martes, 31 de diciembre de 2024

El Verbo se hizo carne (Jn 1, 1-18)

 P. Carlos Cardó SJ 

La humanidad, óleo sobre lienzo de Cristina Alejos Cañada (1995), colección privada

En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios.
Este era en el principio con Dios.
Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho.
En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.
La luz en las tinieblas resplandece, y las tinieblas no prevalecieron contra ella.
Hubo un hombre enviado de Dios, el cual se llamaba Juan.
Este vino por testimonio, para que diese testimonio de la luz, a fin de que todos creyesen por él.
No era él la luz, sino para que diese testimonio de la luz.
Aquella luz verdadera, que alumbra a todo hombre, venía a este mundo.
En el mundo estaba, y el mundo por él fue hecho; pero el mundo no le conoció.
A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron.
Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios.
Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad.
Juan dio testimonio de él, y clamó diciendo: Este es de quien yo decía: El que viene después de mí, es antes de mí; porque era primero que yo.
Porque de su plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia. Pues la ley por medio de Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo.
A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer. 

La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Dios, a quien nadie ha visto nunca ha querido estar con nosotros por medio de su «Palabra», su Hijo eterno (Jn 1,1.14). No ha querido realizar la salvación del mundo manteniéndose en una inasequible lejanía, sino que ha preferido descender para elevarnos, empobrecerse para enriquecernos, hacerse hombre para hacernos participar de su vida divina. Se hace Dios-con-nosotros, cercano y prójimo nuestro, que habita entre nosotros. 

En esto consiste el elemento decisivo de la buena noticia (evangelio) que Dios nos da. Pero al decírnosla, Dios se arriesga a que no la entendamos o se la rechacemos. Y así ha ocurrido, en efecto, pues ya en el primer siglo del cristianismo surgieron corrientes de pensamiento contrapuestas: unas que veían a Jesús como un hombre extraordinario, incluso como Mesías, pero no como Dios; otras que reconocían su divinidad pero negaban que fuese al mismo tiempo hombre. A partir de ahí se han sucedido en la historia innumerables debates teológicos y, lo que es peor, polarizaciones prácticas que generan formas opuestas de vivir el cristianismo sobre la base de una glorificación excesiva de Jesucristo con olvido de su humanidad, o viceversa, es decir, por no integrar la divinidad y la humanidad en la persona de Jesucristo. 

Consciente de las resistencias que sus afirmaciones sobre la encarnación de Dios iban a enfrentar, Juan, no obstante, da un paso más y proclama: Y nosotros hemos visto su gloria, gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad (v. 14). La majestad, el poder, el resplandor de su santidad, el dinamismo de su ser creador, todo ello se encarna en Jesús por su íntima unión trascendente con el Padre que lo envía. Más aún, en él, Dios no sólo asume nuestra condición humana, sino que se nos da a sí mismo. Por eso, el Niño que en Belén se incorpora en las vicisitudes históricas que hoy como entonces podemos vivir, es –en la misteriosa profundidad de su ser– una sola cosa con Dios. Es la palabra, la comunicación plena y definitiva de Dios. En adelante, toda su vida humana, desde su nacimiento hasta su muerte y toda su existencia de resucitado, elevado a la derecha del Padre, es comunicación de Dios de forma definitiva, en la que el mismo Dios se nos dice y se relaciona con todo ser humano como el aliado que lucha con nosotros y vence con nosotros, como el hermano mayor que guía con su ejemplo, como el amigo que comparte todo lo que es y todo lo que tiene. 

Núcleo central de nuestra fe, la encarnación de Dios es asimismo raíz y fundamento último de nuestra esperanza. Este Dios hecho hombre, hecho historia, hecho tiempo, es el que nos asegura –particularmente en este último día del año–, que con su venida ha llenado nuestro futuro de promesa y lo ha encaminado irreversiblemente a su reino. El futuro de la humanidad y de todo el universo creado por amor está garantizado porque Dios se ha hecho hombre en Jesús para renovar, rehacer y llevar a plenitud todo lo creado.

lunes, 30 de diciembre de 2024

El Niño crecía en edad, sabiduría y gracia (Lc 2, 36-40)

 P. Carlos Cardó SJ 

San José con el Niño Jesús, óleo sobre lienzo de Guido Reni (1580), Museo del Hermitage, San Petersburgo, Rusia

En aquel tiempo, había una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana. De joven, había vivido siete años casada y tenía ya ochenta y cuatro años de edad. No se apartaba del templo ni de día ni de noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones.
(Cuando José y María entraban en el templo para la presentación del niño), se acercó Ana, dando gracias a Dios y hablando del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel.
Una vez que José y María cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y fortaleciéndose, se llenaba de sabiduría y la gracia de Dios estaba con Él. 

La presentación de Jesús en el templo es relatada por Lucas como la manifestación de Jesús Mesías a Israel, representado en las figuras del anciano Simeón y de la profetisa Ana. 

Movido por el Espíritu, el anciano Simeón se alegra de haber encontrado a Jesús, luz de las naciones, que colma todas sus esperanzas y le hace capaz de vencer el miedo a la muerte. A continuación, aparece en escena una anciana, llamada Ana, hija de Fanuel, que daba culto al Señor día y noche con ayunos y oraciones. También ella se puso a alabar a Dios y hablar del Niño Jesús a todos los judíos fieles que aguardaban la liberación de su pueblo. 

Vienen luego dos frases sintéticas de la vida de Jesús en Nazaret: Cuando (sus padres) cumplieron las cosas prescritas en la ley del Señor, volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría y la gracia de Dios estaba en él. 

Más adelante, Lucas dirá algo muy semejante y conciso: Bajó con ellos a Nazaret y vivía sujeto a sus padres. Su madre conservaba cuidadosamente todos estos recuerdos en su corazón. Y Jesús crecía en edad, estatura y gracia ante Dios y los hombres (Lc 2, 50-53). 

En esas frases está todo lo que el evangelio nos dice de esos treinta largos años de Jesús en Nazaret que, por ello los designamos como la “vida oculta”. Jesús mismo no hablará para nada de ella. Nada hay en los relatos bíblicos que satisfaga nuestra curiosidad. 

Se podría pensar, por ello que, en este mismo silencio, en este “no saber nada o casi nada” podríamos descubrir la primera lección de Nazaret: la lección del silencio cargado de palabra, pues no cabe duda de que la vida oculta de Jesús tiene una fuerza profética que contradice la lógica del mundo, que es la del triunfo, tanto más grande cuanto más sensacional. 

Pero esa forma de revelarse el Salvador corresponde a la “sabiduría de Dios”. La palabra eterna, la comunicación viva y directa de Dios asume voluntariamente la impotencia del silencio y ocultamiento de treinta años transcurridos en una aldea de la región más pobre y deprimida de la Palestina de entonces, Nazaret. 

La obra de Dios no hace ruido, el amor no hace ruido, no se exhibe con publicidad, no necesita ni dinero ni poder para hacer el bien. Quedan cuestionadas muchas de nuestras eficacias. 

La vida oculta se entiende desde la Pascua. Cuando las primeras comunidades entienden la Pascua como centro y proyecto de todo, se asoman a los primeros momentos de la historia de Jesús, subrayando estas dimensiones pascuales.Dios asume la dimensión humana del anonimato, ocultamiento de treinta años transcurridos en una aldea de la región más pobre y deprimida, del pasar como  “uno de tantos”, ¡o como todos!— enseñándonos que “lo cotidiano”, cualquier circunstancia humana, es valiosísima si se la llena de amor. Clave para ello es estar en lo del Padre (Lc 2, 49).

domingo, 29 de diciembre de 2024

Domingo de la Sagrada Familia - El Niño en el Templo (Lc 2, 41-52)

 P. Carlos Cardó SJ 

Jesús entre los doctores, óleo sobre lienzo de Alberto Durero (1506), Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, Madrid, España

Los padres de Jesús solían ir cada año a Jerusalén para las festividades de la Pascua. Cuando el niño cumplió doce años, fueron a la fiesta, según la costumbre. Pasados aquellos días, se volvieron, pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que sus padres lo supieran. Creyendo que iba en la caravana, hicieron un día de camino; entonces lo buscaron, y al no encontrarlo, regresaron a Jerusalén en su busca.
Al tercer día lo encontraron en el templo, sentado en medio de los doctores, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Todos los que lo oían se admiraban de su inteligencia y de sus respuestas.
Al verlo, sus padres se quedaron atónitos y su madre le dijo: "Hijo mío, ¿por qué te has portado así con nosotros? Tu padre y yo te hemos estado buscando llenos de angustia".
Él les respondió: "¿Por qué me andaban buscando? ¿No sabían que debo ocuparme en las cosas de mi Padre?".
Ellos no entendieron la respuesta que les dio.
Entonces volvió con ellos a Nazaret y siguió sujeto a su autoridad.
Su madre conservaba en su corazón todas aquellas cosas.
Jesús iba creciendo en saber, en estatura y en el favor de Dios y de los hombres. 

Este pasaje rompe el silencio de la vida oculta de Jesús en Nazaret y relata un acontecimiento relevante en el desvelamiento progresivo de la identidad de Jesús. Nos dice el evangelio de Lucas que los padres de Jesús iban todos los años a Jerusalén para la fiesta de Pascua y que llevaron también al Niño cuando cumplió doce. Terminada la fiesta, se quedó en Jerusalén sin saberlo sus padres. Al no encontrarlo, regresaron a Jerusalén en su busca. Lo buscaron tres días. Sólo podían imaginar que estaría con los parientes y conocidos. Angustia, impotencia de quien no encuentra al ser querido, a la persona que uno no puede dejar de buscar. Evoca esta angustia a la que sentirán las mujeres en el sepulcro al no hallar entre los muertos al que está vivo. 

Después de tres días. Lo hallaron en el templo. Es decir, en el lugar donde la gloria de Dios se manifestaba. Está allí, en lo suyo, sentado y enseñando con autoridad la Palabra de Dios a los maestros de la Palabra. Como su padre y su madre que lo buscan tres días en vano, los apóstoles y las santas mujeres tendrán que esperar al tercer día para comprobar que la Palabra de Dios se ha cumplido en el Crucificado. Y a nosotros también, que lo buscamos sin saber cómo, el texto nos da la respuesta. 

La pregunta de Jesús a sus padres: ¿Por qué me buscaban? No sabían que…, más que un reproche, hay que entenderla como una invitación que les hace a procurar comprender, con la confianza propia de la fe, no con angustia, los planes que Dios tiene. Y Jesús les recuerda que Dios es su Padre. Es la primera vez que designa a Dios como su Padre. “Abbá” es en el evangelio de Lucas la primera y última palabra de Jesús. La más reveladora de su propia identidad y de la nuestra, pues es el Hijo amado del Padre,  en quien y por quien somos también nosotros hijos e hijas de Dios. 

Este Hijo debe estar en las cosas de su Padre, ocuparse de ellas pues para esto ha venido al mundo: para escuchar y cumplir lo que el Padre le diga. Y ese será su alimento, hacer su voluntad. 

María y José no comprendieron lo que les decía, lo comprenderán más tarde. Y para ello, María, la creyente, la que oye y acoge la Palabra, conservará todas estas cosas meditándolas en su corazón. Después de haber llevado al Hijo en su seno, lo lleva ahora en su corazón. Ella nos enseña a meditar las palabras de su Hijo, todas, las que nos consuelan y alegran y las que nos exigen y nos cuesta comprender. Como ella, tampoco nosotros comprendemos de inmediato el misterio de los tres días de Jesús con el Padre. Como ella, conservamos en el corazón las palabras, las aprendemos de memoria, aunque su comprensión exacta todavía se nos escape. El recuerdo constante de la Palabra ilumina el corazón y nos hace alcanzar la madurez del hombre perfecto, la estatura plena de Cristo (Ef 4,13).

sábado, 28 de diciembre de 2024

Los Santos Inocentes (Mt 2, 13-18)

 P. Carlos Cardó SJ 

Huida a Egipto, fresco de Lorenzo de Mónaco (1405), Lindenau Museum, Altenburgo, Alemania

Después de que los magos partieron de Belén, el ángel del Señor se le apareció en sueños a José y le dijo: "Levántate, toma al niño y a su madre, y huye a Egipto. Quédate allá hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo".
José se levantó y esa misma noche tomó al niño y a su madre y partió para Egipto, donde permaneció hasta la muerte de Herodes. Así se cumplió lo que dijo el Señor por medio del profeta: De Egipto llamé a mi hijo.
Cuando Herodes se dio cuenta de que los magos lo habían engañado, se puso furioso y mandó matar, en Belén y sus alrededores, a todos los niños menores de dos años, conforme a la fecha que los magos le habían indicado.
Así se cumplieron las palabras del profeta Jeremías: En Ramá se ha escuchado un grito, se oyen llantos y lamentos: es Raquel que llora por sus hijos y no quiere que la consuelen, porque ya están muertos. 

Sin pretender ofrecer un relato biográfico, pues no es esa su intención, San Mateo quiere hacer ver en este pasaje que Jesús fue desde el inicio de su vida un Mesías aceptado por unos y rechazado por otros. Lo aceptan los sabios que hacen un largo camino de búsqueda y lo adoran como Rey y salvador. Lo rechaza y quiere su muerte Herodes. José y María con el Niño tienen que huir. La familia de Jesús, lejos de vivir cómodamente instalada, padeció las amenazas, inseguridades y temores que hoy viven muchas familias. 

Desde otra perspectiva, el texto es una presentación de la historia de Israel vista desde Jesús. La historia de Israel es profecía de la historia de Jesús. La huida a Egipto por la amenaza contra la vida del Niño recuerda el traslado a ese país de Jacob y su familia para sobrevivir del hambre (Gen 45, 1-7). A su vez, el odio de Herodes contra el Niño Jesús evoca la violencia del Faraón contra los primogénitos de los judíos (Ex 1, 15-16). 

La huida a Egipto, el exilio y la vuelta a Palestina, lleva al evangelista a recordar las palabras de Oseas (11, 1): de Egipto llamé a mi hijo, que se refieren a Israel y su salida de la esclavitud. Pero con esta referencia al profeta, el evangelio de Mateo no sólo afirma que en la vida de Jesús se reproduce la historia de su pueblo, sino que ese hijo al que Dios llama es Jesús, cuya venida salvadora supera a todos los acontecimientos vividos por el pueblo de Israel. Por ser el Hijo de Dios, Jesús está por encima de las figuras más gloriosas, como Moisés. En el Mesías Jesús la historia del pueblo alcanza su meta, porque toda ella fue una anticipación, anuncio y preparación de su venida. 

Al hablar de la matanza de los inocentes, Mateo hace una nueva referencia a la Biblia, citando esta vez a Jeremías (31,15), para recalcar la idea de que la historia de Israel tiende a Cristo. El profeta alude en este caso a la tragedia vivida por Israel en el exilio en Babilonia, que le resulta aún más dolorosa que la esclavitud en Egipto. Para visualizar plásticamente este dolor, Jeremías pone en escena a Raquel, antecesora del pueblo, enterrada en Ramá, cerca de Belén, que grita desesperada por la suerte que padecen sus hijos, el pueblo de Israel, a consecuencia de su infidelidad a la alianza con su Dios. Interpretando este hecho, Mateo saca de aquí la idea que domina todo su evangelio: Israel ha ido a la ruina por su incredulidad. Pero el Mesías Jesús, asumiendo sobre sí el pecado del pueblo y derramando su sangre como expiación, logra la salvación para todo el que cree en él, y da inicio al pueblo de la nueva alianza. El drama cruento de Jesús, ligado solidariamente al de su pueblo, se presenta como anticipado simbólicamente en la muerte de los inocentes de Belén. La sangre de los niños de Belén prefigura la sangre del Cordero inocente, Jesucristo, que borra el pecado del mundo. 

Podemos decir también que la matanza de los inocentes anticipa las incontables matanzas de inocentes que se sucederán a lo largo de la historia. La injusticia y la maldad humana siguen exterminando vidas de niños que mueren cada día por el hambre, la guerra y la marginación. Podemos pensar también en tantos inocentes que sufren violencia sin poder defenderse. 

Como reza la liturgia de los Santos Inocentes, ellos carecían del uso de la palabra para proclamar su fe, pero lo hicieron con su muerte y fueron glorificados en virtud del nacimiento de Cristo. A nosotros nos toca testimoniar con nuestra vida y con el compromiso por la justicia, la fe que confesamos de palabra.

viernes, 27 de diciembre de 2024

Juan, testigo de la resurrección (Jn 20, 2-8)

 P. Carlos Cardó SJ 

San Juan Evangelista, óleo sobre Lienzo de Pedro Pablo Rubens (1610 – 1612), Museo Nacional del Prado, España

El primer día después del sábado, María Magdalena vino corriendo a la casa donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: "Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo habrán puesto".
Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcroLos dos iban corriendo juntos, pero el otro discípulo corrió más aprisa que Pedro y llegó primero al sepulcro, e inclinándose, miró los lienzos puestos en el suelo, pero no entró.
En eso llegó también Simón Pedro, que lo venía siguiendo, y entró en el sepulcro. Contempló los lienzos puestos en el suelo y el sudario, que había estado sobre la cabeza de Jesús, puesto no con los lienzos en el suelo, sino doblado en sitio aparte.
Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro, y vio y creyó, porque hasta entonces no habían entendido las Escrituras, según las cuales Jesús debía resucitar de entre los muertos. 

Dos días después de Navidad se celebra la fiesta de San Juan apóstol. A él se le atribuye el Cuarto Evangelio, escrito a fines del siglo I. Con su hermano Santiago eran los hijos de Zebedeo, a quienes Jesús llamó los “Boanerges”, es decir, los violentos. Una tradición lo identifica con aquel misterioso personaje que el Cuarto Evangelio llama “el discípulo amado” y cuya significación simbólica y paradigmática abraza en general al auténtico creyente en Jesús, al discípulo verdadero que está llamado a reclinar su cabeza en el corazón del Maestro y permanecer, al lado de María su Madre, junto a la cruz. El Evangelio de Juan emplea un lenguaje misterioso, cargado de símbolos y muy espiritual; pero al mismo tiempo es un evangelio que pretende –casi de manera continua– subrayar la realidad de la encarnación de Dios, la divinidad y humanidad de Jesús, Palabra eterna del Padre que se encarnó y habitó entre nosotros (Jn 1,14). 

El Evangelio según San Juan presenta el misterio de Jesús como un descenso desde el Padre por la encarnación y una ascensión a él por la resurrección. En el texto escogido para el día de hoy, los primeros testigos –los discípulos– comprueban que Jesús, vencedor de la muerte, ha realizado su subida al Padre, tal como lo había anunciado. 

El evangelio nos hace ver cómo los discípulos, después de la muerte de Jesús, recorren un camino lleno de sorpresas, que se inicia con la constatación de que el sepulcro está vacío, y concluye con la convicción de que la cruz no fue el final, sino el inicio del retorno de Jesús al Padre y de su glorificación. 

Los personajes, María Magdalena, Pedro y Juan, simbolizan a la comunidad que reacciona y recobra la fe, venciendo la tristeza y el miedo. A pesar de las advertencias que les había hecho, el final de su Maestro había significado para ellos un fracaso total que echó por tierra sus esperanzas. No obstante, reaccionan, buscan, indagan, disciernen. María Magdalena fue muy de mañana al sepulcro y cuando vio que había sido removida la piedra, regresó corriendo adonde estaban Pedro y el otro discípulo a quien Jesús tanto quería; éstos por su parte salieron de prisa… En ellos aparece reflejada la prontitud y resolución con que el cristiano debe reaccionar para no dejarse abatir por las frustraciones y adversidades que conmueven su fe. 

Vio y creyó. Porque no había comprendido la Escritura... (vv. 8-9). Se subraya la importancia de la Sagrada Escritura para comprender los signos de la presencia del Resucitado en la historia. Revisar la propia vida a la luz de la Palabra nos permite ver la presencia de Dios en todas las circunstancias oscuras por las que atravesemos. Cristo resucitado vive en el corazón del mundo y se muestra en múltiples presencias, todas ellas liberadoras. 

Vivimos una época que exacerba el valor de los sentidos, hasta hacer pensar que sólo existe y cuenta lo material, aquello de lo que podemos disponer. La dimensión de lo trascendente queda sofocada. Pero tenemos que demostrar en nuestra vida que no somos seres para la muerte, ni todo acaba en la muerte. Cristo está en la comunidad de los que anuncian su mensaje y celebran la eucaristía. También en los hermanos necesitados, porque Cristo se identifica con ellos. El verdadero discípulo descubre en profundidad la presencia y acción del Resucitado y se muestra pronto para comunicar a otros las razones de su esperanza.

jueves, 26 de diciembre de 2024

Persecuciones (Mt 10, 17-23)

 P. Carlos Cardó SJ 

Martirio de San Esteban, óleo sobre tabla de Juan de Juanes perteneciente al retablo de San Esteban (1555 – 1562), Museo Nacional del Prado, Madrid, España

Jesús les dijo: "¡Cuídense de los hombres! A ustedes los arrastrarán ante sus consejos, y los azotarán en sus sinagogas. Ustedes incluso serán llevados ante gobernantes y reyes por causa mía, y tendrán que dar testimonio ante ellos y los pueblos paganos. Cuando sean arrestados, no se preocupen por lo que van a decir, ni cómo han de hablar. Llegado ese momento, se les comunicará lo que tengan que decir. Pues no serán ustedes los que hablarán, sino el Espíritu de su Padre el que hablará en ustedes. Un hermano denunciará a su hermano para que lo maten, y el padre a su hijo, y los hijos se sublevarán contra sus padres y los matarán. Ustedes serán odiados por todos por causa mía, pero el que se mantenga firme hasta el fin, ése se salvará." 

La fiesta de San Esteban, el 26 de diciembre, tiñe de rojo la navidad. Es el primer mártir del cristianismo, el primero que selló con su sangre la fe en Jesús. San Ignacio de Loyola en sus Ejercicios Espirituales hace contemplar el misterio del nacimiento de Cristo desde esta perspectiva: “Mirar y considerar lo que hacen (Nuestra Señora y José), así como es el caminar y trabajar, para que el Señor sea nacido en suma pobreza, y al cabo de tantos trabajos, de calor y de frío, de injurias y afrentas, para morir en cruz; y todo esto por mí” (Ejercicios, 116). La falta de posada, las condiciones tan precarias en que nace y el tener que ser recostado en un pesebre (Lc 2,7) se proyectan hasta la extrema indefensión y soledad de su crucifixión. Inicio y fin se tocan. Como fue el principio así será el final. “¡Y todo esto por mí!”. 

Así quiso Dios realizar la salvación del mundo. Y Jesús, su Hijo, asumió libremente este destino que había sido ya simbolizado por el profeta como el propio del Cordero que es llevado al matadero (Is 53,7). Siervo inocente soporta sobre sí la violencia del mal y, sin devolverlo, vence al mal. 

Una multitud de testigos suyos lo seguirán (Hebr 12,1), dispuestos a identificarse con él en su estilo de vida y también en una muerte como la suya. Recordarán que la suerte del Maestro ha de ser la del discípulo y si lo persiguieron a él, a ellos también los perseguirán (Jn 15,20). Los entregarán a los tribunales… como hicieron con él. Los que intentan apagar la verdad con la injusticia no soportarán su forma de ser que contradice radicalmente lo que ellos viven. El justo con su sola presencia desenmascara la mentira del corrupto, que no tiene más remedio que hacerlo callar o hacerlo desaparecer de su vista. Y así ha venido ocurriendo en la historia del cristianismo, desde Juan Bautista, degollado por Herodes, y desde Esteban, el diácono lleno de gracia y de poder, que hacía signos y prodigios en favor de los necesitados, que fue examinado con atención por las autoridades del pueblo y su rostro les pareció como el de un ángel, pero amotinaron a la gente contra él para que lo apedrearan porque no pudieron contradecir la sabiduría y el espíritu con que hablaba (Hechos 6, 8-15). 

Mártir significa testigo. Darán testimonio, había anunciado Jesús. La sangre derramada sella como supremo testimonio la determinación de vivir hasta el final los valores que el Maestro transmitió. Con su martirio, el testigo fiel demuestra que esos valores por los cuales ha vivido, valen más que la vida. 

Por eso puede morir en paz, seguro de que el Espíritu hablará en su favor. En el peligro, no le arrebatará ningún espíritu de miedo o de egoísmo, de odio o de violencia, sino el Espíritu de Dios, espíritu de amor que actúa en los corazones, e infunde el coraje (¡mucho más fuerte y eficaz que el de la venganza!) para perdonar incluso a los que lo persiguen. 

El espíritu del mundo, espíritu de injusticia y de conflicto, seguirá extendiendo su influjo aparentemente invencible. Por él, el hermano entregará al hermano a la muerte; se levantarán los hijos contra los padres y los matarán… La falta de moral ataca las raíces de la vida, destruye la convivencia, mata los afectos y los sentimientos. Pero el Espíritu de Cristo se abre paso y asegura la victoria porque ya la anticipó y desplegó para siempre al resucitar a Jesús de entre los muertos. El amor es más fuerte. 

Quien se mantiene en esta fe que vence al mundo, ese se salvará.

miércoles, 25 de diciembre de 2024

Navidad - El Verbo se hizo carne (Jn 1, 1-18)

 P. Carlos Cardó SJ 

La adoración de los pastores, óleo sobre lienzo de Bartolomé Esteban Murillo (1650 – 1655), Museo Nacional del Prado, Madrid, España

Al principio ya existía la Palabra y la Palabra se dirigía a Dios, y la Palabra era Dios. Ésta al principio se dirigía a Dios. Todo existió por medio de ella, y sin ella nada existió de cuanto existe. En ella había vida, y la vida era la luz de los hombres; la luz brilló en las tinieblas, y las tinieblas no la comprendieron.
Hubo un hombre enviado por Dios, llamado Juan, que vino como testigo, para dar testimonio de la luz, de modo que todos creyeran por medio de él. No era él la luz, sino un testigo de la luz. La luz verdadera que ilumina a todo hombre estaba viniendo al mundo. En el mundo estaba, el mundo existió por ella, y el mundo no la reconoció. Vino a los suyos, y los suyos no la acogieron. Pero a los que la acogieron, a los que creen en ella, los hizo capaces de ser hijos de Dios: quienes no han nacido de la sangre ni del deseo de la carne, ni del deseo del varón, sino de Dios.
La Palabra se hizo hombre y acampó entre nosotros. Y nosotros contemplamos su gloria, gloria como de Hijo único del Padre, lleno de lealtad y fidelidad. Juan grita dando testimonio de él: Éste es aquél del que yo decía: El que viene detrás de mí, es más importante que yo, porque existía antes que yo. De su plenitud hemos recibido todos: una lealtad que responda a su lealtad. Pues la ley se promulgó por medio de Moisés, la lealtad y la fidelidad se realizaron por Jesucristo. Nadie ha visto jamás a Dios; el Hijo único, Dios, que estaba al lado del Padre, lo ha explicado. 

Cada año la fiesta de Navidad nos hace meditar con profunda admiración las palabras del prólogo del evangelio de San Juan: “El verbo de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1). Dios no ha querido únicamente mirar desde lo alto el mundo creado por él, sino que ha descendido, hasta hacerse uno de nosotros para elevarnos hasta él. A Dios nadie lo ha visto nunca, pero se ha querido incorporar en nuestro mundo y en nuestra historia por medio de su Hijo Jesucristo para habitar entre nosotros. Nos había hablado antiguamente por medio de los profetas, pero ahora nos ha hablado en su propio Hijo, hecho Emmanuel, Dios-con-nosotros, cercano y prójimo nuestro. 

Esto es lo que celebramos en la Navidad: un acontecimiento histórico, real, que sigue afectando profundamente nuestras personas, y no sólo nuestros sentimientos o nuestra admiración estética o nuestro gusto festivo…, porque toca a lo más íntimo de nuestro corazón y, sobre todo, porque ha pasado a ser parte de nuestra historia, dándole una característica especial a nuestra identidad. Celebramos el nacimiento del Niño, del Niño por excelencia y con mayúscula, sin el cual nuestra vida simplemente no tiene sentido; no seríamos lo que somos ni pensaríamos el futuro como lo pensamos. El mundo, la historia y nuestras propias vidas son ya otra cosa desde que Dios quiso nacer para nosotros en Belén y porque, al hacerlo, él comparte nuestro destino y lo asegura para toda la eternidad. 

Dice San Juan que vino a los suyos y los suyos no lo recibieron, pero a cuantos lo recibieron, a los que creyeron en él, les dio la capacidad de ser hijos de Dios. En efecto, se requiere la gracia de la fe para entender y aceptar la identidad del Niño que nace en Belén. Reconocer en él al Eterno que se ha hecho tiempo, al Hijo de Dios que se ha hecho hombre, al Creador, ley y razón universal, que ha tomado para sí carne humana, sin dejar de ser al mismo tiempo Verbo y Palabra divina con toda su gloria y el abismo insondable de su amor y poder infinitos, eso no nos lo puede revelar ni la carne ni la sangre, ni mortal alguno sobre la tierra (Mt 16, 17), sino Dios su Padre que está en los cielos. 

Un antiguo himno litúrgico canta la paradoja increíble de la grandeza del Salvador del mundo que se descubre en la pequeñez de un recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre: 

Hoy ha nacido de la Virgen María
Aquel que mantiene en su mano el universo.
Ha sido envuelto en pañales,
Aquel que por esencia es invisible.
Siendo Dios, ha sido recostado en un pesebre,
Aquel que ha afirmado sobre los cielos su trono.
 

Que la inmensa majestad de Dios haya aparecido en la estrechez de este mundo maltrecho, que el Santo y feliz comparta las tristezas y lágrimas de esta tierra nuestra, que la Vida eterna asuma vida temporal para morir en la cruz… ¡y todo esto por mí!, esta es la verdad inabarcable, la belleza espléndida, la bondad más tierna y profunda que tiene para nosotros la Navidad. 

Es, pues, mucho más que una fiesta familiar, por bella y tierna que sea. Navidad es el día en que declaro mi adhesión personal a la Palabra de Dios, que ha querido decírseme en el pequeño Niño de Belén como la increíble bondad y amor inmerecido de Dios por mí, y yo acojo esa Palabra para que nazca en mí y me transforme, hasta el punto de que pueda realizarse en cada uno de nosotros lo que deseaba San Pablo: que Cristo nazca por la fe en nuestros corazones (Ef 3,17), que Cristo se forme en nosotros (Gal 4,19). Y eso es posible y deseable, como no dudaron en afirmarlo los grandes maestros del espíritu: que Dios mismo entra en nuestros corazones como entró en Belén, como vino al mundo en la primera Navidad, y que lo hace de manera real y verdadera, y con mayor intensidad e intimidad aún que entonces.

martes, 24 de diciembre de 2024

Bendito sea el Señor, Dios de Israel (Lc 1, 67-79)

 P. Carlos Cardó SJ 

Zacarías, sumo sacerdote, ícono de autor anónimo del siglo XVIII, Catedral católica griega de Hajdúdorog, Hungría.

Su padre Zacarías, lleno de Espíritu Santo, profetizó: "Bendito el Señor, Dios de Israel, porque se ha ocupado de rescatar a su pueblo. Nos ha suscitado una eminencia salvadora en la Casa de David, su siervo, como había prometido desde antiguo por boca de sus santos profetas: salvación de nuestros enemigos, del poder de cuantos nos odian, tratando con lealtad a nuestros padres y recordando su alianza sagrada, lo que juró a nuestro padre Abrahán, que nos concedería, ya liberados del poder enemigo, servirle sin temor en su presencia, con santidad y justicia toda la vida. Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo, porque caminarás delante del Señor, preparándole el camino; anunciando a su pueblo la salvación por el perdón de los pecados. Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará desde lo alto un amanecer que ilumina a los que habitan en tinieblas y en sombras de muerte, que endereza nuestros pasos por un camino de paz". 

Como el Magníficat de María, el cántico de Zacarías está lleno de referencias y motivos bíblicos sobre la esperanza que tenía Israel de la venida del Mesías prometido. Es como una síntesis de los anhelos más profundos del pueblo judío, que recogen los de la humanidad de todos los tiempos. Este cántico es un modelo de la fe bíblica, que descubre en los acontecimientos de la historia la acción de Dios. La historia está llena de su promesa, y en ella se nos revelan sus designios salvadores. Por la fe, los acontecimientos de la historia revelan su contenido de “palabra”. 

El himno tiene dos partes, la primera (vv. 68 a 75) es una bendición. En la Biblia, el que bendice es propiamente Dios, y su bendición es donación de vida, gracia y don que se recibe. La plenitud de la bendición es el Shalom, la paz, abundancia y bienestar enviados de lo alto. Pero el ser humano, aunque pobre y desvalido ante el Poderoso, también bendice al Señor con una palabra que reconoce y confiesa su generosidad y le da gracias. 

La bendición de Zacarías no es propiamente por el hijo que le ha nacido, sino porque ve que la esperada liberación mesiánica está por cumplirse: ya viene el Salvador, descendiente de David, y su llegada será anunciada y preparada por Juan. 

Zacarías describe la salvación que trae Jesús con todos los contenidos históricos y políticos que el Antiguo Testamento y el judaísmo de su tiempo le atribuían: la ve como una liberación concreta y definitiva de toda opresión extranjera, Israel ya no será dominado por nadie, su victoria sobre sus enemigos está asegurada y ya no habrá miedo ni inseguridad. Late en el himno el deseo profundo de una tierra nueva, en la que habrá por fin una paz estable, y se podrá rendir a Dios el culto que se merece, con santidad y justicia, en su presencia todos nuestros días (v. 74s). 

En la segunda parte (vv.76-79) de su himno, Zacarías anuncia el futuro de su hijo Juan. 

Elegido por Dios como el precursor del Mesías, preparará para él un pueblo bien dispuesto. Pero lo que más sobresale es la admiración por la persona y obra de Jesús Mesías, que vendrá como el sol que nace de lo alto para iluminar a los que caminan en tinieblas y sombras de muerte. A simple vista, podría parecer que la salvación mesiánica se espiritualiza demasiado, pero en realidad lo que se anuncia es la más radical de las acciones libradoras de Dios, que llega hasta las raíces mismas del mal y de toda opresión: la maldad del pecado. 

La Iglesia canta este himno todos los días en la oración de la mañana: alaba a Jesucristo que por su resurrección brilla como el sol sobre la oscuridad de la muerte y da inicio al día perenne en que vivimos: al hoy de la continua visita y presencia del Dios-con-nosotros. Bajo esa luz vivimos, ella nos trae perdón, santidad y justicia, ella nos guía en la construcción de los caminos de la paz. 

El himno de Zacarías nos invita a admirar y agradecer la obra de Dios en nuestra historia personal.

lunes, 23 de diciembre de 2024

Nacimiento de Juan Bautista (Lc 1, 57-66)

P. Carlos Cardó SJ 

El Nacimiento de San Juan el Bautista, fresco de Domenico Ghirlandaio (1486 - 1490), Capilla Tornabuoni, Santa María Novella, Florencia, Italia

Cuando le llegó a Isabel su día, dio a luz un hijo, y sus vecinos y parientes se alegraron con ella al enterarse de la misericordia tan grande que el Señor le había mostrado.
Al octavo día vinieron para cumplir con el niño el rito de la circuncisión, y querían ponerle por nombre Zacarías, por llamarse así su padre.
Pero la madre dijo: «No, se llamará Juan»
Los otros dijeron: «Pero si no hay nadie en tu familia que se llame así»
Preguntaron por señas al padre cómo quería que lo llamasen.
Zacarías pidió una tablilla y escribió: «Su nombre es Juan», por lo que todos se quedaron extrañados.
En ese mismo instante se le soltó la lengua y comenzó a alabar a Dios.
Un santo temor se apoderó del vecindario, y estos acontecimientos se comentaban en toda la región montañosa de Judea.
La gente que lo oía quedaba pensativa y decía: «¿Qué va a ser este niño?» Porque comprendían que la mano del Señor estaba con él. 

Juan Bautista, figura clave del tiempo de Adviento, fue el hombre que recibió de Jesús el mayor de los elogios: Yo les digo que, entre los hijos de mujer, no hay nadie mayor que Juan. 

La narración de su nacimiento la hace San Lucas con pocas palabras, porque prefiere resaltar más la imposición de su nombre. Pero en esas pocas palabras, se expresa algo muy importante en la Biblia: la concepción y nacimiento de los personajes que van a tener una especial misión en la historia de Israel es un acontecimiento en el que Dios interviene. Esto se destaca de modo especial cuando la mujer que concibe es una estéril como Sara, esposa de Abraham y madre de Isaac (cf. Gen 16, 1; 17, 1), o como la esposa de Manoa, que concibió y dio a luz a Sansón (Cf. Jue 13, 2-5). Por esto, en el caso de Isabel, esposa estéril de Zacarías, los vecinos ven en su parto una acción de la misericordia y se alegran con ella. 

Aparte de esto, es indudable que la antropología contenida en la Biblia considera la venida al mundo de toda persona humana no como un acontecimiento o fenómeno fortuito o puramente biológico. Cada nacimiento es un hecho querido por Dios, y responde siempre a un designio suyo de amor. Tú formaste mis entrañas, me tejiste en el vientre de mi madre. Te doy gracias porque eres sublime y tus obras son prodigiosas (Sal 139, 13-14). 

El nombre Juan. En las culturas antiguas el nombre que se daba a las personas era siempre significativo. «Nomen est omen», (el nombre es presagio, pronóstico), decían los latinos; y para los hebreos el nombre señalaba algún atributo de Dios que en la vida del recién nacido se iba a manifestar, o el significado de la misión que le tocaba desempeñar al niño. Su nombre es Juan (Lc 1,63) dice Isabel y Zacarías lo confirma ante de los parientes maravillados, escribiéndolo en una tablilla. El mismo Dios, por su ángel, había dado este nombre que significa Dios es favorable. En la vida de Juan, Dios se mostrará favorable a su pueblo y a toda la humanidad. Pero no sólo en su vida: Dios siempre está en favor de todos sus hijos e hijas, en favor de toda vida humana aun antes de nacer. Mi propia vida, desde su concepción, demuestra que soy llamado por él a la existencia. El Señor me llamó desde el seno materno, desde las entrañas de mi madre pronunció mi nombre (Is 49,1). 

Juan nace con una misión que cumplirá cabalmente: vivirá dedicado a preparar la venida de Jesús Mesías. Como él, todos tenemos una misión que cumplir: la que nuestro Creador y Padre nos asigna aun antes de nacer. Ella confiere orientación y sentido a mi existencia. Percibida en mi interior como una llamada o atracción que aúna y orienta todos mis deseos, puedo libremente optar por ella como mi propio camino y elegir las actitudes que más me conduzcan a su cumplimiento, seguro de que en ello me juego mi realización personal y mi felicidad.


domingo, 22 de diciembre de 2024

IV Domingo de Adviento - La visita de María a Isabel (Lc 1, 39-45)

 P. Carlos Cardó SJ 

Visitación, óleo sobre lienzo de Pellegrino Tibaldi (siglo XVI), Palacio Nacional de Urbino, Las Marcas, Italia

En aquellos días, María se encaminó presurosa a un pueblo de las montañas de Judea y, entrando en la casa de Zacarías, saludó a Isabel.
En cuanto ésta oyó el saludo de María, la criatura saltó en su seno.
Entonces Isabel quedó llena del Espíritu Santo y, levantando la voz, exclamó: "¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a verme? Apenas llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno. Dichosa tú, que has creído, porque se cumplirá cuanto te fue anunciado de parte del Señor". 

San Lucas, que escribe a cristianos no judíos, provenientes del paganismo, quiere --con este pasaje de la visita de María a su prima Isabel-- darles a conocer el significado que tiene Israel en la historia de la salvación. Para ello, hace que los personajes tengan un carácter de símbolo de la relación que tiene el Antiguo Testamento con el Nuevo Testamento. 

Por medio de María, Dios visita a su pueblo y hace que su pueblo, simbolizado en Isabel y en el hijo que lleva en su seno, lo reconozca. Llega así a su fin la larga espera de dos mil años: Israel ve cumplidos sus anhelos, Dios se demuestra fiel a su promesa. Isabel y María se saludan, promesa y cumplimiento se besan. En Cristo Salvador, Dios y la humanidad se unen. Israel (Isabel) y María (la Iglesia) se encuentran, Dios en María viene a visitar a su pueblo y en él a toda la humanidad. 

Se ven también en el pasaje las dos actitudes más características de María: su servicio y su fe. Dice Lucas que María va de prisa, movida por la caridad, para ofrecer a Isabel la ayuda que en esos casos necesita una mujer en avanzado estado de gravidez, y para compartir con ella la alegría que cada una, a su modo, ha tenido de la grandeza de Dios. María va de prisa, no para comprobar las palabras del ángel, pues ella cree en lo que se le ha dicho sobre Isabel; va a ayudar. Y el servicio que María aporta a Isabel integra el anuncio de Jesús, comporta la salvación prometida: Isabel quedó llena del Espíritu Santo” y “el niño que llevaba en su seno saltó de gozo. 

¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! es el saludo de Isabel a María.  Bendita entre las mujeres era el saludo de Israel a las grandes mujeres de su historia, que jugaron un gran papel en la victoria de Israel sobre sus enemigos (ver el caso de Yael en el libro de los Jueces, cap. 4-5, y el de Judit, cap.13). María, con su obediencia a la Palabra, contribuye a la victoria sobre el enemigo de la humanidad: lleva en su seno al fruto de la descendencia de Eva, que pisotea la cabeza de la serpiente, como estaba predicho en el relato del Génesis (cap. 3). 

En su respuesta, Isabel proclama a María: ¡Bienaventurada tú, que has creído! Es la primera bienaventuranza del Evangelio, que Jesús confirmará después, cuando diga: ¡Bienaventurados los que oyen la palabra de Dios y la llevan a cumplimiento! Éstos son mi madre y mis hermanos, los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen. Pocos títulos atribuidos a María expresan mejor que éste la función tan excepcional que le tocó desempeñar dentro del plan de salvación realizado en su Hijo Jesucristo: María es la creyente, “modelo” y “referente” para hombres y mujeres creyentes. Por eso es la llena de gracia, la Madre del Salvador, y también la Madre y figura de la Iglesia, comunidad de los creyentes. 

Al oír las palabras de Isabel, María dirigió la mirada a su propia pequeñez, fijó luego sus ojos en Dios, de quien procede todo bien, y entonó un cántico de alabanza: Celebra todo mi ser la grandeza del Señor... María es consciente de que toda su persona, su ser mujer, es un don de Dios y a él lo devuelve en un canto de alabanza. 

Ella es consciente de que las generaciones la llamarán bienaventurada, no por sus méritos propios, sino por las obras grandes que el Poderoso ha hecho en ella al darle la vida y elegirla para ser madre del Salvador. Por eso no duda en recalcar el contraste que hay entre su pequeñez de sierva y la grandeza, poder y misericordia de Dios, a quien ve como el santo, el todopoderoso, el misericordioso. 

El cántico de María, el Magníficat, se sitúa dentro de la corriente espiritual de los salmos, con el mismo estilo poético de su pueblo, henchido de fe, alegría y gratitud. Es un himno personal y a la vez universal, cósmico. En María canta toda la humanidad y la creación entera que ve la fidelidad del amor de Dios. El Magníficat es también una síntesis de la historia de la salvación, contemplada del lado de los pobres y de los humildes, a quienes se les revela el misterio del Reino y sienten a Dios a su favor. Con el pueblo fiel de Israel, en la línea de los grandes profetas, María no duda en alabar a Dios por sus preferencias, porque dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos, enaltece a los humildes, colma de bienes a los hambrientos y despide vacíos a los ricos. 

María nos ayuda a descubrir a Dios en nuestra vida. Por eso, la Iglesia entona todas las tardes el Magníficat, como el reconocimiento de que Dios cumple siempre su promesa. En el canto de María laten los corazones agradecidos, que reconocen la acción de Dios en los acontecimientos de la propia historia personal y en la historia de la humanidad.

sábado, 21 de diciembre de 2024

La visita de María a Isabel (Lc 1, 39-45)

 P. Carlos Cardó SJ 

Visitación, óleo sobre lienzo de Pellegrino Tibaldi (siglo XVI), Palacio Nacional de Urbino, Las Marcas, Italia

En aquellos días, María se encaminó presurosa a un pueblo de las montañas de Judea y, entrando en la casa de Zacarías, saludó a Isabel.
En cuanto ésta oyó el saludo de María, la criatura saltó en su seno.
Entonces Isabel quedó llena del Espíritu Santo y, levantando la voz, exclamó: "¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a verme? Apenas llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno. Dichosa tú, que has creído, porque se cumplirá cuanto te fue anunciado de parte del Señor". 

San Lucas, que escribe a cristianos no judíos, provenientes del paganismo, quiere con este pasaje de la visita de María a su Isabel darles a conocer el significado que tiene Israel en la historia de la salvación. Para ello, hace que los personajes tengan un carácter de símbolo de la relación que tiene el Antiguo Testamento con el Nuevo Testamento. 

Por medio de María, Dios visita a su pueblo y hace que su pueblo, simbolizado en Isabel y en el hijo que lleva en su seno, lo reconozca. Llega así a su fin la larga espera de dos mil años: Israel ve cumplidos sus anhelos, Dios se demuestra fiel a su promesa. Isabel y María se saludan, promesa y cumplimiento se besan. En Cristo Salvador, Dios y la humanidad se unen. Israel (Isabel) y María (la Iglesia) se encuentran, Dios en María viene a visitar a su pueblo y en él a toda la humanidad. 

Se ven también en el pasaje las dos actitudes más características de María: su servicio y su fe. Dice Lucas que María va de prisa, movida por la caridad, para ofrecer a Isabel la ayuda que en esos casos necesita una mujer en avanzado estado de gravidez, y para compartir con ella la alegría que cada una, a su modo, ha tenido de la grandeza de Dios. María va de prisa, no para comprobar las palabras del ángel, pues ella cree en lo que se le ha dicho sobre Isabel; va a ayudar. Y el servicio que María aporta a Isabel integra el anuncio de Jesús, comporta la salvación prometida: Isabel quedó llena del Espíritu Santo” y “el niño que llevaba en su seno saltó de gozo. 

¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! es el saludo de Isabel a María.  Bendita entre las mujeres era el saludo de Israel a las grandes mujeres de su historia, que jugaron un gran papel en la victoria de Israel sobre sus enemigos (ver el caso de Yael en el libro de los Jueces, cap. 4-5, y el de Judit, cap.13). María, con su obediencia a la Palabra, contribuye a la victoria sobre el enemigo de la humanidad: lleva en su seno al fruto de la descendencia de Eva, que pisotea la cabeza de la serpiente, como estaba predicho en el relato del Génesis (cap. 3). 

En su respuesta, Isabel proclama a María: ¡Bienaventurada tú, que has creído! Es la primera bienaventuranza del Evangelio, que Jesús confirmará después, cuando diga: ¡Bienaventurados los que oyen la palabra de Dios y la llevan a cumplimiento! Éstos son mi madre y mis hermanos, los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen. Pocos títulos atribuidos a María expresan mejor que éste la función tan excepcional que le tocó desempeñar dentro del plan de salvación realizado en su Hijo Jesucristo: María es la creyente, “modelo” y “referente” para hombres y mujeres creyentes. Por eso es la llena de gracia, la Madre del Salvador, y también la Madre y figura de la Iglesia, comunidad de los creyentes. 

Al oír las palabras de Isabel, María dirigió la mirada a su propia pequeñez, fijó luego sus ojos en Dios, de quien procede todo bien, y entonó un cántico de alabanza: Celebra todo mi ser la grandeza del Señor... María es consciente de que toda su persona, su ser mujer, es un don de Dios y a él lo devuelve en un canto de alabanza. Ella es consciente de que las generaciones la llamarán bienaventurada, no por sus méritos propios, sino por las obras grandes que el Poderoso ha hecho en ella al darle la vida y elegirla para ser madre del Salvador. Por eso no duda en recalcar el contraste que hay entre su pequeñez de sierva y la grandeza, poder y misericordia de Dios, a quien ve como el santo, el todopoderoso, el misericordioso. 

El cántico de María, el Magníficat, se sitúa dentro de la corriente espiritual de los salmos, con el mismo estilo poético de su pueblo, henchido de fe, alegría y gratitud. Es un himno personal y a la vez universal, cósmico. En María canta toda la humanidad y la creación entera que ve la fidelidad del amor de Dios. El Magníficat es también una síntesis de la historia de la salvación, contemplada del lado de los pobres y de los humildes, a quienes se les revela el misterio del Reino y sienten a Dios a su favor. Con el pueblo fiel de Israel, en la línea de los grandes profetas, María no duda en alabar a Dios por sus preferencias, porque dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos, enaltece a los humildes, colma de bienes a los hambrientos y despide vacíos a los ricos. 

María nos ayuda a descubrir a Dios en nuestra vida. Por eso, la Iglesia entona todas las tardes el Magníficat, como el reconocimiento de que Dios cumple siempre su promesa. En el canto de María laten los corazones agradecidos, que reconocen la acción de Dios en los acontecimientos de la propia historia personal y en la historia de la humanidad.