P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, caminaba con Jesús una gran muchedumbre y él, volviéndose a sus discípulos, les dijo: "Si alguno quiere seguirme y no me prefiere a su padre y a su madre, a su esposa y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, más aún, a sí mismo, no puede ser mi discípulo. Y el que no carga su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo.
Porque, ¿quién de ustedes, si quiere construir una torre, no se pone primero a calcular el costo, para ver si tiene con qué terminarla? No sea que, después de haber echado los cimientos, no pueda acabarla y todos los que se enteren comiencen a burlarse de él, diciendo: 'Este hombre comenzó a construir y no pudo terminar'.
¿O qué rey que va a combatir a otro rey, no se pone primero a considerar si será capaz de salir con diez mil soldados al encuentro del que viene contra él con veinte mil? Porque si no, cuando el otro esté aún lejos, le enviará una embajada para proponerle las condiciones de paz.
Así pues, cualquiera de ustedes que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo".
Seguir a Jesús es mucho más que admirarlo. La gente tiene ídolos:
artistas, cantantes, futbolistas…, admira también a uno que otro personaje del
mundo de la cultura, de la política o del arte, y a quienes entregan su vida
por una causa noble. Pero son muy raros los que, por admirar a alguien, cambian
su propia vida. Jesús no quiere admiradores, quiere seguidores que lo imiten. Ven y sígueme, dice. Ejemplo les ha dado para que me imiten…
Por eso no duda en dejar sentadas dos condiciones básicas para ser
sus seguidores: la primera consiste en preferirlo a Él por encima de todo,
incluso por encima de aquellos con quienes estamos ligados con vínculos profundísimos.
Dice al respecto: Si alguno quiere venir conmigo y no está dispuesto a posponer a su
padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, hermanos y hermanas, e incluso a
sí mismo, no puede ser mi discípulo.
Jesús es claro, habla de “post-poner”; no dice reprimir, ni
sofocar, ni ignorar los afectos, sino situarlos detrás, para vivirlos en él y
orientados a él. Lo más hermoso que una persona puede hacer es cultivar sus
afectos para amar en verdad, con ternura, atención y dedicación sobre todo a la
familia, y por eso hay un mandamiento de la ley de Dios que nos lo recuerda.
Pero aun así, hay que preferir a Dios por encima de los seres queridos, que no
pueden convertirse en un obstáculo para el cumplimiento de su voluntad.
La segunda condición que Jesús plantea al discípulo es la
disponibilidad para cargar la cruz detrás de Él. Cargar con su cruz no
significa añadir un peso más a las dificultades que trae la vida, ni puede
interpretarse como provocarse y arrastrar dolores y pesares, sino asumir con
coraje un estilo de vida coherente con los valores del evangelio y del reino de
Dios, lo cual muchas veces puede llevarnos a obrar contra las propias tendencias
opuestas y a aceptar las consecuencias de sacrificio y renuncia que eso nos puede
traer. Y todo ello en virtud de una motivación íntima muy personal, en nada
abstracta o meramente moral o ascética: la de querer seguir e imitar de alguna
manera a nuestro Señor Jesucristo, autor
y perfeccionador de la fe, el cual, por la alegría que esperaba, soportó sin
acobardarse la cruz, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios (Hebr
12, 2).
Por la
alegría que esperaba, Jesús soportó la cruz sin acobardarse. No se trata, por tanto,
de ensombrecerse la vida. Quien se determina a seguir a Jesús, comprobará que
la vida no se le torna triste y sombría después de tanta renuncia y sacrificio,
sino que su amor a Jesús y a su causa le permite experimentar el sentido y
plenitud que la vida adquiere cuando está centrada en Dios.
Sólo así uno percibe que Dios no rivaliza con nosotros ni nos
hurta nada de lo que necesitamos para ser felices; Él sólo se opone a lo que
nos daña o deshumaniza, nos da lo que necesitamos y no se deja ganar en
generosidad. Cuando uno se confía al amor del Señor y se determina a seguirlo
como el valor supremo de su vida, comprueba que ese amor no le quita nada, sino
que lo engrandece, lo hace desarrollarse y crecer hasta alcanzar aquella
plenitud de realización que sólo en Dios se puede encontrar. Cristo ama nuestra
vida y nos enseña a vivirla.
Las dos comparaciones que siguen a continuación, la del
constructor de la torre y la del rey que sale a combatir, sirven para
comprender que la determinación de seguir así a Jesús no puede ser fruto de un
mero sentimiento o entusiasmo voluntarista y presuntuoso, sino una opción de
vida tomada con plena conciencia, reflexión y responsabilidad. Quien quiere
emprender algo grande, antes examina si cuenta con los recursos suficientes para
llevarlo a cabo. La gran empresa aquí consiste en seguir a Jesús. En ella, la
persona se juega el logro de su vida. Por eso Jesús no busca a irreflexivos,
sino a personas que saben a qué se comprometen.
La consecuencia con que acaba Jesús su exhortación no puede ser
más tajante –su traducción exacta sería ésta: Así, pues, aquel de ustedes que no pone aparte todo lo que tiene, no
puede ser mi discípulo. El auténtico discípulo sabe que sólo dejando de
lado los bienes de la tierra, por grandes y atractivos que sean, podrá vivir la
existencia plena que sólo Dios le puede dar.
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