P. Carlos Cardó SJ
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Pentecostés, óleo sobre lienzo de Tiziano Vecellio (1545 aprox.), Iglesia de Santa María della Salute, Venecia, Italia |
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "El que me ama, cumplirá mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos en él nuestra morada. El que no me ama no cumplirá mis palabras. Y la palabra que están oyendo no es mía, sino del Padre, que me envió. Les he hablado de esto ahora que estoy con ustedes; pero el Paráclito, el Espíritu Santo que mi Padre les enviará en mi nombre, les enseñará todas las cosas y les recordará todo cuanto yo les he dicho. La paz les dejo, mi paz les doy. No se la doy como la da el mundo. No pierdan la paz ni se acobarden. Me han oído decir: ‘Me voy, pero volveré a su lado’. Si me amaran, se alegrarían de que me vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Se lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, crean".
Dice
Jesús: Si uno me ama, observará mi
palabra y el Padre lo amará y vendremos a él y haremos en él nuestra morada. El
amor no es sólo un sentimiento: Se ama con hechos y en verdad. Por eso dice
Jesús: Si me aman, guardarán mis
mandamientos. Uno puede observar los mandamientos como deberes impuestos
desde fuera, sin libertad (como el hermano mayor del Hijo Pródigo), o puede
observarlos como expresión de su amor a Dios. Entonces, Dios habita en él, hace
templo de él, lugar de su presencia.
Por
medio del Espíritu Santo, que Jesucristo envía desde el Padre, inaugura una
nueva forma de presencia entren nosotros. Mientras Jesús estuvo entre los
hombres, Dios se manifestó a través de su persona. Al volver Jesús a su Padre,
Dios se nos revela habitando en nosotros por el Espíritu Santo. Si antes estuvo
con sus discípulos, en adelante estará en sus discípulos. Quien hace posible
esto ese el Espíritu Santo, don de Jesús Resucitado, llamado “Paráclito”,
“Consolador”. Por eso dice Jesús: no los
dejaré solos. Le llama también “Defensor”, “Abogado”, que significa: el que
está junto a quien comparece ante un juicio, para ayudarlo en su defensa. También
por medio del Espíritu, don supremo del Creador, él mismo se comunica a sus
criaturas, para ser todo en todos (1Cor
15,28).
Otra función que el Espíritu cumple para con nosotros es hacernos comprender y, sobre todo, recordar, es decir, conocer con el corazón todo lo que Jesús nos dijo. Vivimos del recuerdo vivo de Jesús. El ser humano vive de lo que recuerda, de lo que guarda en su corazón. Por eso es importante la memoria: porque lo que no se recuerda, ya no existe. El Espíritu Santo mantiene en nosotros la memoria de Jesús, que es lo mismo que decir, mantiene a Cristo vivo, actuante en la vida de los que siguen sus enseñanzas. Por eso lo reconocemos en la fuerza interior que da dinamismo al mundo, que no ceja de empujar para que todo crezca y se multiplique la vida, que alienta todo el despliegue histórico en dirección de los valores del evangelio, del amor, la justicia y la paz.
Les dejo mi paz, les doy la paz. La paz, Shalom, que deja Jesús a los suyos no significa únicamente ausencia de conflictos o tranquilidad del alma, sino que es el don por excelencia, que contiene todos los dones. La paz significa el hallazgo de lo que se busca, el logro de lo que se desea. Es la paz mesiánica que el Señor nos deja como fruto de su pascua; es plenitud de bendición, fruto del amor. Según la Biblia, sólo Dios la puede conceder, Jesús la da por ser el Hijo, el príncipe de la paz (Is 9,6), que lleva a cumplimiento las promesas de su Padre: Entonces florecerá la justicia y una paz grande hasta que falte la luna (Sal 72, 7).
No como la da el mundo.
Para el mundo, la paz es ausencia de guerra, designa el intervalo –¡muchas
veces tan corto!– que se da entre un conflicto y otro, una guerra y otra. La
paz del mundo dura mientras el vencedor sea capaz de seguir imponiéndose sobre
el vencido y éste sea incapaz de rebelarse y vengarse. Por eso, dice el mundo:
“Si quieres paz, prepárate para la guerra”, pero la paz que así se logra tiene
el resultado precario de la mera disuasión y del miedo, o el sabor amargo de
aquello que se consigue con la violencia y la muerte. Así no es la paz de
Cristo. Tampoco es su paz la de quien endurece sus sentimientos para permanecer
impávido frente a las necesidades y sufrimientos de los que le rodean, y busca
sólo su propia felicidad y no la de los demás. La paz de Cristo es la paz que
nace de un amor más fuerte que la muerte, es la paz del Crucificado Resucitado,
que, ante el dolor de los demás, no se pone a buen resguardo, y ante la
injusticia no teme morir por la justicia.
La
partida física de Jesús no nos deja un vacío lleno de temor y desaliento. No se turbe su corazón, les dice a sus
discípulos. Su vuelta al Padre
significa que permanece en nosotros por medio del Espíritu Santo. Va al Padre a
prepararnos un lugar junto a él, y viene a nosotros de un modo nuevo. Por eso
nos dice: que se alegre su corazón.
Si me amaran, se alegrarían de que me vaya al
Padre porque el Padre es más que yo. Se
alegrarán al ver que Jesús ha cumplido su misión, ha sido glorificado y ha
vuelto al Padre, alcanzando la meta a la que todo creyente aspira llegar, de
estar definitivamente con Dios, el Dios
de mi alegría (Sal 43, 4). A él llega Jesús, atraído y conducido, como hace
un padre con su hijo querido, y éste se alegra de estar con aquel de quien
procede porque sabe que es donde mejor puede estar.
Jesús lo reconoce así y no duda en afirmar: porque el Padre es más que yo. El Padre es el enviante, Jesús el enviado que de él procede. Engendrado, no creado y de la misma naturaleza que el Padre, como afirma el credo, Jesús es la presencia humana de Dios con nosotros (10,36), y por eso cuando habla es Dios mismo quien habla porque Dios le ha comunicado plenamente su Espíritu… y le ha confiado todo (3,34-35;17,7), principalmente el poder de dar vida (5,26). A él vuelve Jesús para ser glorificado con la gloria que compartía con él antes de que el mundo existiera (17,5), y en ese lugar de la gloria quiere que estén los que han creído en él. Es lo que pedirá como su deseo último: Padre, yo deseo que todos estos que tú me has dado puedan estar conmigo donde yo esté, para que contemplen la gloria que me has dado, porque me amaste antes de la creación del mundo (17, 24). En esto radica el motivo de la alegría del creyente: en Jesús se le ha abierto definitivamente el camino hacia Dios, meta de su caminar en este mundo.
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