P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús dijo a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo esta parábola: "Había una vez un propietario que plantó un viñedo, lo rodeó con una cerca, cavó un lagar en él, construyó una torre para el vigilante y luego lo alquiló a unos viñadores y se fue de viaje.
Llegado el tiempo de la vendimia, envió a sus criados para pedir su parte de los frutos a los viñadores; pero éstos se apoderaron de los criados, golpearon a uno, mataron a otro, y a otro más lo apedrearon. Envió de nuevo a otros criados, en mayor número que los primeros, y los trataron del mismo modo.
Por último, les mandó a su propio hijo, pensando: 'A mi hijo lo respetarán'. Pero cuando los viñadores lo vieron, se dijeron unos a otros: 'Este es el heredero. Vamos a matarlo y nos quedaremos con su herencia'. Le echaron mano, lo sacaron del viñedo y lo mataron.
Ahora díganme: cuando vuelva el dueño del viñedo, ¿qué hará con esos viñadores?".
Ellos le respondieron: "Dará muerte terrible a esos desalmados y arrendará el viñedo a otros viñadores, que le entreguen los frutos a su tiempo".
Entonces Jesús les dijo: "¿No han leído nunca en la Escritura: La piedra que desecharon los constructores, es ahora la piedra angular. Esto es obra del Señor y es un prodigio admirable?
Por esta razón les digo que les será quitado a ustedes el Reino de Dios y se le dará a un pueblo que produzca sus frutos".
En
esta parábola se nos muestra cómo ve Dios la historia humana. Desde el origen del
mundo manifiesta su amor indulgente y misericordioso, que llega a su plenitud
en la entrega de su propio Hijo.
La
parábola pone de relieve el cuidado que tiene el Señor con su viña, que es la
humanidad: la plantó... la rodeó con
una cerca... cavó... construyó un lagar...la arrendó... se marchó. Detrás de estos verbos resuena la
canción de la viña del cap. 5 de Isaías (1ª lectura de hoy): A nosotros, que
somos su viña, Dios muestra en obras el amor que nos tiene y espera que, de
nuestra parte, demos los frutos que nos hacen semejantes a Él. Pero a la bondad
de Dios, la humanidad responde con gestos de maldad. Nos puso en la vida para
que vivamos con la alegría del compartir y perdonar, pero endurecemos nuestro
corazón y lo llenamos de hostilidad, envidia y avaricia.
La
respuesta de los labradores a los enviados del señor fue de una violencia tremenda:
a uno lo apalearon, a otro lo
mataron, al tercero lo apedrearon. El señor envío a más criados,
pero los campesinos reaccionaron con igual ingratitud y prepotencia. El dueño
de la viña se juega la última carta que le queda: enviar a su propio hijo, con
la esperanza de que lo respetarán. ¡Pero nada de eso! Los labradores lo arrojan
fuera de la viña, le dan muerte y deciden quedarse con la herencia.
Los
oyentes de Jesús, interpelados por Él, reaccionan a la parábola diciendo que el
delito cometido por aquellos viñadores merece la más severa condena. Y así es
como leemos la historia: pensamos que Dios puede ser más violento que los
malvados y que la venganza triunfa. Pero Dios no piensa así. No es un Dios
vengativo, no devuelve mal por mal, sino que lo restaura todo con su amor que
salva.
En
este sentido, la parábola encierra el mensaje central de nuestra fe: la entrega
de Jesús demuestra el amor incondicional de Dios por nosotros. En la cruz de
Jesús se revela hasta que horrores puede llegar la maldad humana y hasta que
extremos de bondad puede llegar el amor de Dios para vencer el mal con el bien
y restaurarlo todo con su amor, que triunfa sobre el pecado y la injusticia de
los hombres. Nuestro mal descarga toda su carga mortífera quitándole la vida al
Autor de la vida. Dios se manifiesta como el amor omnipotente que da su vida a
quienes se la quitan.
Israel no aceptó el mensaje de Jesús, no se convirtió, no lo
siguió. Pero la consecuencia de esto no fue la de un castigo divino, como podía
esperarse por algunos pasajes del Antiguo Testamento. Lo que ocurre más bien es
que a su pueblo que lo rechaza, Dios le hace la “oferta” más radical: le
entrega a su “Hijo querido” como la expresión de su amor.
Por su parte, el mismo Jesús, con la confianza absoluta que mantuvo
en Dios, y que le hizo estar en profunda sintonía con Él para asumir su
voluntad como propia, nos hace ver que su muerte no fue un simple asesinato ni
el resultado de un destino ciego. En su pasión, voluntariamente aceptada, Jesús
revela hasta dónde es capaz de llegar el amor solidario de Dios su Padre, y el
suyo propio, porque está dispuesto a ir hasta lo más alejado de sí mismo, para
salvar a todos, sin excluir ni al más abandonado y perdido de sus hermanos.
Esta adhesión de Jesús al plan de salvación del Padre se muestra
de modo claro en las palabras que
pronunció antes de su pasión, tal como están recogidas en el evangelio de Juan:
“Ahora me encuentro profundamente
angustiado, ¿pero qué puedo decir? ¿Padre, líbrame de esta hora? De ningún
modo; porque he venido precisamente para aceptar esta hora. Padre glorifica tu
nombre. Entonces se oyó una voz venida del cielo: - Yo lo he glorificado y lo volveré
a glorificar” (Jn 12, 27-28).
Y con esta confianza de que el Padre pondría de manifiesto el
valor salvador de su entrega por nosotros, Jesús morirá exclamando: Todo está cumplido (Jn 19,30). Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu
(Lc 23,46).
El evangelio nos lleva al encuentro con un Dios Crucificado, un
Dios que sufre como y con sus hijos e hijas que sufren. El misterio de la
muerte y resurrección del Señor, nos enseña a ver la vida como Él la ve, a llenar
de amor toda situación de dolor, y a enfrentar y vencer el mal como Él enseñó.
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