P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Había una vez un hombre rico que tenía un administrador, el cual fue acusado ante él de haberle malgastado sus bienes. Lo llamó y le dijo: ¿Es cierto lo que me han dicho de ti? Dame cuenta de tu trabajo, porque en adelante ya no serás administrador'. Entonces el administrador se puso a pensar:
'¿Qué voy a hacer ahora que me quitan el trabajo? No tengo fuerzas para trabajar la tierra y me da vergüenza pedir limosna. Ya sé lo que voy a hacer, para tener a alguien que me reciba en su casa, cuando me despidan'.
Entonces fue llamando uno por uno a los deudores de su amo. Al primero le preguntó: '¿Cuánto le debes a mi amo?'. El hombre respondió: 'Cien barriles de aceite'. El administrador le dijo: 'Toma tu recibo, date prisa y haz otro por cincuenta', Luego preguntó al siguiente: 'Y tú, ¿cuánto debes?'. Este respondió: 'Cien sacos de trigo'. El administrador le dijo: 'Toma tu recibo y haz otro por ochenta'.
El amo tuvo que reconocer que su mal administrador había procedido con habilidad. Pues los que pertenecen a este mundo son más hábiles en sus negocios que los que pertenecen a la luz".
Esta parábola desconcierta, parece oscura: se podría pensar que Jesús
alaba la actuación de un empleado que, al perder su puesto de trabajo por su
mala administración, busca quien lo auxilie cuando se quede sin recursos, pero lo
hace en una forma desaconsejable desde el punto de vista ético. Hay que
recordar que las parábolas se entienden cuando se distingue su contenido
central y se aprecia el sentido que Jesús (y, en este caso, la comunidad de
Lucas) pretendió dar a sus palabras.
Se
acusa al administrador de malgastar los bienes de su patrón. Pero no se dice,
en concreto, si esta mala administración es por negligencia, por estafa, o por imprudencia.
Por eso algunos comentaristas suponen
que ha sido un «desaprensivo», es decir, ha actuado sin atenerse a las reglas o sin tener en cuenta los derechos de los demás. El
hecho es que el administrador no se defiende ni ruega al propietario que lo
perdone y lo mantenga en su puesto (cf. Mt
18,26).
Se
sabe que, en la Palestina del tiempo de Jesús y en general en Medio Oriente, era
común que un terrateniente residiera en otra región y encomendara a un
administrador la gerencia de sus propiedades. El administrador debía ser un
hombre competente y de confianza porque representaba al propietario y podía
realizar toda clase de transacciones, como alquilar tierras, dar créditos avalados
por las cosechas, fijar los intereses y aun liquidar deudas.
Se
sabe también que el administrador recibía una comisión por los préstamos que
hacía y que en el recibo o aval fiduciario que entregaba al deudor figuraba su
comisión junto con el monto del préstamo y los intereses. Esa práctica era habitual
en el antiguo Medio Oriente. Basados en esto, algunos comentaristas dan la
siguiente explicación a la parábola:
¿Por
qué alaba el propietario al administrador? Es obvio que no podía aprobar una falsificación
de cuentas realizada por su empleado, lo cual además implicaba una violación
directa de la ley judía. Lo que el dueño elogia es la sagacidad de su
administrador, que, para congraciarse con los deudores les hace escribir un
nuevo «recibo» (poniendo en vez de cien barriles de aceite el valor de
cincuenta y en vez de cien sacos de trigo sólo ochenta), eliminando así la comisión
que solía cobrar y probablemente también los intereses, que él mismo fijaba. Así
su conducta mereció la alabanza de su jefe.
Sea
como fuere, la aplicación de la parábola es clara: frente a las exigencias del
Reino de Dios, el cristiano no puede actuar irreflexivamente, sino que tiene
que calcular bien las consecuencias que le puede acarrear la vida que está
llevando, y estar dispuesto incluso a renunciar, si es preciso, a sus
posesiones materiales. Los hijos de este
mundo son más sagaces que los hijos de la luz, dice Jesús. Aquellos persiguen
objetivos bajos y rastreros; los cristianos tendemos a una meta mucho más
elevada: el Reino, su justicia, la salvación; pero con frecuencia no ponemos
todos los medios adecuados para ello.
El
poner los medios adecuados tiene especial importancia en lo referente a la administración
de los bienes materiales: desde el punto de vista evangélico son dones
recibidos, que se han de distribuir y no acumular únicamente para el propio
provecho, porque eso es egoísmo e injusticia. El mundo no se rige con criterios
así.
Lucas,
el evangelista de los pobres, lo sabe y observa, además, que quienes oyeron
esta enseñanza la rechazaron: estaban oyendo estas cosas unos fariseos,
amantes de las riquezas, y se burlaban de él (v.14). No entendieron el mensaje de Jesús. Los que
siguen al mundo tienen como único interés el propio lucro, y la propia
satisfacción. Los que siguen a Cristo han de proceder con otros criterios,
según los cuales se ganarán amigos por poner los bienes de este mundo al
servicio de los demás.
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