martes, 30 de septiembre de 2025

Tolerancia y respeto a las diferencias (Lc 9,51-62)

 P. Carlos Cardó SJ 

Escenas de la vida de Cristo, mural de Gebhard Fugel (1909), coro de la Iglesia de Nuestra Señora Ravensburg, Baden-Wurtemberg, Alemania

Cuando ya se acercaba el tiempo en que tenía que salir de este mundo, Jesús tomó la firme determinación de emprender el viaje a Jerusalén. Envió mensajeros por delante y ellos fueron a una aldea de Samaria para conseguirle alojamiento; pero los samaritanos no quisieron recibirlo, porque supieron que iba a Jerusalén.
Ante esta negativa, sus discípulos Santiago y Juan le dijeron: "Señor, ¿quieres que hagamos bajar fuego del cielo para que acabe con ellos?".
Pero Jesús se volvió hacia ellos y los reprendió. Después se fueron a otra aldea. 

Con este texto comienza una parte muy significativa del evangelio de San Lucas, que corresponde al viaje de Jesús a Jerusalén (9,51-19,28). 

El camino más rápido y directo de Galilea a Jerusalén atraviesa de norte a sur el centro de Palestina, que corresponde a la región de Samaría. Pero desde la división de Israel en los reinos de Judea y Samaría, los judíos trataban a los samaritanos de réprobos, herejes y cismáticos y había hostilidad e intolerancia entre los dos grupos. Por eso, al decidir Jesús pasar por esa región y enviar por delante a unos mensajeros para prepararle alojamiento en un pueblo, no los recibieron porque se dirigía a Jerusalén. La reacción de Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, conocidos como los violentos (Boanergés) o hijos del trueno, es inmediata y concentra el odio racial, religioso y político que se tenían ambos pueblos: ¿Quieres que mandemos que baje fuego del cielo y los consuma?, proponen a Jesús. Apelan a la violencia en nombre de Dios para resolver las diferencias y problemas de la convivencia humana. Jesús reacciona como lo hizo frente al tentador en el desierto. Su camino no coincide con las expectativas humanas de éxito y supremacía, que generan muchas veces hostilidad entre los grupos humanos. No admitió ninguna forma de violencia. Al contrario, quiso eliminarla de raíz. Él no trae un fuego que extermina a los enemigos y adversarios, sino el amor que perdona y une a las personas. El celo sin discernimiento es el principio de todas las hogueras de todos los tiempos, contradice al espíritu de Cristo y destruye su obra. Hay aquí, por tanto, una clara llamada de Jesús a la tolerancia, a la amplitud de miras y a lo que hoy llamamos el espíritu de ecumenismo. 

Probablemente Lucas escribe este texto pensando en las dificultades y polémicas que surgieron en la primitiva Iglesia. Quiere exhortarnos a evitar que las diferencias se conviertan en causa de división y a que procuremos forjar la unión verdadera, que se da con el respeto a las diferencias. Jesús es el único Maestro y todos somos discípulos. Es él quien debe crecer y no mi grupo, mi corriente, mi modo de pensar. Apropiarse de Cristo, creer que sólo quienes piensan como nosotros lo hacen rectamente, eso suele ser causa de actitudes de intolerancia, exclusión y acepción de personas, que dañan profundamente el ser de la Iglesia. El evangelio nos cura de toda tendencia al ghetto, al círculo cerrado, a la crispación sectaria, a la postura intransigente y al gesto discriminador. Libre, por encima de todo aquello que a los hombres nos apasiona y divide en bandos, Jesús alienta en nosotros la verdadera tolerancia, que es amplitud de corazón, espíritu universal para abrazar, respetar y estimar a todos los que, aun sin pensar como yo, buscan servir con buena voluntad. Tolerancia, amplitud de miras, respeto, diálogo, colaboración…, son pues virtudes eminentemente eclesiales, constituyen el ser íntimo de la comunidad de la Iglesia. Y no debemos olvidar que: «Sólo hay una cosa que en el plano humano puede establecer la unidad en la Iglesia: el amor, que permite al otro ser de otra manera, aunque no logre “comprenderlo”» (Karl  Rahner). 

El mensaje del texto es claro y conciso. Si la norma básica de la comunidad cristiana es el amor fraterno universal, porque todos son hijos o hijas de Dios, automáticamente queda anulado todo integrismo intolerante y excluyente frente a “los otros”. El cristiano, que rige su conducta con el mandamiento del amor, se muestra libre para reconocer y apreciar con agrado los valores y talentos que ve en los miembros de otros grupos o familias religiosas y, sobre todo, para dar gracias a Dios por el bien que hacen.

lunes, 29 de septiembre de 2025

Los ángeles de Dios (Jn 1, 47-51)

 P. Carlos Cardó SJ 

El Arcángel San Rafael deja la casa de Tobías, óleo sobre lienzo de Rembrandt van Rijn (1637), Museo del Louvre, París, Francia

En aquel tiempo, vio Jesús que se acercaba Natanael y dijo de él: «Ahí tienen a un israelita de verdad, en quien no hay engaño».
Natanael le contestó: «¿De qué me conoces? ».
Jesús le responde: «Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi».
Natanael respondió: «Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel».
Jesús le dijo: «Tú crees porque te dije que te vi bajo la higuera. Pero verás cosas aun mayores que éstas. En verdad les digo que ustedes verán los cielos abiertos y a los ángeles de Dios subiendo y bajando sobre el Hijo del Hombre». 

En la fiesta de los Santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael, la liturgia propone este texto de Juan, en el que aparecen los ángeles subiendo y bajando sobre el Hijo del hombre. Es una promesa que hace Jesús a sus discípulos en el diálogo con Natanael y está relacionada con la visión que tuvo Jacob en Betel (Gen 28,12). En ella, Jacob –que después se llamará Israel– contempló una escalera que unía al cielo con la tierra y a unos ángeles de Dios que subían y bajan por ella. El cielo y los ángeles significan la esfera de lo divino, donde refulge la gloria de Dios. Dicha esfera ha dejado de ser inaccesible; por Jesús, los cielos se abren y Dios desciende para morar entre nosotros. Dios no habita en un confín infinitamente lejano, la persona humana de Jesús nos lo ha acercado. Es éste un tema muy querido para Juan desde el prólogo de su evangelio. Jesús es el auténtico Betel, la casa de Dios y puerta del cielo; en él puede contemplarse la presencia de Dios con nosotros, en él se manifiesta su gloria que es plenitud de gracia y verdad; por eso Jesús es el verdadero templo y los ángeles lo rodean. 

En los escritos bíblicos aparecen con cierta frecuencia los ángeles, seres espirituales que cumplen de parte de Dios funciones diversas pero complementarias. En primer lugar, aparecen como mensajeros de Yahveh y tal es el significado de su nombre. En el Génesis, el ángel transmite a Agar, la esclava, la promesa de que será madre de una descendencia numerosa (Gen 16, 7-12), y la protege después en el desierto para que su hijo no muera de sed (Gen 21, 18). El ángel del Señor detiene la mano de Abraham para que no hiera a Isaac y le anuncia las bendiciones que le vendrán por su obediencia (Gen 22, 12. 15-18). El ángel del Señor, bajo la apariencia de una llama de fuego que ardía en una zarza, llamó a Moisés (Ex 3, 2), dando inicio a su vocación y misión de libertador de Israel. El nacimiento de Sansón fue anunciado por el ángel a su madre Sorá, mujer estéril (Jue 13, 3-5), y el profeta Elías, amenazado de muerte y desfalleciente en su huida por el desierto, es fortalecido con el pan que le da el ángel, para poder andar su largo camino hasta la montaña de Dios (1 Re 19, 5-8). Otra función que cumplen los ángeles es la de ayudar a percibir las intervenciones de Dios en la realidad en determinados momentos históricos. Donde están ellos, está Dios con su poder benévolo, providente y liberador. Por eso un ángel muestra a los hebreos en el éxodo la gloria y poder de Dios (Éx 14, 19), es enviado para guardar y conducir al pueblo a la tierra prometida (Ex 23, 20), y exterminará a sus enemigos, los asirios (2Re 19, 35). Pero será en el Nuevo Testamento donde el mensajero de Dios anunciará la mayor de las maravillas de Dios en favor de la humanidad: la encarnación y el nacimiento del Hijo de Dios (Lc 1, 26-38; 2, 9-12). Finalmente, serán los ángeles del sepulcro vacío los anunciadores del triunfo de Cristo sobre la muerte (Lc 24, 4) y de su vida nueva, resucitada y eterna. 

Los nombres mismos de los ángeles sugieren atributos y acciones de Dios en favor de la humanidad. Adquieren así un perfil más personalizado y un carácter marcadamente benévolo, son ángeles custodios, guardianes del bien y de la vida. Rafael significa Dios ha curado, o “medicina de Dios”: sana a Tobit y a Sara, acompaña y protege a Tobías en su viaje (Tob 3;5) y acaba presentándose como enviado de Dios, como uno de los siete ángeles que llevan ante Dios las plegarias de los hombres (Tob 12). Miguel, (Mika-El) significa quién como Dios, manifiesta su grandeza y su poder, aparece en el libro de Daniel como el protector de Israel y príncipe de los ejércitos angélicos (Dan 10, 5ss; 12,1). Miguel vence, según el Apocalipsis, al dragón que aparece como Satán, tentador del mundo (Ap 12, 7s). Gabriel es fuerza de Dios, que interpreta y muestra el curso de la historia (Dan 8, 16ss; 9, 21ss; 10, 10ss). Es el mensajero divino que anuncia el nacimiento de Juan Bautista y de Jesús (Lc 1, 5-19; 26-38). 

Les aseguro que verán el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre, dijo Jesús a Natanel. Por la fe sabemos que los cielos están abiertos para nosotros. Sabemos también que la bondad y providencia de Dios nos envuelve y protege con sus ángeles. El futuro humano está asegurado porque el Hijo del hombre muerto en la cruz por toda la humanidad ha hecho posible que triunfemos con él sobre el pecado; resucitado y ascendido a los cielos llevó consigo a la humanidad y en él todos hemos resucitado. Nuestro destino es estar con él, contemplando su rostro, y en compañía de los ángeles cantar para siempre las misericordias de Dios.

domingo, 28 de septiembre de 2025

Domingo XXVI del Tiempo Ordinario - El hombre rico y el pobre Lázaro (Lc 16, 19-31)

 P. Carlos Cardó SJ 

Parábola de Lázaro y el hombre rico, xilografía de Gustav Doré para la Biblia (1843)

Jesús dijo a los fariseos: "Había un hombre rico, que vestía de púrpura y lino y banqueteaba espléndidamente cada día. Y había un pobre, llamado Lázaro, cubierto de llagas y echado a la puerta del rico, que ansiaba saciarse con lo que caía de la mesa del rico; y hasta los perros iban a lamerle las llagas. Murió el pobre y los ángeles lo llevaron junto a Abrahán. Murió también el rico y lo sepultaron. Estando en el lugar de los muertos, en medio de tormentos, alzó la vista y divisó a Abrahán y a Lázaro a su lado. Lo llamó y le dijo: "Padre Abrahán, ten piedad de mí y envía a Lázaro, para que moje la punta del dedo en agua y me refresque la lengua; pues me torturan estas llamas". Respondió Abrahán: "Hijo, recuerda que en vida recibiste bienes y Lázaro, por su parte, desgracias. Ahora él es consolado y tú atormentado. Además, entre vosotros y nosotros se abre un inmenso abismo; de modo que, aunque se quiera, no se puede atravesar desde aquí hasta vosotros ni pasar desde allí hasta nosotros". Insistió el rico: "Entonces, por favor, envíalo a casa de mi padre, donde tengo cinco hermanos; que los amoneste para que no vengan a parar también ellos a este lugar de tormentos". Le dice Abrahán: "Tienen a Moisés y los profetas: que los escuchen". Respondió: "No, padre Abrahán; si un muerto los visita, se arrepentirán". Le dijo: "Si no escuchan a Moisés ni a los profetas, aunque un muerto resucite, no le harán caso". 

El mensaje de esta parábola es claro: despilfarrar el dinero, sin pensar en el bien común y en contribuir a remediar las necesidades de los prójimos, es obrar de manera egoísta e injusta. Así procedía el rico, que banqueteaba espléndidamente, sin importarle la suerte del pobre que estaba a su lado. Llega el día en que ambos personajes se encuentran ante la realidad ineludible de la muerte, y sus destinos cambian: el pobre es llevado al “seno de Abraham”, el cielo, mientras el rico va a caer en el infierno, que la imaginación judía describía como un lugar de llamas y tormentos. 

El mensaje de la parábola no es que los pobres que sufren en este mundo tendrán después sus gozos en el cielo; lo que se subraya no es la suerte del pobre, sino la condena del rico. Por otra parte, la parábola no presenta a los dos personajes desde un punto de vista moralista. No dice que el rico haya sido un inmoral, ni que el pobre sea un creyente piadoso. No cabe, pues, la conclusión maniquea de que los ricos por ser ricos son malos y los pobres por ser pobres son buenos. 

La razón por la que el rico echa a perder su vida es por haberse mostrado indiferente a la necesidad del pobre, que estaba tendido junto a su puerta. Y en esto la parábola insiste gráficamente, detallando el modo de proceder del rico, que lo conduce a la perdición: dedicado a sus placeres, a vestir lujosamente y a comer deliciosamente con sus amigos, se ha hecho incapaz de advertir la necesidad del pobre que está a su lado. Olvida, por tanto, el mandamiento principal: el amor al prójimo. Y es precisamente en esta dirección, en la que el evangelista saca de la parábola de Jesús la enseñanza debida. 

El rico llama a Abraham “padre”. Se puede suponer, pues, que era un hebreo creyente. Pero ser miembro del pueblo elegido no basta para alcanzar la salvación. El rico pide a Abraham que el pobre Lázaro venga a mojarle con agua para refrescarlo. La respuesta de Abraham es tajante. La comunicación era posible en la tierra, ahora ya no. El momento para la generosidad y la solidaridad con los pobres es el hoy de cada día. 

El rico pide luego que Lázaro vaya a casa de su padre a advertir a “sus cinco hermanos” para que no caigan también ellos en ese lugar de tormento. Pero esos “cinco hermanos”, ricos como él, eran el círculo cerrado en que había vivido y por eso nunca trató al pobre como un “hermano”. Su riqueza le impidió comprender que todos los seres humanos, sobre todo los más pobres como Lázaro, eran sus hermanos. 

Además, no se puede llamar padre a Abraham si no se trata como hermano al pobre que está a la puerta de casa. La respuesta de Abraham es clara: Tienen a Moisés y a los profetas, que los escuchen (v. 29). Es el único camino a seguir. No se trata de cosas extraordinarias, como ver resucitar a un muerto, sino de escuchar la palabra de Dios. 

De la parábola se desprende, además, una enseñanza importante: que las decisiones que tomamos aquí en la tierra, van conformando una unidad y tienen sus repercusiones después de la muerte. Con ellas vamos dando unidad y sentido a nuestra vida. 

El rico de la parábola opta por un estilo de vida, que lo lleva a tratar a los demás de una manera determinada. Su persona queda marcada por su estilo de vida y eso le trae consecuencias que van más allá de la muerte, porque la persona es una unidad, antes y después de la muerte. 

Para el creyente, la dirección y el sentido de la vida se encuentra en la asimilación y puesta en práctica de los valores del evangelio. Vivir en contradicción con esos valores, como el rico de la parábola, es echar a perder la vida. 

Quien piensa en los demás y vive para servir se humaniza y se hace objeto de la primera bienaventuranza prometida por Jesús a los pobres en espíritu. Esto, según el evangelio, es vivir para Dios y estar en Dios. Por el contrario, quien vive pensando únicamente en sí mismo, en su propio interés y confort, se deshumaniza. Según el evangelio, esto es estar fuera de Dios, es infierno. Lo que salva es el corazón pobre, que ya no vive para sí sino para Él, que por nosotros murió y resucitó y, quiere que lo sirvamos en sus hermanos, sobre todo en los más pequeños, con quienes Él se identifica.

sábado, 27 de septiembre de 2025

El Hijo del hombre va a ser entregado (Lc 9, 43-45)

 P. Carlos Cardó SJ 

Jesús es entregado, pintura al temple sobre tabla que forma parte del retablo La Maestá de Duccio di Buoninsegna (1308 – 1311), Museo dell’Opera del Duomo, Siena, Italia

En aquel tiempo, como todos comentaban, admirados, los prodigios que Jesús hacía, éste dijo a sus discípulos: "Presten mucha atención a lo que les voy a decir: El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres".
Pero ellos no entendieron estas palabras, pues un velo les ocultaba su sentido y se las volvía incomprensibles. Y tenían miedo de preguntarle acerca de este asunto. 

La gente estaba admirada por todo lo que Jesús hacía. Justamente acababa de mostrar su misericordia, liberando de las potencias del mal a un pobre niño indefenso. Pero Jesús advierte que se trata de una reacción superficial de asombro y maravilla, pero no de fe. Aprovecha entonces la oportunidad para volver a hablar a sus discípulos del destino que le aguarda, de modo que no se queden como la gente en el carácter prodigioso de sus acciones sino que se preparen para asumir el misterio de su inminente pasión y cruz, no como una fatalidad, sino como el medio de redención escogido por Dios en su proyecto de salvación. Por eso les dice de manera apremiante: Métanse bien en los oídos estas palabras: el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres. Es como si les dijera: Grábense bien en la memoria lo que van a oír de mí. Cumpliendo la voluntad de mi Padre, que es voluntad mía, voy a ser entregado en manos de las autoridades y de los poderosos. 

Los Doce, por su parte, no entienden nada, las palabras del Maestro les resultan totalmente oscuras. No pueden comprender cómo ese mismo Jesús cuya autoridad y poder entusiasma a la gente tiene que acabar en el nivel más bajo de la miseria humana, entregado en manos de los hombres y muerto en una cruz. No recordaban el destino del Siervo de Yahvé predicho por el profeta Isaías: Se entregó a la muerte y compartió la suerte de los pecadores…, por eso le daré un puesto de honor (Is 53,12). Así como Pedro Santiago y Juan no entendieron la revelación de la gloria del Señor en el monte de la transfiguración, ninguno de los del grupo logra entender el anuncio que les hace, y hasta tienen miedo de pedirle explicaciones. Quizá empiezan a imaginar que ellos mismos podrían verse implicados en el destino trágico de Jesús. Habrá que esperar a la resurrección para que una nueva luz ilumine sus mentes y les haga comprender esas palabras. Sin la resurrección, la cruz es escándalo y necedad, una realidad incomprensible y rechazable. Sólo la intervención de Dios puede cambiar la muerte en vida. 

Como los Doce, también nosotros nos revolvemos contra el sufrimiento y la cruz en cualquiera de las formas que nos puedan venir. Es un instinto natural. Por eso nos cuesta entender la necesidad de la redención por el dolor, que Jesús afirma con sus palabras: El Hijo del Hombre debe padecer mucho, ser rechazado por los ancianos, los principales sacerdotes y los escribas, ser muerto… (Lc 9, 22). Es necesario que el Hijo del hombre sea entregado en manos de los pecadores, que sea crucificado… (Lc 24, 7). Sólo un supremo acto de confianza en Dios, un abandono en manos de aquel que puede hacer lo que a los hombres es imposible, crea en nosotros la aceptación de un misterio así y la luz puede disipar nuestras dudas. Este acto de absoluta confianza fue lo que permitió al hombre Jesús de Nazaret darle a sus padecimientos y a su muerte tan cruenta el carácter y sentido de entrega extremada que le llevó a gritar: ¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu! ¡Todo se ha cumplido! Fiado como él en el poder salvador de Dios, podemos entonces también nosotros observar que es precisamente en la cruz donde más se demuestra que Dios es gracia y misericordia. Cualquier otra intervención y prodigio que Dios hiciese por mí no me demostraría más el amor que me tiene. Podría, quizá, demostrarme su poder, pero eso no cambiaría mucho la idea que de él nos hacemos. En cambio, su impotencia y debilidad en la cruz, la cercanía en que ella le pone respecto a nosotros hasta hacerle tocar y experimentar el mal que padezco (cualquiera que sea), su solidaridad conmigo hasta la muerte, quita de mi mente todo engaño: Dios es amor y me ama a mí, pecador.  Es lo que me libra del temor a la muerte y del egoísmo. Puedo vivir y morir en paz. Ya nunca estaré solo. Si a ejemplo del Señor puedo llenar de amor el vacío del mal, la pasividad negativa de la enfermedad y del dolor y el sinsentido de la muerte, él me revelará su presencia junto a mí y me hará oír su voz que me dice: Me he entregado a la muerte por ti. Tú estabas fuera de mí pero he venido hasta la cruz para estar contigo y tú conmigo, en una comunión tan íntima, que ya nada podrá romper.

viernes, 26 de septiembre de 2025

Declaración de Pedro (Lc 9, 18-22)

 P. Carlos Cardó SJ 

San Pedro, óleo sobre tabla de Peter Paul Rubens (1610 – 1612), Museo Nacional del Prado, Madrid, España

Un día en que Jesús, acompañado de sus discípulos, había ido a un lugar solitario para orar, les preguntó: "¿Quién dice la gente que soy yo?".
Ellos contestaron: "Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros, que Elías; y otros, que alguno de los antiguos profetas, que ha resucitado".
Él les dijo: "Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?".
Respondió Pedro: "El Mesías de Dios".
Él les ordenó severamente que no lo dijeran a nadie.
Después les dijo: "Es necesario que el Hijo del hombre sufra mucho, que sea rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, que sea entregado a la muerte y que resucite al tercer día". 

Este texto de Lucas viene a continuación del milagro de la multiplicación de los panes (9,10-17). Jesús inicia su camino a Jerusalén donde va a ser entregado. En este contexto, dice Lucas que Jesús se hallaba un día haciendo oración a solas cuando sus apóstoles se le acercaron. Él aprovecha la ocasión para prepararlos a lo que vendrá, dado que son los que han de continuar su obra. Por eso les pregunta: ¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos responden refiriendo las distintas opiniones de la gente. Unos, impresionados por la vida austera y la muerte del precursor de Jesús, dicen que es Juan Bautista que ha resucitado. Otros creen que se trata de Elías, que ha vuelto a la tierra para consagrar al Mesías (Mal 3, 23-24; Eclo 48, 10) y preparar la llegada del Reino de Dios (Mt 11, 14; Mc 9,11-12; cf. Mt 17, 10-11). Otros, en fin, identifican a Jesús con un profeta, sin mayor concreción. 

También hoy, si hiciéramos la misma pregunta, la gente daría muchas respuestas y seguramente todas muy positivas. Es un hecho incuestionable que Jesús sigue atrayendo con su personalidad, su mensaje y su obra. Jesús, generalmente, es admirado y amado. Es verdad que muchos no saben nada de él, o tienen una imagen muy superficial. Pero si han escuchado sus enseñanzas y conocido sus acciones en favor de la humanidad, seguramente serían capaces de admirarlo y seguirlo. 

Después de oír su respuesta, Jesús hace a sus discípulos otra pregunta: Y según ustedes, ¿quién soy yo? Entonces Pedro, tomando la palabra, le contesta: Tú eres el Mesías (en griego, Cristo). Pedro declara que Jesús es el Salvador enviado por Dios al mundo. Su declaración nos invita a responder quién es Jesús para nosotros, como si la pregunta de Jesús nos fuera dirigida a nosotros, aquí y ahora: “¿Quién soy yo para ti?”. ¿Cómo es mi relación con Jesús? ¿Qué es para mí seguir a Cristo? ¿Una ideología, una doctrina, una moral? ¿O es realmente una relación personal con Alguien, a quien amamos y queremos amar como él nos ama? 

Jesús, después de ordenar a los discípulos que no hablaran de él porque la gente tenía una idea muy distinta de lo que había de ser el Mesías, empezó a enseñarles que tenía que sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley, que lo matarían y al tercer día resucitaría. Habló de esto con claridad, haciendo ver que su misión era la del Mesías Siervo, que no se acredita con un triunfo según el mundo sino asumiendo el dolor y la culpa de sus hermanos. Con ello Jesús aceptaba como propia la voluntad de su Padre que ama tanto al mundo hasta entregar a su Hijo. Con ello demostraba que no hay mayor amor que el que da su vida por sus amigos.

jueves, 25 de septiembre de 2025

Asombro de Herodes (Lc 9,7-9)

 P. Carlos Cardó SJ

Herodes Antipas, acuarela opaca sobre grafito en papel tejido gris de James Tissot (entre 1886 y 1894), Museo de Brooklyn, Nueva York

En aquel tiempo, el rey Herodes se enteró de todos los prodigios que Jesús hacía y no sabía a qué atenerse, porque unos decían que Juan había resucitado; otros, que había regresado Elías, y otros, que había vuelto a la vida uno de los antiguos profetas.
Pero Herodes decía: "A Juan yo lo mandé decapitar. ¿Quién será, pues, éste del que oigo semejantes cosas?".
Y tenía curiosidad de ver a Jesús. 

El texto trata de la identidad de Jesús. Comienza con la palabra “escuchar” y termina con “ver”, los dos verbos de la experiencia de fe. La pregunta de Herodes: ¿Quién es éste de quien oigo semejantes cosas?, recuerda la que los discípulos se plantearon al ver que Jesús, con su palabra, calmó la tempestad (Lc 8,25: ¿ Quién es éste que manda incluso a los vientos y al agua, y lo obedecen?), y prepara la que Jesús hará a sus discípulos: ¿quién dice la gente que soy yo? (9, 18). Se alude también a lo que la gente pensaba de Jesús: que podía ser Juan Bautista vuelto a la vida, o Elías, cuya venida se esperaba para el final de los tiempos como preparación inmediata del día del Señor, o podía ser también alguno de los profetas antiguos. 

En el caso de Herodes, él es quien se hace la pregunta, pero sin querer realmente saber la respuesta. Gente como él no busca la verdad, está ya determinada por sus propios prejuicios, intereses y miedos. El “rey” Herodes –que era un tetrarca; rey había sido su padre– había oído todo lo que estaba sucediendo y no sabía qué pensar de Jesús, es decir, estaba perplejo. Esta observación psicológica que hace el evangelista Lucas permite suponer que lo que más le preocupa a Herodes son los comentarios de la gente que el cruel asesinato que ha cometido y que reconoce diciendo: A Juan lo mandé yo decapitar; entonces, ¿quién es éste, de quien oigo tales cosas? Intenta salir de su perplejidad con los grandes deseos de ver a Jesús, pero son una pura veleidad porque lo que quiere, en realidad, es presenciar un espectáculo, ver cómo es ese nazareno de quien ha oído que obra prodigios. Había oído, sí,  y el oír es el principio de la fe, ya que creemos porque hemos oído; la fe se transmite, pero él es incapaz de alcanzar la verdad. El modo de vivir favorece o impide la recepción de la verdad. Y él es de los que oprimen la verdad con la injusticia (Rom 1, 18). El adulterio, la prepotencia, la violencia que reinan en el mundo, y que están simbolizados en Herodes, impiden acoger el mensaje. Por eso, este rey adúltero y sanguinario, que encarcela y mata al profeta, se hace símbolo también del pueblo de Israel, que encarcela y mata a los profetas que le hablan de conversión. 

Herodes, por más que escuche lo que se dice de Jesús e intente verlo, lo único que hará finalmente es procurar matarlo. Quien obra el mal siente como una amenaza las palabras de quien lo corrige. Y al no hallar razones, quiere acabar con él, pensando que así quedará tranquilo. El texto instruye sobre la manera como se hace imposible el conocimiento del Señor: a pesar de escuchar y de ver, no se reconoce el misterio cuando no se acepta la voz que invita a la conversión y se intenta sofocarla.

miércoles, 24 de septiembre de 2025

Envío de los Doce (Lc 9, 1-6)

 P. Carlos Cardó SJ 

Última cena, fresco de Cosimo Rosselli (1481 – 1482), Capilla Sixtina, El Vaticano

En aquel tiempo, Jesús reunió a los Doce y les dio poder y autoridad para expulsar toda clase de demonios y para curar enfermedades. Luego los envió a predicar el Reino de Dios y a curar a los enfermos.
Y les dijo: "No lleven nada para el camino: ni bastón, ni morral, ni comida, ni dinero, ni dos túnicas. Quédense en la casa donde se alojen, hasta que se vayan de aquel sitio. Y si en algún pueblo no los reciben, salgan de ahí y sacúdanse el polvo de los pies en señal de acusación".
Ellos se pusieron en camino y fueron de pueblo en pueblo, predicando el Evangelio y curando en todas partes. 

No se puede seguir a Jesús y escuchar su llamamiento si no se está dispuesto a colaborar con él en su obra. Los discípulos están llamados a realizar la misma misión de su Maestro y a continuarla en la historia. La Iglesia existe para evangelizar: anunciar con hechos y palabras la presencia del amor salvador de Dios. 

Ya Jesús había dicho a sus discípulos que a ellos se les había concedido el privilegio de conocer los secretos del reino de Dios (Lc 8,10) y que no hay nada oculto que no deba manifestarse (Lc 8,17). Ahora les da poder y autoridad para proclamar el reino y para ayudar a la gente en sus necesidades, tanto físicas como mentales. Se ve claramente lo que Jesús pretendía al escoger a los doce: hacerlos participar de su propia misión. 

No los envía a exponer una vasta y compleja doctrina, sino a transmitir una forma de vida: reproducir el modo de ser del Maestro, que manifiesta el reino. Por eso, sus instrucciones no dicen lo que tendrán que decir, sino cómo deben presentarse para reproducir su estilo. 

La orden que Jesús les da: No lleven nada para el camino, significa que no pueden poner como valor central de su vida los bienes materiales. Éstos son medios y deberán usarlos o dejarlos cuanto convenga. Si se olvida esto, los bienes en vez de ayudar a la misión evangelizadora, la estorban y desvían. El lucro pervierte al discípulo. La gratuidad, en cambio, hace patente la acción de lo alto. Los discípulos se unen con Jesús compartiendo su vida pobre y su confianza en el Padre providente. Nada debe distraerlos de la misión. El no llevar bastón ni morral, ni pan ni dinero, ni dos túnicas podría parecer una actitud ascética de desprendimiento, pero es más que eso, es confianza en el amor providente de Dios para que la propia vida y el éxito de la tarea evangelizadora no dependa de los medios materiales sino de Dios, de quien provienen todos los bienes y es quien realiza en definitiva la obra de su reino. 

Con esa libertad frente a todas las cosas, los apóstoles deberán aceptar la hospitalidad que les brinden y mostrarse agradecidos y contentos, sin estar pensando dónde podrían estar más cómodos. La acogida vale más que la comodidad y la casa siempre es importante para la puesta en práctica de la misión. En ella se crean lazos afectivos y se construye la fraternidad, que es signo del reino. Jesús no tenía dónde reclinar la cabeza, pero aceptaba de buen grado alojarse en la casa que lo recibía, aprovechándola para anunciar desde allí la buena noticia y educar a los discípulos en profundidad. 

Pero así como deben aceptar la hospitalidad, deben también estar preparados al rechazo. Jesús respeta la libertad. No se puede obligar a nadie a aceptar el mensaje del evangelio. Éste sólo se acepta por el testimonio personal de quien lo anuncia y por el poder de la palabra misma que toca el corazón y promueve convencimiento interior. Habrá quienes no acepten; éstos contraerán una culpa que sólo Dios conoce. Frente a esto, la reacción del apóstol ha de ser tajante: sacúdanse el polvo de los pies. Se trata de una acción simbólica, profética, que expresa corte, separación clara y definida de todo lo que va asociado a esa ciudad y, a la vez, testimonio contra ellos, es decir, prueba de que esa ciudad ha rechazado la buena noticia que se le ha anunciado. Lo que pase con esa ciudad, si se retracta o mantiene su rechazo del evangelio, eso ya no dependerá de los apóstoles. Fue lo que hizo Pablo en Corinto: procuró con todos sus medios convencer a los judíos de que Jesús era el Mesías, pero como ellos se oponían y no dejaban de insultarlo, sacudió su ropa en señal de protesta y les dijo: Ustedes son los responsables de cuando les suceda. Mi conciencia está limpia. En adelante, pues, me dedicaré a los paganos (Hech 18, 5s). No obstante, siempre cabe esperar el tiempo propicio que el Señor dispondrá para que se conviertan porque, como dice el apóstol Pedro: No es que el Señor se retrase en cumplir su promesa (del retorno) como algunos creen, sino que simplemente tiene paciencia con ustedes, porque no quiere que nadie se pierda sino que todos se conviertan (2 Pe 3, 9). 

Los apóstoles partieron y fueron recorriendo los pueblos, anunciando la buena noticia y sanando enfermos por todas partes. Todos recibimos este encargo dado a los Doce de proclamar el reino, liberar a la sociedad de los poderes demoníacos y curar las enfermedades. Los valores del evangelio y la fuerza eficaz que Jesús transmite a los que continúan su obra hacen posible la construcción de un mundo más humano. El cristiano cree en la eficacia del bien y en las posibilidades de mejorar la calidad de la vida humana en todo orden; por eso apoya todo lo que se emprende en esa dirección porque por allí viene a nosotros el reino de Dios.

martes, 23 de septiembre de 2025

Estos son mi madre y mis hermanos… (Lc 8,19-21)

 P. Carlos Cardó SJ 

El dulcísimo nombre de María, óleo sobre lienzo de Cristóbal de Villalpando (1690 - 1699), Museo de la Basílica de Guadalupe, Ciudad de México

En aquel tiempo, vinieron a ver a Jesús su madre y sus hermanos, pero con el gentío no lograban llegar hasta él.
Entonces lo avisaron: "Tu madre y tus hermanos están fuera y quieren verte".
Él les contestó: "Mi madre y mis hermanos son éstos: los que escuchan la palabra de Dios y la ponen por obra".

Estos versículos completan la instrucción de Jesús sobre la escucha de la palabra (Lc 8, 1-18). Señalan el paso de una fe imperfecta a una fe que se vive como parentesco y familiaridad con Jesús; una fe que se mueve por el deseo continuo de estar relacionado a él con vínculos muy profundos. Esta fe sólo se alcanza mediante la actitud de escucha de su palabra y la determinación de llevarla a la práctica con perseverancia, tal como ha sido descrita por el mismo Jesús en la parábola de la semilla de la palabra de Dios caída en la tierra buena, que corresponde a los que, después de escuchar el mensaje con corazón noble y generoso, lo retienen y dan fruto por su constancia (Lc 8, 11.15). 

La fe, en efecto, no pone al ser humano frente a una teoría o doctrina religiosa o a una normativa moral, sino frente a sus semejantes, con los cuales debe hacerse prójimo (aproximarse), y a los que debe amar como hermanos y hermanas, dentro de un sistema nuevo de relaciones que tiene su centro de cohesión en el hermano mayor, Jesús, palabra de Dios que hay que escuchar y llevar a la práctica. La fe como acogida de la palabra es, pues, fe en Jesús, que es la comunicación plena y definitiva de Dios. 

En ese sentido se produce el parentesco con Jesús. Ser de sus parientes, ser para él su madre y sus hermanos o hermanas, es tener “el aire”, el parecido propio de los miembros de una misma familia. Es estar con él, en su casa, reunidos en torno a él para escucharlo y vivir con él. La familia es un asunto del corazón, establece una comunión profunda de intereses, un continuo compartir lo que uno es, hace o posee. Ser miembro de una familia es compartir suerte y reputación, honrar y hacer respetar el nombre que se lleva, amar y apoyar siempre a quienes lo llevan. 

Pero la familia de Jesús no es cerrada. Hacerse miembro de ella es una posibilidad abierta a todos, pues a todos llega la misericordia de Dios en Jesús, incluso a los pecadores y a los que se sienten alejados, extraños a “la casa de Dios”. Nadie es extraño para el Señor y por eso ningún grupo puede reivindicar el privilegio de ser los únicos allegados a Dios. En el texto se ve que hay personas que no pueden estar cerca de Jesús a causa del gentío, entre los cuales están su madre y sus parientes. Pero también estos son invitados a entrar mediante la escucha obediente de su palabra. 

No se menciona con su nombre a la madre de Jesús, pero es obvio que la acogida obediente de la palabra asemeja al discípulo a María, modelo y prototipo del creyente y de la Iglesia que acoge la palabra y la lleva a cumplimiento; ella es bienaventurada porque cree (Lc 1, 45-47) y su maternidad verdadera consiste en escuchar y realizar la Palabra. 

Lo importante, pues, no es estar como lo primeros en el gentío, físicamente próximos. Ni siquiera cuenta el estar entre los que comen y beben con él (Lc 13,26), sino el pasar como María de un parentesco físico a un parentesco según el Espíritu, que se funda en la escucha y puesta en práctica de la palabra. Es lo que dice Pablo: Aunque hemos conocido a Cristo según la carne, ahora no lo conocemos así, sino según el Espíritu (2 Cor 5,16). 

Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la Palabra de Dios y la cumplen. Habría que leer esta frase junto con la de Juan: En esto conocerán que son mis discípulos: Si se aman los unos a los otros. Ámense como yo los he amado. La conclusión puede ser ésta: el distintivo característico, la nota familiar del cristiano es ante todo la práctica del mandamiento del Señor, el amor al prójimo. Tienen derecho a llevar el nombre de Jesús quienes aman a su prójimo. Ellos viven en su corazón aquello que fue lo más nuclear y distintivo de la persona de Jesús: su amor universal y misericordioso, gratuito y desinteresado, que le hizo dar su vida. 

De modo semejante se pude decir que la pertenencia a la Iglesia es un asunto “de familia”. Pertenecen a ella los que se reúnen en torno a la Palabra y la hacen suya, conforman con referencia ella a su vida, y anuncian con el testimonio de sus personas el nombre de Jesús. Como la pertenencia a una familia, el ser miembro de la Iglesia es un asunto del corazón: sólo se es de la familia cuando se la ama, escucha y sirve hasta estar disponible a dar la vida por ella.

lunes, 22 de septiembre de 2025

Ser lámparas visibles y saber escuchar (Lc 8, 16-18)

 P. Carlos Cardó SJ 

Monje a la orilla del mar, óleo sobre lienzo de David Caspar Friedrich (1809), Antigua Galería Nacional de Arte, Berlín, Alemania

En aquel tiempo, Jesús dijo a la multitud: "Nadie enciende una vela y la tapa con alguna vasija o la esconde debajo de la cama, sino que la pone en un candelero, para que los que entren puedan ver la luz. Porque nada hay oculto que no llegue a descubrirse, nada secreto que no llegue a saberse o a hacerse público. Fíjense, pues, si están entendiendo bien, porque al que tiene se le dará más; pero al que no tiene se le quitará aun aquello que cree tener". 

En el evangelio de Lucas el ser luz aparece como conclusión de la parábola de la semilla: cuando la Palabra cae en tierra buena, produce fruto, y la responsabilidad entonces consiste en hacer público y notorio lo oculto y secreto de la semilla, que se ha escuchado y acogido. La palabra transforma a la persona, le da una nueva identidad y cuando está asimilada se deja ver, se trasluce, resalta. Cristo es la luz, que ilumina la vida de quienes lo siguen y les hace dar luz a los demás. 

Nadie enciende una lámpara y la cubre con una vasija o la oculta debajo de la cama, sino que la pone en un candelero, para que todos los vean. El cristiano no puede desentenderse del impacto que produce su estilo de vida y su modo de pensar y de hablar. Los valores que le ha transmitido el anuncio del evangelio no son un discurso privado para una élite cerrada en sí misma o pusilánime y temerosa a la hora de demostrar su fe. Esta responsabilidad, además, supone una gran atención al modo como debe transmitirse el mensaje del evangelio para que sea creíble, respetado y tenido en cuenta: ante todo se ha de hacer con el ejemplo de vida. 

Evidentemente no se trata de buscar sobresalir, brillar, hacerse ver. Jesús advierte: Cuidado con practicar las buenas obras para ser vistos por la gente…, no vayas pregonándolo como lo hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles para que los alaben los hombres (Mt 6, 1-2). Se trata de ser con sencillez lo que debemos ser: auténticos, consecuentes con nuestra fe, con identidad cristiana clara y manifiesta. No se puede esconder, se trasluce, brilla; es consecuencia. Esto es de capital importancia en el evangelio de Lucas: la característica del cristiano es su función de “testigo”. Precisamente porque el cristiano maduro conserva la palabra de Dios con constancia y perseverancia, se convierte en luz para “los demás”. El desarrollo de esta temática se verá de comienzo a fin en el libro de los Hechos de los Apóstoles. Para ello Jesucristo resucitado se apareció a sus discípulos, los instruyó y les dijo: Ustedes recibirán la fuerza del Espíritu Santo; el vendrá sobre ustedes para que sean mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta lo extremo de la tierra (Hech 1, 8). 

La máxima: Nada hay oculto que no se descubra ni secreto que no se conozca, se une a la precedente, y completa una serie de contrastes luz/tinieblas, secreto/público, oculto/manifiesto. Todo esto se cumple primero en Jesús, que es la luz pero actúa en lo oculto como la semilla en tierra. Asimismo, el misterio de su reino se desarrolla en medio de dificultades. Pero es el mismo Señor quien compromete a sus discípulos a difundir la luz del conocimiento de su persona y a divulgar los secretos del reino que él les ha hecho conocer. La formulación posterior de esta responsabilidad (en Lc 12, 2) será una exhortación a rechazar la hipocresía e inconsecuencia propia de los fariseos, a hablar con franqueza sin dejarse cohibir por las opiniones de los demás, pues no hay nada escondido que no llegue a manifestarse ni nada secreto que no vaya a saberse. 

Por eso pongan atención a cómo escuchan, dice finalmente Jesús. Si escuchamos con atención, descubrimos el sentido de la palabra, que ilumina toda realidad oscura. Lo oculto queda al descubierto. La medida de la fe es la actitud de escucha y acogida de la palabra, entonces se recibe el don de conocer el misterio cada vez más. En cambio, quien no sabe escuchar se cierra al don que se le ofrece e irá perdiendo aun lo que tiene; lo perderá todo por no saber escuchar. Fue lo que ocurrió con el pueblo judío. No aceptó la revelación plena que trajo Jesucristo, no tuvo fe; por ello lo que tenía (ser pueblo elegido, vinculado a Dios con una alianza de predilección, receptor de obras maravillosas y portador de la promesa de salvación), lo perdió. Los seguidores de Jesús, en cambio, aun los paganos, alcanzaron por la fe el don de lo alto y se convirtieron en el nuevo Israel de Dios, descendencia elegida, reino de sacerdotes y nación santa, pueblo adquirido en posesión para anunciar las grandezas del que los llamó de la oscuridad a su luz admirable (1Pe 2, 9).

domingo, 21 de septiembre de 2025

Domingo XXV del Tiempo Ordinario - Parábola del administrador sagaz (Lc 16, 1-13)

 P. Carlos Cardó SJ 

Parábola del administrador injusto, aguafuerte sobre papel de Christian Bernhard Rhode (1776), Museo Británico, Londres, Inglaterra

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Había una vez un hombre rico que tenía un administrador, el cual fue acusado ante él de haberle malgastado sus bienes. Lo llamó y le dijo: ‘¿Es cierto lo que me han dicho de ti? Dame cuenta de tu trabajo, porque en adelante ya no serás administrador’. Entonces el administrador se puso a pensar: ‘¿Que voy a hacer ahora que me quitan el trabajo? No tengo fuerzas para trabajar la tierra y me da vergüenza pedir limosna. Ya sé lo que voy a hacer, para tener a alguien que me reciba en su casa, cuando me despidan’.
Entonces fue llamando uno por uno a los deudores de su amo. Al primero le preguntó: ‘¿Cuánto le debes a mi amo?’ El hombre respondió: ‘Cien barriles de aceite’. El administrador le dijo: ‘Toma tu recibo, date prisa y haz otro por cincuenta’. Luego preguntó al siguiente: ‘Y tú, ¿cuánto debes?’ Éste respondió: ‘Cien sacos de trigo’. El administrador le dijo: ‘Toma tu recibo y haz otro por ochenta’.
El amo tuvo que reconocer que su mal administrador había procedido con habilidad. Pues los que pertenecen a este mundo son más hábiles en sus negocios, que los que pertenecen a la luz.
Y yo les digo: Con el dinero, tan lleno de injusticias, gánense amigos que, cuando ustedes mueran, los reciban en el cielo. El que es fiel en las cosas pequeñas, también es fiel en las grandes; y el que es infiel en las cosas pequeñas, también es infiel en las grandes. Si ustedes no son fieles administradores del dinero, tan lleno de injusticias, ¿quién les confiará los bienes verdaderos? Y si no han sido fieles en lo que no es de ustedes, ¿quién les confiará lo que sí es de ustedes?
No hay criado que pueda servir a dos amos, pues odiará a uno y amará al otro, o se apegará al primero y despreciará al segundo. En resumen, no pueden ustedes servir a Dios y al dinero". 

La parábola del administrador sagaz, desconcierta, parece oscura: se podría pensar que Jesús alaba la actuación de un empleado que, al perder su puesto de trabajo por su mala administración, busca quien lo auxilie cuando se quede sin recursos, pero lo hace en una forma desaconsejable desde el punto de vista ético. Hay que recordar que las parábolas se entienden cuando se distingue su contenido central y se aprecia el sentido que Jesús (y, en este caso, la comunidad de Lucas) pretendió dar a sus palabras. 

Se acusa al administrador de malgastar los bienes de su patrón. Pero no se dice, en concreto, si esta mala administración es por negligencia, por estafa, o por imprudencia.  Por eso algunos comentaristas suponen que ha sido un «desaprensivo», es decir, ha actuado sin atenerse a las reglas o sin tener en cuenta los derechos de los demás. El hecho es que el administrador no se defiende ni ruega al propietario que lo perdone y lo mantenga en su puesto (cf. Mt 18,26). 

Se sabe que en la Palestina del tiempo de Jesús, y en general en Medio Oriente, era común que un terrateniente residiera en otra región y encomendara a un administrador la gerencia de sus propiedades. El administrador debía ser un hombre competente y de confianza porque representaba al propietario y podía realizar toda clase de transacciones, como alquilar tierras, dar créditos avalados por las cosechas, fijar los intereses y aun liquidar deudas. Se sabe también que el administrador recibía una comisión por los préstamos que hacía y que en el recibo o aval fiduciario que entregaba al deudor figuraba su comisión junto con el monto del préstamo y los intereses. Esa práctica era habitual en el antiguo Medio Oriente. 

¿Por qué alaba el propietario al administrador? Es obvio que no podía aprobar una falsificación de cuentas realizada por su propio gerente, lo cual además implicaba una violación directa de la ley judía. Lo que el dueño elogia es la sagacidad de su administrador, que, para congraciarse con los deudores les hace escribir un nuevo «recibo» (poniendo en vez de cien barriles de aceite el valor de cincuenta y en vez de cien sacos de trigo sólo ochenta), eliminando así la comisión que solía cobrar y probablemente también los intereses, que él mismo fijaba. Sólo así su conducta mereció la alabanza de su jefe. De modo que la parábola no aprueba ningún tipo de irregularidad administrativa ni menos la estafa por falsificación de cuentas, sino la perspicacia con que supo actuar el gerente, renunciando incluso a lo que era suyo, para tener quien le ayude al quedarse sin trabajo. 

La aplicación de la parábola es clara: frente a las exigencias del Reino de Dios, el cristiano no puede actuar irreflexivamente, sino que tiene que calcular bien las consecuencias que le puede acarrear la vida que está llevando, y estar dispuesto incluso a renunciar, si es preciso, a sus posesiones materiales. Los hijos de este mundo son más sagaces que los hijos de la luz, dice Jesús. Aquellos persiguen objetivos bajos y rastreros; los cristianos tendemos a una meta mucho más elevada: el Reino, su justicia, la salvación; pero con frecuencia no ponemos todos los medios adecuados para ello. 

El poner los medios adecuados tiene especial importancia en lo referente a la administración de los bienes materiales: desde el punto de vista evangélico son dones recibidos, que se han de distribuir y no acumular únicamente para el propio provecho, porque eso es egoísmo e injusticia. El mundo no se rige con criterios así. Lucas, el evangelista de los pobres, lo sabe y observa, además, que quienes oyeron esta enseñanza la rechazaron: estaban oyendo estas cosas unos fariseos, amantes de las riquezas, y se burlaban de él (v.14). No entendieron el mensaje de Jesús. Los que siguen al mundo tienen como único interés el propio lucro, y la propia satisfacción. Los que siguen a Cristo han de proceder con otros criterios, según los cuales se ganarán amigos por poner los bienes de este mundo al servicio de los demás.

sábado, 20 de septiembre de 2025

La parábola de la semilla (Lc 8, 4-15)

 P. Carlos Cardó SJ 

Satán sembrando cizaña, pincel y tinta marrón sobre boceto en tinta roja de Domenico Fetti (primer cuarto del siglo XVII), Museo del Hermitage, San Petersburgo, Rusia

Juntándose una gran multitud, y los que de cada ciudad venían a él, les dijo esta parábola:
El sembrador salió a sembrar su semilla; y mientras sembraba, una parte cayó junto al camino, la pisotearon, y las aves del cielo la comieron.
Otra parte cayó sobre la piedra; brotó, pero luego se secó, porque no tenía humedad.
Otra parte cayó entre espinos, y los espinos que nacieron junto con ella, la ahogaron.
Y otra parte cayó en buena tierra, y nació, creció y produjo fruto a ciento por uno. Al terminar, Jesús exclamó: El que tenga oídos para oír, que oiga.
Y sus discípulos le preguntaron qué significaba esa parábola.
Y él dijo: «A ustedes se les concede conocer los misterios del Reino de Dios, mientras que a los demás les llega en parábolas. Así, pues, mirando no ven y oyendo no comprenden».

Esta es, pues, la parábola: La semilla es la palabra de Dios.
Y los que están junto al camino son los que oyen, y luego viene el diablo y quita de su corazón la palabra, para que no crean y se salven.
La que cayó sobre la piedra son los que habiendo oído, reciben la palabra con gozo; pero éstos no tienen raíces; creen por algún tiempo, y en el tiempo de la prueba se apartan.
La que cayó entre espinos, éstos son los que oyen, pero yéndose, son ahogados por los afanes y las riquezas y los placeres de la vida, y no producen fruto.
Pero la que cayó en buena tierra, éstos son los que con corazón bueno y recto retienen la palabra oída, y dan fruto con perseverancia.
 

Lucas presenta la parábola de la semilla en forma más concisa y fluida, pero subrayando algunos elementos que combinan mejor con el conjunto de su obra y responden a las necesidades de la comunidad a la que escribe su evangelio. 

Jesús anuncia su mensaje a todos, la gente que le escucha viene de todas partes. De igual manera, el sembrador esparce en todas partes su semilla, sin escoger los terrenos donde pueda caer. Esto significa que buena parte de la semilla puede caer inútilmente en tierras que no son aptas, están llenas de obstáculos o no están preparadas, y se secará sin dar fruto. Pero el sembrador trabaja con esperanza porque sabe que habrá una tierra buena en la que el fruto podrá llegar a ser hasta de cien por uno. En este sentido, la parábola transmite una visión positiva que debe alentar a los cristianos en su labor de anuncio del evangelio, frente al aparente fracaso que pueden ver en su obra. Y al mismo tiempo contiene una exhortación a todos los creyentes para que se conviertan y lleguen a ser terreno bueno, acogiendo el mensaje cristiano con corazón noble y generoso, y manteniéndose firmes y perseverantes. 

Jesús hace ver a sus discípulos que el anuncio de la palabra, es decir, la revelación de los misterios del reino, supone una actitud de escucha, acogida y adhesión interior para que sea eficaz. En eso consiste el conocimiento que Dios les concede, no por su capacidad o cualidades personales, sino por pura iniciativa suya: A ustedes se les concede conocer los misterios de su reino; a los demás, en cambio, todo les resulta enigmático. Más adelante Jesús los llamará dichosos porque ven lo que ni los profetas ni los reyes pudieron ver (Cf. Lc 10, 23-24; 12, 32). 

Este don recibido de lo alto no es para guardárselo simplemente como un bien particular y privado; trae consigo la responsabilidad de conformar la propia vida con el mensaje que han escuchado y difundirlo por todas partes. A nadie niega el Señor el don de su mensaje de salvación –a todas partes llega su pregón y hasta los confines del orbe sus palabras (Sal 19,5) –, pero el resultado dependerá de que quienes lo escuchen, tanto los discípulos como “los demás”, respondan de la mejor manera. Estos últimos, que representan al pueblo de Israel, y “los otros” en general tienen siempre abierta la posibilidad de convertirse, es decir, de dejar de mirar sin ver y oír sin entender.

 

¿Por qué unos ven y entienden y otros no? Es la cuestión de fondo que probablemente preocupaba a la comunidad cristiana a la que Lucas dirige su obra. ¿A qué se debe que la misión evangelizadora no tenga éxito o se produzcan deserciones o haya cristianos que no llegan a madurar? La parábola responde por medio de la alegoría de los diversos tipos de tierras, que aluden a los diversos obstáculos, dificultades y riesgos que encuentra el anuncio del evangelio.

 

El primer tipo de tierra corresponde a los que no acogen con fe el anuncio de la palabra. Ocurre en ellos lo que a la semilla que cae al borde del camino. El mensaje no cala en ellos, no porque no les haya llegado, sino porque se ven afectados por influjos diametralmente opuestos que les llegan de fuera. Así, la semilla no puede arraigar en ellos, apenas los roza y es arrancada de sus corazones.

 

Los que desertan en el momento de la prueba se equiparan a la semilla que cayó en terreno pedregoso. Tienen fé, pero por poco tiempo. Falla la perseverancia, sobre todo en la adversidad. Pusilánimes o superficiales, abrazan el mensaje cristiano pero mientras les convenga para sus propios intereses y su comodidad personal. 

Los que escuchan la palabra, pero no llegan a madurar, son los que abren el corazón al mensaje, pero las preocupaciones de la vida diaria, las riquezas y los placeres ahogan su actitud de escucha, impidiéndoles alcanzar la madurez cristiana. 

Finalmente viene la tierra buena, el tipo de oyentes de la palabra en quienes el anuncio del evangelio produce las más valiosas reacciones del ser humano: nobleza de espíritu, generosidad y coherencia plena. Son los que conservan la palabra en su corazón y no interrumpen su crecimiento, son perseverantes hasta producir un fruto abundante. En este grupo, la palabra de Dios logra su cometido: el ciento por uno. El secreto es la perseverancia y la constancia, distintivo de las personas justas.