P. Carlos Cardó SJ
Camino del calvario, óleo sobre lienzo de Mariano Salvador Maella (1816-17), Museo Lázaro Galdiano, Madrid |
Jesús dijo a sus discípulos: El Hijo del hombre debe sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser condenado a muerte y resucitar al tercer día. Después dijo a todos: "El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá y el que pierda su vida por mí, la salvará. ¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si pierde y arruina su vida?
En el camino hacia Jerusalén donde iba a ser entregado, Jesús anunció a sus discípulos que “tenía que sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley, que lo matarían y al tercer día resucitaría”. Habló de esto con claridad, haciendo ver que su misión era la del Mesías Siervo, que no se acredita con un triunfo según el mundo sino asumiendo el dolor y la culpa de sus hermanos. Con ello Jesús aceptaba como propia la voluntad de su Padre que ama tanto al mundo hasta entregar a su Hijo. Con ello demostraba que “no hay mayor amor que el que da su vida por sus amigos”.
Junto a los anuncios de su pasión, Jesús expone las opciones capitales que ha de tomar el que quiera ser su discípulo, sobre todo en los momentos difíciles que le toque vivir, cuando sienta la tentación de volverse atrás.
Y lo primero que dice Jesús es que la adhesión a su persona y a su mensaje requiere una decisión de ir en pos de él, de seguirlo. En cierto sentido era lo que hacían los discípulos de los rabinos judíos de aquel tiempo, pero el modo como Jesús plantea el seguimiento implica una disposición personal a recorrer con él su camino hasta el final y asumir su estilo de vida con todas sus consecuencias. Lo que quiere Jesús es la identificación con él, para que su vida se prolongue en la del discípulo. Pablo dirá: “Vivo yo, ya no yo; es Cristo quien vive en mí” (Fil 1). “Estoy crucificado con Cristo y no vivo yo, sino es Cristo quien vive en mí” (Gal 2).
El determinarse a ser como él implica también negarse a sí mismo, es decir, negar cada uno su falso yo –deformado por la voluntad de poder, la ambición y el egoísmo–, para hacer nacer su verdadero yo y hacer posible la donación sin reservas. Morir al egoísmo es nacer al amor solidario. Hay que volver la mirada a los otros para amarlos. Como Jesús: hombre para los demás.
Cargue con su cruz cada día, añade Jesús, aludiendo a la lucha que cada uno ha de mantener contra el mal que actúa en él, la lucha contra el egoísmo. Es mi tarea diaria, que nadie puede hacer por mí. Llevar la cruz significa también asumir las cargas de sufrimiento y renuncia que la vida impone y ver la presencia de Dios en esas circunstancias. Entonces se revela el sentido que pueden tener y el bien al que pueden contribuir si se viven con Dios. No se trata de añadir sufrimientos a los que la vida misma y las exigencias del compromiso cristiano normalmente nos imponen. Se trata de aprender a llevarlo como Cristo nos enseña.
La vida es un
don y se realiza dándola; encerrarse en sí mismo, en su propio amor querer e
interés, es echarla a perder. Porque el
que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la
salvará. La entrega de uno mismo a los demás y a Dios, en eso consiste la
vida auténtica y verdadera, que no se pierde, porque pertenece ya a Dios y él
estará a su lado aun en la muerte. Es la realización plena de la persona que
todos anhelamos, el tesoro escondido que uno descubre y, por la alegría que le
da, vende todo para poder ganarlo.
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