P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: ''Así como sucedió en tiempos de Noé, así también sucederá cuando venga el Hijo del hombre. Antes del diluvio, la gente comía, bebía y se casaba, hasta el día en que Noé entró en el arca. Y cuando menos lo esperaban, sobrevino el diluvio y se llevó a todos. Lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del hombre. Entonces, de dos hombres que estén en el campo, uno será llevado y el otro será dejado; de dos mujeres que estén juntas moliendo trigo, una será tomada y la otra dejada.
Velen, pues, y estén preparados, porque no saben qué día va a venir su Señor. Tengan por cierto que si un padre de familia supiera a qué hora va a venir el ladrón, estaría vigilando y no dejaría que se le metiera por un boquete en su casa. También ustedes estén preparados, porque a la hora que menos lo piensen, vendrá el Hijo del hombre".
Comenzamos el Adviento, preparación de la venida del Salvador. La liturgia se llena de oraciones, textos y símbolos de esperanza. Tres personajes sobresalen: Isaías, el profeta que guía al pueblo en su espera del liberador; Juan Bautista que señala al Mesías entre los hombres; y María que lo concibe en su seno y espera su nacimiento con inefable amor de madre. Los tres nos enseñan a esperar, a convertirnos y preparar los caminos del Señor.
De manera inmediata, el Adviento nos prepara a celebrar con alegría el nacimiento de Jesús. Pero también nos recuerda que el Señor “de nuevo vendrá con gloria a juzgar a vivos y muertos y su Reino no tendrá fin”. Entre su primera y su segunda venida transcurre el tiempo de nuestra espera y de sus incesantes venidas: porque el Señor viene de continuo a nosotros, en la Iglesia, en la Eucaristía, en su Palabra, en los hermanos.
Isaías (2,
1-5) abre el tiempo de Adviento infundiendo a su pueblo abatido la esperanza de
tiempos nuevos de paz y concordia, simbolizados en la confluencia de todos los
pueblos en monte del Señor, en Jerusalén, ciudad de la paz. El profeta señala
los elementos en torno a los cuales ha de organizarse la convivencia humana
pacífica y armoniosa. No basta con que los pueblos acudan a la Santa Ciudad
para recibir las mismas enseñanzas éticas (Subamos
al monte del Señor… porque de Sión saldrá la ley y de Jerusalén la palabra del
Señor); también tienen que esforzarse por establecer unas relaciones sociales
justas y equitativas. Y hace ver que el signo de la armonía en el género humano
será la superación de la violencia: De
sus espadas forjarán arados y de sus lanzas podaderas (v. 4b), es decir,
convertirán sus armas en instrumentos para el desarrollo humano. La imagen del
tiempo nuevo, motivo de esperanza y de esfuerzo, queda completada: no se prepararán ya para la guerra porque
caminarán a la luz del Señor (v. 5).
El evangelio de hoy, por su parte, nos trae este mensaje: “Estén atentos porque no saben a qué hora llegará el Señor”. Es la respuesta de Jesús a sus discípulos que le preguntan “cuándo” será el fin del mundo. Jesús nos hace ver que el “cuándo” es el tiempo de lo cotidiano. En nuestra existencia de todos los días se decide nuestro destino futuro en términos de salvación o perdición, de estar con el Señor él o estar lejos de él. Al final se recoge lo que se ha sembrado.
Con una comparación y una parábola, el texto del evangelio nos hace ver en qué consiste la actitud de vigilancia. La comparación es la siguiente: En un mismo tiempo, haciendo las mismas cosas, se puede, como Noé, construir el arca que salva o ahogarse en las aguas del diluvio. Lo que se ha construido sobre la palabra de Dios resiste como el arca; lo que se ha construido sobre la insensatez, se derrumba, es arrasado por las aguas. Lo que ocurre al final no es otra cosa que lo cotidiano: comer, beber, casarse, trabajar. Todo eso lo podemos realizar como entrega de nosotros mismos con amor, o lo podemos vivir como violencia, injusticia, daño de nosotros mismos o del prójimo, como vida o como muerte.
Empleando otra imagen propia de la cultura de su tiempo, nos dice Jesús que dos hombres aran el campo y dos mujeres muelen granos. Se hace un mismo trabajo, pero el resultado puede ser distinto. A uno de los hombres se lo llevarán y se salvará, a otro lo dejarán y se perderá; a una de las mujeres se la llevarán, a otra la dejarán. Todo depende del comportamiento que se tiene en el presente. Lo determinante no es lo que hacemos, sino el cómo lo hacemos. No en acontecimientos extraordinarios, sino en los de cada día construimos o echamos a perder nuestra morada eterna.
Así, pues, estar preparados y vigilantes es discernir lo que más nos ayuda para ver a Dios en la vida de todos los días. Quien lo busca, lo encuentra como el novio que viene a celebrar su fiesta. De lo contrario, es como el ladrón que desvalija la casa.
Lo que se nos
dice no es para asustarnos. El miedo y el sentimiento de culpabilidad cumplen
una función orientadora de la conducta del yo, pero no bastan para construir
una personalidad consistente. Jesús nos invita a la responsabilidad con
nosotros mismos. Es como si nos dijese: no juegues con tu vida. Mirarlo a él es
ver cómo se puede vivir una vida plena. De hecho, lo que llamamos juicio de
Dios sobre nosotros no será otra cosa que la manifestación última del efecto
que ha tenido en nuestra vida el juicio práctico que ahora hacemos de Jesús: lo
aceptamos como norma de vida o lo negamos, lo servimos en los hermanos o
pasamos de largo encerrados en nuestro egoísmo.

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