P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, la multitud se apiñaba alrededor de Jesús y éste comenzó a decirles: "La gente de este tiempo es una gente perversa. Pide una señal, pero no se le dará más señal que la de Jonás. Pues así como Jonás fue una señal para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del hombre para la gente de este tiempo.
Cuando sean juzgados los hombres de este tiempo, la reina del sur se levantará el día del juicio para condenarlos, porque ella vino desde los últimos rincones de la tierra para escuchar la sabiduría de Salomón, y aquí hay uno que es más que Salomón.
Cuando sea juzgada la gente de este tiempo, los hombres de Nínive se levantarán el día del juicio para condenarla, porque ellos se convirtieron con la predicación de Jonás, y aquí hay uno que es más que Jonás".
La raíz fundamental de la fe es la
confianza. Los contemporáneos de Jesús, a pesar de haber visto las obras buenas
que hacía, no confiaron; en vez de seguirlo pretendieron que Él obedeciera sus exigencias
de pruebas extraordinarias para creer. Habían visto sus obras en favor de los
enfermos, pero las atribuyeron a Belzebú, príncipe de los demonios. Habían escuchado
su enseñanza, pero les resultaba insoportable la imagen nueva de Dios que
transmitía, que modificaba su fe, su moral y, sobre todo, les quitaba autoridad
y poder ante el pueblo.
La petición que le hacen de un
signo extraordinario para creer en Él recuerda la tentación del maligno, cuando
lo subió a la parte más alta del templo y le dijo: Tírate de aquí abajo… (Lc 4, 9). Por eso Jesús rechaza tajantemente
esa petición y añade que a esa generación sólo se le dará el signo de Jonás: el
profeta que con su predicación logró que todos los habitantes de Nínive se
convirtieran; y el signo de la reina de Saba que hizo un largo viaje para
conocer la sabiduría de Salomón.
Jonás es el profeta bíblico
conocido por todos los judíos. Recibe de Dios la misión de ir a predicar la
conversión a los habitantes de Nínive, opulenta ciudad asiria en la región
actual del Mosul en Irak, famosa por sus riquezas y las malas costumbres de su
gente. El profeta se rebela, no quiere la salvación de los ninivitas y cree
imposible que se conviertan. Además, se niega a seguir a un Dios que es capaz
de tener misericordia con gente así. Se escabulle, huye de su vocación, sufre
un naufragio que le hace acabar en el vientre de un enorme pez; pero nada de
eso le convence.
Finalmente predica en Nínive
aunque de mala gana y sin ninguna confianza. Y ocurre lo inesperado: la ciudad
pagana se convierte, desde el rey hasta el último vasallo y hasta los animales,
todos hacen penitencia y Dios los perdona. Jonás se enfada. Pero Dios le va a
enseñar: hace que se seque el ricino que le da sombra. El profeta maldice por
el calor que hace. Y Dios le dice: Tú te molestas por un simple ricino ¿y yo no
voy a tener compasión de todo un pueblo?
Jonás es signo: fue enviado desde
lejos para predicar la conversión a los habitantes de Nínive y éstos se
convirtieron. Su persona y su palabra bastaron porque Dios actuó por medio de él.
Los ninivitas creyeron en su palabra, y eso sólo bastó para la conversión. Jesús,
por su parte, es el enviado de Dios, de Él procede, y es más que un profeta,
pero las reacciones de sus oyentes han sido de lo peor. Por eso los ninivitas
se levantarán contra esa generación perversa y la condenarán.
A continuación Jesús recuerda a
sus oyentes la historia de la reina del Sur o de Saba (1 Re 10, 1-29; 2 Cr 9,1-12), conocida como Balkis en la tradición
islámica, soberana de un pequeño reino al sur de Arabia, identificado como
Etiopía. Ella también es un signo porque hizo un largo viaje, cargada de
regalos de oro, piedras preciosas y especias, para escuchar la sabiduría del
rey Salomón; Jesús, por su parte, viene a Israel encarnando en su persona y
transmitiendo con su palabra la auténtica sabiduría de Dios y su proclamación
salvífica, pero le han dado la espalda, no han querido escucharlo. Por eso en
el día del juicio, la Reina del Sur acusará también a los detractores de Jesús,
porque Él es más que Salomón.
Por todo eso, Jesús se niega a
darles otra señal. Su persona y su palabra les deberían bastar. Él es el “testigo”
primordial de Dios y de su amor; quien cree y confía en Él, acepta que Dios actúa
en él, ama, perdona, salva, instaura su Reino. Su credibilidad plena está
basada en la perfecta coherencia que se da entre su palabra y su vida. Ha
anunciado la buena noticia de la salvación ofrecida por Dios a todo el que se
convierte y cree.
En vez de pedirle signos hay que
escuchar su palabra y acoger su persona, su forma de ser humano. No hacen falta
signos espectaculares para responder a su llamado. Dios respeta la libertad de
sus hijos, que pueden acoger su ofrecimiento o rechazarlo, y respeta al mismo
tiempo la verdad del amor que no requiere de pruebas y crea libertad. Quien ama
a otro está siempre expuesto al rechazo y a sufrir por ello; pero no puede
constreñir. Quiere que se le ame libremente; lo contrario no es amor verdadero.
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