P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "No crean que he venido a abolir la ley o los profetas; no he venido a abolirlos, sino a darles plenitud. Yo les aseguro que antes se acabarán el cielo y la tierra, que deje de cumplirse hasta la más pequeña letra o coma de la ley.
Por lo tanto, el que quebrante uno de estos preceptos menores y enseñe eso a los hombres, será el menor en el Reino de los cielos; pero el que los cumpla y los enseñe, será grande en el Reino de los cielos".
Jesús, con la autoridad de quien dio los diez mandamientos,
modifica la Ley de Moisés, no para contradecirla ni abolirla, sino para darle
su sentido pleno. La Ley era el sello de la alianza de Dios con Israel, pero los
rabinos fariseos la habían convertido en un conjunto de prácticas exteriores,
descuidando lo fundamental: el amor y la justicia.
Jesús hace pasar de una moral de acciones externas, a la moral de
actitudes que arraiga en el corazón, porque de los deseos del corazón provienen
las malas acciones. Las comunidades cristianas primitivas recordaron claramente
que Jesús subordinó los numerosos preceptos de la Torá al precepto del amor
como centro. Vieron asimismo, sobre todo Pablo, que la ley de Moisés no posee
autoridad por sí misma, sino por Jesús y que, por consiguiente, su función es
la de ser guía –preceptor o pedagogo, dice Pablo– hacia Cristo (Gal 3,24), quien por medio de su
Espíritu, infundido en nuestros corazones, nos impulsa a la justicia mayor del
amor.
Por todo esto, Jesús no dudó en mostrarse libre frente a las
exigencias concretas de la ley cuando estaba de por medio el derecho de las
personas o la vida de un ser humano que reclamaba su auxilio: por eso curó
enfermos en sábado y liberó a sus discípulos de las tradiciones litúrgicas respecto
a las purificaciones y ayunos.
Abrió la ley a las exigencias más profundas del amor a los demás. No
basta no matar (vv. 21-26), dirá; también la ira, el insulto, el desprecio son
formas de matar al otro. El acuerdo y la reconciliación entre los hermanos están
por encima del culto religioso (23-24). No ponerse de acuerdo significa destruir
la propia condición de hijo y de hermano (25-26).
Por eso, no puede tener a Dios por Padre ni tomar parte en el
banquete de los hermanos quien primero no se reconcilia con su hermano que
tiene algo contra él. La fraternidad rota hay que restablecerla. Mantener el
desacuerdo es ya en sí mismo “el mal”. A eso se refiere Jesús cuando habla de la
condena al fuego que no se apaga, la Gehenna, que era un lugar a las afueras de Jerusalén,
en donde los paganos ofrecían sacrificios humanos al dios Moloch, y que los
hebreos habían desacralizado convirtiéndolo en un basurero, en el que quemaban
las inmundicias. Jesús se vale de esta imagen para afirmar que quien no
considera al otro como hermano es como si hubiera sacrificado su propia vida y
la hubiese arrojado a la basura.
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