martes, 10 de octubre de 2023

Marta y María (Lc 10, 38-42)

 P. Carlos Cardó SJ

Cristo en la casa de Marta y María, óleo sobre lienzo de Vincenzo Campi, segunda mitad del S. XVI, Galería Estense, Módena, Italia

En aquel tiempo, entró Jesús en un poblado, y una mujer, llamada Marta, lo recibió en su casa.
Ella tenía una hermana, llamada María, la cual se sentó a los pies de Jesús y se puso a escuchar su palabra.
Marta, entre tanto, se afanaba en diversos quehaceres, hasta que, acercándose a Jesús, le dijo: "Señor, ¿no te has dado cuenta de que mi hermana me ha dejado sola con todo el quehacer? Dile que me ayude".

El Señor le respondió: "Marta, Marta, muchas cosas te preocupan y te inquietan, siendo así que una sola es necesaria. María escogió la mejor parte y nadie se la quitará".

En la parábola del Buen Samaritano se refleja lo que Jesús hace por todo aquel que esté caído y herido en el camino de la vida: le venda sus heridas, le busca posada, se hace cargo de él. Ahora, en su camino a Jerusalén, el Buen Samaritano busca alojamiento en casa de dos mujeres, Marta y María. El que enseña a acoger, es acogido.

Poco sabemos de estas dos mujeres que lo alojan: sólo que son las hermanas de Lázaro (cf. Jn 11, 1-5). María podría ser la mujer que, en Betania, ungió al Señor antes de su pasión (Mc 14,3-9; Mt 26,6-13).

Marta se afana para acoger a Jesús como es debido y critica a su hermana porque no la ayuda en los trabajos de casa. Pero Jesús le replica, invitándola a hacer suya la actitud de María que, a sus pies, escucha con atención su palabra. Sin la orientación y apoyo de la palabra del Señor, todo lo que hagamos, por bueno que sea, puede perder su auténtico valor, la orientación que debe tener e incluso su “sabor”.

Se ha dicho tradicionalmente que Marta representa la actividad y María la oración. Pero no hay que contraponer a Marta con María ni a la acción con la oración; hay que integrarlas. Lo que enseña el texto de Lucas es que se ha de purificar la acción por medio de la oración y escucha del Señor porque, sin esto, la acción –aunque sea buena y prolífera– puede perder orientación y convertirse en búsqueda de uno mismo. Confrontada con la Palabra de Dios, nuestra acción se ordena y purifica.

Pero si nos fijamos en el carácter simbólico que suelen tener los personajes del evangelio, podemos ver que Marta representa al viejo Israel y María a la Iglesia, el nuevo Israel. Marta se afana en muchas cosas. Israel se esfuerza por cumplir los 613 preceptos en los que los rabinos fariseos han desmenuzado la Ley mosaica. El judaísmo fariseo había perdido el sentido de la gracia y llegado a creer que eran las obras las que hacían justa a la persona y le aseguraban la salvación.

María, en cambio, el nuevo Israel, supera la moral del deber y la religiosidad basada en obras exteriores, porque reconoce la visita del Señor y sabe disfrutar de su presencia. Ha aprendido que, con Jesús, viene aquello que sólo Dios puede dar: el don por excelencia, la salvación. Por eso, se pone a los pies de Jesús, es decir, adopta la actitud del discípulo y con ello brinda a Jesús la verdadera acogida. Marta, el viejo Israel, ha de descubrir la excelencia del don que se le ofrece con la venida de Jesús y aprender a escucharlo.

María ha escogido la parte mejor. Jesús elogia la sencilla y sincera receptividad para la escucha. Con esa disposición, la persona deja entrar en su corazón el amor, que es lo que confiere sentido a todo lo que hace por los demás. “Lo único necesario” es experimentar vitalmente el ser amado sin condiciones. Esto, y sólo esto, da al cristiano la íntima certidumbre de la que brota la calma y la quietud en toda circunstancia. El deber no basta. Hay que descubrir el valor de lo gratuito. Ya los profetas lo habían intuido: “Se salvarán si se convierten y se calman; pues en la confianza y la calma esta su fuerza”, dice Isaías (30,15).

Necesitamos integración personal y calma interior porque andamos divididos y ansiosos. En un mundo que exacerba el valor de la eficacia, de la rentabilidad y de la competencia, ya no hay tiempo para lo que, en verdad, es “lo más importante”: el sentirse querido y querer, el dialogar y compartir fraternalmente, el pasar juntos momentos en los que se rehace aquello que la vida tiene de más bello, más querido, más humano.

Necesitamos la gratuidad de la meditación y del silencio en medio de un mundo agitado e hipersensibilizado. Necesitamos parar y ponernos a los pies del Maestro cada día. Él nos recordará: Busquen, más bien, el Reino, y todas las cosas se les darán por añadidura (Mt 6,33/ Lc 12,31). 

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