P. Carlos Cardó SJ
Las tentaciones de Cristo, fresco de Sandro Botticelli (1480-82), Capilla Sixtina, El Vaticano |
En seguida el Espíritu llevó a Jesús al desierto, donde estuvo cuarenta días y fue tentado por Satanás. Vivía entre las fieras, y los ángeles lo servían. Después que Juan fue arrestado, Jesús se dirigió a Galilea. Allí proclamaba la Buena Noticia de Dios, diciendo: "El tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en la Buena Noticia".
No cabe duda de que Jesús fue tentado en su realidad humana. No fue aparentemente tentado -como afirmaron algunos herejes-, sino de verdad y a lo largo de su vida, empezando por el tiempo que pasó en el desierto. Quiso someterse libremente a la tentación para estar cerca de los que son tentados.
Fue llevado por el Espíritu al desierto. En nuestra existencia, todos atravesamos por desiertos: son las crisis inevitables de toda vida humana. Y aunque la palabra crisis mueve a temor, no hay por qué verla como catástrofe. Enfrentada y sostenida por la fe, una crisis puede ser fuente de nuevas posibilidades, de consolidación de nuestra personalidad en humildad, aunque, de hecho, siempre produzca algún desequilibrio. Pero es ineludible pasar por la prueba que purifica el corazón humano del afán de posesión y de dominio, es decir, de lo que nos aleja de los verdaderos valores que muestra Jesús en el evangelio.
En el desierto, Satanás tentó a Jesús, nos dice Marcos. Satanás (palabra aramea) significa “el que acusa”, “el que divide”, el “adversario”. Crea división entre Dios y nosotros, rompe la unidad que debe haber entre las personas y nos deja solos. Nos hace caer y nos acusa. En el “Fausto” de Goethe el espíritu diabólico se presenta como aquel que “siempre se niega” y que busca destruir lo que es y lo que está por nacer. Promueve desorden y ruptura en la creación. Las relaciones humanas se rompen. Y por eso, el No que destruye y el Sí que crea siempre están en lucha, uno contra otro.
Los cuarenta días no hay que entenderlos en sentido cronológico. Hacen referencia a los cuarenta años que pasaron los israelitas en el desierto (Dt 8,2.4), y simbolizan toda una generación, un período de experiencia particularmente intensa y decisiva.
¿En qué consistió la tentación de Jesús? Satanás tienta a Jesús en la forma de realizar su vocación mesiánica de salvar al mundo: no conforme a la voluntad de Dios, es decir, por el camino de un Mesías Siervo que redime con la solidaridad, la verdad, el servicio y el amor que le llevará hasta “dar la vida por todos” (10,45) muriendo en la cruz, sino “como piensan los hombres”, es decir, por el camino de un Mesías poderoso que domina y somete. Fue una tentación que acosó a Jesús a lo largo de su vida; le vino una veces de parte de los poderosos de este mundo, otras veces de parte de sus propios discípulos como Pedro, que intentó disuadir a su Maestro de subir a Jerusalén donde iba a ser crucificado y recibió de Jesús una severa reprensión: Apártate de mí Satanás -le dijo Jesús-, tú piensas como los hombres no como Dios”. Llegada la hora de la pasión, esta tentación alcanzará su intensidad suprema, que le obligará a decir: Padre, todo te es posible: Aparta de mí este cáliz (14,36).
Podríamos decir que la tentación de Jesús es la de toda persona que pretende ser hijo o hija de Dios pero viviendo a su manera; tentación de pensar como los hombres y no como Dios. Es el mal que actúa en el corazón del ser humano desde Adán.
La corta narración de Marcos concluye con una enigmática constatación: vivía entre las fieras (en convivencia pacífica) y los ángeles le servían. Se puede ver aquí una referencia implícita a Adán que, antes de pecar, vivía entre los animales, en comunión con la creación entera, sin temer ningún peligro (Gn 2,20). Jesús, viene a inaugurar los tiempos nuevos, a restablecer la armonía que había en el principio. Jesús enfrenta al mal y lo vence, dando origen al hombre nuevo, que vive en armonía consigo mismo, con sus semejantes, con la naturaleza y con Dios. Este Mesías, que atraviesa los desiertos del hombre, se revela como el Hijo, a cuyo servicio están los ángeles.
Superada la prueba, Jesús inicia su predicación, proclamando la
instauración del reinado de Dios. Anunciado por los profetas, el reinado
de Dios, consiste en el cambio del corazón del hombre, en la transformación de
toda situación de injusticia y en el cumplimiento de la esperanza. El reinado
de Dios trae consigo la transformación plena de este mundo. Para acogerlo hay
que convertirse: Conviértanse –dice
Jesús- y crean en la Buena Noticia. Se trata de un cambio en el
comportamiento personal y también en la actuación pública. La conversión a la
que Jesús invita no se reduce a unas cuantas prácticas de piedad y penitencia:
es la vida entera puesta al servicio del Señor y de los demás. Es acoger libre
y responsablemente la Buena Noticia anunciada por Jesús. Y lo definitivo en la
buena noticia de Jesús es que el ser humano alcanza su plenitud, cuando sale de
sí mismo y se deja modelar por el amor divino. Nuestro compromiso en esta
cuaresma lo podríamos sintetizar así: hacer con mi vida creíble el evangelio.
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