viernes, 18 de octubre de 2024

Envío de los 72 discípulos (Lc 10, 1-12.17-20)

 P. Carlos Cardó SJ 

Catequesis, témpera de Jõao Candido Portinari (1941), Fundación Hispana en la Biblioteca del Congreso, Washington DC, Estados Unidos

Después de esto, el Señor eligió a otros setenta y dos discípulos y los envió de dos en dos delante de él, a todas las ciudades y lugares a donde debían ir. Les dijo: "La cosecha es abundante, pero los obreros son pocos. Rueguen, pues, al dueño de la cosecha que envíe obreros a su cosecha. Vayan, pero sepan que los envío como corderos en medio de lobos. No lleven monedero, ni bolsón, ni sandalias, ni se detengan a visitar a conocidos. Al entrar en cualquier casa, bendíganla antes diciendo: La paz sea en esta casa. Si en ella vive un hombre de paz, recibirá la paz que ustedes le traen; de lo contrario, la bendición volverá a ustedes. Mientras se queden en esa casa, coman y beban lo que les ofrezcan, porque el obrero merece su salario. No vayan de casa en casa. Cuando entren en una ciudad y sean bien recibidos, coman lo que les sirvan, sanen a los enfermos y digan a su gente: El Reino de Dios ha venido a ustedes". 

La mies es mucha y los obreros pocos. La frase de Jesús contiene una llamada a colaborar –cada cual en su propio estado de vida– en la misión de llevar el evangelio al mundo. Al mismo tiempo, la frase hace tomar conciencia del problema de la falta de vocaciones para el sacerdocio y para los servicios que en la Iglesia requieren una dedicación especial. Sin oración al Señor de la mies, sin familias que valoren la vocación de sus hijos y sin el testimonio vivo de los propios sacerdotes, religiosos y laicos, el problema seguirá. 

Para realizar su obra Jesús necesita colaboradores. Por eso designó y envió discípulos y discípulas. El número 72 simboliza una totalidad: todos los que creemos en Cristo somos apóstoles, discípulos y misioneros. La misión es cosa de todos y para todos. 

Las instrucciones que da Jesús a los discípulos se abren con una sentencia que da sentido a todo el conjunto: miren que yo los envío como corderos en medio de lobos. Las perspectivas no son halagüeñas, las circunstancias son adversas, pocos obreros, riesgos y peligros, tiempo breve. El mundo al que Jesús envía es complejo y siempre ha habido y habrá obstáculos sin fin. Una experiencia común a muchos cristianos que se han decidido a encarnar los valores evangélicos en sus vidas y a transmitirlos, es ver que pronto o tarde se hacen objeto de críticas e incomprensiones, se les trata con desdén y aun desprecio y se les retira la amistad. Nunca ha sido fácil vivir auténticamente el cristianismo. Cuando esto ocurre, el cristiano se acuerda de las palabras del Señor: En el mundo tendrán tribulaciones; pero tengan ánimo, yo he vencido al mundo (Jn 16,33). 

Las instrucciones que dio Jesús a los 72 discípulos antes de enviarlos en misión se pueden sintetizar en dos actitudes fundamentales: vivir con sencillez y llevar la paz. A ejemplo del Señor y en solidaridad con los hermanos necesitados, el cristiano auténtico asume un estilo de vida sobrio y sencillo, porque tiene puesta su confianza no en el dinero sino en Jesucristo. Sólo así la evangelización dará fruto. Porque si nuestra oración, nuestra vida litúrgica y nuestro hablar de Dios expresan nuestra fe, el estilo de vida que llevamos la hace creíble. 

No llevar bolsa ni morral ni sandalias significa desterrar la ambición que nace de pensar que el dinero es el valor supremo en la vida, para poner toda la confianza en Dios y en la promesa de su reino. Quien vive esto es capaz de servir libre y desinteresadamente: libre de todo interés temporal para no entrar en componendas ni negociaciones que contradigan los valores del evangelio; libre para dirigirse a su meta sin siquiera detenerse a saludar a nadie por el camino, libre para no buscarse a sí mismo sino a Jesucristo y el bien de los demás -¡libre para amar, libre para servir! 

La segunda actitud que han de tener los discípulos es la paz. Quien se ha identificado con el Señor siente dentro de sí una profunda paz y sabe comunicarla. Paz a esta casa, dicen los discípulos, y su palabra eficaz transmite la paz verdadera. El cristiano es pacífico y pacificador, siempre en misión de construir paz. Pero no una paz ingenua y barata, sino la que brota de la justicia y asume el nombre de solidaridad, desarrollo equitativo para todos, nuevo orden social… 

La misión a la que Jesús envía es consecuencia del bautismo. Exige una identificación personal con su estilo de vida. Sin la puesta en práctica de sus enseñanzas no se puede ser seguidores suyos y colaboradores de su misión.

jueves, 17 de octubre de 2024

La hipocresía de escribas y fariseos (Lc 11, 47-54)

 P. Carlos Cardó SJ 

Juicio en el sanedrín, óleo sobre lienzo de Nikolay Ge (1892), Galería Tretyakov, Moscú, Rusia

En aquel tiempo, Jesús dijo a los fariseos y doctores de la ley: "¡Ay de ustedes, que les construyen sepulcros a los profetas que los padres de ustedes asesinaron! Con eso dan a entender que están de acuerdo con lo que sus padres hicieron, pues ellos los mataron y ustedes les construyen el sepulcro. Por eso dijo la sabiduría de Dios: Yo les mandaré profetas y apóstoles, y los matarán y los perseguirán, para que así se le pida cuentas a esta generación de la sangre de todos los profetas que ha sido derramada desde la creación del mundo, desde la sangre de Abel hasta la de Zacarías, que fue asesinado entre el atrio y el altar. Sí, se lo repito: a esta generación se le pedirán cuentas. ¡Ay de ustedes, doctores de la ley, porque han guardado la llave de la puerta del saber! Ustedes no han entrado, y a los que iban a entrar les han cerrado el paso".
Luego que Jesús salió de allí, los escribas y fariseos comenzaron a acosarlo terriblemente con muchas preguntas y a ponerle trampas para ver si podían acusarlo con alguna de sus propias palabras. 

Los fariseos (= “separados”) tenían prestigio en el pueblo, al que querían ganar para una vida apartada del mundo impuro. En los evangelios aparecen como los principales enemigos de Jesús, pero se puede suponer que las comunidades que escribieron los evangelios recargaron las tintas en muchos pasajes para reprobarlos porque, a partir del 70 d.C., fueron los fariseos los que más encarnizadamente persiguieron a los cristianos. 

A menudo aparecen como los interlocutores críticos más importantes de Jesús, quien a pesar de todo tuvo amigos entre ellos; algunos lo invitaban a comer (Lc 11, 37; 14, 1) y otros como José de Arimatea y quizá también Nicodemo (Mc 15, 43; Jn 3, 1-15) pasaron a formar parte del grupo de sus discípulos o de sus simpatizantes. Jesús los tomó en serio y ellos a él, porque ambos buscaban en serio la voluntad de Dios. Pero rechazó la concepción que tenían de la ley mosaica y entraron en conflicto (Mc 7,11-13; Lc 11,42). 

La ley era todo para ellos y el respeto que le tenían estaba bien, pues era el sello de la alianza de Dios con Israel. Pero por asegurar su cumplimiento cayeron en el legalismo y, sobre todo, en el creer que son las acciones realizadas para cumplirla las que aseguran al hombre la salvación sin tener muy en cuenta la gracia de Dios, que es la que salva. Su afán de asegurarse su condición de puros en medio de un mundo que consideraban impuro, y su deseo de tener alguna garantía de la salvación, les hizo perder el sentido del discernimiento que permite distinguir lo que Dios quiere en cada circunstancia –más allá de lo que la ley prescribe–, lo esencial a la fe y lo secundario, la libertad responsable, el libertinaje y la sumisión pasiva a lo que está mandado. 

Jesús, con su nueva moral del amor, que puede ir más allá de la ley cuando está de por medio la vida de un ser humano –como en el caso de sus curaciones de enfermos en sábado– intentó hacerles ver que con la ley uno puede pervertir su fe, tranquilizar su conciencia, darse la seguridad de sentirse salvado y creerse superior a los “impuros” y pecadores. 

Algunos fariseos formaban parte del Consejo de los Ancianos (Sanedrín) y muchos eran rabinos. Hubo un rabinismo fariseo muy extendido dentro del judaísmo en tiempos de Jesús y después de él. Iban tras la gente buscando adeptos y promoviendo el cumplimiento no sólo de las normas legales contenidas en la Biblia, sino también las tradiciones que ellos habían creado para asegurar la “pureza” ritual. Por eso Jesús dirá que dictan leyes que ellos mismos no son capaces de cumplir. Y pondrá en guardia contra el peligro de querer convertir su comunidad de discípulos en una secta de puros (separados). Él ha venido a buscar lo perdido. 

Esas inconsecuencias son las que Jesús tiene más en cuenta cuando se dirige a los expertos en la ley –que suelen seguir las enseñanzas del rabinismo fariseo– y lo hacen todo para que los alaben. Por eso edifican mausoleos a los profetas, pero olvidan que fueron sus propios antepasados quienes los asesinaron. Veneran a los profetas porque ya están muertos, alaban lo que anunciaban, pero se callan las cosas que denunciaban. Así, en vez de testimoniar la sabiduría de Dios, mantienen la línea de maldad de sus antepasados, y por eso se les pedirá cuentas de la sangre de todos los profetas. 

Una frase de Jesús de especial relevancia es ésta: Ay de ustedes doctores de la ley, que se han apoderado de la llave del conocimiento… El templo es la “casa del conocimiento”, donde se aprende la Palabra. Los rabinos fariseos y los doctores tienen la llave, pero se quedan fuera y defraudan al pueblo sencillo que quiere conocer. Ellos determinan lo que hay que enseñar y lo que no, lo que el pueblo debe saber y lo que no. Y, para colmo, no quieren reconocer que transmiten una idea falsa de un Dios sin misericordia. 

Por todo esto, los escribas y fariseos comenzaron a acosar a Jesús, pero no cumplirán su mal propósito ahora, sino cuando llegue la hora. Entonces, en la cruz, brillará la sabiduría que confunde a los sabios (1Cor 1,19) y Jesús cargará sobre sí los pecados de todos, incluso de los fariseos. Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen (Lc 23, 34). 

El fariseísmo no es cosa del pasado, se nos mete bajo apariencia de bien: convierte el evangelio en ley, en vez de buena noticia de unión entre los hombres y con Dios. Lleva al rechazo de los otros, a juzgar, a no comportarse como hermano. El mal puede venir de transgredir la ley, sin duda; pero también, y más sutilmente, puede venir disfrazado con la máscara de la observancia legal. Entonces es difícil reconocerlo.

miércoles, 16 de octubre de 2024

Críticas a los fariseos y expertos de la ley (Lc 11, 42-46)

 P. Carlos Cardó SJ 

La fuente de la vida, óleo sobre lienzo de Osman Hamdi Bey (1904), Museo Arqueológico de Estambul, Turquía

En aquel tiempo, Jesús dijo: “¡Ay de ustedes, fariseos, porque pagan diezmos hasta de la hierbabuena, de la ruda y de todas las verduras, pero se olvidan de la justicia y del amor de Dios! Esto debían practicar sin descuidar aquello.
¡Ay de ustedes, fariseos, porque les gusta ocupar los lugares de honor en las sinagogas y que les hagan reverencias en las plazas!
¡Ay de ustedes, porque son como esos sepulcros que no se ven, sobre los cuales pasa la gente sin darse cuenta!”.
Entonces tomó la palabra un doctor de la ley y le dijo: “Maestro, al hablar así, nos insultas también a nosotros”.

Entonces Jesús le respondió: “¡Ay de ustedes también, doctores de la ley, porque abruman a la gente con cargas insoportables, pero ustedes no las tocan ni con la punta del dedo!”. 

Los fariseos tenían fama de hombres religiosos y ejercían poder sobre la mentalidad y conciencia de la gente. Para mantener tal poder andaban siempre cuidando su propia imagen para que la gente los admirara. Esta búsqueda de sí mismos los llevaba a tergiversar las acciones destinadas a honrar a Dios, convirtiéndolas en medios para acrecentar su fama. Jesús condena esta manipulación de lo religioso y de la moral, y pone algunos ejemplos. 

El pago de la décima parte del producto de las cosechas y negocios era destinado al mantenimiento del santuario y al auxilio de los extranjeros, huérfanos y viudas. Haciendo esto, el judío expresaba su reconocimiento a Dios, de quien lo recibía todo, e imitaba la generosidad que tuvo con Israel en su larga marcha por el desierto hacia la tierra prometida. Porque Dios los sacó de la esclavitud y los alimentó en el desierto, ellos debían atender a sus hermanos necesitados. Esta economía de la contribución solidaria estaba reglamentada con normas sobre la limosna, el pago del diezmo y el año jubilar (Deut 14, 22-15, 18; 26, 1-15). Se procuraba así una cierta igualdad, se subvencionaba a los pobres y se fomentaba el acceso de todos a la propiedad (ya que en el año jubilar se condonaban las deudas y se devolvían las tierras tomadas en hipoteca). 

Los fariseos, con el cumplimiento de estas normas, daban la impresión de que reconocían los dones de Dios aun en las cosas mínimas, pero en realidad, por buscarse a sí mismos, actuaban injustamente, no practicaban la misericordia, juzgaban a los demás y se jactaban de ser ejemplares cumplidores del deber. Descuidan la justicia y el amor de Dios, les dice Jesús. No los mueve la justicia, cuya norma suprema es el amor y se demuestra en el no juzgar, no condenar y dar con generosidad (cf. 6, 36s). 

Esto es lo que hay que hacer sin omitir aquello, añade Jesús. Lo primero es el mandamiento del amor, con que se cumple toda la ley. En segundo lugar, como muestra de ese mismo amor, vendrá el cuidado de las cosas pequeñas, como el pago del diezmo por la menta, la ruda y las verduras. Quien ama reconoce que todo le viene de Dios, lo grande y lo pequeño, y comparte con los demás lo que tiene. 

El egocentrismo y el querer destacar por encima de los demás llevan a la hipocresía. Las obras exteriores les hacen aparecer como santos, pero su interior deja mucho que desear. Engañan con sus apariencias para ganar prestigio y poder. Jesús los compara a los sepulcros blanqueados. Las tumbas no colocadas en recintos cerrados, como nuestros cementerios, eran pintadas de cal para evitar que la gente, por no distinguirlas, se contaminase tropezando con ellas y contrayendo así la impureza que les impedía celebrar el culto. Los fariseos se blanquean con sus apariencias de puros y santos, pero contaminan a la gente sin que ésta pueda advertirlo. 

Uno de los expertos de la ley, un fariseo teólogo, replica a Jesús que, con sus palabras, ofende a los de su categoría. Jesús le responde formulando una serie de críticas contra los dirigentes religiosos, que definen y programan lo que los demás deben hacer para salvarse. La primera crítica es contra el poder social y religioso con que controlan y oprimen las conciencias. No les critica por sus conocimientos religiosos y morales, sino porque se presentan como los únicos poseedores de este saber e impiden a la gente vivir en libertad y alcanzar la verdad. Cargan de obligaciones y prohibiciones a los demás, pero ellos se eximen de cumplirlas, dicen, pero no hacen. Si las cumplieran, como lo hacía el fariseo Pablo (Ef 3,6), sentirían el peso de esa religión que no deja espacio para la libertad de los hijos de Dios. 

Si Lucas no duda en consignar todas estas frases de Jesús es porque sabe que el fariseísmo puede infectar la fe del cristiano de todos los tiempos, puede apagar el Espíritu y hacer perder la libertad, pues donde está el Espíritu del Señor, ahí está la libertad (2 Cor 3, 17).

martes, 15 de octubre de 2024

El legalismo farisaico (Lc 11, 37- 42)

 P. Carlos Cardó SJ 

Dama dando limosna a mendigo, óleo sobre lienzo de Ignacio Merino (siglo XIX), Museo del Banco Central de Reserva del Perú, Lima
Cuando Jesús terminó de hablar, un fariseo lo invitó a comer a su casa. Entró y se sentó a la mesa. El fariseo entonces se extrañó al ver que Jesús no se había lavado las manos antes de ponerse a comer. El Señor le dijo: “Así son ustedes, los Fariseos. Ustedes limpian por fuera las copas y platos, pero el interior de ustedes está lleno de rapiñas y perversidades. ¡Estúpidos! El que hizo lo exterior, ¿no hizo también lo interior? Pero, según ustedes, simplemente con dar limosnas todo queda purificado. ¡Pobres de ustedes, fariseos! Ustedes dan para el Templo la décima parte de todo, sin olvidar la menta, la ruda y las otras hierbas, pero descuidan la justicia y el amor a Dios. Esto es lo que tienen que practicar, sin dejar de hacer lo otro”. 

Jesús fue invitado a almorzar a casa de un fariseo y fue a sentarse a la mesa sin cumplir con la norma tradicional de lavarse, al menos las manos, a la vista de todos. El dueño de casa se escandalizó. Los fariseos pretendían distinguirse por la observancia escrupulosa de un conjunto de prácticas ritualistas que se creía mantenían puro al hombre, alejado de la impureza propia de los paganos, pecadores y enfermos. 

Según la doctrina de los fariseos y juristas, el cumplimiento de la ley mediante la práctica de las buenas obras, hacía justo al hombre y le aseguraba la salvación. Por ello, esta interpretación había inducido a la casuística y a la moral rigorista que llevaba a cumplir hasta en los más mínimos detalles lo prescrito en la ley de Moisés, desmenuzada en más de 350 preceptos menudos, que ocupaban la atención del judío todo el día. Todo se volvía imprescindible para tener la seguridad de la salvación, incluso acciones tan ordinarias como lavar copas, vasos y utensilios de cocina. 

La crítica de Jesús va a la raíz del problema y propone un cambio sustancial: una nueva moral del corazón, basada en una relación personal, amorosa y confiada con el Padre, basada en el amor que supera a la ley. La persona se siente motivada para dar cada vez más, sin sentirse agobiada por el peso –venido desde el exterior– de las obligaciones legales. 

Las normas y tradiciones pueden estar bien si sirven de ayuda para la entrega a los demás; de lo contrario, pervierten la religión, tranquilizan las conciencias y dan la falsa seguridad de estar salvados. Desde esta perspectiva hay que mirar las cosas; sólo así se puede discernir lo puro y lo impuro, lo importante y lo secundario, lo que agrada a Dios o no. 

Con estas advertencias Jesús se sitúa en la línea de los grandes profetas que procuraron conducir a Israel hacia una fe y religiosidad más auténtica, poniendo el amor y la práctica de la justicia por encima de todo. El profeta Miqueas sintetizó esta orientación con su frase: Se te ha dicho, hombre, lo que es bueno y lo que el Señor desea de ti: que defiendes la justicia, que ames con lealtad y que seas humilde con tu Dios (Miq 6,8). 

Desde esa perspectiva, la entrega a Dios, que se demuestra en la caridad y la solidaridad, cuya expresión más común es la limosna, es lo que confiere a la persona la verdadera pureza. La palabra griega eleemosyne, que traduce el término hebreo sedaqah, justicia (cf. Lv. 25, 35; Dt. 15, 7- 8.11; 26, 12), no designa una acción meramente filantrópica, voluntaria, sino un deber de justicia vinculado a la solidaridad con la comunidad. En las sociedades antiguas, cuya economía era muy primaria, de subsistencia en su mayor parte, la limosna era una forma de distribución de los bienes, era parte de la justicia distributiva. En el Antiguo Testamento la contribución generosa en favor de los pobres es una acción que se le hace a Dios mismo. Es conocido el proverbio: El que se apiada del pobre le hace un préstamo al Señor, y él lo recompensará por su buena obra (Prov 19,17). Daniel aconseja al rey: Redime tus pecados dando limosna y tus maldades socorriendo a los necesitados (Dan 4, 24).  El libro del Eclesiástico afirma: El agua apaga las llamas, la limosna consigue el perdón de los pecados (Ecle 3, 30). Y Tobit exhorta así a su hijo Tobías: Haz limosna con tus bienes y no te desentiendas de ningún pobre, porque así Dios no se desentenderá de ti.... Da limosna según tus posibilidades y los bienes que poseas. Si tienes poco, no temas dar limosna según ese poco, porque es atesorar un buen tesoro para el día en que lo necesites… Si algo te sobra, dalo en limosna, y que no se te vayan los ojos tras lo que das... (Tob 4, 7-11.15). 

Den limosna de corazón y entonces quedarán limpios, concluye Jesús. Se trata, pues, de actuar desde el corazón, que el Espíritu de Dios purifica y renueva (Ez 11, 19; 26, 36; Sal 51, 10; Dt 30, 6). Allí es donde la persona oye lo que debe hacer para que sea el amor, y no la ley, la que rija su conducta. En definitiva, sólo el amor, recibido como gracia y asumido obedientemente como el camino de la auténtica realización personal, hace al ser humano capaz de dar de sí con generosidad, sin llevar cuenta y sin sentirse agobiado ni cansado por el peso de las normas.

lunes, 14 de octubre de 2024

El signo de Jonás (Lc 11, 29-32)

 P. Carlos Cardó SJ 

Jonás y la ballena, óleo de 1621 de Pieter Lastman (1583-1633). Se encuentra en el Museo Palacio de Arte de Düsseldorf, Alemania

Al ver Jesús que la multitud se apretujaba, comenzó a decir: "Esta es una generación malvada. Pide un signo y no le será dado otro que el de Jonás.
Así como Jonás fue un signo para los ninivitas, también el Hijo del hombre lo será para esta generación.
El día del Juicio, la Reina del Sur se levantará contra los hombres de esta generación y los condenará, porque ella vino de los confines de la tierra para escuchar la sabiduría de Salomón y aquí hay alguien que es más que Salomón.
El día del Juicio, los hombres de Nínive se levantarán contra esta generación y la condenarán, porque ellos se convirtieron por la predicación de Jonás y aquí hay alguien que es más que Jonás. 

La raíz fundamental de la fe es la confianza. Los contemporáneos de Jesús, a pesar de haber visto las obras buenas que hacía, no confiaron; en vez de seguirlo pretendieron que él obedeciera sus exigencias de pruebas extraordinarias para creer. Habían visto sus obras en favor de los enfermos, pero las atribuyeron a Belzebú, príncipe de los demonios. Habían escuchado su enseñanza, pero les resultaba insoportable la imagen nueva de Dios que transmitía, que modificaba su fe, su moral y, sobre todo, les quitaba autoridad y poder ante el pueblo. La petición que le hacen de un signo extraordinario para creer en él recuerda la tentación del maligno, cuando lo subió a la parte más alta del templo y le dijo: Tírate de aquí abajo… (Lc 4, 9). Por eso Jesús rechaza tajantemente esa petición y añade que a esa generación sólo se le dará el signo de Jonás: el profeta que con su predicación logró que todos los habitantes de Nínive se convirtieran; y el signo de la reina de Saba que hizo un largo viaje para conocer la sabiduría de Salomón. 

Jonás es el profeta bíblico conocido por todos los judíos. Recibe de Dios la misión de ir a predicar la conversión a los habitantes de Nínive, opulenta ciudad asiria en la región actual del Mosul en Irak, famosa por sus riquezas y las malas costumbres de su gente. El profeta se rebela, no quiere la salvación de los ninivitas y cree imposible que se conviertan. Además, se niega a seguir a un Dios que es capaz de tener misericordia con gente así. Se escabulle, huye de su vocación, sufre un naufragio que le hace acabar en el vientre de un enorme pez; pero nada de eso le convence. Finalmente predica en Nínive, aunque de mala gana y sin ninguna confianza. Y ocurre lo inesperado: la ciudad pagana se convierte, desde el rey hasta el último vasallo y hasta los animales, todos hacen penitencia y Dios los perdona. Jonás se enfada. Pero Dios le va a enseñar: hace que se seque el ricino que le da sombra. El profeta maldice por el calor que hace. Y Dios le dice: Tú te molestas por un simple ricino ¿y yo no voy a tener compasión de todo un pueblo? 

Jonás es signo: fue enviado desde lejos para predicar la conversión a los habitantes de Nínive y éstos se convirtieron. Su persona y su palabra bastaron porque Dios actuó por medio de él. Los ninivitas creyeron en su palabra, y eso sólo bastó para la conversión. Jesús, por su parte, es el enviado de Dios, de él procede, y es más que un profeta, pero las reacciones de sus oyentes han sido de lo peor. Por eso los ninivitas se levantarán contra esa generación perversa y la condenarán. 

A continuación, Jesús recuerda a sus oyentes la historia de la reina del Sur o de Saba (1 Re 10, 1-29; 2 Cr 9,1-12), conocida como Balkis en la tradición islámica, soberana de un pequeño reino al sur de Arabia, identificado como Etiopía. Ella también es un signo porque hizo un largo viaje, cargada de regalos de oro, piedras preciosas y especias, para escuchar la sabiduría del rey Salomón; Jesús, por su parte, viene a Israel encarnando en su persona y transmitiendo con su palabra la auténtica sabiduría de Dios y su proclamación salvífica, pero le han dado la espalda, no han querido escucharlo. Por eso en el día del juicio, la Reina del Sur acusará también a los detractores de Jesús, porque él es más que Salomón. 

Por todo eso, Jesús se niega a darles otra señal. Su persona y su palabra les deberían bastar. Él es el “testigo” primordial de Dios y de su amor; quien cree y confía en él, acepta que Dios actúa en él, ama, perdona, salva, instaura su Reino. Su credibilidad plena está basada en la perfecta coherencia que se da entre su palabra y su vida. Ha anunciado la buena noticia de la salvación ofrecida por Dios a todo el que se convierte y cree. En vez de pedirle signos hay que escuchar su palabra y acoger su persona, su forma de ser humano. No hacen falta signos espectaculares para responder a su llamada. Dios respeta la libertad de sus hijos que pueden acoger su ofrecimiento o rechazarlo, y respeta al mismo tiempo la verdad del amor que no requiere de pruebas y crea libertad. Quien ama a otro está siempre expuesto al rechazo y a sufrir por ello; pero no puede constreñir. Quiere que se le ame libremente; lo contrario no es amor verdadero.

domingo, 13 de octubre de 2024

Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario - El desprendimiento de la riqueza (Mc 10, 17-30)

 P. Carlos Cardó SJ 

San Francisco dando su manto a un hombre pobre, fresco de Giotto di Bondone (1295), Basílica de San Francisco de Asís, Italia

Jesús estaba a punto de partir, cuando un hombre corrió a su encuentro, se arrodilló delante de él y le preguntó: - "Maestro bueno, ¿qué tengo que hacer para conseguir la vida eterna?".
Jesús le dijo:
- "¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno, sino sólo Dios. Ya conoces los mandamientos: No mates, no cometas adulterio, no robes, no digas cosas falsas de tu hermano, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre".
El hombre le contestó:
- "Maestro, todo eso lo he practicado desde muy joven".
Jesús fijó su mirada en él, le tomó cariño y le dijo:
- "Sólo te falta una cosa: vete, vende todo lo que tienes y reparte el dinero entre los pobres, y tendrás un tesoro en el Cielo. Después, ven y sígueme".
Al oír esto se desanimó totalmente, pues era un hombre muy rico, y se fue triste.
Entonces Jesús paseó su mirada sobre sus discípulos y les dijo:
- "¡Qué difícilmente entrarán en el Reino de Dios los que tienen riquezas!".
Los discípulos se sorprendieron al oír estas palabras, pero Jesús insistió:
- "Hijos, ¡qué difícil es entrar en el Reino de Dios! Es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que para un rico entrar en el Reino de Dios".
Ellos se asombraron todavía más y comentaban: "Entonces, ¿quién podrá salvarse?".
Jesús los miró fijamente y les dijo:
- "Para los hombres es imposible, pero no para Dios, porque para Dios todo es posible".
Entonces Pedro le dijo: "Nosotros lo hemos dejado todo para seguirte".
Y Jesús contestó:
- "En verdad les digo: Ninguno que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o campos por mi causa y por el Evangelio quedará sin recompensa. Pues, aun con persecuciones, recibirá cien veces más en la presente vida en casas, hermanos, hermanas, hijos y campos, y en el mundo venidero la vida eterna". 

Este pasaje corresponde al encuentro de Jesús con un rico, que el evangelista Mateo dice que era un joven (19,20), y que no se animó a seguirlo porque estaba atado a su riqueza. Este personaje le pregunta a Jesús: qué debo hacer para alcanzar la vida eterna. Para los judíos esto era lo mismo que preguntar cómo poder ser feliz antes y después de la muerte. 

Jesús le responde poniéndole la primera condición: cumplir los mandamientos que tienen que ver con el amor al prójimo: no mates, no seas adultero, no robes, no des falsos testimonios, no estafes a nadie y honra a tus padres. Los que tienen que ver con el amor a Dios, (amarlo sobre todo, no jurar su nombre en vano, santificar las fiestas) los deja para después y los definirá como seguirlo a él: ¡ven y sígueme! 

Pero como el joven replica diciendo que todo eso lo ha cumplido desde niño, Jesús le propone el mayor desafío: Una cosa te falta. Vende todo lo que tienes, dáselo a los pobres –así tendrás un tesoro en el cielo– luego ven y sígueme. Lo importante no es el vender y repartir sino hacer que Dios sea su verdadero tesoro. Si no es así, la persona no será libre, seguirá apegada a sus cosas y las seguirá ambicionando como lo más importante en la vida por la seguridad que le dan y porque seguirá creyendo que gracias a ellas logrará la felicidad perfecta. Pero la máxima seguridad y felicidad sólo la da Dios. Si la persona tiene demasiado dinero y sigue centrada en sí misma sin pensar en los demás, no importa lo que compre, coma o beba, al final nada le va a llenar, nada ni nadie le va a asegurar la vida, y los que la rodean y deciden por ella no sabrán al final para qué le sirve su dinero…  Mientras siga centrada en sí misma, no puede alcanzar la meta. Y su vida, ¿habrá servido para algo?, ¿será digna, imitable? 

Obviamente no se puede pensar que el pobre va a tener un final mejor simplemente por no tener dinero… Y pensar que los ricos están condenados y los pobres están salvados es demagogia sin sentido. El hecho de tener o no tener bienes materiales no es lo significativo. El que no tiene nada puede estar más apegado a los bienes que ambiciona, que el rico que los posee en abundancia. Tanto el pobre como el rico tendrán que poner su confianza en Dios, ver en él su seguridad plena y su felicidad, no en el dinero y en las cosas. Ambos, el pobre y el rico no pueden pasarse la vida pensando en tener, poseer, ganar más… Eso no es vivir con dignidad. 

El hecho es que el joven puso mala cara y se alejó entristecido porque tenía muchos bienes, que le habían agarrado el corazón, le hicieron imposible seguir a Jesús. Entristecido por la reacción del joven, Jesús dijo a sus discípulos: ¡Qué difícilmente entrarán en el reino de los cielos los que tienen riquezas! 

Como en el caso del matrimonio indisoluble, también aquí los discípulos se quedaron asombrados, protestaron. Y Jesús insistió: ¡Qué difícil es entrar en el reino de Dios!  Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entrar en el reino de Dios. Lo que quiere decir con este lenguaje sin duda adaptado a la mentalidad oriental, es que el dinero tiene un extraordinario poder de agarrar el corazón del hombre, hacerlo insensible a las necesidades de los demás, llevarlo a cometer injusticias y alejarlo de Dios. Y es un hecho universal, pues todos sientan su tremenda atracción, sea cual sea su religión o aunque no sean creyentes. ¿Acaso no es el dinero la causa de la mayoría de las corrupciones que afectan tanto a todos los países? ¿Acaso no es por el dinero que los hombres pierden hasta su honor y exponen aun a su propia familia a las desgracias más lamentables? Por eso Jesús emplea este lenguaje tan gráfico y tajante.  Es como si nos dijera: Convénzanse, los bienes de este mundo son bendición y vida si se comparten, pero se tornan maldición y muerte si se acumulan para el propio provecho egoísta. Lo que se retiene con ambición, divide; lo que se comparte, une. Emplear el dinero para llevar una vida digna y contribuir al desarrollo de la sociedad, generando fuentes de trabajo, compartiendo las ganancias con equidad y ayudando a promover la vida de la gente, en especial de los necesitados, eso significa tener en cuenta la soberanía de Dios. Sólo teniendo a Dios como lo más importante en la vida y rechazando al ídolo de la riqueza se puede vivir la alegría de una vida honesta, anticipo del gozo pleno y eterno del Reino. 

Donde está tu tesoro, ahí está tu corazón. Esa es la clave. El evangelio nos abre los ojos a lo que ocurrió ya en los primeros tiempos del cristianismo y sigue ocurriendo hoy: con qué facilidad las personas se corrompen cuando entre ellas y Dios, entre ellas y el prójimo, entre ellas y el bien del país, se pone de por medio el ansia de dinero.

sábado, 12 de octubre de 2024

Felices los que escuchan la palabra (Lc 11, 27-28)

 P. Carlos Cardó SJ 

Virgen de la leche, óleo sobre lienzo de Leonardo da Vinci (1490-91), Museo del Hermitage, San Petersburgo, Rusia

En aquel tiempo, mientras Jesús hablaba a la multitud, una mujer del pueblo, gritando, le dijo: "¡Dichosa la mujer que te llevó en su seno y cuyos pechos te amamantaron!". Pero Jesús le respondió: "Dichosos todavía más los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica". 

Después de curar a un endemoniado mudo, Jesús declaró que si realizaba tales acciones era porque el reino de Dios había llegado. Con su palabra y sus obras hace presente el señorío de Dios, que pone fin a los poderes del mal en el mundo y restituye a sus hijos e hijas la verdadera libertad. 

Al oír la predicación de Jesús, una mujer anónima, en medio de la multitud, prorrumpe en un grito de asombro típicamente maternal, que recoge toda la admiración de la gente allí presente: ¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron! Jesús no rechaza esta felicitación que hace referencia a su madre y que, según la mentalidad oriental, era felicitación al hijo, sino que aclara lo que es prioritario: dichoso es más bien el que escucha con fe la palabra de Dios y la lleva a la práctica. 

Esa bienaventuranza de los que oyeron y siguieron a Jesús se hace extensiva a todos los que tenemos acceso a su Palabra. No estamos en desventaja. El nuevo y verdadero conocimiento de Jesús, que vuelve dichoso (bienaventurado) al creyente, consiste en escuchar y llevar a la práctica su Palabra. Por eso Pablo dice a los corintios: aunque hemos conocido a Cristo según la carne, sin embargo, ahora ya no le conocemos así (2 Cor 5,16). La verdadera bienaventuranza es, pues, la del cristiano fiel y perseverante que escucha y vive conforme a lo que escucha. 

A primera vista, la réplica de Jesús a aquella mujer: Dichosos más bien los que escuchan la palabra de Dios y la practican –así como aquella otra que hizo acerca de su verdadera familia (8, 21)–, no parecen ser muy favorables a María, la madre de Jesús. Sin embargo, hay que reconocer que en la exclamación de la mujer aparecen las palabras de María como una realidad cumplida: De ahora en adelante, todas las generaciones me proclamarán dichosa (Lc 1,48). Jesús, por su parte, señala que la dicha (la bienaventuranza) que Dios concede es por la acogida a su palabra y su puesta en práctica. Y eso mismo fue lo que expresó Isabel al recibir la visita de María: ¡Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá! (Lc 1, 45). No hay por qué deducir, por tanto, que Jesús niegue que su madre sea dichosa por ser su madre, sino que la prioridad para él es la fe en la palabra y su puesta en práctica, lo cual también en su madre se puede ver, como lo demuestra Lucas en los pasajes de la anunciación y de la visitación. Ella pertenece, como modelo de creyente, a los que acogen la palabra de Dios (Lc 1,45) y la ponen por obra (Lc 8,21; cf. Hch 1,14). 

En este sentido, María es la primera bienaventurada. Ella creyó en lo que le dijo el Señor por medio del ángel, y la palabra se encarnó en su seno (Lc 1, 38). Ella conservaba en su corazón y meditaba este misterio (Lc 2, 19.51). En ella se anticipa la dicha que Dios concederá a todo creyente. A ella, la primera oyente de la palabra, la proclamamos dichosa todas las generaciones, nos confiamos a su intercesión maternal para que nos ponga con su hijo, y la aclamamos como madre y figura de la Iglesia. 

La Iglesia, comunidad de los creyentes, imita a María. Obedeciendo al mandato de su Señor, anuncia su palabra a todas las naciones y engendra hijos e hijas para Cristo. Como María, la Iglesia vive también del gozo de la presencia del Señor en ella y hace vivir a todos la alegría del evangelio.

viernes, 11 de octubre de 2024

Poder de expulsar demonios (Lc 11, 15-26)

 P. Carlos Cardó SJ 

Las parcas, técnica mixta sobre revestimiento mural de Francisco de Goya (1819 a 1823), Museo del Prado, Madrid

En aquel tiempo, cuando Jesús expulsó a un demonio, algunos dijeron: "Este expulsa a los demonios con el poder de Belzebú, el príncipe de los demonios".
Otros, para ponerlo a prueba, le pedían una señal milagrosa.
Pero Jesús, que conocía sus malas intenciones, les dijo: "Todo reino dividido por luchas internas va a la ruina y se derrumba casa por casa. Si Satanás también está dividido contra sí mismo, ¿cómo mantendrá su reino? Ustedes dicen que yo arrojo a los demonios con el poder de Belzebú. Entonces, ¿con el poder de quién los arrojan los hijos de ustedes? Por eso, ellos mismos serán sus jueces. Pero si yo arrojo a los demonios con el dedo de Dios, eso significa que ha llegado a ustedes el Reino de Dios.
Cuando un hombre fuerte y bien armado guarda su palacio, sus bienes están seguros; pero si otro más fuerte lo asalta y lo vence, entonces le quita las armas en que confiaba y después dispone de sus bienes. El que no está conmigo, está contra mí; y el que no recoge conmigo, desparrama.
Cuando el espíritu inmundo sale de un hombre, anda vagando por lugares áridos, en busca de reposo, y al no hallarlo, dice: ‘Volveré a mi casa, de donde salí’. Y al llegar, la encuentra barrida y arreglada. Entonces va por otros siete espíritus peores que él y vienen a instalarse allí, y así la situación final de aquel hombre resulta peor que la de antes". 

Los adversarios de Jesús le han visto liberar a un pobre hombre que había perdido el habla a causa de un espíritu malo y lo acusan de emplear una fuerza diabólica para realizar tales acciones. Pero estas acciones visibilizan la presencia del reino de Dios que él anuncia e inaugura; por eso no puede dejar de realizarlas. La fuerza de Dios, que creó todas las cosas y reordena el mundo, actúa en él; por eso, en la sinagoga de Nazaret, había reivindicado para sí la posesión del Espíritu, que Dios había prometido por medio de los profetas para los últimos tiempos: El Espíritu del Señor sobre mí me ha ungido para anunciar la buena noticia a los pobres y me ha enviado a anunciar la liberación de los cautivos… (Lc 4, 18; Is 61, 1s). La respuesta que da a la acusación que le hacen permite ver que los signos que realiza le acreditan como el enviado plenipotenciario y definitivo de Dios: Si yo expulso los demonios con el poder del Espíritu de Dios… es que ha llegado a ustedes el reino de Dios. 

En las expulsiones de demonios se concentra de la manera mas gráfica el poder de Dios, que actúa en Jesús venciendo al mal. Hoy no se acepta sin más, como en aquel tiempo, la posibilidad de una presencia y de una acción maciza del demonio en el mundo y en las personas, y se sabe que, en general, se atribuían a demonios (daimones) o espíritus malignos los males físicos. Concretamente, enfermedades que hoy llamaríamos psiquiátricas, y algunas orgánicas que se manifiestan con síntomas chocantes, como convulsiones violentas o pérdida del conocimiento, eran vistas como el efecto o presencia de un factor numinoso o sobrenatural. 

Esto supuesto, debemos decir que estos textos no han perdido el valor profundo que tienen para nosotros hoy porque la intención que tuvieron los primeros testigos al consignarlos en los evangelios es hacernos ver que, en Cristo, los poderes temibles del mal y de la muerte han dejado ya de ser invencibles. Jesús exorciza, “desdemoniza” el mundo, libera a los hijos e hijas de Dios de todo demonio personal o social, de toda sumisión fatalista a las fuerzas de la injusticia, odio, disgregación y perdición, sana la creación que ha sido dañada por la injusticia humana y abre para todos el reino de Dios su Padre. 

Jesús es el más fuerte que viene y vence. Su victoria está asegurada. El reino de Satanás no pude mantenerse en pie. Pero esta victoria todavía debe extenderse en el plano personal y abrazar la vida de cada uno. Hasta su derrota final, el mal sigue actuando en el mundo. Nuestra vida cristiana está siempre amenazada. Quien se sienta seguro, tenga cuidado de no caer, advierte Pablo (1 Cor 10,12). Por eso pedimos al Padre que no nos deje caer en la tentación y que siga librándonos del mal y del maligno. 

El párrafo termina con una advertencia de Jesús: no debemos presumir en nuestra vigilancia y lucha contra el mal en el mundo y en nosotros mismos. En el contexto del episodio narrado por Lucas, la llamada de atención es porque no basta con la expulsión del demonio, pues podría sobrevenir algo peor si no se pone cuidado. La persona liberada, representada en símbolo de la casa barrida y arreglada, debe estar con el Señor, y mantenerse así. 

La lucha contra el mal continúa y la podemos sostener porque nos conduce y fortalece el Espíritu que hemos recibido en el bautismo. Él nos hace vivir como hijos e hijas, capaces de llamar Abba a Dios, nos libra del temor y nos capacita para discernir cuáles son sus divinas inspiraciones y cuáles son las del enemigo.

jueves, 10 de octubre de 2024

Confianza en la oración (Lc 11, 5-13)

 P. Carlos Cardó SJ 

El vecino inoportuno, óleo sobre lienzo de William Holman Hunt (1895), Galería Nacional Victoria, Melbourne, Australia

Jesús les dijo: - "Supongan que uno de ustedes tiene un amigo y va a medianoche a su casa a decirle: "Amigo, préstame tres panes, porque un amigo mío ha llegado de viaje y no tengo nada que ofrecerle". Y el otro le responde desde adentro: "No me molestes; la puerta está cerrada y mis hijos y yo estamos ya acostados; no puedo levantarme a dártelos".
Yo les digo: aunque el hombre no se levante para dárselo porque usted es amigo suyo, si usted se pone pesado, al final le dará todo lo que necesita.
Pues bien, yo les digo: Pidan y se les dará, busquen y hallarán, llamen a la puerta y les abrirán. Porque todo el que pide recibe, el que busca halla y al que llame a la puerta, se le abrirá. ¿Habrá un padre entre todos ustedes, que dé a su hijo una serpiente cuando le pide pan? Y si le pide un huevo, ¿le dará un escorpión? Si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre del Cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!".
 

Las dos pequeñas parábolas que siguen a continuación de la oración del Padre nuestro señalan la actitud que se ha de tener al orar. En ellas Jesús hace referencia al comportamiento de un amigo con su amigo y de un padre con su hijo para resaltar que el amor de Dios es mucho más disponible que el de un amigo y más generoso que el de un padre. 

La primera parábola contiene elementos culturales del oriente, en donde la hospitalidad es sagrada y en donde las familias enteras suelen dormir en una habitación, sobre una estera, con la puerta atrancada. El amigo que llega a medianoche a pedir pan para su huésped resulta ciertamente importuno porque despierta a todos. Pero es un necesitado que sabe bien a quién recurrir en esas circunstancias y a esa hora de la noche. Las tres reiteradas invitaciones (imperativos) que siguen, ordenadas en ritmo escalonado – pidan, llamen, busquen– pretenden hacer ver que lo importante en la oración no es lo que se pida, sino la certeza de ser acogido y escuchado. Las tres peticiones vienen seguidas de su respectiva recompensa: don, acogida y descubrimiento. 

Pidan. Debemos pedir, no porque Dios no nos dé –pues conoce nuestras necesidades aun antes de que le pidamos–, sino porque no debemos dejar de desear. Se trata de mantener abierto el corazón ante Dios para que todas nuestras necesidades y deseos estén en su presencia. Todas mis ansias están en tu presencia, Señor, dice el Salmo 38. Por eso la oración es expresión del deseo, es el tiempo del deseo. Dice San Agustín: “La vida espiritual es palestra del deseo”. Por eso “dejas de orar cuando dejas de desear”. No podemos apagar el deseo interior, debemos mantenerlo abierto hasta el infinito. La persona se convierte en lo que desea; si deseas a Dios… 

Busquen y hallarán. Se busca lo que está escondido, lo oculto a los ojos, aquello en lo que Dios parece ausente o escondido. No podemos conciliar su bondad con los males que nos hacen sufrir. Hallar en todo a Dios, ver a Dios en todo, eso cambia nuestra manera de vivir las cosas que nos duelen o atormentan. 

Pidan y se les dará, busquen y hallarán, llamen y se les abrirá. Pedir para vencer la desconfianza; buscar para hallar cuanto el pecado y el mal de este mundo nos oculta; llamar para superar cuanto nos separa de la vida verdadera. 

En la segunda parábola tenemos, por de pronto, los elementos típicos de la alimentación básica en la Palestina de tiempos de Jesús: pan, pescado, huevos. De ellos se vale Jesús para hacer una comparación entre el Padre del cielo y los padres de la tierra. Antes se refirió a la relación con un “amigo”, ahora dirige la atención a una relación mucho más profunda, que es la que se da entre un “padre” y su “hijo” pequeño. Humanamente hablando resulta inconcebible que un padre, si su hijo le pide algo de comer, le va a engañar dándole algo peligroso o nocivo para su salud. Por eso pregunta Jesús: ¿Quién de ustedes que sea padre, si su hijo le pide pescado, en vez de pescado le va a ofrecer una culebra?; y si le pide un huevo, ¿le va a ofrecer un alacrán? 

La respuesta a la contraposición de Dios con los padres de la tierra, resalta la conclusión de la parábola: Si ustedes, malos como son, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará Espíritu Santo a los que se lo pidan! Su generosidad es incomparable, por eso no solamente dará cosas buenas al que se las pide, sino que dará el don más apreciable, su propio Espíritu. Es el don por excelencia que se ha de pedir y que ciertamente se obtiene con la oración: el Espíritu que nos libera, que inspira claridad para ver los acontecimientos de la vida a la luz de Dios, junto con empeño y fortaleza en las dificultades para poner amor en todo lo que vivimos. 

Como conclusión se puede decir, entonces, que el amor de padre (o de madre) es en sí la verdadera parábola que usa Jesús para hacernos ver que Dios nos ama como el más paternal de los padres y la más maternal de las madres; ama gratuitamente, no por nuestros méritos; ama siempre, no unas veces sí y otras no; no puede dejar de amar, no engaña ni defrauda.

miércoles, 9 de octubre de 2024

Enséñanos a orar (Lc 11, 1-4)

 P. Carlos Cardó SJ 

Oración al caer la tarde, óleo sobre lienzo de Pierre Édouard Frère (1857), Rijksmuseum, Ámsterdam, Países Bajos

Una vez estaba Jesús orando en cierto lugar. Cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo:
- “Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos”. Él les dijo:
- Cuando oréis decid: “Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos cada día el pan que nos corresponde, perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe algo, y no nos dejes caer en la tentación”. 

Un discípulo le dijo: Enséñanos a orar. Jesús respondió proponiendo el Padre nuestro, que más que una plegaria es un programa de vida. 

El poder llamar Padre a Dios es el gran don de Jesús. Al hacerlo nos reconocemos como hijos o hijas suyos, creados por amor. Tener a Dios como Padre es vivir con la certeza de que siempre estará con nosotros, y esto nada ni nadie nos lo podrá quitar: Porque estoy seguro de que ni muerte ni vida, ni ángeles ni otras fuerzas sobrenaturales, ni lo presente ni lo futuro, ni poderes de cualquier clase, ni lo de arriba ni lo de abajo, ni cualquier otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro (Rom 8, 38s). 

La oración, como toda nuestra vida, ha de estar orientada a santificar el nombre de Dios. Esto significa darle a Dios el lugar central que se merece. Jesús santificó el nombre de Dios su Padre, amándolo y amando a los hermanos. Y así nos enseñó a vivir: Padre, yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo daré a conocer, para que el amor con que me has amado esté en ellos y yo en ellos (Jn 17, 26). Santificamos el nombre de Dios cuando, como Jesús, procuramos hacer su voluntad, es decir, cuando reconocemos como don suyo lo que tenemos y nos disponemos a compartirlo con los necesitados. Santificamos su nombre cuando nos rendimos a él en los momentos críticos, sin miedo a nuestras flaquezas ni a la muerte misma. En eso el nombre de Dios es santificado. 

La oración que Jesús enseña despierta el deseo del reino de Dios. Venga tu reino. Esa es nuestra esperanza: que la historia confluya en su reino como su término seguro y feliz, que Dios sea todo en todos (1 Cor 15,24.28) y sean creados cielos nuevos y tierra nueva en que habite la justicia. Sabemos que ese reino ha llegado ya en Jesús; que viene a nosotros cuando encarnamos en nuestra vida los valores del evangelio; y que vendrá plenamente cuando se superen las desigualdades injustas y se establezca la fraternidad en el mundo. Está entre nosotros como semilla que crece y se hace un árbol sin que nos demos cuenta (Lc 13,18s), y es Cristo resucitado, que vendrá finalmente para ser nuestro juez y también nuestra eterna felicidad y realización completa. El reino de Dios es nuestro anhelo más profundo: Marana tha, ¡Ven Señor, Jesús! 

Al orar ponemos ante Dios lo que necesitamos: Danos hoy nuestro pan. El pan es vida. Pan material para nuestros cuerpos y pan espiritual para nuestra vida en Dios. Y decimos pan nuestro, no mi pan, porque lo que Dios da tiene que compartirse. El pan que no se comparte genera división. El pan compartido es bendición, eucaristía. 

Tenemos también que expresar la necesidad de perdón. Perdónanos nuestros pecados. Dios no niega nunca su amor que rehabilita a todo hijo suyo, aunque sea un rebelde o un malvado. Como dice el Papa Francisco: “Dios no se cansa de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón”. Todos necesitamos perdón. Porque el cristiano no es justo sino justificado; no es santo sino pecador alcanzado por la gracia que lo rehabilita y eleva; no es intolerante ni excluyente, sino que se muestra compasivo con el que ha caído. Por eso no condena, sino que perdona. 

En la oración asumimos ante Dios nuestra radical deficiencia y el riesgo de la vida: No nos dejes caer en tentación. No pedimos que nos libre de la prueba, pues forma parte de la vida, sino que nos proteja para no sucumbir, seguros –como dice Pablo– de que Dios es fiel y no permitirá que sean tentados por encima de sus fuerzas, antes bien con la tentación recibirán la fuerza para superarla (1 Cor 10,13). La gran tentación es la pérdida de confianza, que nos arranca del amor de Dios. 

Habrá, pues, que pedir continuamente: Señor, enséñanos a orar, pues no sabemos orar como conviene y debemos asimilar el modo y contenido de la oración perfecta que él enseñó a sus discípulos.