martes, 2 de septiembre de 2025

El endemoniado de la sinagoga (Lc 4, 31-37)

 P. Carlos Cardó SJ 

Curación de un endemoniado en la sinagoga, acuarela opaca sobre grafito en papel tejido gris de James Tissot (entre 1886 y 1894), Museo de Brooklyn, Nueva York

En aquel tiempo, Jesús fue a Cafarnaúm, ciudad de Galilea, y los sábados enseñaba a la gente. Todos estaban asombrados de sus enseñanzas, porque hablaba con autoridad.

Había en la sinagoga un hombre que tenía un demonio inmundo y se puso a gritar muy fuerte: “¡Déjanos! ¿Por qué te metes con nosotros, Jesús nazareno? ¿Has venido a destruirnos? Sé que tú eres el Santo de Dios”.
Pero Jesús le ordenó: “Cállate y sal de ese hombre”.
Entonces el demonio tiró al hombre por tierra, en medio de la gente, y salió de él sin hacerle daño. Todos se espantaron y se decían unos a otros: “¿Qué tendrá su palabra? Porque da órdenes con autoridad y fuerza a los espíritus inmundos y éstos se salen”.
Y su fama se extendió por todos los lugares de la región.

El combate iniciado en las tentaciones en el desierto se prolonga en la vida de Jesús. Investido del poder de Dios, enfrenta y vence al mal en todas sus formas. Para eso ha sido enviado y para eso ha recibido la unción del Espíritu (Lc 4, 18; Is 61, 1). La creación destruida, la humanidad dividida, el ser humano oprimido, representan en la Biblia el dominio de Satanás, cuyo nombre significa en hebreo “adversario, enemigo, acusador” y en el evangelio de Juan aparece como el “mentiroso”. Derrocado Satán, queda establecido definitivamente el dominio y reinado de Dios. Una nueva era de paz y libertad para todos se abre con Jesús. Éste es el sentido del episodio de la liberación del endemoniado de la sinagoga de Cafarnaúm, cuadro vivo del poder de la palabra de Jesús sobre las fuerzas del mal que perjudican la vida humana. 

Jesús acudía a la sinagoga los sábados para orar con el pueblo y enseñar. La sinagoga tenía una importancia capital en la vida de los judíos. Desde la destrucción del templo por los babilonios durante el segundo asedio de Nabucodonosor a Jerusalén en 587 a.C., la sinagoga se convirtió en el lugar de la asamblea de oración; en ella los rabinos leían y comentaban la biblia y el pueblo afirmaba su unidad. Esa tradición se ha mantenido a lo largo de los siglos. La presencia habitual de Jesús en la sinagoga demuestra que vivió intensamente la vida de su pueblo. Se mantuvo alejado de los ambientes que frecuentaban los dirigentes políticos y religiosos: la corte de Herodes, el templo de Jerusalén, el Consejo de los ancianos (Sanedrín) y, obviamente, el entorno del procurador romano. No era escriba ni rabino. Se le vio como profeta, cuando ya no había profetas, pero él se decía superior a un profeta (Mt 12,41). Sin embargo, en la sinagoga solía leer y explicar la Escritura y lo hacía de una manera muy particular: hablaba en primera persona (“En verdad, en verdad, yo les digo…”) y acompañaba sus discursos con acciones carismáticas (exorcismos, curaciones, perdón de los pecados). Estaban asombrados de su enseñanza (v. 32), de la autoridad de su palabra, de su gran fuerza de persuasión y prestigio, que provenían de “la fuerza del Espíritu” (cf. Lc 4,14), con el que ha sido “ungido” (Lc 4,18). 

En ese contexto Marcos y Lucas sitúan el encuentro que tuvo Jesús con un hombre que tenía el espíritu de un demonio inmundo (es la traducción literal del v. 33). El pasaje, además, es una continuación del anterior, del discurso programático de Jesús en la sinagoga de Nazaret, en el que describió la obra que el Espíritu le enviaba a realizar. Aquí se describe vívidamente el enfrentamiento entre el Espíritu de Dios, que hace de Jesús el liberador y defensor de la vida humana, y el espíritu del mal que produce el envilecimiento moral de sus víctimas y generalmente se manifiesta como una enfermedad física o psíquica con síntomas violentos como, por ejemplo, mudez (Lc 11,14), escoliosis (Lc 13,11), epilepsia (Lc 9,39), delirio patológico (Lc 8,29). Este último síntoma es el que parece manifestar el endemoniado de la sinagoga, que se puso a gritar a grandes voces como un energúmeno o un fanático alterado. Se siente amenazado ante la presencia de alguien superior contra el que no va a poder y le grita con evidente hostilidad: ¿Qué tienes que ver con nosotros? Reconoce, pues, que no hay ni puede haber ningún interés común con Jesús, ni el más mínimo punto de contacto con su autoridad y con su poder, y por eso su desesperación: ¿Has venido a destruirnos? 

La liberación de espíritus inmundos (cf. Lc 10,19), era una de las grandes expectativas del pueblo judío para el tiempo de la llegada del Mesías. Y eso es lo que se realiza con la llegada de Jesús. El pobre hombre del relato sabe que el espíritu que lo agita no tiene ya nada que hacer frente al Espíritu del que Jesús es portador, que sana los corazones y libera a los oprimidos (Lc 4,18), ni frente a su santidad, que revela su íntima vinculación con Dios, el Santo (Lc 3,22). 

Jesús lo intimó: ¡Cállate! ¡Sal de ese hombre! Su mandato conminatorio manifiesta su autoridad y el poder de su palabra. El pobre desventurado quedó libre de su mal y los testigos del acontecimiento se preguntaban: ¿Qué tendrán las palabras de este hombre? No se asombran del hecho de la curación en sí, aunque es asombroso, sino de su causa, la palabra de Jesús, en la que intuyen el poder de Aquel que es el único capaz de ejercer señorío en todos los campos en donde el mal actúa. Ese mismo asombro lo puede experimentar quien escucha el evangelio y experimenta los cambios liberadores que la palabra del Señor puede realizar en su persona y en su entorno social. Liberado por el anuncio de la buena noticia, puede él también proclamar: Hoy se ha cumplido entre ustedes la Escritura que acaban de oír (Lc 4, 19).

lunes, 1 de septiembre de 2025

En la sinagoga de Nazaret (Lc 4, 16-30)

 P. Carlos Cardó SJ 

El profeta Elías y el ángel, óleo sobre lienzo de Juan Antonio de Frías y Escalante (1668), Museo Nacional del Prado, Madrid, España

Jesús llegó a Nazaret, donde se había criado, y el sábado fue a la sinagoga, como era su costumbre. Se puso de pie para hacer la lectura, y le pasaron el libro del profeta Isaías.
Jesús desenrolló el libro y encontró el pasaje donde estaba escrito: “El Espíritu del Señor está sobre mí. Él me ha ungido para llevar buenas nuevas a los pobres, para anunciar la libertad a los cautivos, y a los ciegos que pronto van a ver, para despedir libres a los oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor”.
Jesús entonces enrolló el libro, lo devolvió al ayudante y se sentó, mientras todos los presentes tenían los ojos fijos en él.

Jesús les dijo: "Hoy les llegan noticias de cómo se cumplen estas palabras proféticas".
Todos lo aprobaban y se quedaban maravillados, mientras esta proclamación de la gracia de Dios salía de sus labios.
Y decían: "Pensar que es el hijo de José!".
Jesús les dijo: "Seguramente ustedes me van a recordar el dicho: Médico, cúrate a ti mismo. Realiza también aquí, en tu patria, lo que nos cuentan que hiciste en Cafarnaún".
Y Jesús añadió: "Ningún profeta es bien recibido en su tierra. En verdad les digo que había muchas viudas en Israel en tiempos de Elías, cuando el cielo retuvo la lluvia durante tres años y medio y una gran hambruna asoló a todo el país. Sin embargo, Elías no fue enviado a ninguna de ellas, sino a una mujer de Sarepta, en tierras de Sidón. También había muchos leprosos en Israel en tiempos del profeta Eliseo, y ninguno de ellos fue curado, sino Naamán, el sirio".
Todos en la sinagoga se indignaron al escuchar estas palabras; se levantaron y lo empujaron fuera del pueblo, llevándolo hacia un barranco del cerro sobre el que está construido el pueblo, con intención de arrojarlo desde allí. Pero Jesús pasó por medio de ellos y siguió su camino.
 

Jesús se presentó un sábado en la sinagoga de Nazaret y se levantó para hacer la lectura. Le dieron un texto del profeta Isaías y él lo explicó aplicándolo a su propia persona: hizo ver a sus oyentes que él era el Mesías esperado, portador del Espíritu de Dios, que lo había ungido para anunciar la buena noticia a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad y conseguir la libertad a los oprimidos. En estas palabras, Jesús condensa el programa que llevará a la práctica a lo largo de su actividad. La misión que ha recibido de su Padre tiene como opción preferencial hacer posible una vida nueva a los pobres, los cautivos, los oprimidos y todos los que padecen cualquier enfermedad del cuerpo o del alma. Es evidente que, para él, lo que Dios quiere es ayudar al que se encuentra postrado u oprimido. 

La primera comunidad cristiana recibió estas palabras de Jesús como su propio programa: todos ser sintieron llamados a continuar la obra de Jesús que, aunque cambiasen las circunstancias, tenía los mismos contenidos y los mismos destinatarios. El sufrimiento humano, en efecto, recorre toda la historia hasta el final. Como aquellos primeros testigos, también nosotros, que en nuestro bautismo hemos recibido el mismo Espíritu que consagró a Jesús, sentimos que él nos asocia a su misión de llevar y hacer realidad la buena noticia del triunfo del amor salvador de Dios en toda situación humana de dolor. 

Muchos al oír a Jesús en la sinagoga se admiraron de las palabras de gracia que salían de su boca, vieron que en ellas se realizaban las promesas de Dios, proclamadas por los profetas. Pero muy pronto después las cosas cambiaron y, movidos sin duda por sus jefes y por los fariseos, pasaron del entusiasmo inicial al rechazo violento. Las palabras de Jesús dejaron de ser para ellos palabras de gracia, y les resultaron escandalosas. Esta oposición de los nazarenos viene a ser un adelanto del rechazo que Jesús va a sufrir en su actividad pública y que culminará en su condena a muerte. No sólo se resistieron a ver en Jesús el enviado de Dios porque no sólo lo veían como el “hijo de José”, sin ningún poder especial que legitimara su misión, sino que se negaron a creer su anuncio del comienzo de una era nueva porque exigía de todos nuevas actitudes. Se resistieron a cambiar su vida y sus viejas costumbres. 

Jesús se da cuenta de su incredulidad y les recuerda que con su actitud están repitiendo el comportamiento que tuvieron sus antepasados con los profetas Elías y Eliseo. Los de Nazaret pasan entonces de la furia a la violencia y deciden quitarlo de en medio de una forma violenta. Expulsan a Jesús de la comunidad de su pueblo y tratan incluso de despeñarlo, porque lo consideran un blasfemo, pero Jesús logra escapar: se abrió paso entre ellos y se alejaba. Llegará el momento en que las autoridades lo entreguen a los romanos y acabe su vida en la cruz. Pero ese momento acontecerá a su debido tiempo. 

En Jesús se cumplen las Escrituras, se realizan las aspiraciones de todo ser humano. Él nos asegura que ha llegado una etapa nueva en las relaciones de Dios con los hombres,  que reclama por parte de todos un amor nuevo. Pero como los nazarenos, también nosotros en un primer momento podemos acoger esa buena noticia y rechazarla luego porque nos exige cambios importantes y aparecen nuestras resistencias.