P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, uno de los que estaban sentados a la mesa con Jesús le dijo: "Dichoso aquel que participe en el banquete del Reino de Dios".
Entonces Jesús le dijo: "Un hombre preparó un gran banquete y convidó a muchas personas. Cuando llegó la hora del banquete, mandó un criado suyo a avisarles a los invitados que vinieran, porque ya todo estaba listo. Pero todos, sin excepción, comenzaron a disculparse. Uno le dijo: 'Compré un terreno y necesito ir a verlo; te ruego que me disculpes'. Otro le dijo: 'Compré cinco yuntas de bueyes y voy a probarlas; te ruego que me disculpes'. Y otro más le dijo: 'Acabo de casarme y por eso no puedo ir'.
Volvió el criado y le contó todo al amo. Entonces el señor se enojó y le dijo al criado: 'Sal corriendo a las plazas y a las calles de la ciudad y trae a mi casa a los pobres, a los lisiados, a los ciegos y a los cojos'.
Cuando regresó el criado, le dijo: 'Señor, hice lo que me ordenaste, y todavía hay lugar'. Entonces el amo respondió: 'Sal a los caminos y a las veredas; insísteles a todos para que vengan y se llene mi casa. Yo les aseguro que ninguno de los primeros invitados participará de mi banquete' ".
Es un sábado y Jesús está en casa
de un jefe de fariseos que lo ha invitado a comer. Ha curado a un hidrópico
haciendo ver a los allí presentes que el atender las necesidades de los demás
está por encima de la obligación del descanso sabático. Y al observar que los
fariseos pugnan por ocupar los primeros puestos en la mesa, les ha reprendido
por su ambición y les ha hecho reflexionar sobre sus preferencias en el trato
con los demás.
Cuando des una comida o una cena, −les ha dicho− no invites a tus amigos, hermanos, parientes o vecinos ricos; no
sea que ellos a su vez te inviten a ti, y con eso quedes ya pagado. No deben preferir a aquellos de quienes pueden sacar algo, sino a
aquellos de los que nada se puede obtener, los
pobres, los lisiados, los cojos y los ciegos. La búsqueda de reciprocidad
la cambia Jesús por el espíritu de gratuidad, de amor desinteresado.
Uno de los comensales manifiesta
su adhesión al pensamiento de Jesús y expresa sus sentimientos en forma de una
“bienaventuranza”: ¡Dichoso el que pueda participar en el banquete del Reino de Dios! Conforme a las enseñanzas proféticas,
entiende la participación en el banquete como la salvación, la recompensa
eterna que recibirán los justos. Seguramente ha oído decir a Jesús que los
extranjeros del este y del oeste, del norte y del sur, tendrán acceso al Reino
y se van a reunir con Abrahán, Isaac y Jacob y con todos los profetas (Lc 13,28-29). La participación en el
banquete del reino no es exclusiva de los judíos.
Jesús aprovecha la ocasión para ampliar su enseñanza sobre el
banquete por medio de una parábola, que sintetiza todo lo que ha recomendado durante
la comida. Como todas sus parábolas, no es difícil entender su significado. El
hombre que organiza una gran cena representa a Dios que ofrece la salvación.
Cuando ya todo está preparado manda llamar a los invitados, pero éstos uno tras
otro se van excusando, alegando que tienen mucho que hacer en sus tierras o en
sus negocios. Se buscan justificaciones, pero la razón de su rechazo a la
invitación es que les interesa más el dinero y sus propiedades, los consideran
más provechosos y les hacen disfrutar más. Rechazan la invitación y se privan
definitivamente de la felicidad del banquete.
Ellos mismos se excluyen. El Señor no obliga a nadie, nadie puede participar
en su mesa contra su propia voluntad.
Dos veces más envía el señor de la
parábola a sus criados a las plazas y calles de la ciudad y a las carreteras y caminos a invitar a otra gente. Los primeros, los
de las plazas y calles, son los compatriotas de Jesús, pero concretamente los pobres, los inválidos, los ciegos y los
cojos, es decir, los sectores marginados de la sociedad. Los otros, los de
los caminos, son un grupo mucho más amplio, son los que están más allá de la
ciudad, fuera del judaísmo, los extranjeros.
Probablemente estas palabras de
Jesús resonaban en la mente del evangelista Lucas cuando, en el libro de los
Hechos de los Apóstoles, las consigna como la motivación que llevó a Pablo y
Bernabé a predicar primero a los judíos, pero luego a los extranjeros: A ustedes en primer lugar teníamos que
anunciarles la palabra de Dios, pero ya que la rechazan y ustedes mismos no se
consideran dignos de la vida eterna, nos dirigiremos a los paganos (Hech 13,46).
Volviendo al inicio del texto,
podríamos decir que la exclamación del comensal que da motivo a Jesús para
contar su parábola contiene en su versión original un detalle que vale la pena
subrayar. Se suele traducir: ¡Dichoso el
que pueda participar en el banquete del Reino de Dios!, pero el original
griego del evangelio dice: ¡Dichoso el
que comerá pan en el Reino de Dios! Y sabemos que, en la perspectiva
cristiana, el pan del reino alude ciertamente al “pan de vida eterna”, al
cuerpo del Señor que se nos da en la eucaristía como garantía de la vida
eterna.
No son muchos los que acogen la
invitación del Señor a compartir su pan, es bajísimo el número de los que van a
la eucaristía, pero nos debe animar la frase última de la parábola de Jesús: Anda a
las carreteras y caminos y convence a
la gente para que entre y se me llene la casa. Es lo que nos toca
hacer: ofrecer, proponer, exhortar adecuadamente y con insistencia para que
acepten, por fin, entrar a la sala del banquete. Y aunque no sabemos si la
orden del anfitrión se ejecutó o no, la parábola hace suponer que su casa se
llenó. Es lo que pedimos en la eucaristía: Reúne
en torno a ti, Padre misericordioso, a todos tus hijos dispersos por el mundo.
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