P. Carlos Cardó SJ
Juan bautizando a la gente, fresco de Andrea del Sarto (1515 a 1517), Claustro de Los Descalzos, Florencia, Italia |
Éste es el testimonio que dio Juan el Bautista, cuando los judíos enviaron desde Jerusalén a unos sacerdotes y levitas para preguntarle: "¿Quién eres tú?".
El reconoció y no negó quién era.
El afirmó: "Yo no soy el Mesías".
De nuevo le preguntaron: "¿Quién eres, pues? ¿Eres Elías?".
Él les respondió: "No lo soy". "¿Eres el profeta?". Respondió: "No". Le dijeron: "Entonces dinos quién eres, para poder llevar una respuesta a los que nos enviaron. ¿Qué dices de ti mismo?".
Juan les contestó: "Yo soy la voz que grita en el desierto: 'Enderecen el camino del Señor', como anunció el profeta Isaías".
Los enviados, que pertenecían a la secta de los fariseos, le preguntaron: "Entonces ¿por qué bautizas, si no eres el Mesías, ni Elías, ni el profeta?".
Juan les respondió: "Yo bautizo con agua, pero en medio de ustedes hay uno, al que ustedes no conocen, alguien que viene detrás de mí, a quien yo no soy digno de desatarle las correas de sus sandalias".
Esto sucedió en Betania, en la otra orilla del Jordán, donde Juan bautizaba.
Juan Bautista. Su figura sintetiza a
los sabios y profetas que en todas las épocas han despertado las conciencias y
han movido a la gente a cambiar. Juan Bautista no es la luz, sino testigo de la luz. Él invita a reconocerla
y a dejarnos guiar por ella hacia la verdad de nosotros mismos ante Dios.
Los judíos enviaron desde Jerusalén una comisión de sacerdotes y
levitas a preguntarle a Juan quién era… Representan la ceguera de quienes obran el mal y temen la luz.
Por eso, por más que digan que quieren conocer la verdad, no la van a aceptar
porque no les conviene: están atados a las ganancias y beneficios que se han
procurado de espaldas a Dios y en contra de sus hermanos; son, pues, autores y víctimas
a la vez de la mentira.
Estos enviados se atreven a someter a Juan a un
interrogatorio. Es el proceso de cuestionamientos y acusaciones que se inicia
aquí contra Juan y seguirá luego contra Jesús, para continuarse después de Él
contra sus discípulos. Es un drama, con protagonistas y antagonistas. Por una
parte, Juan y Jesús, el testigo de la Palabra y la Palabra testimoniada, respectivamente;
por otra, los sacerdotes, escribas y fariseos, que representan al poder injusto
que se cierra a la Luz.
Siempre ha habido profetas, personas libres e inspiradas que
iluminan a la humanidad como faros en la noche. A lo largo de la Biblia, ellos
aparecen cumpliendo la misión de mantener viva la humanidad, la dignidad y la libertad
de la gente, para que nadie se resigne a ningún tipo de esclavitud o pérdida de
sus legítimos derechos. Por eso, la Biblia, al narrar los acontecimientos de la
historia, no justifica las injusticias ni se pone de parte de los poderosos
sino que, por el contrario, desenmascara su falsedad y corrupción y presta su
voz a los que no tienen voz y a cuantos sufren, en quienes aviva el anhelo de
verdad, justicia y libertad. Se entiende por qué los profetas terminan pagando
un altísimo precio a su misión: el martirio.
Con la venida de Cristo y de su Espíritu Santo, se extendió el
carisma y función de profecía. Se cumplió el deseo de Moisés: «¡Ojalá que todo
el pueblo fuera profeta!» (Num 11,29).
Por eso San Pablo defendía a los profetas (1Tes
5,20), por el bien de las comunidades cristianas (1 Cor 14,29-32), porque el profeta «edifica, exhorta y consuela» (1Cor 14,3).
La Iglesia es la comunidad de los ungidos con el
crisma de Cristo, sacerdote, profeta y rey. Y esa unción recibida en el
bautismo nos configura con Él y nos destina a ser testigos suyos y de su evangelio,
tanto de palabra como con nuestra conducta. Profeta es quien edifica con su forma
de vida, que muchas veces contradice al ambiente que lo rodea. Profeta es el
que exhorta conforme a lo que ha visto y recuerda. Y profeta es el que consuela
porque da razón para la esperanza. Su testimonio siempre es una experiencia vivida
que se hace palabra y se transmite. La Iglesia no
puede dejar la profecía.
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