P. Carlos Cardó SJ
El Salvador con la Eucaristía, óleo sobre tabla de Juan de Juanes (1545-1550), Museo del Prado, Madrid |
Y Jesús, llamando otra vez a la gente, les dijo: "Escúchenme todos y entiéndanlo bien. Ninguna cosa externa que entra en el hombre puede mancharlo; lo que lo hace impuro es aquello que sale del hombre. ¡Si alguien tiene oídos para oír, que oiga!". Cuando se apartó de la multitud y entró en la casa, sus discípulos le preguntaron por el sentido de esa parábola. Él les dijo: "¿Ni siquiera ustedes son capaces de comprender? ¿No saben que nada de lo que entra de afuera en el hombre puede mancharlo, porque eso no va al corazón sino al vientre, y después se elimina en lugares retirados?". Así Jesús declaraba que eran puros todos los alimentos.
Luego agregó: "Lo que sale del hombre es lo que lo hace impuro. Porque es del interior, del corazón de los hombres, de donde provienen las malas intenciones, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, los engaños, las deshonestidades, la envidia, la difamación, el orgullo, el desatino. Todas estas cosas malas proceden del interior y son las que manchan al hombre".
Continúa la polémica de Jesús con los fariseos y maestros de la ley acerca de la verdadera piedad. Los escribas y maestros de la ley, que normalmente residían en Jerusalén, ejercían una función de inspectores en las provincias y pueblos. Incluso es probable que los fariseos de Galilea los llamaran en su ayuda para rebatir a Jesús y frenar el movimiento que se estaba armando en torno a él entre la gente más sencilla de la región. Uno de los asuntos que fariseos y maestros de la ley más controlaban era el cumplimiento de las normas y tradiciones referentes a la purificación de las personas y de las cosas.
Tales prescripciones judías nos pueden resultar incomprensibles, pero existían en casi todas las religiones. Los primeros que tenían que cumplirlas eran los sacerdotes porque estaban situados en un nivel superior al de los fieles y debían evitar todo aquello que pudiera indisponerlos con la divinidad y volver ilícitas o inválidas las acciones sagradas que ellos realizaban. Así, a partir de estas normas del Antiguo Testamento (sobre todo del libro del Levítico) se fue estableciendo la división entre hombres puros e impuros, objetos santos y profanos, y la religión fue reduciéndose a un conjunto de prácticas y acciones administradas por los consagrados. Es cierto que la pureza que se obtenía mediante los lavados de purificación y expiación simbolizaba la integridad de la conciencia, pero los profetas se vieron obligados a denunciar la tendencia a reducirlo todo a la exterioridad de los ritos.
Jesús hace ver que lo más importante es la interioridad, el corazón, sede de los afectos y de los sentimientos, en donde reside la sinceridad y la autenticidad de la persona, y de donde salen también las malas acciones, inclinaciones y deseos. Por eso declara: Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace al hombre impuro.
El cristiano sabe, por tanto, que el encuentro con Dios es, primeramente y sobre todo, un acontecimiento interior liberador, que exige ser aceptado en la profundidad de la persona y no en la exterioridad de la pura apariencia. Lo importante para Dios no son las acciones religiosas que se realizan por tradición o costumbre, ni las normas morales que se cumplen como imposiciones externas y no desde convicciones profundas del corazón. San Pablo en la carta a los Romanos nos da esta norma segura de actuación: Les pido, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcan sus vidas como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios. Este ha de ser su auténtico culto. No se acomoden a los criterios de este mundo; al contrario, transfórmense, renueven su interior, y así discernirán cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto (Rom 12,1-2).
Una vida regida por los valores de Cristo y no por los del mundo, esa es la religión genuina, viene a decir San Pablo. Más aún, en la entrega de sí mismo a Dios y a los hermanos realiza el cristiano el sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es el culto verdadero. Sin esta actitud, la celebración de los sacramentos es inauténtica, una pura ceremonia.
Por eso, para superar este riesgo el cristiano va a la eucaristía y
después procura llevar a la práctica lo que en ella escucha, recibe y celebra.
En la comunión, signo de reconciliación y de unión fraterna, se hace vida el
mandamiento del amor que Jesús estableció justamente cuando instituyó el
sacramento de su presencia viva entre nosotros. Se comulga en el pan único y
compartido y se recibe la acción del Espíritu Santo que, al santificar nuestras
ofrendas de pan y vino, nos santifica también a nosotros para formar, en
Cristo, un solo cuerpo y un solo espíritu.
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