Martes 29 noviembre 2016
P. Carlos Cardó, SJ
En aquella misma hora Jesús se llenó de júbilo en el Espíritu Santo y exclamó: "¡Yo te alabo, Abba, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las has revelado a la gente sencilla! ¡Gracias, Padre, porque así te ha parecido bien! Todo me lo ha entregado mi Padre y nadie conoce quién es el Hijo, sino el Padre; ni quién es el Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar". Volviéndose a sus discípulos, les dijo aparte: "Dichosos los ojos que ven lo que ustedes ven. Porque yo les digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que ustedes ven y no lo vieron, y oír lo que ustedes oyen y no lo oyeron".
Los
discípulos, enviados a predicar, regresan contentos por el éxito alcanzado y
Jesús da gracias a Dios, su Padre. Movido por el Espíritu Santo, exclamó: Yo
te alabo, Abba, Señor del cielo y de la tierra… Resalta la intimidad con
que Jesús se dirigía a Dios, llamándole Abbá.
Pronunciada por Jesús con toda su resonancia aramea, la palabra Abba era el
modo común como un hijo se dirigía a su progenitor; los niños le decían abbí.
Es palabra tierna y confiada para quien la pronuncia y para quien la escucha.
Quien la dice se identifica a sí mismo en su relación con el otro.
En el
caso de Jesús expresa el tierno respeto con que se sitúa ante Aquel de quien
procede. Hace ver que ante el misterio de Dios, Jesús siente la máxima cercanía
que un hombre es capaz de experimentar, la cercanía que tiene con su padre
querido. Así trata a Dios y así nos enseña a tratarlo. Es lo más central de
cristianismo. Ya no hay cabida al miedo en la relación con Dios, porque el
miedo supone el castigo (1Jn 4, 18). Otra cosa es el “temor de Dios,
inicio de la sabiduría” (Prov 9,10) que es respeto amoroso y obediente.
Ambas cosas, amor y respeto, van siempre juntos.
Jesús
nos enseña a experimentar así a Dios: como ternura de máxima intimidad y a la
vez Altísimo Señor de cielo y tierra, más íntimo a mí que yo mismo y a la vez
totalmente otro, misericordioso y justo, cuya omnipotencia es capacidad de
obrar en nuestro favor mucho más de lo que podemos esperar y pedir.
Jesús
alaba a su Padre porque el establecimiento de su reinado, el señorío de su amor
salvador sobre todo lo creado, ha comenzado ya. Su fuerza transformadora se ha
desplegado e irá extendiéndose en su relación con nosotros y con el mundo.
Actúa en quienes se dejan conducir por el Espíritu de Jesús y es objeto de
nuestra esperanza, pues culminará en el tiempo fijado por Dios.
Este
conocimiento de la voluntad salvadora de Dios es una gracia que llena de
esperanza a los humildes y sencillos, pero permanece oculta a los sabios y
entendidos de este mundo. Sencillos y humildes son los que ponen su destino en
manos de Dios con espíritu de confianza y entrega, seguros de que Dios
permanecerá con ellos para siempre, y enjugará toda lágrima de sus ojos (Ap
7,17; 21,4).
Sabios
y prudentes según el mundo son, en cambio, los que nada esperan ni de Dios ni
de los demás, porque ponen su confianza en su propio poder. Ellos reconocerán
finalmente que han construido sobre arena. Son los que se sirven y se guardan
para sí mismos, quedándose solos al final, con sus vidas vacías y sin promesa.
No reconocen que la persona sólo se logra a sí misma y se humaniza si se hace
hijo de Dios y hermano de su prójimo.
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