P. Carlos Cardó SJ
De camino a Jerusalén, Jesús pasaba por los confines entre Samaría y Galilea, y al entrar en un pueblo, le salieron al encuentro diez leprosos. Se detuvieron a cierta distancia y gritaban: «Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros». Jesús les dijo: «Vayan y preséntense a los sacerdotes». Mientras caminaban, iban quedando sanos. Uno de ellos, al verse sano, volvió de inmediato alabando a Dios en alta voz, y se echó a los pies de Jesús con el rostro en tierra, dándole las gracias. Era un samaritano. Jesús entonces preguntó: «¿No han sido sanados los diez? ¿Dónde están los otros nueve? ¿Así que ninguno volvió a glorificar a Dios fuera de este extranjero?» Y Jesús le dijo: «Levántate y vete; tu fe te ha salvado».
Entre las curaciones que Jesús realizaba, las de leprosos eran particularmente significativas porque, según la mentalidad judía, eran comparables a la resurrección de un muerto. La ley de Moisés (Levítico 13-14), consideraba a estos enfermos como personas impuras, que volvían impuro a quien los tocaba, igual que cuando se tocaba un cadáver. Inhabilitados para la vida social, no podían permanecer con su familia y relacionarse con la gente. Tenían que vivir aislados fuera de las ciudades y gritar: “¡Impuro, impuro!”, a la distancia, para que nadie se les acercase. Para mayor miseria moral de estos desgraciados, muchas veces se les consideraba pecadores públicos.
A pesar de todo ello, nos dice el relato evangélico de Lucas que Jesús en seguida se hizo cargo de la situación de aquellos diez enfermos, tuvo compasión de ellos y los curó. Pero la intención del evangelista no está puesta en la descripción del milagro en sí, sino en resaltar el comportamiento ambivalente mantenido por los curados.
Los diez salen al encuentro de Jesús y le dirigen una súplica que los israelitas dirigían a Dios: ¡Ten piedad de nosotros! Los leprosos piden no sólo su curación, sino también verse libres de la marginación en que viven. Por eso Jesús, después de curarlos, se preocupa de restablecerles su dignidad de personas. Y estos desdichados pasan, de ser como cadáveres ambulantes, a ser personas libres, con todos sus derechos, capaces de dirigir su propio destino.
Jesús les manda ir a presentarse a los sacerdotes para que confirmen su curación y, de este modo, puedan reintegrarse en la sociedad. Los sacerdotes eran los custodios y garantes de la ley mosaica; por eso se atribuían el poder de dictaminar lo que era lícito o ilícito y juzgar quién era puro o impuro. Con la venida de Cristo queda destruido todo muro de separación entre los hombres porque Dios, el único Santo, se ha mostrado solidario de todos, amigo y defensor del débil, del marginado, del que es tenido por perdido en este mundo.
Con su actuación Jesús manifiesta una comprensión radicalmente nueva de Dios y, por consiguiente, una nueva moral. En su persona y modo de actuar, deja traslucir el comportamiento de Dios con aquellos que, según el judaísmo de su tiempo, eran los perdidos y estaban fuera del pueblo escogido de Dios. Además, con esta nueva concepción de Dios, Jesús justifica su propio modo de obrar. Es como si dijera: Dios es así, hago bien en obrar como él.
Más aún, Dios no sólo inspira el comportamiento de Jesús con los pecadores, sino que Dios se hace presente, se manifiesta y actúa en él. En Jesús, Dios busca a los perdidos, los sana, los libera, los sienta a su mesa, les muestra toda su bondad. Los que se sienten perdidos ven que se les abre una nuevo porvenir, los que están en las últimas ven que vuelven a la vida, los que han perdido su dignidad se revisten de honor, los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la buena noticia (Lc 7,22).
La actitud de Jesús ha sido ejemplar, pero la de nueve de los diez leprosos curados deja mucho que desear. Muy pronto se han olvidado del gran favor recibido. Sólo uno de ellos y, por cierto, un samaritano, es decir, un hereje reprobado por los judíos, al verse sano, regresó alabando a Dios en voz alta y se postró a los pies de Jesús dándole gracias. Reconoce que Dios ha obrado en Jesús y lo declara abiertamente con un gesto de auténtica fe. Por eso le dice Jesús: Levántate, vete; tu fe te ha salvado.
Quien no reconoce lo mucho que
recibe de Dios, echa a perder el verdadero significado de la fe, que implica
siempre admiración, alabanza y acción de gracias. Los grandes hombres y mujeres
son siempre agradecidos: atribuyen a Dios, fuente de todo bien, lo que son, lo
que tienen y lo que hacen. María es ejemplo de ello en su Magnificat. Por eso,
el proceso de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, que son una fuerte
experiencia síntesis de la vida cristiana, se cierran con el recuerdo de todos los
beneficios recibidos y el deseo de ofrecer al Señor, en reciprocidad: “toda mi
libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi
poseer…”
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