción del mal en el mundo de hoy. Contra
ella hay que actuar con la autoridad y eficiencia que Jesús muestra en el
evangelio, fruto principalmente de su propia autenticidad y coherencia moral.
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