sábado, 12 de abril de 2025

Conviene que muera por el pueblo (Jn 11, 45-57)

 P. Carlos Cardó SJ 

Cristo ante Caifás, óleo sobre lienzo de Matthias Stom (1630 aprox.), Museo de Arte de Milwaukee, Wisconsin, Estados Unidos

En aquel tiempo, muchos de los judíos que habían ido a casa de Marta y María, al ver que Jesús había resucitado a Lázaro, creyeron en él. Pero algunos de entre ellos fueron a ver a los fariseos y les contaron lo que había hecho Jesús.
Entonces los sumos sacerdotes y los fariseos convocaron al sanedrín y decían: "¿Qué será bueno hacer? Ese hombre está haciendo muchos prodigios. Si lo dejamos seguir así, todos van a creer en él, van a venir los romanos y destruirán nuestro templo y nuestra nación".
Pero uno de ellos, llamado Caifás, que era sumo sacerdote aquel año, les dijo: "Ustedes no saben nada. No comprenden que conviene que un solo hombre muera por el pueblo y no que toda la nación perezca".
Sin embargo, esto no lo dijo por sí mismo, sino que, siendo sumo sacerdote aquel año, profetizó que Jesús iba a morir por la nación, y no sólo por la nación, sino también para congregar en la unidad a los hijos de Dios, que estaban dispersos. Por lo tanto, desde aquel día tomaron la decisión de matarlo.
Por esta razón, Jesús ya no andaba públicamente entre los judíos, sino que se retiró a la ciudad de Efraín, en la región contigua al desierto y allí se quedó con sus discípulos.
Se acercaba la Pascua de los judíos y muchos de las regiones circunvecinas llegaron a Jerusalén antes de la Pascua, para purificarse. Buscaban a Jesús en el templo y se decían unos a otros: "¿Qué pasará? ¿No irá a venir para la fiesta?". 

¿No se dan cuenta de que es preferible que muera un solo hombre por el pueblo, a que toda la nación sea destruida?, dijo Caifás. Y el evangelista San Juan añade una frase misteriosa: no hizo esta propuesta por su cuenta, sino que, como desempeñaba el oficio de sumo sacerdote aquel año, anunció bajo la inspiración de Dios que Jesús iba a morir por toda la nación. Y no sólo por la nación judía, sino para conseguir la unión de todos los hijos de Dios que estaban dispersos (Jn 11, 50-52). Es decir, que Caifás, sin saberlo ni pretenderlo, señaló el significado redentor de la muerte de Jesús. Tendrá que morir para que la nación y toda la humanidad se salven. Pero ¿qué sentido tiene que un hombre muera por toda la nación? 

Tradicionalmente se ha interpretado en el sentido de un rescate: uno paga para redimir a todos, Jesucristo cancela la deuda contraída por la humanidad pecadora, su sangre es el precio valioso que ha merecido para nosotros la vida. Esta idea está muy presente en el Antiguo Testamento. Se visibilizaba en el día de la purificación con el rito del macho cabrío sobre el que, simbólicamente, los hebreos cargaban los pecados del pueblo y lo abandonaban en el desierto (cf. Lev 16,20-22). 

La sangre, además, tenía poder de borrar los pecados. El Sumo Sacerdote con la sangre de las víctimas inmoladas asperjaba el propiciatorio –que era una plancha de oro sobre el Arca de la Alianza–, expresando la voluntad de unirse a Dios, eliminando la separación y distancia provocadas por el pecado. San Pablo aplica esta imagen a Jesucristo y lo presenta como el nuevo propiciatorio de nuestros pecados (Rom 5). 

La idea de la redención como rescate se une así a la de la muerte sustitutiva (vicaria) y a la del sacrificio expiatorio. La muerte vicaria aparece en varios pasajes de las cartas de Pablo (1Tes 5, Gal 2, 1Cor 1 y 15, 2Cor 5, Rom 5,14, también en 1Pe 2). 

Los Santos Padres de la primitiva Iglesia dirán que Cristo establece el intercambio entre Dios y los hombres, con el que se da la victoria sobre la muerte y el diablo, que Cristo con su sangre da a Dios la debida satisfacción (San Anselmo), y que su sangre es el instrumento del amor que reconcilia (Santo Tomás de Aquino). En el himno eucarístico Adoro Te devote, Santo Tomas de Aquino dice que una sola gota de la sangre de Cristo puede liberar al mundo entero de todos los crímenes. 

Pero no se puede negar que esta idea de que el inocente pague por todos, resulta difícil de comprender. Dios no quiso la muerte de su Hijo; no lo envió al mundo para que lo mataran. No se puede pensar así, se haría de Dios un padre despiadado. Lo que hizo Dios fue enviar a su Hijo para que se identificara con sus hermanos mediante un amor que lo llevaría hasta asumir solidariamente el sufrimiento y la muerte. Dios miraba sólo a que su Hijo, enviado y entregado al mundo, mantuviera su solidaridad salvífica con los hombres, acercándose incluso –con su amor llevado hasta el extremo– hasta abrazar a sus enemigos para sacarlos de su cerrazón y alejamiento. Y ese es lo que hizo Jesús: no dudó en hacer suya la voluntad amorosa de su Padre de dar su vida para que nadie se pierda, llenando de este amor los padecimientos y muerte que sus enemigos –representantes del pecado del mundo– le infligieron. Cristo Jesús nos ama y, porque nos ama, da su vida por amor. El Padre, por su parte, se complace y acepta el amor más grande que su Hijo demuestra dando la vida por sus amigos, confiriéndole todo su valor de eternidad y su eficacia salvadora. 

Además, Jesús ha de asumir toda la realidad humana, incluido el pecado, el sufrimiento y la muerte. Por eso acepta el dolor de la cruz, para iluminar y llenar con su amor el sufrimiento humano, la culpa humana y la muerte, y vencerlos. El amor es lo que redime y salva. 

Otra interpretación hace ver que el pecado y la muerte eran fruto de la humanidad vieja, constituida por el mundo sin Dios y sin esperanza (Cf. Ef 2, 12), y por el pueblo de Israel, que había quedado atrapado en el cumplimiento puramente exterior de la ley, sin la libertad de los hijos de Dios. Adán, inicio de la humanidad, representa el mundo viejo que ha de morir para que pueda nacer una nueva vida. Eso es lo que ocurrirá en la cruz del Señor. Para San Pablo Jesucristo es el nuevo Adán, que con su muerte da comienzo a la humanidad nueva cuyo destino es el cielo. En su cuerpo entregado y resucitado cabemos todos. Su cuerpo es «espiritual», y lo formamos todos: la comunidad de fe, esperanza y amor, que Cristo resucitado colma del Espíritu para renovarlo todo. Esta idea sintetiza lo que es la pascua: Lo viejo ha pasado y ha aparecido algo nuevo. Todo viene de Dios, que nos ha reconciliado consigo mismo por medio de Cristo (2 Cor 5 17-18). Por esto los que viven en Cristo son una nueva criatura. En la cruz, Cristo, el hombre nuevo, comparte la vida nueva del Espíritu con todo su cuerpo, que es la comunidad de sus hermanos y hermanas, y hace de ellos la humanidad nueva. Para eso muere Jesús.

viernes, 11 de abril de 2025

Las obras de Jesús (Jn 10, 31-42)

 P. Carlos Cardó SJ 

Cristo conversa con Nicodemo, óleo sobre lienzo de Crijn Hendricksz Vomarijn (siglo XVII), colección privada subastada por Christies

En aquel tiempo, cuando Jesús terminó de hablar, los judíos cogieron piedras para apedrearlo.
Jesús les dijo: "He realizado ante ustedes muchas obras buenas de parte del Padre, ¿por cuál de ellas me quieren apedrear?".
Le contestaron los judíos: "No te queremos apedrear por ninguna obra buena, sino por blasfemo, porque tú, no siendo más que un hombre, pretendes ser Dios".
Jesús les replicó: "¿No está escrito en su ley: Yo les he dicho: Ustedes son dioses? Ahora bien, si ahí se llama dioses a quienes fue dirigida la palabra de Dios (y la Escritura no puede equivocarse), ¿cómo es que a mí, a quien el Padre consagró y envió al mundo, me llaman blasfemo porque he dicho: ‘Soy Hijo de Dios’? Si no hago las obras de mi Padre, no me crean. Pero si las hago, aunque no me crean a mí, crean a las obras, para que puedan comprender que el Padre está en mí y yo en el Padre".
Trataron entonces de apoderarse de él, pero se les escapó de las manos.
Luego regresó Jesús al otro lado del Jordán, al lugar donde Juan había bautizado en un principio y se quedó allí.
Muchos acudieron a él y decían: "Juan no hizo ningún signo; pero todo lo que Juan decía de éste, era verdad".
Y muchos creyeron en él allí. 

Último enfrentamiento de Jesús con los judíos. Ya antes lo han querido apedrear (Jn 8,59). Les resulta una ofensa a Dios decir que sus palabras son las del Altísimo y que sus obras corresponden a las de su Enviado. Jesús, por su parte, ha dicho de ellos que tienen por padre al diablo, mentiroso y homicida, y que por eso se muestran agresivos con él y lo quieren matar. Pero para ellos la cosa está clara: si lo dejan hablar, van a quedar desacreditados, ellos que son precisamente los representantes oficiales de Dios. 

Jesús se defiende. No puede presentar testimonio humano alguno que valga para acreditar su misión de Mesías, pero sí puede apelar a las obras. Ellas hablan por sí solas: el resultado de los signos que realiza en favor de los enfermos y de los pobres, sólo Dios puede lograrlo. Con sus curaciones de enfermos y sus acciones en favor de la vida, Jesús rehace la creación rota por el pecado de los hombres, salva al mundo de la muerte, libera, da vida aun a quienes quieren lapidarlo. 

Jesús califica sus obras de excelentes. Así son las obras de Dios. El Génesis lo dice al acabar la obra de la creación: vio Dios todo lo que había hecho, y todo era muy bueno (1,31). Las obras del Hijo son igualmente excelentes. Nicodemo, personaje importante, miembro del grupo de los fariseos, lo había reconocido: Maestro, sabemos que Dios te ha enviado para enseñarnos; nadie, en efecto, puede realizar los signos que tú haces si Dios no está con él (Jn 3,2). Y porque lo sabían muy bien, los que tenían enfermos de diversas enfermedades se los llevaban y toda la gente quería tocarlo, porque de él salía una fuerza que los sanaba a todos (Lc 6,19). Manifestaba especial compasión ante las multitudes hambrientas y abandonadas (Mc 6,34; 8,2s; Mt 9,36; 14,14; 15,32), hizo ver a los ciegos, oír a los sordos, andar a los inválidos, hizo presente el amor perdonador de su Padre para los pecadores y los perdidos. Su fama de compasivo se extendió por todas partes y los afligidos no dudaban en invocarlo como a Dios mismo: ¡Kyrie eleison! ¡Señor, ten piedad! (Mt 15,22; 17,15; 20,30s). Con todas estas acciones Jesús continúa la obra de su Padre: Mi Padre trabaja y yo también trabajo (Jn 5,17). 

No obstante, los judíos replican: No es por ninguna obra buena por lo que queremos apedrearte, sino por haber blasfemado. Pues tú, siendo hombre te haces Dios. Querían otra manifestación de Dios porque creían en otro Dios. Mantenían la idea de un dios distante e inaccesible, al que se podía complacer con ofrendas, sacrificios, tradiciones y normas y en quién podían basar su autoridad de jefes y maestros, con todas las ganancias que ello les reportaba. En Jesús, en cambio, en su humanidad, en su manera de ser hombre, se revelaba un Dios diferente: Dios de misericordia y de gracia, Dios que sigue dando vida por medio de su Hijo. Las obras de Jesús sólo pueden provenir de él. Jesús, por lo tanto, no blasfema; ese es su argumento. Y entran así en crisis todas las formas e imágenes erradas con que se concebía a Dios en su relación con los hombres. 

Si se tiene en cuenta, finalmente, que el contexto en que Jesús habla de sus obras es el de la fiesta de renovación del templo, no cabe duda de que una vez más Jesús habla de sí mismo como el templo verdadero, para la adoración de Dios en espíritu y verdad (Jn 4,23), templo indestructible que en tres días se levantará de nuevo (Jn 2, 19), templo en el que resplandece la gloria del Padre y desciende a nosotros su Espíritu para al perdón de los pecados (Jn 20, 23) y para guiarnos al conocimiento de la verdad completa (Jn 16, 13).

jueves, 10 de abril de 2025

Controversias de Jesús con los jefes religiosos (Jn 8, 51-59)

 P. Carlos Cardó SJ 

Sacrificio de Isaac, óleo sobre lienzo de Paolo Veronese (1585 – 1588), Museo Nacional del Prado, Madrid, España

En aquel tiempo, Jesús dijo a los judíos: "Yo les aseguro: el que es fiel a mis palabras no morirá para siempre".
Los judíos le dijeron: "Ahora ya no nos cabe duda de que estás endemoniado. Porque Abraham murió y los profetas también murieron, y tú dices: ‘El que es fiel a mis palabras no morirá para siempre’. ¿Acaso eres tú más que nuestro padre Abraham, el cual murió? Los profetas también murieron. ¿Quién pretendes ser tú?".
Contestó Jesús: "Si yo me glorificara a mí mismo, mi gloria no valdría nada. El que me glorifica es mi Padre, aquel de quien ustedes dicen: ‘Es nuestro Dios’, aunque no lo conocen. Yo, en cambio, sí lo conozco; y si dijera que no lo conozco, sería tan mentiroso como ustedes. Pero yo lo conozco y soy fiel a su palabra. Abraham, el padre de ustedes, se regocijaba con el pensamiento de verme; me vio y se alegró por ello".
Los judíos le replicaron: "No tienes ni cincuenta años, ¿y has visto a Abraham?".
Les respondió Jesús: "Yo les aseguro que desde antes que naciera Abraham, Yo Soy".
Entonces recogieron piedras para arrojárselas, pero Jesús se ocultó y salió del templo. 

El texto recoge un tema clásico del evangelio de Juan: la presentación de Jesús como revelador de la gloria del Padre en contraposición con el templo, símbolo de la religión de la antigua alianza, lugar donde habitaba la gloria de Yahvé, pero que ha quedado oscurecido, sin capacidad reveladora bajo los signos de la grandeza y del poder opresor que los jefes religiosos han querido imponerle. Desde el Prólogo del evangelio viene subrayada esta oposición: la Palabra vino a los suyos, pero justamente allí donde debía ser acogida, fue rechazada. La gloria de Dios se revela ahora en la persona de Jesús y  en el ofrecimiento de salvación que hace. Ha llegado la hora de los verdaderos adoradores que adoran a Dios no en el templo, sino en espíritu y en verdad (cf. Jn 4,23). 

Jesús se defiende y acusa, pero no da sentencia: a todos les ofrece la vida. Su palabra da la vida. En verdad, en verdad les digo: si uno observa mi palabra no verá la muerte. Llevar a la práctica su palabra, eso los hará libres hijos e hijas de Dios y los librará de la muerte. La vida que Jesús comunica no conoce fin. Tal es el designio de Dios, su Padre. 

Los jefes de los judíos no responden a la invitación de Jesús. Ellos son incapaces de comprender una promesa de vida. Se precian de ser hijos de Abraham, pero para ellos Abraham no es más que un pasado; no lo recuerdan como receptor de una promesa, él ya no es para ellos una promesa. Tampoco los profetas, sobre cuyos escritos se había edificado la esperanza, les abren a ningún futuro. Todos han muerto. Para ellos sólo vive Moisés, de quien se profesan discípulos; pero han deformado sus escritos, cercenando de ellos la esperanza que anunciaban, utilizando su Ley para oprimir. 

¿Quién pretendes ser?, le preguntan a Jesús. Y Jesús apela a su Padre, que es quien le da gloria, haciendo brillar en él su amor y lealtad (Jn 1,14). Él sabe quién es Dios, se identifica con él como su hijo por la comunión del mismo Espíritu y porque cumple su palabra. Yo sé quién es y cumplo su palabra. Por eso, su actividad manifiesta la obra de Dios: dar libertad y vida. He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia (Jn 10,10). Ese es el designio que ha recibido del Padre. 

Jesús no duda en declararse superior a Abraham y afirma que Abraham saltó de gozo porque iba a ver este día mío, lo vio y se llenó de alegría. El patriarca se alegró al ver realizada la bendición prometida en la obra de Jesús Mesías, que según San Juan se desarrolla en un día, en el día de la nueva humanidad, y se inició en Caná, cuando Jesús manifestó su gloria y creyeron en él sus discípulos (Jn 2,11). 

Al final del texto hay como un cambio de escenario. Se alude implícitamente a la tierra santa de Moisés, al lugar de la zarza ardiente y de la revelación del Nombre de Dios (Ex 3,6ss). La frase de Jesús lo evoca: desde antes que existiera Abraham, soy yo lo que soy. Al revelar su Nombre, Yahweh, Yo soy el que soy, Dios no quiso designar con un concepto abstracto su esencia, sino asegurar a Israel su lealtad, ayuda y protección continua. Al retomar Jesús esta palabra de Dios invita a que se le escuche como aquél en quien el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob se ha hecho cercano para salvar. Lo que es Dios, lo vemos en Jesús. En él, Dios es y estará con nosotros. 

Los judíos no pudieron soportar esto, cogieron piedras para tirárselas, pero Jesús se ocultó saliendo del Templo. La presencia del Dios con nosotros, abandona el templo, dejándolo vacío. Dios no ha querido manifestar su gloria en los signos de grandeza y de poder con los que los jefes religiosos querían representarla. Su gloria se opera en la vida digna, libre y fraterna, que Jesús ofrece para antes y después de la muerte, como la realización de la más perfecta felicidad del ser humano. 

Los signos de esta vida verdadera siguen apareciendo hoy ante nosotros, mezclados con otros signos que, como Abraham, Moisés y los profetas para los judíos interlocutores de Jesús, ya no transmiten esperanza. Nos toca saber discernirlos.

miércoles, 9 de abril de 2025

Verdad y libertad (Jn 8, 31-42)

 P. Carlos Cardó SJ 

El triunfo del Cristianismo sobre el paganismo, ilustración de Gustavo Doré (1868 aprox.), Publicado en Londres el 1 de octubre de 1899, por la Galería Doré. Conservado en la Colección Joey y Tobey Tanenbaum, 2002. Galería de Arte de Hamilton, Ontario.

A los judíos que habían creído en él, Jesús les dijo: "Si os mantenéis fieles a mi palabra, seréis realmente discípulos míos, entenderéis la verdad y la verdad os hará libres".
Le contestaron: "Somos del linaje de Abrahán y nunca hemos sido esclavos de nadie. ¿Por qué dices que seremos libres"?
Jesús les contestó: "Os aseguro que quien peca es esclavo; y el esclavo no permanece siempre en la casa, mientras que el hijo permanece siempre. Por tanto, si el Hijo os da la libertad, seréis realmente libres. Me consta que sois del linaje de Abrahán; pero intentáis matarme porque no os cabe mi palabra. Yo digo lo que he visto junto a mi Padre; vosotros hacéis lo que habéis oído a vuestro padre".
Le contestaron: "Nuestro padre es Abrahán".
Replicó Jesús: "Si fuerais hijos de Abrahán, haríais las obras de Abrahán. Ahora bien, intentáis matarme, a mí que os he dicho la verdad que le escuché a Dios. Eso no lo hacía Abrahán. Vosotros hacéis las obras de vuestro padre".
Entonces le responden: "Nosotros no somos hijos bastardos; tenemos un solo padre, que es Dios".
Jesús les replicó: "Si Dios fuera vuestro Padre, me amaríais, porque yo vine de parte de Dios y aquí estoy. No vine por mi cuenta, sino que Él me envió". 

La verdad los hará libres. Es una de las frases más certeras de Jesús en el evangelio. Hay que leerla junto con su afirmación: Yo soy el camino, la verdad y la vida (Jn 14,6). 

La verdad de la que habla no es la que en lenguaje común empleamos para decir que un pensamiento o una palabra es conforme con la realidad. Tampoco se refiere a la verdad tal como era entendida en el Antiguo Testamento, que hace referencia a aquello que es sólido, estable, seguro, probado y digno de confianza, en lo que uno se puede apoyar, y cuya máxima expresión es la realidad divina, la fidelidad de Dios, y la solidez de roca de su Palabra. Dice David al Señor: Dios y Señor mío, tú eres mi Dios, tus palabras son verdad (2 Sam 7,8), idea que repiten mucho los salmos (cf. Sal 91; 111; 119). 

En el evangelio de Juan, la verdad es lo que se nos revela en Jesús, en su historia personal, en su palabra y modo de vida. En él, Palabra del Padre, ha aparecido la revelación total y definitiva de Dios y la revelación de nuestro yo más auténtico. Él es la verdad que nos hace libres porque nos hace vivir como hijos e hijas de Dios. 

Ocurre algo semejante con la libertad. No es sólo la capacidad personal de escoger esto o aquello, ni la libertad de autodominio, así en abstracto. En la Biblia, se es libre para orientar la propia vida hacia el bien (expresado en la ley); es sabiduría. Y en el evangelio de Juan, la verdad que libera es Jesús; nos libera del pecado y nos pone en comunión con Dios, en quien hallamos nuestro ser más auténtico. El hombre es libre porque puede desarrollarse como hijo o hija a imagen y semejanza del Dios amor que lo creó. Por lo cual, el principio de la verdadera libertad es el amor que hace al ser humano semejante a Dios. Dicho en forma de lema: libres para amar como somos amados, libres para servir a Dios y a los demás. 

Se crece en libertad en la medida en que se crece en el conocimiento interno de la verdad de Dios revelada en su Hijo, que motiva la adhesión personal a él y su seguimiento. Esto equivale en el evangelio a ser de veras discípulos del Señor. Por eso dice Jesús: Si permanecen fieles a mi palabra, ustedes serán verdaderamente mis discípulos; así conocerán la verdad y la verdad los hará libres. 

Ser verdaderos discípulos. Jesús sabe que se le puede seguir por diversos motivos, no todos válidos. Sus propios discípulos pueden haberlo hecho por la admiración que les causa, pero eso no basta. Lo que Jesús quiere es una auténtica disponibilidad para dejarse enseñar, de modo que su palabra cale en el interior del discípulo y se traduzca en la práctica. Lo que Jesús enseña al discípulo es una vida, un modo nuevo de pensar y de obrar. Quien lo asume se manifiesta como una persona auténtica, que se guía por el amor y la justicia, siente a Dios como Padre y ve a sus prójimos como hermanos. Adquiere la libertad propia de los hijos. 

En contraste, los judíos que rodean a Jesús se reclaman hijos de Abraham, pero no actúan como tales. Abraham es modelo de fe en Dios, pero ellos no son de Dios, pactan con la mentira y, para afirmarse, son capaces de matar: Por eso quieren matarme, les dice Jesús. El árbol se conoce por sus frutos. 

En el fondo está la dificultad que tenía la primera comunidad cristiana con la sinagoga, cada vez más orgullosa de su saber y de sus tradiciones, cada vez más intolerante y violenta. El Señor nos libra de toda tendencia al aislamiento que proviene de encerrarse en ideologías y tradiciones inflexibles. Obrar con intolerancia y agresividad contra quienes son diferentes, rechazar la verdad por aferrarse al propio juicio es ser esclavo, dice Jesús. Más aún, a quienes se dicen hijos de Abraham y de Dios, pero obran con mentira y falsedad, causan división y atentan contra la vida, Jesús los declara con extrema severidad esclavos del pecado e hijos del diablo. Eso es el tentador en la Biblia: mentiroso desde el principio, causante de división y enemigo de la vida.

martes, 8 de abril de 2025

Cuando sea levantado, conocerán que Yo-Soy (Jn 8, 21-30)

 P. Carlos Cardó SJ 

Cruz en la montaña, óleo sobre lienzo de Caspar David Friedrich (1808), Nueva Galería de Maestros, Dresde, Alemania

De nuevo Jesús les dijo: "Yo me voy y ustedes me buscarán. Pero ustedes no pueden ir a donde yo voy y morirán en su pecado".
Los judíos se preguntaban: "¿Por qué dice que a donde él va nosotros no podemos ir? ¿Pensará tal vez en suicidarse?".
Pero Jesús les dijo: "Ustedes son de abajo, yo soy de arriba. Ustedes son de este mundo, yo no soy de este mundo. Por eso les he dicho que morirán en sus pecados. Yo les digo que si ustedes no creen que Yo soy, morirán en sus pecados".
Le preguntaron: "Pero ¿quién eres tú?".
Jesús les contestó: "Exactamente lo que acabo de decirles. Tengo mucho que decir sobre ustedes y mucho que condenar, pero lo que digo al mundo lo aprendí del que me ha enviado: Él es veraz".
Ellos no comprendieron que Jesús les hablaba del Padre.
Y añadió: "Cuando levanten en alto al Hijo del Hombre, entonces conocerán que Yo soy y que no hago nada por mi cuenta, sino que sólo digo lo que el Padre me ha enseñado. El que me ha enviado está conmigo y no me deja nunca solo, porque yo hago siempre lo que le agrada a Él".
Esto es lo que decía Jesús, y muchos creyeron en él. 

En la cruz se revela la identidad humana y divina de Jesús. Rechazado por sus hermanos, humillado y condenado por las autoridades de su pueblo, será allí mismo reconocido por Dios, su Padre, que garantizará la verdad de su causa, lo revelará como su Hijo, y hará que brille en él su gloria, resplandor de su ser divino, la gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad (1,14), amor y lealtad. 

En el evangelio de Juan, cruz y resurrección son dos caras de un mismo misterio. Por eso, “levantado” significa a la vez crucificado y resucitado. Juan ve la pasión como glorificación. Ya antes Jesús había dicho que convenía que el Hijo del hombre fuera levantado como la serpiente de Moisés en el desierto, para que quienes lo vean sean salvados (Jn 3,15ss). Dirá, asimismo: Una vez que haya sido elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí (12,31). 

San Juan no ve en la muerte de Jesús un simple hecho natural, ni un simple asesinato político-religioso o una tragedia incomprensible. Para el evangelista, Jesús realiza en la cruz su vuelta al Padre. Pero como los contemporáneos de Jesús no conocen a Dios, tampoco reconocen al Hijo. Sus mismos discípulos, antes de vivir la experiencia de su resurrección, quedarán abrumados pensando que su muerte ha sido su más radical fracaso. Y en cierto modo nos ocurre a nosotros también algo semejante cuando pensamos en nuestra muerte no como una vuelta y encuentro definitivo con Dios, sino como mera separación y privación de la vida, como el fin irremediable de lo que somos, que hace inútil toda tentativa de ponernos a salvo. 

El que me envió está conmigo y no me deja solo, porque yo hago siempre lo que le agrada. Con esta certidumbre interior vive y muere Jesús. Su absoluta identificación con la voluntad de su Padre –que lo ha enviado para demostrar hasta dónde es capaz de llegar el amor que salva– hace que su aceptación de la muerte no sea pasiva, sino activa, como un acto supremo de entrega de la propia vida. Por eso los cristianos hablamos de la cruz de Jesús como una ofrenda y un sacrificio que nos salva. En la muerte de Jesús, culminación de una misión recibida, su Padre lo glorifica y da cumplimiento al proceso de revelarse al mundo como un Dios cercano. Por eso, el evangelio de San Juan ve en el Jesús levantado en la cruz la revelación de Yo-soy: Cuando levanten en alto al Hijo del hombre, entonces reconocerán que yo soy. 

Levantado en la cruz, Jesús revela quién es Dios y quien es él. Ya no se puede dudar, el Dios que en la persona de Jesús se ha acercado a nosotros es el Dios amor, capaz de cargar sobre sí el mal de sus hijos e hijas a quienes ama, capaz de perdonar y dar su vida a quienes lo llevan a la muerte. Sólo en la cruz conocemos en verdad quien es «Yo-soy» (Ex 3, 149. Por eso, Pablo dirá que el mensaje de la cruz es sabiduría y poder de Dios (1Cor 1,18ss). En la cruz se revela el Dios que libera de toda esclavitud. El abismo del mal es llenado por Dios con su amor incondicionado y sin límites, con el que vence al mal y quita el pecado del mundo. 

Se cumple así en sentido pleno la paradoja que José les hizo ver a sus hermanos en las consecuencias de su mala acción cometida contra él de venderlo como esclavo a los egipcios: Ustedes habían pensado hacerme el mal, pero Dios ha querido cambiarlo en bien, para hacer lo que estamos viendo: dar vida a un gran pueblo (Gen 50,20).

lunes, 7 de abril de 2025

Jesús, luz del mundo (Jn 8, 12-20)

 P. Carlos Cardó SJ 

Bendición de Cristo, óleo sobre lienzo de Francisco de Zurbarán (1638), Museo Nacional del Prado, Madrid, España

De nuevo les habló Jesús: “Yo soy la luz del mundo, quien me siga no caminará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.”
Le dijeron los fariseos: “Tú das testimonio a tu favor: tu testimonio no es válido.”
Jesús les contestó: “Aunque doy testimonio a mi favor, mi testimonio es válido, porque sé de dónde vengo y adónde voy; en cambio vosotros no sabéis de dónde vengo ni a dónde voy. Vosotros juzgáis según criterios humanos, yo no juzgo a nadie. Y si juzgase, mi juicio sería válido, porque no juzgo yo solo, sino con el Padre que me envió. Y en vuestra ley está escrito que el testimonio de dos personas es válido. Yo soy testigo en mi causa y es testigo también el Padre que me envió.”
Le preguntaron: “¿Dónde está tu padre?”. Jesús contestó: “Vosotros no me conocéis ni a mí ni a mi Padre. Si me conocierais a mí, conoceríais a mi Padre.”
Estas palabras las pronunció junto al lugar del tesoro, cuando enseñaba en el templo; pero nadie lo detuvo, porque no había llegado su hora. 

El contexto de este pasaje que trae el evangelista Juan es polémico. Los fariseos rebaten a Jesús su pretensión de ser el enviado definitivo de Dios y le dicen que su testimonio no es digno de crédito, es inaceptable, porque es una auto glorificación. Jesús les responde haciéndoles ver que conoce su origen y sabe cuál es sentido verdadero de la salvación. Su testimonio está confirmado por Dios. Por eso, falso no es lo que él dice de sí mismo sino la acusación que le hacen los fariseos Y los acusa de que no comprenden, son ignorantes de quién es Dios y juzgan con criterios mundanos. La pregunta que ellos le hacen, ¿Dónde está tu Padre?, es la prueba de que no saben ver la presencia de Dios y su actuar en la persona e historia de Jesús. 

En ese contexto, Jesús se identifica con la luz del mundo. Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no caminará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida. 

La luz es el primer resultado de la acción ordenadora que realiza el Creador. El cosmos sale de ella. En el evangelio de Juan, la luz equivale hace salir de las tinieblas, renacer; como el cosmos ordenado que sale de la oscuridad del caos. Viendo a Cristo nacemos a nuestro ser auténtico de hijos de Dios y hermanos entre nosotros. Nacemos de Dios, nacemos de lo alto, como le dijo Jesús a Nicodemo (Jn 3, 3.7). 

Dios es luz eterna e inextinguible, por quien vemos todo adecuadamente, en su ser verdadero, sin error. Por eso dice el salmo 36: En ti está la fuente viva y tu luz nos hace ver la luz… (Sal 36, 10). Jesucristo es luz gozosa de la santa gloria del Padre celeste e inmortal luz, nos saca de las tinieblas y nos hace andar a su luz, es la verdad que nos libra de toda mentira. Todo el cap. 8 (y el cuarto evangelio en general) está construido sobre esta contraposición luz - tiniebla, verdad - mentira, por Jesús o contra Jesús. 

Históricamente, este capítulo parece haber sido escrito por Juan para que su comunidad no se desaliente por las incomprensiones y hostilidades que sufren de parte de los judíos, que los expulsan de la sinagoga y los persiguen como herejes y subversivos. Asimismo, Juan enfrenta con su evangelio a los primeros errores que circulan sobre la verdadera identidad de Jesús: los cristianos de tendencias gnósticas le ven como portador de un eón celeste, pero no como verdadero Dios; los dualistas (ebionitas), afirmaban que Dios no se había encarnado realmente, y algunos decían que había tenido un meramente aparente (docetas). 

En cada creyente y en todas las épocas ocurren luchas interiores, se desencadenan resistencias al mensaje cristiano, pero no hay que desalentarse, hay que acercarse a la luz para ver con claridad. Conocer al Padre es llegar a la luz. Para eso fue enviado Jesucristo, para dárnoslo a conocer. Quien cree en Jesús llega a Dios, le ve como Padre, vive seguro, en amor, verdad y libertad (que son los temas característicos del cuarto evangelio). Lo contrario, no acoger a Jesús, no guiarse por sus enseñanzas, es ignorancia, mentira, esclavitud y muerte. 

Son palabras que nos reconfortan. Las resistencias que podemos hallar en nosotros mismos y en torno a nosotros hoy son las que la luz encontró desde el origen y seguirá enfrentando hasta el fin.

domingo, 6 de abril de 2025

V Domingo de Cuaresma - La mujer adúltera (Jn 8, 1-11)

 P. Carlos Cardó SJ 

Cristo y la adúltera, óleo sobre lienzo de Valentín de Boulogne (1620 aprox.), Museo Paul Getty, Los Ángeles, Estados Unidos

Jesús se dirigió al monte de los Olivos.
Por la mañana volvió al templo. Todo el mundo acudía a él y, sentado, los instruía.
Los escribas y fariseos le presentaron una mujer sorprendida en adulterio, la colocaron en el centro, y le dijeron: "Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés ordena que dichas mujeres sean apedreadas; tú, ¿qué dices?".
Decían esto para ponerlo a prueba, y tener de qué acusarlo. Jesús se agachó y con el dedo se puso a escribir en el suelo.
Como insistían en sus preguntas, se incorporó y les dijo: "Quien de vosotros esté sin pecado tire la primera piedra".
De nuevo se agachó y seguía escribiendo en el suelo.
Los oyentes se fueron retirando uno a uno, empezando por los más ancianos hasta el último. Jesús quedó solo con la mujer, que permanecía allí de pie en el centro. Jesús se incorporó y le dijo: "Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado? ".
Ella contestó: "Nadie, Señor. Jesús le dijo: "Tampoco yo te condeno. Ve, y en adelante, no peques más". 

El Hijo de Dios no ha venido para condenar sino para salvar (Jn 3,17). Su modo de ser choca con el modo de ser de los que se creen puros y juzgan a los demás. 

Éstos, los fariseos y doctores de la ley, le traen a una mujer que han sorprendido en adulterio. Según la ley (Lev 20,10), era un delito que se castigaba con la pena de muerte. Pero lo que ellos quieren realmente es juzgar a Jesús. Por eso le preguntan: Señor, esta mujer ha sido atrapada en adulterio. ¿Qué dices sobre ello? Si Jesús se opone al castigo, desautoriza la ley de Moisés; si lo aprueba, echa por tierra toda su enseñanza sobre la misericordia y contradice la autoridad con que él mismo ha perdonado a los pecadores. Al mismo tiempo, si afirma que se debe apedrear a la mujer, entra en conflicto con los romanos que prohíben a los judíos aplicar la pena de muerte; y si se opone, aparece en contra de las aspiraciones de los judíos de ejercer con autonomía sus derechos. La pregunta era capciosa por donde se la viera. 

Pero Jesús hace presente a Aquel que da la ley y es la fuente de toda justicia. Con esa autoridad tiene que hacer ver que el amor misericordioso ha de ser la norma de todo comportamiento humano. Por eso guarda silencio y con su gesto de ponerse a escribir con el dedo en el suelo, parece no interesarse en la cuestión planteada. 

La mujer, por su parte, con su dignidad por los suelos, no puede aducir nada; sólo aguarda la terrible condena. Pero ella no imagina que a su lado está quien personifica la misericordia. Sabe, sí, que su vida está en manos de ese rabí galileo llamado Jesús, que recorre los pueblos haciendo el bien a la gente y es amigo de pecadores y publicanos. No puede adivinar que él la conoce mejor que quienes la acusan, que ya la ha mirado con profunda compasión y que está dispuesto incluso a dar su vida por ella, como el pastor bueno que sale a buscar a la oveja perdida. De pronto, se escucha la voz de Jesús: indulta a la mujer, le otorga la remisión de la pena que podría corresponderle. Aquel de ustedes que no tenga pecado, que le tire la primera piedra, dice a los escribas y fariseos. Y se van retirando uno tras otro, comenzando por los más viejos. 

Se quedan solos Jesús y la mujer. “Quedaron frente a frente la mísera y la misericordia”, dice San Agustín. ¿Mujer, dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te ha condenado?, pregunta Jesús. Ninguno, Señor, responde ella con estupor por lo sucedido. Tampoco yo te condeno, añade Jesús. Puedes irte, pero no vuelvas a pecar. Un futuro de dignidad, de vida rehecha y transformada se abre para ella. 

Hay que detenerse a contemplar esta imagen de Jesús. A todos nos conviene porque a veces podemos ser duros e insensibles. El amor está por encima de la intransigencia, resuelve el pecado, vence al castigo. El amor integra, no discrimina, no excluye. 

Pensando en la pobre Iglesia de los pecadores, el P. Karl Rahner dejó esta reflexión: «Esta Iglesia está ante Aquel al que ha sido confiada, ante Aquel que la ha amado y se ha entregado por ella para santificarla, ante Aquel que conoce sus pecados mejor que los que la acusan. Pero él calla. Escribe sus pecados en la arena de la historia del mundo que pronto se acabará y con ella su culpa. Calla unos instantes que nos parecen siglos. Y condena a la mujer sólo con el silencio de su amor, que da gracia y sentencia libertad. En cada siglo hay nuevos acusadores de ‘esta mujer’ y se retiran una y otra vez comenzando por el más anciano. Uno tras otro. Porque no había ninguno que estuviese sin pecado. Y al final el Señor estará solo con la mujer. Y entonces se levantará y mirará a la adúltera, su esposa, y le preguntará: ¿Mujer, dónde están los que te acusaban?, ¿ninguno te ha condenado? Y ella responderá con humildad y arrepentimiento inefables: Ninguno, Señor. Y estará extrañada y casi turbada porque ninguno lo ha hecho. El Señor empero irá hacia ella y le dirá: Tampoco yo te condenaré. Besará su frente y le dirá: Esposa mía, Iglesia santa». (Karl Rahner, Iglesia de los pecadores).

sábado, 5 de abril de 2025

Jesús, Mesías de Nazaret (Jn 7, 40-53)

 P. Carlos Cardó SJ 

Cristo y los fariseos, ilustración de Harold Copping publicada en The Bible Story Book (1923)

En aquel tiempo, algunos de los que habían escuchado a Jesús comenzaron a decir: "Éste es verdaderamente el profeta".
Otros afirmaban: "Éste es el Mesías".
Otros, en cambio, decían: "¿Acaso el Mesías va a venir de Galilea? ¿No dice la Escritura que el Mesías vendrá de la familia de David, y de Belén, el pueblo de David?".
Así surgió entre la gente una división por causa de Jesús. Algunos querían apoderarse de él, pero nadie le puso la mano encima.
Los guardias del templo, que habían sido enviados para apresar a Jesús, volvieron a donde estaban los sumos sacerdotes y los fariseos, y éstos les dijeron: "¿Por qué no lo han traído?".
Ellos respondieron: "Nadie ha hablado nunca como ese hombre".
Los fariseos les replicaron: "Acaso también ustedes se han dejado embaucar por él? ¿Acaso ha creído en él alguno de los jefes o de los fariseos? La chusma ésa, que no entiende la ley, está maldita".
Nicodemo, aquel que había ido en otro tiempo a ver a Jesús, y que era fariseo, les dijo: "¿Acaso nuestra ley condena a un hombre sin oírlo primero y sin averiguar lo que ha hecho?".
Ellos le replicaron: "¿También tú eres galileo? Estudia las Escrituras y verás que de Galilea no ha salido ningún profeta".
Y después de esto, cada uno de ellos se fue a su propia casa. 

Durante la Fiesta de Sucot o de las Cabañas, Jesús tiene una larga controversia con los judíos de Jerusalén sobre su origen e identidad. No podían negar que Jesús les hablaba con una autoridad y sabiduría muy superior a la de sus maestros y doctores del templo; pero, al mismo tiempo, les decepcionaba su realidad tan humana y su origen tan humilde. 

Por esto, muchos al oírlo, pensaron que era un farsante porque sabían que era galileo y el Mesías tenía que ser de la familia de David y nacido en Belén de Judea. Otros se quedaron a medio camino y creyeron ver en él al Profeta que, según el libro del Deuteronomio (capítulo 18) vendría como otro Moisés para hablarles de Dios mejor que nadie. Y otros, en fin, se adhirieron a Jesús, reconociéndolo como el Cristo que vendría a dar cumplimiento a las promesas de Dios y establecer su Reino. 

¿Un Mesías de Galilea? Desde el comienzo de su evangelio Juan pone esta cuestión como la dificultad que más sintieron los judíos para aceptar a Jesús. Uno de sus primeros discípulos, Natanael, se extrañó cuando su amigo Felipe le dijo que habían reconocido en Jesús de Nazaret a aquel de quien hablaron Moisés y los profetas, y exclamó: ¿De Nazaret puede salir algo bueno? (Jn 1,46). Según la concepción de la época, el Mesías tenía que aparecer en majestad, vinculado a lo más glorioso de la historia de la nación: la monarquía davídica. Por esto, en torno a esta cuestión se produjeron los mayores enfrentamientos entre los judíos –sobre todo del partido de los fariseos– con los primeros cristianos. La pretensión de éstos de proponer a Jesús como el Salvador del mundo les parecía insensata: ¿cómo podía haber sido el Mesías un hombre de orígenes tan humildes? 

En el fondo lo que escandalizaba era la humanidad del Hijo de Dios. No aceptaron un salvador de nuestra propia carne. No aceptaron que precisamente por ser de nuestra carne, es salvación de toda carne. Al negarse a ver en el hombre concreto, Jesús de Nazaret, la encarnación de Dios, les fue imposible ver la salvación a través de lo humano. Hoy también, al negarse a ver en la humanidad de Jesús el camino hacia su realización perfecta como personas, muchos niegan validez a los valores que su forma de ser hombre les exige. Prefieren una fe vacía, un cristianismo ideologizado, desencarnado,  falsamente espiritual, que no toca realmente la vida concreta de los humanos y la transforma. Pero Dios ha querido revelarse en nuestra realidad y elevarla. Es en lo humano donde podemos tener acceso a él. De otro modo, Jesucristo deja de ser mediador entre Dios y los hombres y Dios sigue siendo el gran desconocido, a quien nadie ha visto jamás, y cuyo mensaje no afecta para nada la vida de la gente y la situación del mundo. 

Desde su infancia, la vida de Jesús, y sobre todo su muerte en cruz, es signo de contradicción (Lc 2, 34), piedra de escándalo con la que chocan las diversas maneras de entender a Dios y de relacionarse el hombre con Dios. Jesús no se impone; no tienen sentido la fe y el amor impuestos. Pero su palabra y el ejemplo de su vida mueven a una definición: o se está con él o se está contra él. Él es la Palabra en la que Dios se nos dice. A cuantos la recibieron… les dio la capacidad de ser hijos de Dios (Jn 1, 12), es decir, de convertirse en lo que la Palabra es y participar de la vida divina como hijos en el Hijo. Esta Palabra habla en el corazón de todo ser humano, atrayéndolo al amor y a la justicia, todos pueden escucharla y responder a ella.

viernes, 4 de abril de 2025

Origen e identidad de Jesús (Jn 7, 1-2.10.25-30)

 P. Carlos Cardó SJ 

Jesús entre los doctores, óleo sobre lienzo de Giovanni Paolo Panini (1725 aprox.), Museo Nacional del Prado, Madrid, España

Después de esto, Jesús recorría la Galilea; no quería transitar por Judea porque los judíos intentaban matarlo.
Se acercaba la fiesta judía de las Tiendas. Sin embargo, cuando sus hermanos subieron para la fiesta, también él subió, pero en secreto, sin hacerse ver.
Algunos de Jerusalén decían: "¿No es este aquel a quien querían matar? ¡Y miren como habla abiertamente y nadie le dice nada! ¿Habrán reconocido las autoridades que es verdaderamente el Mesías?  Pero nosotros sabemos de dónde es este; en cambio, cuando venga el Mesías, nadie sabrá de dónde es".
Entonces Jesús, que enseñaba en el Templo, exclamó: "¿Así que ustedes me conocen y saben de dónde soy? Sin embargo, yo no vine por mi propia cuenta; pero el que me envió dice la verdad, y ustedes no lo conocen. Yo sí lo conozco, porque vengo de él y es él el que me envió".
Entonces quisieron detenerlo, pero nadie puso las manos sobre él, porque todavía no había llegado su hora. 

Jesús evita el conflicto. La hora de enfrentar a la maldad del mundo y vencerla en la cruz aún no ha llegado. Por eso no va todavía a Jerusalén y se queda predicando en Galilea. Se acercaba la fiesta de las tiendas de campaña (fiesta de sucot o sukkot) en la que, hasta hoy, los judíos recuerdan las vicisitudes que pasaron en el éxodo, teniendo que vivir en chozas en el desierto.  Sus hermanos le sugieren que vaya para que puedan ver allí las obras que haces, pero Jesús decide ir después de ellos y en privado. 

Llegado a Jerusalén, no duda en ponerse a predicar en el templo a la vista de todos. Los allí presentes, que saben que los dirigentes lo quieren matar, se sorprenden y se preguntan cómo le dejan hablar en público. Llegan a pensar que los fariseos y las autoridades del templo ya se convencieron de que Jesús es el Mesías, pero esto no resulta claro porque los orígenes del Mesías debían ser ocultos. Según la concepción de la época, el Cristo tenía que permanecer escondido y desconocido antes de aparecer gloriosamente en público. Su llegada estaría precedida por la venida de Elías (el mayor de los profeta) que lo daría a conocer. Esta manera de pensar lleva a muchos judíos a rechazar a Jesús como Mesías porque saben que viene del pueblo de Nazaret, en Galilea, y que es un simple carpintero convertido en un rabí itinerante. Pero se equivocan, en realidad no saben de dónde viene ni quién es. No saben que viene de Dios, que tiene en Dios su verdadero origen. 

Jesús oye estos comentarios y aborda el tema de su origen e identidad. Lo hace enérgicamente, levantando la voz. Su grito resuena hasta hoy. Su palabra, sus obras y su persona interpelan, suscitan hoy como entonces las mismas reacciones a favor o en contra de él, de acogida o rechazo, de aceptación o de hostilidad. Por un lado, la gente se admira de su autoridad y sabiduría; pero por otro, les decepciona su realidad tan humana y humilde, que no corresponde a la idea que tienen del Mesías. Por un lado, están los que dictan la manera como Dios debe actuar y pretenden hacerle decir lo que les conviene; por otro están los sencillos de corazón que confían en Dios, acogen su palabra y hacen su voluntad. Los primeros no están dispuestos a renunciar a sus convicciones, no permiten que Dios les cambie sus intereses egoístas; los segundos llegan a ver en el ejemplo de Jesús el camino que los conduce a la vida verdadera. 

Jesús habla de su origen. Él no ha venido por su propia cuenta, sino que ha sido enviado por aquel que dice la verdad. Es el Hijo, que está desde el principio con el Padre. La razón de no reconocerlo como el Enviado es que no conocen a Dios. Pero esta pretensión de provenir de Dios y de ser igual a él, les resulta insoportable. No advierten que desde el origen de la humanidad, los hombres han pretendido ser iguales a Dios (la tentación de Adán) por presunción orgullosa, mientras que Jesús llama Padre mío a Dios, porque vive un experiencia absolutamente peculiar de ser el Hijo, que todo lo recibe del Padre para darlo a los hermanos, realizando así la obra de Dios, que es ofrecer a todos el don de su amor salvador. 

Esta experiencia que tiene Jesús de su cercanía e intimidad con Dios, le hace no poder entenderse a sí mismo sino como el Hijo; no poder hablar sino con la convicción de que Dios se comunica en sus palabras; no poder actuar sino realizando obras en las que es Dios mismo quien sana y perdona. En la persona de Jesús, Dios se da a conocer de un modo humano. Ningún fundador de religión se ha atrevido a considerarse así; de haberlo hecho, habría sido considerado un loco, un blasfemo o un embustero. Y esto fue lo que pensaron de Jesús sus contemporáneos. Entonces los jefes de los sacerdotes, de acuerdo con los fariseos, enviaron guardias para que lo detuvieran. 

Tocamos aquí la tesis central del evangelio de San Juan, expresada ya en su prólogo: Jesús es la Palabra, la comunicación plena de Dios a la humanidad, que estaba desde el principio en Dios y era Dios. Estaba en el mundo, pero el mundo no la reconoció. Vino a los suyos, pero los suyos no la recibieron. A cuantos la recibieron, a todos los que creen en su nombre, les dio la capacidad de ser hijos e hijas de Dios. Nosotros lo hemos conocido y creemos en él. Nos toca demostrar nuestra capacidad de comportarnos como hijos e hijas de Dios.

jueves, 3 de abril de 2025

El testimonio válido sobre Jesús (Jn 5, 31-47)

 P. Carlos Cardó SJ 

Cristo Salvador, mosaico de autor anónimo del siglo XII, ábside de la Catedral de Monreale, Sicilia, Italia

Jesús les dijo: "Si yo hago de testigo en mi favor, mi testimonio no tendrá valor. Pero Otro está dando testimonio de mí, y yo sé que es verdadero cuando da testimonio de mí. Ustedes mandaron interrogar a Juan, y él dio testimonio de la verdad. Yo les recuerdo esto para bien de ustedes, para que se salven, porque personalmente yo no me hago recomendar por hombres. Juan era una antorcha que ardía e iluminaba, y ustedes por un tiempo se sintieron a gusto con su luz. Pero yo tengo un testimonio que vale más que el de Juan: son las obras que el Padre me encomendó realizar. Estas obras que yo hago hablan por mí y muestran que el Padre me ha enviado. Y el Padre que me ha enviado también da testimonio de mí. Ustedes nunca han oído su voz ni visto su rostro; y tampoco tienen su palabra, pues no creen al que él ha enviado. Ustedes escudriñan las Escrituras pensando que encontrarán en ellas la vida eterna, y justamente ellas dan testimonio de mí. Sin embargo, ustedes no quieren venir a mí para tener vida. Yo no busco la alabanza de los hombres. Sé sin embargo que el amor de Dios no está en ustedes, porque he venido en nombre de mi Padre, y ustedes no me reciben. Si algún otro viene en su propio nombre, a ese sí lo acogerán. Mientras hacen caso de las alabanzas que se dan unos a otros y no buscan la gloria que viene del Único Dios, ¿cómo podrán creer? No piensen que seré yo quien los acuse ante el Padre. Es Moisés quien los acusa, aquel mismo en quien ustedes confían. Si creyeran a Moisés, me creerían también a mí, porque él escribió de mí. Pero si ustedes no creen lo que escribió Moisés, ¿cómo van a creer lo que les digo yo?”. 

La controversia de Jesús con los fariseos y escribas acerca de la autoridad con que enseña y con que realiza signos milagrosos está presentada por el evangelista Juan como un juicio ante un tribunal. Por una parte, está Jesús el acusado y por otra los judíos, por un lado, la fe y por otra la incredulidad. Jesús es acusado y se defiende aportando testimonios válidos a su favor, el de Juan Bautista, su precursor, y, en definitiva, el del mismo Dios, su Padre, que habla a través de las Escrituras santas y actúa por medio de las obras que Jesús realiza. Argumentando así, Jesús pasa de acusado a acusador. Y consigue algo más: que la confrontación trascienda el espacio y el tiempo y llegue hasta nosotros hoy y nos concierna. 

Jesús pone de testigo en favor suyo a Juan Bautista, su autoridad y prestigio entre los judíos era innegable. Pero su testimonio no puede ser el definitivo pues, a fin de cuentas, era un hombre con una autoridad que le había sido dada de lo alto. Se le reconoce como una lámpara luminosa, pero no era la luz, sino el portador de la luz que le venía de Dios. Además, Juan Bautista correspondía al pasado. De modo que el único y auténtico testigo y garante de Jesús, antes y en el presente, sólo podía ser Dios, su Padre. 

En efecto, Dios había hablado por medio de las Escrituras y se podía ver que actuaba por medio de las obras que Jesús realizaba, pero no basta conocer las Escrituras y ver las obras, es preciso previamente amar incondicionalmente a Dios, respetar su libre actuar y aceptar su voluntad aunque contradiga el propio sentir o parecer. Cuando esto no ocurre, no se comprende al Hijo, no se le sigue y se le rechaza. De esto acusa Jesús a sus contemporáneos y al mundo. No aman a Dios, no comprenden ni acogen a su Hijo. Estudian las Escrituras, pero no para conocer a Dios y oír su palabra, sino para justificarse a sí mismos y procurarse gloria unos a otros. En ningún momento se han mostrado dispuestos a cambiar para poder conocer la voluntad de Dios y llevarla a la práctica. 

Los adversarios de Jesús, en el fondo, no tienen fe en él porque no han escuchado lo que dicen las Escrituras que muestran cómo el amor del Padre al Hijo es dado también a los hombres. Han preferido creer en sus tradiciones y costumbres religiosas, basadas en falsas interpretaciones de la ley, y para aparecer como fieles cumplidores de ella y de las tradiciones, se oponen a Jesús. Se hacen así los garantes del cumplimiento de la ley y obtienen fama de justos. No han sido capaces de reconocer que la ley encuentra su pleno cumplimiento en las enseñanzas de Jesús y que de él hablaron los profetas. 

Son muchas las resistencias que oponemos a la Palabra. No nos creemos el amor de Dios y nos cuesta reconocer que los caminos del Señor pueden ser distintos a nuestros caminos. En la raíz de todo está la falta de confianza en Dios, que lleva a poner la seguridad en sí mismo y en la gloria, fama o poder que se conquista. No amar y confiar en Dios es quedar esclavo del egoísmo. Eso conduce a desconocer la propia identidad de hijos o hijas, que lleva a su vez a desinteresarse del hermano y a querer usurpar el lugar de Dios. Sólo quien vive como hijo o hija reconoce que la vida es un don, y se realiza en la entrega a los demás y en la comunión con el prójimo. Toda la Escritura habla de esto: somos creados, criaturas, don del amor de Dios. Pero nos hacemos sordos a su palabra y dejamos que otras palabras entren en nosotros y nos convenzan.

miércoles, 2 de abril de 2025

Jesús hace las obras del Padre (Jn 5, 17-30)

 P. Carlos Cardó SJ 

La bendición de Cristo, técnica mixta sobre tabla de Fernando Gallego (1494 – 1496), Museo del Prado, Madrid, España

En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: "Mi Padre sigue actuando, y yo también actúo."
Por eso los judíos tenían más ganas de matarlo: porque no sólo abolía el sábado, sino también llamaba a Dios Padre suyo, haciéndose igual a Dios.
Jesús tomó la palabra y les dijo: "Os lo aseguro: El Hijo no puede hacer por su cuenta nada que no vea hacer al Padre. Lo que hace éste, eso mismo hace también el Hijo, pues el Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que él hace, y le mostrará obras mayores que ésta, para vuestro asombro. Lo mismo que el Padre resucita a los muertos y les da vida, así también el Hijo da vida a los que quiere. Porque el Padre no juzga a nadie, sino que ha confiado al Hijo el juicio de todos, para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo no honra al Padre que lo envió. Os lo aseguro: Quien escucha mi palabra y cree al que me envió posee la vida eterna y no se le llamará a juicio, porque ha pasado ya de la muerte a la vida. Os aseguro que llega la hora, y ya está aquí, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que hayan oído vivirán. Porque, igual que el Padre dispone de la vida, así ha dado también al Hijo el disponer de la vida. Y le ha dado potestad de juzgar, porque es hijo de hombre. No os sorprenda, porque viene la hora en que los que están en el sepulcro oirán su voz: los que hayan hecho el bien saldrán a una resurrección de vida; los que hayan hecho el mal, a una resurrección de juicio. Yo no puedo hacer nada por mí mismo; según le oigo, juzgo, y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió. 

Los judíos han decidido matar a Jesús por no respetar el sábado y hacerse igual a Dios. Pero él sigue hablando públicamente de su misión y afirma que él hace lo que hace Dios, su Padre. Pues el Padre ama al Hijo y le manifiesta todas sus obras. Con estas palabras, reivindica para sí una peculiarísima relación recíproca con Dios, que le hace situarse ante él y percibirse a sí mismo como su Hijo único, que se hizo hombre por obra del Espíritu divino. Por ese mismo Espíritu se nos comunica el amor-vida de Dios y la Trinidad santa permanece en nosotros. Los tres, Padre, Hijo, Espíritu son idénticos en el ser, entender, juzgar y obrar. Los tres realizan la misma acción: aman, se manifiestan, dan vida, envían, oyen, elevan y resucitan. Y son esas las acciones divinas que Jesús realiza para darnos su vida. 

Al mismo tiempo, que Jesús desvela la identidad de Dios, revela también la identidad del ser humano, por haber sido creado a imagen y semejanza de su Creador. De modo que de la idea que se tiene de Dios sale la idea que se tiene de la persona humana. De la identidad de Dios como Padre, que Jesús nos transmite, sale nuestra identidad de hijos e hijas, y por tanto de hermanos y hermanas entre nosotros. Jesús nos revela un Dios que no es un ser solitario, sino una comunidad de personas; correlativamente nos revela que el ser humano, imagen de Dios, no realiza su vida en solitario sino en amor, fraternidad, solidaridad. 

La obra que el Padre realiza por medio de su Hijo Jesucristo consiste en crear fraternidad entre sus hijos. Esa obra se convierte en la norma del que sigue a Jesús y supera el ordenamiento moral establecido en la Ley dada a Moisés. Quien cree en él, adhiriéndose en la práctica a su modo de ser y de obrar, tiene vida eterna. 

La fe en Jesús y la aceptación vital de su mensaje se convierte para el creyente en una forma de vida que tiene una calidad, un valor de eternidad más allá de la muerte. Quien la asume ha pasado ya de muerte a vida. La muerte para él será el paso al nivel de vida plena, salvada, resucitada, que sólo puede darse en Dios. El texto resalta dos prerrogativas exclusivas de Dios: resucitar/dar vida y juzgar. Esas prerrogativas el Padre se las da al Hijo y éste las realiza en quien cree en él. Por eso dice: Yo les aseguro que quien acepta lo que yo digo y cree en el que me envió, tiene la vida eterna; no sufrirá un juicio de condenación, sino que ha pasado de la muerte a la vida. 

Finalmente, el texto de Juan habla del juicio o del dictar sentencia. Jesús tiene el poder de regenerar como hijos de Dios a los que lo acogen y creen en él. Asimismo, ha recibido de su Padre el poder de dar vida y resucitar. Por eso, quien rechaza a Jesús y su palabra, rechaza el don de salvación que Dios ofrece por medio de su Hijo, se impide ser beneficiario de su voluntad y de su poder de darle vida eterna. Se puede decir, entonces, que el juicio, el dar sentencia, no es un acto judicial como el que los hombres realizamos en nuestros tribunales, sino la manifestación del amor, cercanía y unión a Dios que hay en los que están a favor de Jesús o, al contrario, la manifestación del rechazo, distancia y separación de quienes han obrado en contra de Jesús y de su enseñanza y, por tanto, en contra de los hermanos. El juicio se realiza ahora, en la toma de posición y confrontación de cada uno con la Palabra de Jesús. Honrar y escuchar al Hijo es salvarse, pasar de la muerte a la vida plena. A la hora de la muerte caerá el velo y se hará patente la verdad de cada uno.