P. Carlos Cardó SJ
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Las santas mujeres en el sepulcro, fresco de Fran Angélico (1435 – 1445), Museo Nacional de San Marcos, Florencia, Italia |
El primer día después del sábado, muy de mañana, llegaron las mujeres al sepulcro, llevando los perfumes que habían preparado. Encontraron que la piedra ya había sido retirada del sepulcro y entraron, pero no hallaron el cuerpo del Señor Jesús. Estando ellas todas desconcertadas por esto, se les presentaron dos varones con vestidos resplandecientes.
Como ellas se llenaron de miedo e inclinaron el rostro a tierra, los varones les dijeron: “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? No está aquí; ha resucitado. Recuerden que cuando estaba todavía en Galilea les dijo: ‘Es necesario que el Hijo del hombre sea entregado en manos de los pecadores y sea crucificado y al tercer día resucite’”.
Y ellas recordaron sus palabras.
Cuando regresaron del sepulcro, las mujeres anunciaron todas estas cosas a los Once y a todos los demás. Las que decían estas cosas a los apóstoles eran María Magdalena, Juana, María (la madre de Santiago) y las demás que estaban con ellas. Pero todas estas palabras les parecían desvaríos y no les creían.
Pedro se levantó y corrió al sepulcro. Se asomó, pero sólo vio los lienzos y se regresó a su casa, asombrado por lo sucedido.
Con abundancia de símbolos (el fuego, la luz, el cirio, el agua, las flores, el pregón pascual y el aleluya…), la Pascua es la fiesta más solemne y bella de los cristianos.
Todo lo que creemos, amamos y esperamos se expresa en esta fiesta, pues toda nuestra fe, esperanza y amor tienen su origen y fundamento en la resurrección del Señor. Celebramos el triunfo de la vida. Dios, que ama la vida, no quiere la muerte, la vence en la muerte de su Hijo, expresión máxima del amor que salva. En Cristo resucitado, Dios nos muestra el destino final de nuestra existencia: nuestra realización plena de hijos e hijas suyos, partícipes de su vida.
Por eso el cristianismo es la religión de la esperanza, y cristiano es aquel que sabe dar razón de la esperanza y motivos para seguir esperando en una sociedad como la nuestra que, al igual que en tiempos de los primeros testigos del triunfo de Cristo, encuentra tantas dificultades y obstáculos para creer en la resurrección, tantas “razones” (¡sinrazones!) para creer que la muerte es lo único que pone fin a tantos males, poniendo fin a la vez a toda esperanza. Siempre la resurrección ha suscitado incredulidad, sospecha, incluso burla. No es una teoría ni se deduce de datos humanos. Es verdad de fe, accesible a quien acepta el mensaje del evangelio y cree en el poder de Dios.
Por eso, el texto del evangelio de Lucas subraya el descubrimiento de la tumba vacía y las dudas de las mujeres y de Pedro. Movidas por el amor a su Señor, van al sepulcro con los aromas que habían comprado para embalsamar su cuerpo. No buscaban más que un cadáver sin vida. Las dudas y la incredulidad son el espacio en donde chocan y se enfrentan nuestros escepticismos y el anuncio de la vida que triunfa: “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? No está aquí. Ha resucitado”. El sepulcro vacío permite comprobar que la resurrección es un hecho consumado, que Jesús ya ha resucitado: Dios ha asumido a Jesús en su vida, lo ha exaltado y lo ha constituido Señor. El Jesús que fue ajusticiado en el Gólgota, el mismo, no otro, ha sido levantado. Su existencia no ha acabado en el vacío de la muerte, porque Dios no le abandonó.
El triunfo de Jesús tiene una importancia capital para el cristiano. Al resucitar a Jesús de entre los muertos, Dios nos da la promesa y garantía de que siguiendo el camino de Jesús podremos también nosotros participar de su vida eterna. La resurrección de Cristo y nuestra resurrección se implican mutuamente. “Porque si creemos que Jesús ha muerto y ha resucitado, así también Dios llevará consigo a los que han muerto unidos a Jesús” (1 Tes 4,14). Si Cristo resucitó, también nosotros resucitaremos. En esto radica la diferencia decisiva de la esperanza cristiana frente a todos los otros modos de esperanza posibles.
No busquen entre los muertos al que está vivo. No intenten sacar vida de lo que sólo produce muerte. Muchas veces deseamos y buscamos felicidad, paz y tranquilidad, confianza, libertad y amor verdadero, pero equivocamos nuestra búsqueda y escogemos sucedáneos de la verdadera felicidad y amor, cosas materiales, comportamientos y relaciones que no nos dan esperanza y confianza sino inquietud y angustia, estrechez y gravosa amargura. No busquemos vida en lo que tarde o temprano nos llevará a desolación espiritual, confusión, inclinación a cosas bajas y terrenas, desconfianza, tibieza, tristeza, sentimiento de abandono, enfrentamientos y divisiones y el sofocante sentimiento de que la vida se nos va inexorablemente hacia la nada.
Animémonos
a descubrir al Señor resucitado y sentir la alegría que él solo nos puede dar.
Descubrámoslo presente en aquellos lugares
personales y sociales en los que él quiere ser reconocido, amado y servido, es
decir, allí donde te mueves, donde amas, gozas, sufres y luchas, en tu vida diaria
que el Señor ilumina con su dichosa presencia.
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