P. Carlos Cardó SJ
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Oración, óleo sobre lienzo de László Mednyánsky (1890 aprox.), colección privada exhibida en la Galería de Judit Virág, Budapest, Hungría |
Una vez estaba Jesús orando en cierto lugar.
Cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: "Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos".
Él les dijo: "Cuando oren digan: Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos cada día el pan que nos corresponde, perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe algo, y no nos dejes caer en la tentación".
Enséñanos a orar, le pide un discípulo a Jesús. Él le responde proponiendo el Padre nuestro, que más que una plegaria es un programa de vida, pues cada una de sus peticiones ha de ser llevada a la práctica.
Poder llamar a Dios Padre nuestro es el gran don de Jesús. Al hacerlo nos reconocemos como hijos suyos, creados por amor. Tener a Dios como Padre es vivir con la certeza de que siempre estará con nosotros, y esto nos da una confianza inquebrantable: Nada podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro (Rom 8, 32ss).
La oración, como toda nuestra vida, está orientada a santificar el Nombre de Dios. Esto significa tener a Dios en el lugar central que se merece. Jesús santificó continuamente el Nombre de Dios su Padre, amándolo y amando a los hermanos. Y así nos enseñó a vivir: “Padre, yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo daré a conocer, para que el amor con que me has amado esté en ellos y yo en ellos” (Jn 17,26). Santificamos el nombre de Dios cuando, como Jesús, procuramos hacer su voluntad, cuando nos confiamos a él en los momentos difíciles, cuando reconocemos como don suyo lo que tenemos y lo compartimos con los necesitados. Así, el Nombre de Dios es santificado.
La oración que Jesús nos enseña despierta en nosotros el deseo del reino de Dios. Venga tu reino. Es nuestra esperanza: que la historia confluya en su reino como su término seguro y feliz, cuando Dios sea todo en todos (1 Cor 15,24.28) y sean creados cielos nuevos y tierra nueva en que habite la justicia. Sabemos que ese reino “ha llegado” ya en Jesús; que “viene” a nosotros cuando encarnamos en nuestra vida los valores del evangelio; y que “vendrá” plenamente cuando se superen las desigualdades injustas y se establezca la fraternidad entre los hijos e hijas de Dios. El reino está entre nosotros como semilla que crece sin que nos demos cuenta (Lc 13,18s). Y es Jesús resucitado, que vendrá finalmente para ser nuestro juez y también nuestra eterna felicidad. Por eso, expresamos nuestro deseo de la venida de su reino con estas palabras: Marana tha, ¡Ven Señor, Jesús!
Al orar ponemos ante Dios lo que necesitamos: Danos hoy nuestro pan. El pan es vida. Necesitamos el pan material para nuestros cuerpos y el pan espiritual para nuestra vida en Dios. Y decimos pan nuestro, no mi pan, porque lo que Dios da tiene que compartirse. El pan que no se comparte genera división. El pan compartido es bendición, eucaristía.
En la oración que Jesús nos dejó expresamos también la necesidad del perdón. Perdónanos nuestras ofensas. Dios no niega nunca su amor que rehabilita a todo hijo suyo, aunque sea un rebelde o un malvado. Como dice el Papa Francisco: Dios no se cansa de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón. Todos necesitamos perdón. El cristiano no es justo sino justificado; no es santo sino pecador tocado por la gracia divina que lo rehabilita y eleva; no es intolerante ni excluyente y se muestra compasivo con el que ha caído. Por eso no condena, sino perdona.
La confianza en
Dios nos lleva a asumir ante él nuestra radical deficiencia y debilidad, el
riesgo de la vida: No nos dejes caer en
tentación. No pedimos que nos
libre de la prueba, porque forma parte de la existencia, sino que nos proteja
para no sucumbir, seguros –como dice San Pablo– de que “Dios es fiel y no permitirá que sean tentados por encima de sus
fuerzas, antes bien con la tentación recibirán la fuerza para superarla” (1
Cor 10,13). La gran tentación es la pérdida de confianza, que nos arranca del
amor de Dios.
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