domingo, 2 de noviembre de 2025

Conmemoración de los Fieles Difuntos (Mc 15, 33-39; 16, 1-6)

 P. Carlos Cardó SJ 

El crucificado, óleo sobre lienzo de Anthony Van Dick (Siglo XVII), Museo Real de Bellas Artes de Amberes, Bélgica

Llegado el mediodía, la oscuridad cubrió todo el país hasta las tres de la tarde, y a esa hora Jesús gritó con voz potente: «Eloí, Eloí, lammá sabactani», que quiere decir: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».
Al oírlo, algunos de los que estaban allí dijeron: «Está llamando a Elías». Uno de ellos corrió a mojar una esponja en vinagre, la puso en la punta de una caña y le ofreció de beber, diciendo: «Veamos si viene Elías a bajarlo». Pero Jesús, dando un fuerte grito, expiró.
En seguida la cortina que cerraba el santuario del Templo se rasgó en dos, de arriba abajo. Al mismo tiempo el capitán romano que estaba frente a Jesús, al ver cómo había expirado, dijo: «Verdaderamente este hombre era hijo de Dios».

Pasado el sábado, María Magdalena, María, la madre de Santiago, y Salomé, compraron aromas para embalsamar el cuerpo. Y muy temprano, el primer día de la semana, llegaron al sepulcro, apenas salido el sol.
Se decían unas a otras: «¿Quién nos quitará la piedra de la entrada del sepulcro?». Pero cuando miraron, vieron que la piedra había sido retirada a un lado, a pesar de ser una piedra muy grande. Al entrar en el sepulcro, vieron a un joven sentado al lado derecho, vestido enteramente de blanco, y se asustaron. Pero él les dijo: «No se asusten. Si ustedes buscan a Jesús Nazareno, el crucificado, no está aquí, ha resucitado; pero éste es el lugar donde lo pusieron».
 

En el Día de la Conmemoración de los difuntos, la liturgia propone este texto de Marcos sobre la muerte y resurrección de Jesús. El cristiano ve la muerte de sus seres queridos y, en general, toda muerte, a la luz de la pascua del Señor que quiso asumir nuestra condición de seres mortales, para asegurarnos un destino eterno por medio de su resurrección. Se hizo semejante a nosotros hasta en la muerte para que estemos unidos a él también “en la semejanza de su resurrección”, como dice San Pablo. Porque el que ha muerto, ha sido liberado del pecado. Y si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él, sabiendo que Cristo, habiendo resucitado de entre los muertos, no volverá a morir; ya la muerte no tiene dominio sobre él (Rom 6, 8-9). 

En el relato de la pasión según San Marcos, la muerte del Señor corresponde a la hora de la máxima revelación de Dios, que supera todas las precedentes. Un nuevo rostro de Dios se revela en el Crucificado, de quien el capitán pagano confiesa: Verdaderamente este hombre es el Hijo de Dios. El Dios que está con nosotros es el Dios que no nos abandona nunca, ni siquiera en el trance supremo de la muerte, trance que cada cual experimenta en la más completa soledad. En su hijo Jesús clavado en cruz, Dios quiso compartir con nosotros esa experiencia tan característica de nuestra existencia. 

Abandonado por todos, Jesús llega en la cruz a sentirse abandonado por Dios hasta el punto de gritar su soledad a quien sabe, por la confianza que mantiene en él, que no abandonará a su hijo. Esta convicción de que Dios no se aleja del afligido que clama a él, la expresó Jesús de manera dramática antes de morir, con las palabras del salmo 22. San Juan de la Cruz comenta: “Al punto de la muerte, quedó (el Señor) también aniquilado en el alma, sin consuelo y alivio ninguno, dejándole el Padre así en íntima sequedad según la parte inferior. Por lo cual fue necesitado de clamar diciendo: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? Lo cual fue el mayor desamparo sensitivamente que había tenido en su vida. Y así en él hizo la mayor obra que en toda su vida con milagros y obras había hecho, ni en la tierra ni en el cielo, que fue reconciliar y unir el género humano por gracia con Dios” (Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo, II, 7, n.11). 

Asimismo, la carta a los Hebreos habla de la solidaridad de Jesús con nosotros, que le lleva a experimentar en su propia persona la soledad, el desaliento, el sufrimiento y el miedo que la muerte produce, para así convertirse en salvador de todos, glorificado y proclamado pontífice, puente de unión de la humanidad con Dios. En los días de su vida mortal, Jesús ofreció oraciones y súplicas con fuerte clamor y lágrimas al que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su reverente sumisión (Hebr 5, 7). En la cruz de su Hijo, Dios se coloca para siempre a nuestro lado, haciendo de  nuestra muerte –como lo hizo con la de su Hijo– la puerta de entrada a nuestra glorificación. Esta revelación hace nacer en nosotros una absoluta confianza. En su Hijo, Dios ha vivido y conoce la raíz de nuestros sufrimientos, de nuestros fracasos y de nuestra muerte. Por eso ofrece en cada momento y a cada persona el don oportuno para convertir la oscuridad de la muerte en aurora de vida. En una muerte tan solidaria como la de Jesús, Dios su Padre se revela como el amor crucificado que estará presente en nuestra muerte, compartiéndola y llenándola de esperanza de una vida nueva. 

El final del camino de Jesús, y de nuestro camino, no es la cruz, sino su resurrección de la muerte. A partir de este momento Jesús vive junto a Dios. La piedra del sepulcro ha sido retirada, se ha quebrado el poder de la muerte. El mensaje del ángel constituye la culminación del relato que hace Marcos, la cúspide también de su evangelio y el objeto central de la fe y esperanza del cristiano: Buscan a Jesús de Nazaret, el crucificado. Ha resucitado; no está aquí. El horizonte humano se ha abierto definitivamente: allí donde se estrella la sabiduría humana, donde caen por tierra las esperanzas y el lamento no halla salida alguna, allí, en el morir, se halla la presencia del amor salvador de Dios. 

A la proclamación sigue la tarea: los discípulos reciben la misión de propagar la buena noticia. Vayan, pues, a decir a sus discípulos y a Pedro: Él va camino de Galilea, allí lo verán, tal como les dijo.

sábado, 1 de noviembre de 2025

Festividad de Todos los Santos – Las Bienaventuranzas (Mt 5, 1-12)

 P. Carlos Cardó SJ 

Sermón de la montaña, acuarela de Aurel Naray (1910 – 1920 aprox.), Galería de Arte de Hungría, Budapest

Al ver a la multitud, Jesús subió al monte. Se sentó y se le acercaron los discípulos. Tomó la palabra y los instruyó en estos términos:
“Dichosos los pobres de corazón, porque el reinado de Dios les pertenece.
Dichosos los afligidos, porque serán consolados
Dichosos los desposeídos, porque heredarán la tierra.
Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados.
Dichosos los misericordiosos, porque serán tratados con misericordia.
Dichosos los limpios de corazón, porque verán a Dios.
Dichosos los que trabajan por la paz, porque se llamarán hijos de Dios.
Dichosos los perseguidos por causa del bien, porque el reinado de Dios les pertenece.
Dichosos ustedes cuando los injurien, los persigan y los calumnien por mi causa.
Estén alegres y contentos pues su recompensa en el cielo es abundante.
De igual modo persiguieron a los profetas que los precedieron”. 

Día para recordar y agradecer a Dios por todas las personas santas que hemos conocido y que han sido para nosotros reflejos de la bondad y santidad de Dios, modelos de vida, que velan e interceden por nosotros. Ellos gozan de la visión de Dios, hayan sido o no canonizados por la Iglesia. Cada uno puede recordar nombres y rostros. 

Este día es también una oportunidad para recordar la llamada a la santidad que todos recibimos en el bautismo. Esa vocación universal ha de vivirla cada uno según su propio estado de vida. La santidad no es patrimonio de unos cuantos privilegiados. Es el destino de todos, como lo ha sido para esa multitud de santos anónimos que hoy recordamos. 

La lectura del Apocalipsis habla del gentío que sigue al Cordero, Cristo resucitado. Ciento cuarenta y cuatro mil es el cuadrado de 12 (número de las tribus de Israel) multiplicado por mil. Cifra simbólica, no número exacto, sino multitud. Entre ellos debemos estar, es nuestra vocación. Tengamos confianza. Después de éstos viene una muchedumbre inmensa, de toda nación, razas, pueblos y lenguas. Los salvados son un grupo incontable y universal. Llevan vestidos blancos porque han sido justificados. Dios los ha encontrado dignos de sí y, después de haber padecido duras pruebas, sus vestidos han sido blanqueados en la sangre del Cordero. 

San Juan, en la segunda lectura (1Jn 3,1-3) dice que la salvación se vive en el presente. Hoy se puede escuchar la llamada del Señor a una vida ejemplar y santa. Hoy podemos hacernos, mediante la gracia, rehacer en nosotros la imagen rota de Dios nuestro Creador y configurarnos con la imagen de Jesucristo. Es el sentido de nuestra vida: acoger la santidad, patrimonio de Dios y que él nos transmite por su gracia, hasta que seamos transformados en su gloria y él sea todo en todos (cf. Rom 8,29; Gal 2,20; 2 Cor 3,18; Col 3,10). La santidad es eso: seguir e imitar día a día al Bienaventurado, al “Santo y feliz Jesucristo”. Él mismo, cuando quiso mostrarnos su corazón y cuál es el mejor camino para imitarlo, nos dejó un retrato suyo en las Bienaventuranzas. 

Bienaventurados los pobres. A ejemplo de Jesús, que no tuvo donde reclinar la cabeza y no se reservó nada para sí, por darlo todo a los demás, el cristiano se despoja de sí mismo para no buscar otro interés que amar y servir en todo. Esta persona es humana por antonomasia y ha hallado la clave de la verdadera felicidad. 

Bienaventurados los mansos. Revestido de sentimientos de humildad y mansedumbre, a ejemplo de su Señor, manso y humilde de corazón, el cristiano no devuelve mal por mal, soporta a los demás con amor, y se muestra solícito en conservar la unidad del espíritu con el vínculo de la paz. 

Bienaventurados los que lloran. También a ejemplo del Señor, varón de dolores, el cristiano vive llena de amor y actitud de ofrenda sus aflicciones y tristezas. Sabe que debe aún transitar por los caminos de la tristeza, pero nunca se siente solo (14,18) porque el Señor resucitado les hace compartir su gozo en medio de las lágrimas del mundo. 

Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia. Estos cristianos aspiran con pasión a encarnar en sus vidas la justicia de Dios, que es la santidad, cumbre del amor misericordioso, y colaboran en la gran tarea de establecer en la sociedad la equidad y la justicia, basadas en la fraternidad. 

Bienaventurados los misericordiosos. En ser misericordiosos como el Padre,  condensó Jesús la perfección humana y cristiana. Por eso, quien lo sigue, tiene como él entrañas de misericordia ante el hambre y la miseria de sus hermanos, sabe adoptar el gesto y la palabra oportuna frente al hermano solo y desamparado, y se muestra disponible ante quien se siente explotado y deprimido. 

Bienaventurados los limpios de corazón. Jesús tenía a Dios su Padre en el centro de su persona. Mirando su corazón, el cristiano se esfuerza por purificar sus afectos, su inteligencia y sus deseos, para no estar dividido por conflictos de lealtades, ni mezcla de intereses, para ser auténtico y veraz, no hipócrita ni inseguro. Puede así ver a Dios en todo y a todo en Dios. 

Bienaventurados los que construyen paz. La paz verdadera que es fruto de la justicia y de la reconciliación; la paz que es tarea de quienes se hacen hermanos y crean fraternidad y por eso, en el Hijo, serán llamados también hijos de Dios. Estas personas fomentan la armonía en las relaciones de las personas consigo mismas, con la naturaleza y con Dios. Y hacen que la Iglesia sea el espacio de la unión y la concordia entre los pueblos. 

Bienaventurados los perseguidos. Valerosos, pero no temerarios, asumen que le vendrán incomprensiones, ataques y aun persecuciones por vivir y defender el evangelio. Saben que su maestro venció al mundo (Jn 16,33) y que los enemigos pueden matar el cuerpo pero no pueden nada contra su alma (Mt 10,28s). La confianza en el Espíritu que los asistirá en las tribulaciones, los hace mirar con confianza el futuro. 

Así, mirando a su Hijo, pensó Dios al ser humano, a cada uno de nosotros, cuando nos fue formando del polvo de la tierra (Gen 2, 7; Sal 139,15). 

En la fiesta de todos los santos agradecemos el vínculo profundo que une a los que todavía peregrinamos en la tierra y los que han entrado ya en la plenitud de la vida en Dios. Formamos con ellos una gran familia. Ellos, alcanzada ya la meta de nuestro caminar, velan por nosotros. Un día nos encontraremos. Sintamos ahora la ayuda y apoyo que nos brinda esa inmensa multitud de testigos de Cristo que nos rodea.