P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, cuando Jesús expulsó a un demonio, algunos dijeron: "Este expulsa a los demonios con el poder de Satanás, el príncipe de los demonios". Otros, para ponerlo a prueba, le pedían una señal milagrosa.
Pero Jesús, que conocía sus malas intenciones, les dijo: Todo reino dividido por luchas internas va a la ruina y se derrumba casa por casa. Si Satanás también está dividido contra sí mismo, ¿cómo mantendrá su reino? Ustedes dicen que yo arrojo a los demonios con el poder de Satanás. Entonces, ¿con el poder de quién los arrojan los hijos de ustedes? Por eso, ellos mismos serán sus jueces. Pero si yo arrojo a los demonios por el poder de Dios, eso significa que ha llegado a ustedes el Reino de Dios.
Cuando un hombre fuerte y bien armado guarda su palacio, sus bienes están seguros; pero si otro más fuerte lo asalta y lo vence, entonces le quita las armas en que confiaba y después dispone de sus bienes. El que no está conmigo, está contra mí; y el que no recoge conmigo, desparrama.
Cuando el espíritu inmundo sale de un hombre, anda vagando por lugares áridos, en busca de reposo, y al no hallarlo, dice: 'Volveré a mi casa, de donde salí'. Y al llegar, la encuentra barrida y arreglada. Entonces va por otros siete espíritus peores que él y vienen a instalarse allí, y así la situación final de aquel hombre resulta peor que la de antes".
Los adversarios de Jesús le han visto liberar a un pobre hombre que
había perdido el habla a causa de un espíritu malo y lo acusan de emplear una
fuerza diabólica para realizar tales acciones. Pero estas acciones visibilizan la presencia del reino de Dios
que Él anuncia e inaugura; por eso no puede dejar de realizarlas.
La fuerza de Dios, que creó todas las cosas y reordena el mundo,
actúa en Él; por eso, en la sinagoga de Nazaret, había reivindicado para sí la
posesión del Espíritu, que Dios había prometido por medio de los profetas para
los últimos tiempos: El Espíritu del
Señor sobre mí me ha ungido para anunciar la buena noticia a los pobres y me ha
enviado a anunciar la liberación de los cautivos… (Lc 4, 18; Is 61, 1s). La
respuesta que da a la acusación que le hacen permite ver que los signos que realiza le acreditan como el enviado plenipotenciario y definitivo de Dios:
Si yo expulso los demonios con el poder
del Espíritu de Dios… es que ha llegado a ustedes el reino de Dios.
En las expulsiones de demonios se concentra de la manera más
gráfica el poder de Dios, que actúa en Jesús venciendo al mal. Hoy no se acepta
sin más, como en aquel tiempo, la posibilidad de una presencia y de una acción
maciza del demonio en el mundo y en las personas, y se sabe que, en general, se
atribuían a demonios (daimones) o
espíritus malignos los males físicos. Concretamente, enfermedades que hoy
llamaríamos psiquiátricas, y algunas orgánicas que se manifiestan con síntomas chocantes,
como convulsiones violentas o pérdida del conocimiento, eran vistas como el
efecto o presencia de un factor numinoso o sobrenatural.
Esto supuesto, debemos decir que estos textos no han perdido el
valor profundo que tienen para nosotros hoy porque la intención que tuvieron
los primeros testigos al consignarlos en los evangelios es hacernos ver que, en
Cristo, los poderes temibles del mal y de la muerte han dejado ya de ser
invencibles. Jesús exorciza, “desdemoniza” el mundo, libera a los hijos e hijas
de Dios de todo demonio personal o social, de toda sumisión fatalista a las
fuerzas de la injusticia, odio, disgregación y perdición, sana la creación que
ha sido dañada por la injusticia humana y abre para todos el reino de Dios su
Padre.
Jesús es el más fuerte
que viene y vence. Su victoria está asegurada. El reino de Satanás no puede
mantenerse en pie. Pero esta victoria todavía debe extenderse en el plano
personal y abrazar la vida de cada uno. Hasta su derrota final, el mal sigue
actuando en el mundo. Nuestra vida cristiana está siempre amenazada. Quien se sienta seguro, tenga cuidado de no
caer, advierte Pablo (1 Cor 10,12).
Por eso pedimos al Padre que no nos deje caer en la tentación y que siga
librándonos del mal y del maligno.
El párrafo termina con una advertencia de Jesús: no debemos
presumir en nuestra vigilancia y lucha contra el mal en el mundo y en nosotros
mismos. En el contexto del episodio narrado por Lucas, la llamada de atención
es porque no basta con la expulsión del demonio, pues podría sobrevenir algo
peor si no se pone cuidado. La persona liberada, representada en símbolo de la
casa barrida y arreglada, debe estar con el Señor, y mantenerse así.
La lucha contra el mal continúa y la podemos sostener porque nos
conduce y fortalece el Espíritu que hemos recibido en el bautismo. Él nos hace
vivir como hijos e hijas, capaces de llamar Abba
a Dios, nos libra del temor y nos capacita para discernir cuáles son sus
divinas inspiraciones y cuáles son las del enemigo.
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