miércoles, 17 de septiembre de 2025

Los niños de la plaza (Lc 7, 31-35 )

 P. Carlos Cardó SJ 

Juan Bautista predicando en el mar de Tiberias, óleo sobre lienzo de Sebastien Bourdon (siglo XVI), Museo de Arte de Portland, Oregon, Estados Unidos

Jesús preguntó: “¿Con quién puedo comparar a los hombres del tiempo presente? Son como niños sentados en la plaza, que se quejan unos de otros: ''Les tocamos la flauta y no han bailado; les cantamos canciones tristes y no han querido llorar''. Porque vino Juan el Bautista, que no comía pan ni bebía vino, y dijeron: Está endemoniado. Luego vino el Hijo del Hombre, que come y bebe y dicen: Es un comilón y un borracho, amigo de cobradores de impuestos y de pecadores. Sin embargo, los hijos de la Sabiduría la reconocen en su manera de actuar”. 

Jesús critica duramente a sus oyentes porque no han aceptado el mensaje de salvación ofrecido por Dios a través de él y de Juan Bautista. En otros pasajes, los llama generación adúltera porque rechazan la alianza que Dios ha establecido con su pueblo Israel; y generación pecadora (Lc 11,29-30; Mt 12, 39), porque siguen otros caminos, no los del mandamiento del amor. El lenguaje de Juan Bautista les ha parecido duro, intransigente, y lo han considerado un loco, un endemoniado, y se han mofado de él considerando su predicción como un mero espectáculo. Asimismo, el lenguaje de Jesús, que les ofrece la alegría del reino de Dios y la buena noticia de la misericordia, lo han considerado blando y relajado. Por esta actitud, Jesús los compara, no a los niños de quienes es el reino de Dios, sino a los niños caprichosos que intentan afirmar su independencia yendo en contra del parecer de los demás. 

La parábola que emplea hace alusión probablemente a un juego infantil, que consistía en representar con música de flauta las bodas y el duelo; si la música era alegre, de bodas, había que danzar; si era triste, de duelo, había que fingir el llanto. Los contemporáneos de Jesús se empeñan en jugar su propio juego, cuando hay que llorar, ríen; y cuando hay que alegrarse, se lamentan. Hacen lo contrario de lo que Dios les propone. Y la razón es que han endurecido el corazón. 

Vino Juan, con su porte austero y su mensaje de justicia y penitencia, pero lo consideraron un espectáculo de diversión. Oyen ahora el mensaje de amor que Dios les transmite por medio de Jesús y exigen un Dios severo y exigente. El corazón endurecido de fariseos y doctores, incapaz de discernir, obstaculiza la acción de Dios y frustra sus planes. Y lo peor de todo es que lo hacen seguros de ser lo únicos intérpretes válidos de los planes de Dios. Se negaron a convertirse cuando Juan les habló de la inminencia del juicio; se niegan a alegrarse cuando Jesús los invita a alegrarse y hacer fiesta por el amor misericordioso de Dios. Al Bautista lo tuvieron por loco, endemoniado; a Jesús lo llaman comilón y borrachín, amigo de publicanos y pecadores (Lc 7,34). 

Pero la sabiduría ha quedado acreditada por todos los que son sabios, afirma Jesús. En el texto paralelo de Mt 11, 16-18, la sabiduría designa al mismo Jesús, portador de la alegría del reino, iniciador de las nupcias de Dios con su pueblo. En Lucas, la sabiduría parece aludir más bien al plan de salvación de Dios, prometido por Juan Bautista y realizado por Jesús. Los sabios son los que acogen y viven el mensaje de salvación. Ellos acogieron la invitación a la penitencia hecha por el Bautista y se alegran con el mensaje que Jesús les trae de parte de Dios. Reconocen así la sabiduría divina, es decir, su justicia, y la escuchan. 

La situación descrita se repite constantemente. Basta que una persona adopte un comportamiento coherente con su fe cristiana, y mucho más si se compromete activamente en el trabajo por la Iglesia o por el cambio de la sociedad, para que quienes no quieren un mensaje así lo critiquen, le den la espalda o se rían de él. No aceptan una fe religiosa que los va a llevar a dar lo que no quieren dar. Pero los pequeños, los pobres y los excluidos que no tienen intereses económicos ni poderes sociales o políticos que defender, ven allí una prueba de la validez del evangelio y dan razón a quienes obran así. Esas personas coherentes con su fe, son los discípulos fieles y generosos, los “hijos de la sabiduría”, que siguen reconociendo en Jesús la revelación y actuación del plan de Dios que es capaz de cambiar la historia, la eficacia del amor que transforma la realidad, es decir, la “sabiduría de Dios. 

Muchas otras aplicaciones puede tener la pequeña parábola de Jesús. Pero, no cabe duda, ella nos hace ver de qué manera más o menos definida o ambigua, sutil o grosera, intentamos traer a Dios a nuestro propio querer e interés y no nos determinamos a seguir lo que él nos pide. 

Asimismo, bodas y duelo, alegría y tristeza, son parte de la existencia. Hay un tiempo para cada cosa: un tiempo para llorar y un tiempo para reír (Eclesiástes 3,4). No todo puede ser llanto y melancolía, ni todo fiesta y diversión. Se exige discernimiento para percibir lo que conviene a cada tiempo y coraje para cambiar o dominarse. 

Puede decirse, en fin, que no siempre el hacer lo que a uno le parece es signo de una personalidad definida; la terquedad y obstinación pueden rechazar la verdad que los otros me muestran.

martes, 16 de septiembre de 2025

El hijo de la viuda de Naím (Lc 7, 11-17)

 P. Carlos Cardó SJ 

Resurrección del hijo de la viuda de Naím, óleo sobre lienzo de Jean-Baptiste Wicar (1816), Palacio de Bellas Artes de Lille, Francia

En aquel tiempo, iba Jesús camino de una ciudad llamada Naín, e iban con él sus discípulos y mucho gentío. Cuando se acercaba a la entrada de la ciudad, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda; y un gentío considerable de la ciudad la acompañaba.
Al verla el Señor, le dio lástima y le dijo: "No llores." Se acercó al ataúd, lo tocó (los que lo llevaban se detuvieron) y dijo: "Muchacho, a ti te lo digo, levántate!".
El muerto se incorporó y empezó a hablar, y Jesús se lo entregó a su madre. Todos, sobrecogidos, daban gloria a Dios, diciendo: "Un gran Profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo".
La noticia del hecho se divulgó por toda la comarca y por Judea entera. 

Se puede decir que este relato de Lucas destaca más la misericordia que el poder mismo de Jesús de hacer retornar a la vida a un joven. Presenta a Jesús como el portador de la misericordia de Dios para su pueblo, portador de vida y auxilio del afligido. 

Nahím en hebreo significa vergel, jardín hermoso. Pero lo que ve Jesús al entrar en ese pueblo no es un jardín de delicias sino de desdicha. Lo que encuentra no es vida, sino muerte, un cortejo fúnebre. 

En medio del sepelio se destaca la protagonista del relato, una viuda. En la sociedad judía de entonces, la seguridad de la mujer era el varón; sin él, quedaba indefensa y desvalida. La mujer del relato ya no tiene ni siquiera al hijo que la sostenga. En la Biblia la viuda junto con los niños y los extranjeros son los preferidos de Dios, que los cuida y defiende (cf. Sal 68, 5; Dt 10, 18). Por eso, la religión agradable a Dios consiste en hacer el bien, buscar el derecho, proteger al oprimido, socorrer al huérfano y defender a la viuda (Is 1, 17). 

Conviene observar que es la primera vez que el evangelio de Lucas designa a Jesús con el título griego de Kyrios, Señor, que encierra una confesión de fe. Jesús, el Kyrios, es quien restituye a los hijos a la vida. El título de Adonai, que los hebreos atribuían a Dios, destacaba la idea de poder y dominio soberano, equivalía a señor en el sentido de amo, gobernante. En el evangelio, en cambio, Jesús es Señor porque es un Dios que se conmueve, un Dios, con corazón. 

Conmovido, pues, por la situación de la mujer, Jesús la ve y le dice: No llores más. Él sabe que es natural que llore, pues no hay mayor dolor que el de una madre o un padre que deben enterrar al hijo. El dolor y llanto que a todos causa una muerte así, abruman a esta mujer. Y Jesús lo ve y lo siente en sus entrañas. Siempre se mostró sensible ante el sufrimiento de los demás, como cuando se conmovió ante la multitud hambrienta o llorará ante la tumba de su amigo muerto o al prever la tragedia de Jerusalén. El llanto cubre como un velo la desesperanza por lo irremediable. Entonces, el llanto pugna por expresar lo que las palabras ya no pueden. De esa desesperanza, del llanto amargo y fatalista Jesús nos libera. No quiere, como dice San Pablo, que los creyentes se aflijan como los que no tienen esperanza (1 Tes 4, 13). La fe en Cristo infunde esperanza en la victoria suprema sobre la muerte. 

Dice a continuación el relato que Jesús se acercó y tocó el ataúd. Dios en su Hijo se ha aproximado hasta el fondo de nuestra miseria, ha tocado nuestro dolor y nuestro destino de muerte. Tocando el leño de la cruz vencerá definitivamente a la muerte. 

Muchacho, a ti te lo digo, levántate, le ordena Jesús. Le dirige la palabra creadora que de la muerte suscita vida. En ella está todo su poder salvador, que nos lleva a decir: Yo espero en el Señor con toda mi alma y confío en su palabra (Sal 130,5). 

Señala el texto que el joven revivido, simplemente se incorporó –pálido reflejo del Cristo que sale victorioso de la tumba– y se puso a hablar. El hablar, el poder de comunicarse, es una característica del ser humano. Sólo la persona humana tiene la capacidad de comunicarse mediante la palabra y por eso es imagen y semejanza de Dios que, por ser amor, es esencialmente relación, comunicación. El pecado rompe en el ser humano la imagen de Dios y encierra al sujeto en sí mismo. El joven del relato padecía la muerte, que en la Biblia es consecuencia del pecado de la humanidad. La liberación que Cristo le aporta se simboliza en el devolverle la capacidad de relacionarse mediante la palabra: se puso a hablar. 

El asombro cunde entre la gente. Interpretan el signo no sólo como un favor a la viuda y a su hijo, sino a todo el pueblo. Ven en Jesús la presencia del poder de Dios que ha visitado a su pueblo. Y la noticia se propagó, la buena noticia de que la muerte ha sido vencida. 

Este evangelio nos toca en nuestras tristezas, miedos y desesperanzas. Para todo el que llora, para todo el que muere, Jesús es el Kyrios Vencedor.

lunes, 15 de septiembre de 2025

Ahí tienes a tu hijo… Ahí tienes a tu madre (Jn 19, 25-27)

 P. Carlos Cardó SJ 

Cristo en la cruz con María y Juan, óleo sobre lienzo de Albrecht Altdorfer (1512), Castillo de Wilhelmshöhe, Kassel, Alemania

Cerca de la cruz de Jesús estaba su madre, con María, la hermana de su madre, esposa de Cleofás, y María de Magdala.
Jesús, al ver a la Madre y junto a ella al discípulo que más quería, dijo a la Madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo.»
Después dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre.»
Y desde aquel momento el discípulo se la llevó a su casa. 

Todo es donación y entrega en la pasión y muerte de Jesús: nos da a su Madre, nos da a su Espíritu en el instante de su muerte, nos da a la Iglesia y sus sacramentos con la sangre y el agua que brotan de su costado abierto, nos da su Corazón. 

San Juan resalta el don de la Madre. De pie junto a la cruz de su Hijo, está como la Mujer nueva, la nueva Eva junto al nuevo árbol de la vida verdadera. Está junto a la cruz en posición de quien contempla el misterio que la sobrepasa y sobrecoge, pero que se le revela interiormente por el amor y la fe que tiene a su Hijo. La discípula, la gran creyente, la que será proclamada dichosa por todas las generaciones, es ahora la Madre de los dolores porque ha llevado hasta el fin su identificación con el Crucificado. Ella siguió a Jesús en todo momento, desde Caná, en donde él inició, a petición de ella, los signos de su gloria, en unas bodas que preanunciaban la boda del Cordero crucificado, en la que también ella se hace presente. Por la fidelidad de su amor y de su fe, ella es Madre y figura de la Iglesia, Madre de la nueva humanidad redimida. Y representa también a Israel, pero como esposa fiel que dice: Hagan lo que les diga. 

Junto a la Madre estaba el discípulo a quien Jesús tanto quería, que es Juan, pero es también figura del discípulo de Cristo, de todo aquel que está llamado a reclinar la cabeza sobre el pecho del Maestro, a vivir en su intimidad y acompañarlo hasta el calvario. Es figura universal de todo aquel que es amado por el Hijo. Él está también como quien contempla al Hijo alzado a lo alto, y cuyo porte evoca al de Moisés que levantó la serpiente a lo alto. El discípulo da testimonio de la vida eterna que gana para nosotros el Crucificado. Por eso será testigo privilegiado de la resurrección, llegará el primero al sepulcro y creerá, reconocerá después al Señor desde la barca, y permanecerá hasta su retorno. En su evangelio canta el amor del Hijo por nosotros. 

Aparecen también en la escena la hermana de su Madre, María de Cleofas, y María Magdalena. Su fidelidad amorosa al Señor, a quien servían en sus necesidades, contrasta fuertemente con la infidelidad de los discípulos, que llenos de miedo huyeron y lo dejaron solo; y contrasta mucho más con el odio de los judíos y de los verdugos que no dejan de insultarlo y atormentarlo. 

Jesús ve a su Madre. No se preocupa de sí sino de los demás, piensa en su madre. Y le dice: Mujer, como la llamó en Cana. Israel es mujer¸ hija de Sión, como afirma la Biblia. En María, madre del redentor, llega a la perfección el pueblo escogido y se inicia la Iglesia. 

- Ahí tienes a tu hijo, le dice el Hijo, pidiéndole que reconozca también al discípulo (y en él a todos nosotros) como a su hijo, como igual a él. 

- Ahí tienes a tu madre, dice luego al discípulo, para que la reconozca como madre suya. Lo que el Señor más quiere, lo da: su discípulo a su madre y su madre a su discípulo. Ha establecido para siempre la relación madre-hijo que constituye a la Iglesia en su ser más íntimo. 

Y desde aquella hora el discípulo la acogió, en su casa, es decir, en el espacio propio de lo que uno más ama y que más lo identifica. La acoge como su madre, de la que deriva la existencia de los que renacen por la fe y se hacen hijos en el Hijo, hermanos del Hijo por la carne y por el Espíritu porque él asumió nuestra carne en el seno de María y habitó entre nosotros. 

La acoge como su madre. Por la fe renacemos a la condición de hijos en su Hijo, hermanos de él porque asumió nuestra carne en su seno y habitó entre nosotros por obra del Espíritu Santo.

domingo, 14 de septiembre de 2025

Domingo XXIV del Tiempo Ordinario – El hijo pródigo (Lc 15, 1-32)

 P. Carlos Cardó SJ 

El retorno del hijo pródigo, óleo sobre lienzo de Rembrandt van Rijn (1668 aprox.), Museo del Hermitage, San Petersburgo, Rusia

En aquel tiempo, se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores para escucharlo; por lo cual los fariseos y los escribas murmuraban entre sí: "Éste recibe a los pecadores y come con ellos".
Jesús les dijo entonces esta parábola: "¿Quién de ustedes, si tiene cien ovejas y se le pierde una, no deja las noventa y nueve en el campo y va en busca de la que se le perdió hasta encontrarla? Y una vez que la encuentra, la carga sobre sus hombros, lleno de alegría, y al llegar a su casa, reúne a los amigos y vecinos y les dice: ‘Alégrense conmigo, porque ya encontré la oveja que se me había perdido’. Yo les aseguro que también en el cielo habrá más alegría por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos, que no necesitan convertirse.
¿Y qué mujer hay, que si tiene diez monedas de plata y pierde una, no enciende luego una lámpara y barre la casa y la busca con cuidado hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, reúne a sus amigas y vecinas y les dice: ‘Alégrense conmigo, porque ya encontré la moneda que se me había perdido’. Yo les aseguro que así también se alegran los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierte".
También les dijo esta parábola: "Un hombre tenía dos hijos, y el menor de ellos le dijo a su padre: ‘Padre, dame la parte de la herencia que me toca’. Y él les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se fue a un país lejano y allá derrochó su fortuna, viviendo de una manera disoluta. Después de malgastarlo todo, sobrevino en aquella región una gran hambre y él empezó a pasar necesidad. Entonces fue a pedirle trabajo a un habitante de aquel país, el cual lo mandó a sus campos a cuidar cerdos. Tenía ganas de hartarse con las bellotas que comían los cerdos, pero no lo dejaban que se las comiera. Se puso entonces a reflexionar y se dijo: `¡Cuántos trabajadores en casa de mi padre tienen pan de sobra, y yo, aquí, me estoy muriendo de hambre! Me levantaré, volveré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo. Recíbeme como a uno de tus trabajadores’.
Enseguida se puso en camino hacia la casa de su padre. Estaba todavía lejos, cuando su padre lo vio y se enterneció profundamente. Corrió hacia él, y echándole los brazos al cuello, lo cubrió de besos. El muchacho le dijo: ‘Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo’. Pero el padre les dijo a sus criados: `¡Pronto!, traigan la túnica más rica y vístansela; pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies; traigan el becerro gordo y mátenlo. Comamos y hagamos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado’. Y empezó el banquete.
El hijo mayor estaba en el campo, y al volver, cuando se acercó a la casa, oyó la música y los cantos. Entonces llamó a uno de los criados y le preguntó qué pasaba. Éste le contestó: ‘Tu hermano ha regresado, y tu padre mandó matar el becerro gordo, por haberlo recobrado sano y salvo’. El hermano mayor se enojó y no quería entrar.
Salió entonces el padre y le rogó que entrara; pero él replicó: ‘¡Hace tanto tiempo que te sirvo, sin desobedecer jamás una orden tuya, y tú no me has dado nunca ni un cabrito para comérmelo con mis amigos! Pero eso sí, viene ese hijo tuyo, que despilfarró tus bienes con malas mujeres, y tú mandas matar el becerro gordo’.
El padre repuso: ‘Hijo, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo. Pero era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado’ ". 

El cap. 15 del evangelio de Lucas contiene las parábolas de la misericordia, o parábolas de “lo perdido” que Dios recupera: la oveja perdida, la moneda perdida y el hijo perdido. Su mensaje central es que Dios nos ama en Cristo de modo incondicional, no porque seamos buenos, sino porque él es bueno y fuente de misericordia. 

La parábola del hijo pródigo –uno de los textos más bellos del evangelio– debería llamarse del Padre misericordioso o parábola del amor del Padre. Él es el protagonista y, en función de él, se nos muestran los comportamientos del hijo pródigo y del hijo mayor. Su valor central reside en la nueva figura de Dios que presenta, tan nueva que resulta escandalosa para los fariseos de todos los tiempos: un Dios padre, fiel hasta el final a su ser padre, con una misericordia incondicional, abierta, ilimitada, que no sólo se vuelca sobre el hijo arrepentido, sino también sobre el intransigente hijo mayor. En este sentido, la parábola sintetiza el núcleo del mensaje de Jesús: las puertas del Reino se abren al pecador arrepentido por la magnanimidad de Dios.

El hijo menor, que despilfarra la herencia, representa simbólicamente toda ruptura del hombre con Dios, que trae, como consecuencia, ruina. Pierde todos sus bienes y acaba perdiendo hasta su identidad de hijo. Se siente indigno de llamarse así: Volveré junto a mi Padre y le diré: he pecado, trátame como a uno de tus jornaleros. Sabe que en justicia eso es lo que merece y acepta tener que ganarse la vida trabajando como un peón. Pero siempre será un hijo porque nada puede borrar ni anular o cambiar esta relación. Por su parte el padre siempre será un padre, aunque su hijo sea un pródigo. El amor del Padre supera las normas de la justicia. El amor restablece y eleva. Por eso su prontitud para acogerlo y la fiesta que manda celebrar, que le parece excesiva al hijo mayor y le despierta celos y envidia. Para el padre es evidente que su hijo perdido no sólo ha malgastado su patrimonio sino que ha perdido aun la auténtica idea y valoración de sí mismo. Por eso dice: Había que hacer fiesta y alegrarse porque este hermano tuyo estaba muerto y ha resucitado, se había perdido y ha sido hallado. 

En su libro-entrevista, El nombre de Dios es misericordia, el Papa Francisco recuerda que etimológicamente misericordia significa abrir el corazón al miserable. Y, hablando del Señor, añade: “misericordia es la actitud divina que abraza, es la entrega de Dios que acoge, que se presta a perdonar. Por eso se puede decir que la misericordia es el carné de identidad de Dios. Dios es misericordioso”.

Al igual que el hijo pródigo, el hijo mayor de la parábola tampoco imagina que un padre, por el amor que tiene a su hijo, sea capaz de ir más allá de lo que la justicia establece, es decir,  de “darle su merecido”. Por eso, lleno de resentimiento, se niega a participar en la fiesta. Ya no ve al pródigo como hermano y reprocha a su padre la acogida que le ha brindado, mientras que a él, que siempre se ha portado bien, nunca lo haya premiado. Hace ya muchos años que te sirvo sin desobedecer jamás tus órdenes y nunca me diste un cabrito para celebrar una fiesta con mis amigos. Pero llega ese hijo tuyo, que se ha gastado tus bienes con prostitutas, y le matas el ternero gordo. Este hijo tiene también que cambiar de actitud para con su padre y con su hermano. El banquete que su padre tiene dispuesto para todos los de casa no será del todo feliz, porque no será la fiesta de la familia completa. Tiene que pacificar su corazón, reconocer agradecido lo que su padre significa para él y, reconciliado con él y con su hermano, disponerse a disfrutar de la fiesta del reencuentro. 

Todos nos podemos ver también en este hijo mayor. El pensar sólo en mí mismo, el entristecerme porque a otros les vaya bien y, peor aún, llenarme de enojo porque otros que son diferentes a mí sean admitidos en la asamblea de la Iglesia, todas esas actitudes excluyentes me hacen olvidar que Dios es padre de todos, y me impiden disfrutar de la alegría de fiesta que se siente por el triunfo del amor de Dios en nuestra historia personal. 

En definitiva, el hijo pródigo, que desea volver a sentir el abrazo del padre, somos cada uno de nosotros cuando descubrimos que nuestra vida puede cambiar. El hijo mayor somos también nosotros cuando advertimos que podemos servir de manera desinteresada y fomentar la unión sin egoísmos, ni celos ni prejuicios.

sábado, 13 de septiembre de 2025

¡No basta decir Señor, Señor! (Lc 6, 43-49)

 P. Carlos Cardó SJ 

Las lágrimas de San Pedro, óleo sobre lienzo de El Greco (Domenikos Theotokópoulos) (1850 aprox.), Museo Bowes, Inglaterra

En aquel tiempo, Jesús dijo: “No hay árbol bueno que dé frutos malos, ni tampoco árbol malo que dé frutos buenos. Cada árbol se conoce por sus frutos. No se recogen higos de los espinos ni se sacan uvas de las zarzas.
Así, el hombre bueno saca cosas buenas del tesoro que tiene en su corazón, mientras que el malo, de su fondo malo saca cosas malas. La boca habla de lo que está lleno el corazón. ¿Por qué me llaman: ¡Señor! ¡Señor!, y no hacen lo que digo?
Les voy a decir a quién se parece el que viene a mí y escucha mis palabras y las practica. Se parece a un hombre que construyó una casa; cavó profundamente y puso los cimientos sobre la roca. Vino una inundación y la corriente se precipitó sobre la casa, pero no pudo removerla porque estaba bien construida.Por el contrario, el que escucha, pero no pone en práctica, se parece a un hombre que construyó su casa sobre tierra, sin cimientos. La corriente se precipitó sobre ella y en seguida se desmoronó, siendo grande el desastre de aquella casa”. 

Jesús ha señalado las características de los falsos guías y maestros: su ceguera por su falta de misericordia, su hipocresía por su pretensión de protagonismo, el erigirse en jueces de los demás por creerse los puros. Ahora señala el origen de todo eso: el corazón, cuya bondad o malicia se conoce por las actitudes que genera. No hay árbol bueno que dé frutos malos, ni árbol malo que dé frutos buenos. 

La peor malicia es la del corazón endurecido, petrificado, que no siente y no reconoce su propio mal y por eso no se hace objeto de la misericordia; no siente que la necesita. Naturalmente, tampoco tendrá misericordia de los demás. El origen de la misericordia y de las buenas acciones radica en el corazón. El corazón bueno lleva a ver las cosas buenas, el corazón malo se fija sólo en lo malo. Reconocer la propia necesidad de cambiar nuestro interior es fundamental. Por eso pedimos: Crea en mí, oh Dios, un corazón nuevo (Sal 51, 10). La persona advierte entonces que la misericordia de Dios puede curar sus malas actitudes, siente su amor indulgente, y esto la abre a la comunión con su prójimo, a quien debe perdón. 

No basta decir Señor, Señor. Jesús descalifica las expresiones de fe que se quedan en peticiones y alabanzas, pero no van acompañadas de acciones buenas que demuestren que la persona busca ante todo hacer la voluntad de Dios y no la suya propia. Puede, en efecto, hacer muchas obras buenas por propia iniciativa y voluntad, pero sin buscar primero lo que Dios realmente le pide. No basta con orar ostensiblemente, invocar a Dios con aparente sinceridad, si no se tiene la actitud de servicio, que demuestra la autenticidad de la oración. La oración debe llevar a conocer lo que el Padre quiere de nosotros, y disponernos a ponerlo en práctica. No basta decir “Señor, Señor”, la verdadera fe pasa por el corazón y se verifica en el amor a los demás. 

En la parábola que viene a continuación, Jesús contrapone las consecuencias que trae el practicar o no practicar sus enseñanzas. Para lo primero, emplea la comparación de un constructor calificado de “prudente”, que edificó su casa sobre cimiento firme, de roca. Cuando el río se desbordó y las aguas chocaron contra ella, la casa se mantuvo firme por el fundamento que tenía. Para lo segundo, describe el proceder del “necio”, que construyó sobre suelo arenoso. Se produjo una inundación y la casa no pudo sostenerse, quedando convertida en ruinas. El discípulo está advertido. No basta tener buenas ideas, hay que llevarlas a la práctica. Importa saber las enseñanzas, pero más decisivo es cumplirlas. Hay que interiorizar,  pero también exteriorizar la fe con obras de amor y justicia, eso es lo que el Padre quiere. 

Pero para que la ética del deber esté bien orientada, hay que ponerle corazón. Corazón y acción constituyen la máxima expresión de acogida del mensaje de Jesús. Jesús habla a la razón, pero toca también los sentimientos y los afectos, sin los cuales la práctica de los principios morales no dura porque resulta una imposición venida de fuera. El evangelio abraza y dinamiza a la persona en su integridad. Ofrece verdades que orientan al buen vivir y que, si se escuchan con el corazón (afecto, sentimiento), arraigan en la conciencia como convicciones personales profundas. 

El establecimiento del vínculo entre el corazón –centro íntimo de la persona, origen de los sentimientos y afectos–, y el comportamiento exterior –el obrar y el hablar–, no es tarea de un día, equivale al proceso de desarrollo del individuo como persona adulta, autónoma y responsable. A medida que la conciencia va siendo iluminada y purificada por la Palabra, la conducta de la persona va demostrando un comportamiento, un obrar, cada vez más auténtico para su propio bien y el de los demás. Sus decisiones y sus actos ya no responden únicamente a un código de normas, sino que dejan traslucir lo que su corazón ama y desea. La libertad de autodominio y responsabilidad se verifica en ese centro interior que llamamos “corazón”.

viernes, 12 de septiembre de 2025

Saca primero la viga de tu ojo (Lc 6, 39-42)

 P. Carlos Cardó SJ 

Parábola de los ciegos, óleo sobre madera de Pieter Bruegel el Viejo (1568), Museo Nacional de Capodimonte, Nápoles, Italia

Jesús les puso también esta comparación: "¿Puede un ciego guiar a otro ciego? Ciertamente caerán ambos en algún hoyo. El discípulo no está por encima de su maestro, pero si se deja formar, se parecerá a su maestro. ¿Y por qué te fijas en la pelusa que tiene tu hermano en un ojo, si no eres consciente de la viga que tienes en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: ''Hermano, deja que te saque la pelusa que tienes en el ojo'', si tú no ves la viga en el tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu propio ojo para que veas con claridad, y entonces sacarás la pelusa del ojo de tu hermano." 

La frase de Jesús: Sean perfectos como su Padre celestial es perfecto, que Mateo pone en el sermón del monte (Mt 5, 48), la hace San Lucas la enseñanza central del sermón de la llanura en el capítulo 6 de su evangelio, pero con esta variante: Sean misericordiosos como su Padre es misericordioso. Este mandato encierra la perfección. 

Una vez formulado, Lucas consigna de manera pedagógica una serie de ejemplos de transgresiones de ese mandato esencial y sus consecuencias. El primer ejemplo de transgresión es el del falso guía que enseña cosas contrarias a las que ha recibido de su Maestro: es un guía ciego y un falso maestro. La luz la da el mandato del Señor: sean misericordiosos. Quien olvida esto es ciego. En tiempos de Jesús, los guías eran los fariseos y escribas que proponían la observancia de la ley como el medio de la salvación. Para Lucas, guía ciego es el cristiano de la comunidad que, sin misericordia, juzga y descalifica, excluye y condena a los demás. No tiene la misericordia como norma de su vida y no obstante pretende guiar a otros. 

De hecho el único Maestro y guía es el Señor. Al discípulo le basta con ser como su maestro, es decir, le basta con asimilar y transmitir sus enseñanzas. Él es la luz, nosotros la reflejamos. Si nos dejamos tocar por su misericordia, nos hacemos misericordiosos. 

El discípulo no es más que su maestro… Lo que él enseña es lo que ha recibido, no puede olvidarlo ni intentar enseñar otras cosas. Probablemente en la comunidad para la de Lucas escribió su evangelio había tendencias que preferían otras doctrinas basadas en revelaciones personales o en conocimiento esotéricos (gnosis), por considerarlas medios más seguros de salvación. También ahora puede ocurrir que la búsqueda de seguridad lleve a la gente a fiarse de creencias y saberes que se la ofrecen, pero sin discernir críticamente lo que en realidad pueden darles. 

Otra forma de traicionar el evangelio es la de quien conoce sus valores pero, en vez de aplicárselos a sí mismo, los manipula para juzgar y condenar la conducta de los otros. La moral, entonces, en vez de salvar causa daño, porque en vez de dejarme convertir por ella, la uso para atacar al otro, para vengarme, para derramar mis celos y mis envidias, mis rencores y resentimientos. 

¡Hipócrita! A la crítica y chismorrería malsana que usa la verdad y los valores morales para atacar a los demás hasta quitarles su honor, se debe imponer la autocrítica. Ella me hará descubrir mi falta de misericordia, librará mi ojo enfermo de la viga que lo ciega y me hará capaz de valorar al otro, dialogar y ayudarle a sacar la paja que tiene en su ojo. Hipócrita no significa en primer lugar falsía o mentira; significa protagonismo. Hace referencia al personaje del teatro griego que respondía al coro. En el leguaje del evangelio es la pretensión del fariseo que busca su propia gloria, ambiciona los primeros lugares, ser el centro, ponerse en el puesto de Dios y desde ahí juzgar y despreciar a los pecadores. Pero resulta que ante Dios todos somos pecadores y publicanos. Y la única manera de corregir al prójimo, para que no degenere en conflicto o endurezca más al otro en su error, es la que comienza por curar el propio ojo con que se ve, para que mi prójimo sea objeto de misericordia. Sólo si el otro se siente comprendido podrá cambiar.

jueves, 11 de septiembre de 2025

El perdón (Lc 6, 27-38)

 P. Carlos Cardó SJ 

Un abrazo irlandés o un abrazo fraterno, grabado coloreado a mano de James Arthur O’Connor (1798), Museo Británico, Londres

A ustedes que escuchan les digo: Amen a sus enemigos, traten bien a los que los odian; bendigan a los que los maldicen, recen por los que los injurian. Al que te golpee en una mejilla, ofrécele la otra, al que te quite el manto no le niegues la túnica; da a todo el que te pide, al que te quite algo no se lo reclames. Como quieran que los traten, traténlos ustedes. Si aman a los que los aman, ¿qué mérito tiene? También los pecadores aman a sus amigos. Si hacen el bien a los que les hacen el bien, ¿qué mérito tienen? También los pecadores lo hacen. Si prestan esperando cobrar, ¿qué mérito tiene? También los pecadores prestan para recobrar otro tanto. Amen más bien a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar nada a cambio. Así será grande su recompensa y serán hijos del Altísimo, que es generoso con ingratos y malvados. Sean compasivos como su Padre es compasivo. No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados. Perdonen y serán perdonados. Den y se les dará: recibirán una medida generosa, apretada, remecida y rebosante. Porque con la medida que midan, serán medidos ustedes. 

El mensaje sobre el amor a los enemigos es una de las aportaciones más decisivas del cristianismo a la historia de la humanidad. Bendigan a los que los maldicen, oren por los que los injurian. ¿Pero cómo se puede amar a los enemigos, a los que de mala fe nos odian, calumnian, maltratan, hieren o despojan? ¿Cómo no van a sentir dolor, rabia y hasta deseos de venganza las víctimas inocentes y sus familiares? ¿Es necesario el perdón? ¿No está Jesús exigiendo algo imposible? Las preguntas sin duda son pertinentes y es necesario tomarlas muy en serio. 

Con todo, la respuesta del cristiano no puede ser otra que la afirmación de la necesidad del perdón, aunque sabe muy bien que llevar a cabo algo así, sólo es posible con la ayuda de la gracia y con la firme voluntad de imitar a Jesús, que no sólo habló del perdón, sino que lo practicó y murió perdonando a sus verdugos (Lc 23,34). 

El comportamiento y enseñanza de Jesús fueron muy claros: él no hizo otra cosa que mostrarnos el rostro de un Dios que hace salir el sol sobre buenos y malos, y manda la lluvia sobre justos e injustos, porque ama a todos sin distinción (Mt 5,45). Él nos hizo ver que, no solamente llevamos una inclinación al mal sino que pecamos muchas veces pero, no obstante, el Padre del cielo nos perdona y restablece. Nos puso, por tanto, en la perspectiva del amor de Dios y por eso nos dijo: Sean compasivos como su Padre es compasivo. Nos hizo ver que Dios es amor (1 Jn 4,8.16) y que la esencia del amor divino está en la misericordia, que va más allá de la justicia. 

Dios es quien nos capacita para amar así a los demás, porque él nos amó primero (1 Jn 4,19). Y cuando finalmente nos decidimos a imitar al Padre, porque experimentamos su amor en nosotros, entonces ya no son una carga insoportable las enseñanzas de Jesús. 

Por eso es un imperativo para nosotros apoyar todo proceso de perdón. Del odio y de la desesperanza no sale nada bueno. El odio y la desesperanza van contra las leyes de la vida y ofenden al Creador. 

Mucho tenemos que hacer todavía para inculcar el valor del perdón en la formación de personalidades sanas, condición básica para una humana convivencia en sociedad. Con frecuencia se piensa que el perdón es propio de débiles o de gente religiosa. Pero el perdón es necesario para vivir de una manera sana, para poder humanizar los conflictos y para romper la espiral de la violencia. No es dejar de lado la justicia, no es echar tierra sobre la historia; es no tomarte la justicia por tu mano, no practicar la ley del talión. 

El perdón no niega la realidad del mal cometido. Lo supone. Asimismo, supone los naturales sentimientos de disgusto, enfado e indignación ante la injusticia. Pero justamente ahí donde podría tener cabida el odio, el rencor y la venganza, “instintos de muerte” que dañan a quien se deja atrapar por ellos y llevan el germen de la destrucción, la actitud del perdón abre la posibilidad de restablecer unas relaciones verdaderamente humanas con el cese de la persistente amenaza. Con estos sentimientos negativos damos poder de seguir haciéndonos daño a quien nos ha ofendido, manteniendo abierta la herida producida en el pasado. 

La justicia de Jesús no se queda en restablecer la paridad, según la norma: quien la hace la paga. Jesús nos enseña una justicia superior, propia de quien ama, que se sabe en deuda con todos: al adversario le debe reconciliación, al pequeño y al pobre le debe solidaridad, al perdido el salir en su búsqueda, al culpable la corrección, al deudor la condonación de la deuda. Esta justicia es la que lleva en definitiva a creer en la persona y en su capacidad de redención, de regeneración y de cambio del ser humano. 

Esta convicción la tuvieron todos aquellos hombres y mujeres que, a ejemplo de Jesús, no permitieron al mal que hiciera presa de ellos, porque se aventuraron en “un camino que es el más excelente”, según la expresión de san Pablo (1Cor 12,31): el camino del amor incondicional a este mundo, a la humanidad pecadora y sufriente, y a Dios. 

Quizá no hayamos tenido que hacer nunca o no tengamos que llegar en el futuro a un acto heroico de perdón, afortunadamente. Pero podemos practicar el perdón en todas las pequeñas humillaciones, decepciones, malentendidos, ingratitudes, ofensas, que la vida ordinaria lleva consigo. Por eso oramos a nuestro Padre como el Señor nos enseñó: “perdónanos nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido”.

miércoles, 10 de septiembre de 2025

Las Bienaventuranzas (Lc 6, 17.20-26)

 P. Carlos Cardó SJ 

Cristo en el arrabal, acuarela de Georges Rouault (1920), Museo de Arte Bridgestone, Tokio, Japón

En aquel tiempo, Jesús, levantando los ojos hacia sus discípulos, les dijo: "Dichosos los pobres, porque de ellos es el reino de Dios. Dichosos los que ahora tienen hambre, porque quedarán saciados. Dichosos los que ahora lloran, porque reirán. Dichosos ustedes, cuando los odien los hombres, y los excluyan, y los insulten, y proscriban sus nombres como infames, por causa del Hijo del hombre. Alégrense ese día y salten de gozo, porque su recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían sus padres con los profetas. Pero, ¡ay de ustedes, los ricos!, porque ya tienen consuelo. ¡Ay de ustedes, los que ahora están saciados!, porque tendrán hambre. ¡Ay de los que ahora ríen!, porque harán duelo y llorarán. ¡Ay si todo el mundo habla bien de ustedes, porque de esa misma manera trataron sus padres a los falsos profetas!". 

El sermón del monte -según Mateo- o del llano -según Lucas- es como la carta magna del reino de Dios, promulgada por Jesús; es la síntesis de “buena noticia” que él anuncia a los pobres. En el sermón se destacan la Bienaventuranzas, que proclaman el cumplimiento de las promesas hechas por Dios a Israel y a toda la humanidad. Contienen los criterios según los cuales Dios juzga y actúa, criterios opuestos a los del mundo. Junto con las lamentaciones que siguen a continuación en la versión de Lucas, presentan el contraste que hay entre dos modos de pensar: el de Dios Padre, y el de quien, sin Padre, se olvida de sus hermanos. 

Las bienaventuranzas expresan cómo actúa Dios. Y ese obrar de Dios en Jesús pasa, por medio de su Espíritu, a ser el fundamento de la Iglesia. Por eso, en Lucas, las bienaventuranzas van dirigidas a los discípulos: mirando a los discípulos les decía: Dichosos... Ellos pueden comprender porque el Espíritu se lo revela. También nosotros, si nos dejamos transformar en ese mismo Espíritu. 

Lo que afirma Jesús es lo que él vive. Él las vivió primero y luego las proclamó. Pobre, se desprendió de apoyos del mundo y vivió haciendo el bien a los pobres, enfermos, niños y pecadores. Por eso dirá Pablo: Conocen la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, que, siendo rico, por ustedes se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (2Cor 8). No tuvo dónde reclinar la cabeza: su patria y hogar eran el Padre y los hermanos. Permitió que la necesidad ajena, el dolor, la culpa ajena le afectaran como algo propio. Compasivo, supo llorar con los que lloraban y, finalmente, se sometió a la muerte para que, libres de dolor y culpa, tengamos vida. Nos enseñó que hay más felicidad en dar que en recibir (Hech 20). 

La 1ª bienaventuranza y la 1ª lamentación están en presente, las demás en futuro. La historia presente es definitiva, pero está abierta. En esta historia nos toca actuar para que las maldiciones de muerte que pesan sobre los que sufren pobreza, hambre o exclusión, se conviertan en bienaventuranzas de vida. 

Ellas hacen ver cómo mira Dios: cuáles sus preferencias, dónde manifiesta más su amor y qué justicia aplica en favor de sus hijos que claman ante él día y noche. Su justicia no es como la humana: él derriba a los poderosos y enaltece a los humildes, llena de pan a los hambrientos y despide vacíos a los ricos, como proclama la Virgen en su cántico (Lc 1, 52s). La justicia humana consiste en “dar a cada uno lo suyo”, y ahí se queda muchas veces; por eso no siempre genera amor y sirve a veces para defender lo mío con olvido de los demás que quizá tienen menos que yo, o tendría que darles de lo mío. El amor supera a la justicia. El amor es “el camino más excelente” (1Cor 12,31). 

Las bienaventuranzas son reto y promesa. Reto: porque de ninguna manera son felices los que padecen hambre y viven en la miseria; lo serán, cuando por la actitud que tengamos para con ellos sientan que el evangelio es una buena noticia. Promesa, porque si orientamos nuestra vida de acuerdo con ellas, seremos plenamente felices. 

En definitiva, las bienaventuranzas describen los rasgos de la humanidad nueva que anhelamos y que ya podemos ver realizada en personas y comunidades que se esfuerzan por ser misericordiosas. Estos hombres y mujeres son los que contribuyen a la creación de un mundo justo, solidario y feliz.

martes, 9 de septiembre de 2025

Elección de los Doce (Lc 6, 12-19)

 P. Carlos Cardó SJ 

Jesús y los doce, pintura al temple sobre tabla incluido en la Maestá de Duccio di Buonisegna (1308 – 1311), Museo dell’Opera Metropolitana del Duomo de Siena, Italia

En aquel tiempo, subió Jesús a la montaña a orar, y pasó la noche orando a Dios.
Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, escogió a doce de ellos y los nombró apóstoles: Simón, al que puso de nombre Pedro, y Andrés, su hermano, Santiago, Juan, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago hijo de Alfeo, Simón, apodado Zelotes, Judas hermano de Santiago y Judas Iscariote, que fue el traidor. 

Jesús se retiró a la montaña para orar. En la Biblia la montaña es uno de los lugares de manifestación de la presencia de Dios. Jesús solía orar en los montes (cf. Lc 9, 28). Al señalar Lucas: pasó la noche orando a Dios, resalta la trascendencia del acto que va a realizar. Jesús invoca a su Padre y pide su bendición sobre los hombres que va a elegir. Refiriéndose a ellos dirá en el evangelio de Juan: los hombres que tú me diste sacándolos del mundo; tuyos eran y tú me los diste (Jn 17,6). Y en los Hechos de los Apóstoles, leemos que Jesús los escogió guiado por el Espíritu Santo (Hch 1,2). La oración era la fuerza de Jesús; a través de ella conocía la voluntad de su Padre. Por eso, la oración debe ser el origen de toda acción y opción apostólica. 

Al hacerse de día, reunió a sus discípulos y eligió entre ellos a doce, a quienes dio el nombre de apóstoles, es decir, “enviados”. Jesús quiere prolongarse en el mundo por medio de sus discípulos (de ayer y de hoy), pero entre ellos elige a doce para asignarles el rol de emisarios y representantes suyos por excelencia. Ellos forman el núcleo del nuevo de Israel, fundado sobre las doce tribus (cf. Lc 22,30). A ellos los hará los primeros responsables de la misión de anunciar en su nombre a todas las naciones, comenzando desde Jerusalén, la conversión y el perdón de los pecados (Lc 24, 47). 

¿Quiénes son estos hombres? De la mayoría de ellos se sabe muy poco. Simón, el único a quien Jesús da un sobrenombre, Kefas, que significa “piedra”, y su hermano Andrés eran pescadores (Mc 1,16.29; 13,3), naturales de Betsaida (Jn 1,40-41.44). Santiago y Juan eran hijos de un tal Zebedeo, también pescadores y compañeros de Simón Pedro. A este Santiago se le conoce como “el Mayor”, para diferenciarlo de “Santiago el Menor” (Mc 15,40). Felipe era también de Betsaida (Jn 1,44) y Bartolomé, fuera de este episodio, es un personaje totalmente desconocido, que una tradición posterior del s. IX identificó con Natanael, pero sin fundamento. Mateo, que en su evangelio se llama a sí mismo Leví, era un publicano, que recaudaba los impuestos para los romanos. Tomás, era apodado “el mellizo” (Jn 11,16; 20,24), por su nombre arameo Te’oma’. Viene luego Santiago, hijo de Alfeo, que no es “Santiago, el Menor” (Mc 15,40), ni tiene nada que ver con “Santiago, hermano del Señor” (Gal 1,19; 1 Cor 15,6), que difícilmente era uno de los Doce. Simón, llamado el Zelota estuvo quizá vinculado al movimiento nacionalista de resistencia de “los zelotas”. Judas, hijo de Santiago (llamado “Tadeo” en Marcos 3,18 y Mateo 10,3), es también un personaje totalmente desconocido en el resto del Nuevo Testamento (excepto Hch 1,13), y no se le debe identificar con “Judas, hermano de Santiago”, a quien se atribuye la carta que lleva su nombre. Al final se menciona a Judas Iscariote, el traidor, cuyo nombre puede significar “hombre de Keriot”, aldea de Judea, o podría provenir de manera menos probable del latín sicarius (“sicario”, “matón”), como se designaba a los zelotas. 

Son simples pescadores y artesanos de Galilea, comunes y corrientes. Lo que les une es la experiencia que han tenido de la persona del Señor y el haber sido llamados por él. No hay entre ellos sabios rabinos, ni fariseos, ni saduceos de la casta sacerdotal. Ni siquiera son personas honorables o virtuosos cumplidores de la ley. Son muy diferentes entre sí y cada uno mantendrá hasta el final su carácter personal en una convivencia no siempre fácil. Mucho tendrá que trabajar Jesús para inculcarles su mensaje de amor, de renuncia a los privilegios y al poder, su doctrina de servicio hasta la muerte. Pero estarán con él en todas las circunstancias de su vida, le verán rezar a su Padre del cielo, llorar por el amigo muerto, conmoverse ante la multitud hambrienta, alegrarse por sus triunfos apostólicos, estremecerse de angustia ante la inminencia de su muerte. Y así su palabra irá calando profundamente en su interior. Por eso, más tarde, cuando ya no recuerden al pie de la letra sus palabras, su modo de pensar y actuar habrá pasado a hacerse carne y sangre en ellos, y aun cuando se encuentren en situaciones nuevas, no vividas en su convivencia con él, podrán, sin embargo, decir con toda seguridad cómo se hubiese comportado Jesús en este caso preciso. Tan identificados se sentirán con su persona y misión que, llegado el momento, compartirán también su destino redentor, dando como él su vida por la salvación de los hombres. 

Al bajar Jesús del monte se forman tres círculos concéntricos en torno a él: el gentío que viene de todas partes para escucharlo y ser curados de sus enfermedades, los discípulos que han escuchado su palabra y lo han seguido, y los apóstoles, cerca de Jesús y asociados a su misión por una elección precisa e intencional. Todos juntos forman el único pueblo de hijos e hijas que ama el Señor. 

El texto termina con la frase: Todos querían tocarlo porque salía de él una fuerza que los sanaba a todos. Mezclados entre aquella gente, también nosotros sentimos la necesidad de “tocar” y experimentar la fuerza de su palabra. Él es portador del Espíritu que da la vida, en él “tocamos” la cercanía máxima de Dios, fuente y dador de vida.

lunes, 8 de septiembre de 2025

Genealogía y concepción virginal de Jesús (Mt 1, 1-16. 18-23)

 P. Carlos Cardó SJ 

Virgen María embarazada ante la rueca, témpera en madera de autor anónimo (1410 aprox.), Galería Nacional de Arte de Hungría, Budapest

Libro de los orígenes de Jesucristo, hijo de David e hijo de Abrahán.
Abrahán fue padre de Isaac, y éste de Jacob. Jacob fue padre de Judá y de sus hermanos. De la unión de Judá y de Tamar nacieron Farés y Zera. Farés fue padre de Esrón y Esrón de Aram. Aram fue padre de Aminadab, éste de Naasón y Naasón de Salmón. Salmón fue padre de Booz y Rahab su madre. Booz fue padre de Obed y Rut su madre. Obed fue padre de Jesé. Jesé fue padre del rey David. David fue padre de Salomón y su madre la que había sido la esposa de Urías. Salomón fue padre de Roboam, que fue padre de Abías. Luego vienen los reyes Asá, Josafat, Joram, Ocías, Joatán, Ajaz, Ezequías, Manasés, Amón y Josías. Josías fue padre de Jeconías y de sus hermanos, en tiempos de la deportación a Babilonia. Después de la deportación a Babilonia, Jeconías fue padre de Salatiel y éste de Zorobabel. Zorobabel fue padre de Abiud, Abiud de Eliacim y Eliacim de Azor. Azor fue padre de Sadoc, Sadoc de Aquim y éste de Eliud. Eliud fue padre de Eleazar, Eleazar de Matán y éste de Jacob. Jacob fue padre de José, esposo de María, de la que nació Jesús, llamado Cristo.
Este fue el principio de Jesucristo: María, su madre, estaba comprometida con José; pero antes de que vivieran juntos, quedó embarazada por obra del Espíritu Santo. Su esposo, José, pensó despedirla, pero como era un hombre bueno, quiso actuar discretamente para no difamarla. Mientras lo estaba pensando, el Ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: «José, descendiente de David, no tengas miedo de llevarte a María, tu esposa, a tu casa; si bien está esperando por obra del Espíritu Santo, tú eres el que pondrás el nombre al hijo que dará a luz. Y lo llamarás Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados».
Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que había dicho el Señor por boca del profeta: La virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel, que significa: Dios-con-nosotros. 

¿Qué interés pudo tener el evangelista al consignar esa larga lista de nombres y números de los antepasados de Jesús? Quiso explicar su origen divino y humano, y su misión de Mesías. Jesús es Hijo de David según la carne e Hijo de Dios por el Espíritu. Hecho hombre, se incorpora en la historia humana tal como es, con sus grandezas y miserias. Vinculado a David y Abraham, depositarios de la promesa de Dios, Jesucristo manifiesta el amor salvador con que Dios sostiene, dirige y llena de promesa a la historia, abriéndola más allá del tiempo a la realidad nueva que él mismo ha prometido a la humanidad. 

Cuatro mujeres anticipan a María, la madre de Jesús: Sara (mujer de Abraham), Rebeca (esposa de Isaac), Lía y Raquel (mujeres de Jacob). Las cuatro son estériles y son sustituidas por cuatro extranjeras: Tamar, aramea, que finge ser prostituta para tener un hijo de Judá (Génesis cap. 38); Rahab, cananea, prostituta de Jericó, que acoge a los espías de Josué y hace posible la conquista de la ciudad (Josué 2, 1-24); Rut, extranjera de Moab, que deja su casa para vivir con la hebrea Noemí (Rut cap.1); y la Mujer de Urías el hitita, a la que el rey David sometió y dejó embarazada (2 Samuel cap.11). Todas ellas hacen ver que la acción de Dios pasa a través de las miserias humanas y que en Jesús entra en este mundo, tantas veces inhóspito y maltrecho, para iluminarlo con la luz de su amor misericordioso y asegurar su destino para la eternidad. 

La genealogía aparece marcada rítmicamente por la repetición de la palabra engendró. Pero este ritmo se interrumpe al llegar a José: él no engendra, se le incluye por ser esposo de María. No es él quien hace germinar en el seno de esta mujer al Hijo de Dios, eso sólo lo puede hacer Dios. María concibe al inconcebible, engendra a quien la creó, da carne a Dios, lo hace nacer en las esferas humanas. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. 

En la segunda parte del texto (vv. 18-23) Mateo explica la encarnación virginal del Hijo de Dios en el seno de María. Dios no puede ser hecho por el hombre, sólo puede ser esperado y acogido. De esto da ejemplo José, figura de hombre justo, que se mantiene abierto a su propio misterio personal y en él descubre y acoge el misterio de Dios. 

Su madre –la madre de Jesús– estaba prometida a José; es decir, vivían el período del compromiso matrimonial, que duraba de seis meses a un año. La novia seguía viviendo con sus padres. Pero aquel compromiso exigía fidelidad; la infidelidad era adulterio y podía ser castigada. Y resultó que (María) esperaba un hijo por acción del Espíritu Santo. Se subraya que José no interviene; su prometida ha concebido un hijo por obra del Espíritu de Dios. Y ha sido así como aquello que nadie podía pretender ni programar, se ha hecho realidad de manera simple y asombrosa: María ha concebido al autor de la vida. Ella no es una estéril como las matriarcas de Israel (Sara, Ana, Isabel…). Su virginidad es total apertura y dependencia de Dios, de tal modo que lo que en ella se produce, sólo puede tener a Dios por causa. 

José, por su parte, atraviesa la prueba de la fe, como los grandes creyentes. No sabe cómo aceptar el plan de Dios que supera lo imaginable. Opta entonces por recurrir a la ley y darle el acta de divorcio que le permite ser aceptada socialmente. Por respeto, no porque sospeche de ella. Pero cavila en su interior, insatisfecho del recurso legal que ha pensado para salir del paso. Duerme intranquilo. 

Entonces, un ángel del Señor se le apareció en un sueño. Cuando el hombre dice: “ya no puedo más”, comienza el trabajo de Dios. Como los limpios de corazón, José lleva a Dios en su interior y su palabra le habla en el sueño, en la hondura de su ser profundo, y le dice: No temas. Es la primera palabra del Señor al hombre. El miedo propicia la huida, que es contraria a la fe. Le pondrás por nombre Jesús. Y José obedece. Aquel que nos conoce y nos llama por nuestro propio nombre, permite que lo llamemos por su nombre. Jesús, es Dios-que-salva porque es el Dios-con-nosotros, según la profecía de Isaías. 

La historia de Jesús abraza nuestra historia. Dios nació entre nosotros, se hizo visible en este mundo y nunca lo abandonó. A nosotros nos toca procurar hacer que se sienta su presencia. La encarnación de Dios no se limita al pasado. Dios sigue entrando en el mundo y en mí. Hay que acogerlo. Hoy puede nacer Dios para nosotros.