domingo, 7 de septiembre de 2025

Domingo XXIII del Tiempo Ordinario – Tome su cruz (Lc 14, 25-33)

 P. Carlos Cardó SJ 

¡Compasión!, óleo sobre lienzo de William-Adolphe Bouguereau (1897), Museo de Orsay, París, Francia

En aquel tiempo, caminaba con Jesús una gran muchedumbre y él, volviéndose a sus discípulos, les dijo: "Si alguno quiere seguirme y no me prefiere a su padre y a su madre, a su esposa y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, más aún, a sí mismo, no puede ser mi discípulo. Y el que no carga su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo. Porque, ¿quién de ustedes, si quiere construir una torre, no se pone primero a calcular el costo, para ver si tiene con qué terminarla? No sea que, después de haber echado los cimientos, no pueda acabarla y todos los que se enteren comiencen a burlarse de él, diciendo: ‘Este hombre comenzó a construir y no pudo terminar’.
¿O qué rey que va a combatir a otro rey, no se pone primero a considerar si será capaz de salir con diez mil soldados al encuentro del que viene contra él con veinte mil? Porque si no, cuando el otro esté aún lejos, le enviará una embajada para proponerle las condiciones de paz. Así pues, cualquiera de ustedes que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo". 

Seguir a Jesús es mucho más que admirarlo. La gente tiene ídolos: artistas, cantantes, futbolistas…, admira también a uno que otro personaje del mundo de la cultura, de la política o del arte, y a quienes entregan su vida por una causa noble. Pero son muy raros los que, por admirar a alguien, cambian su propia vida. Jesús no quiere admiradores, quiere seguidores que lo imiten. Ven y sígueme, dice. Ejemplo les ha dado para que me imiten… 

Por eso no duda en dejar sentadas dos condiciones básicas para ser sus seguidores: la primera consiste en preferirlo a él por encima de todo, incluso por encima de aquellos con quienes estamos ligados con vínculos profundísimos. Dice al respecto: Si alguno quiere venir conmigo y no está dispuesto a posponer a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, hermanos y hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser mi discípulo. Jesús es claro, habla de “post-poner”; no dice reprimir, ni sofocar, ni ignorar los afectos, sino situarlos detrás, para vivirlos en él y orientados a él. Lo más hermoso que una persona puede hacer es cultivar sus afectos para amar en verdad, con ternura, atención y dedicación sobre todo a la familia, y por eso hay un mandamiento de la ley de Dios que nos lo recuerda. Pero aun así, hay que preferir a Dios por encima de los seres queridos, que no pueden convertirse en un obstáculo para el cumplimiento de su voluntad. 

La segunda condición que Jesús plantea al discípulo es la disponibilidad para cargar la cruz detrás de él. Cargar con su cruz no significa añadir un peso más a las dificultades que trae la vida, ni puede interpretarse como provocarse y arrastrar dolores y pesares, sino asumir con coraje un estilo de vida coherente con los valores del evangelio y del reino de Dios, lo cual muchas veces puede llevarnos a obrar contra las propias tendencias opuestas y a aceptar las consecuencias de sacrificio y renuncia que eso nos puede traer. Y todo ello en virtud de una motivación íntima muy personal, en nada abstracta o meramente moral o ascética: la de querer seguir e imitar de alguna manera a nuestro Señor Jesucristo, autor y perfeccionador de la fe, el cual, por la alegría que esperaba, soportó sin acobardarse la cruz, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios (Hebr 12, 2). 

Por la alegría que esperaba, Jesús soportó la cruz sin acobardarse. No se trata, por tanto, de ensombrecerse la vida. Quien se determina a seguir a Jesús, comprobará que la vida no se le torna triste y sombría después de tanta renuncia y sacrificio, sino que su amor a Jesús y a su causa le permite experimentar el sentido y plenitud que la vida adquiere cuando está centrada en Dios. Sólo así uno percibe que Dios no rivaliza con nosotros ni nos hurta nada de lo que necesitamos para ser felices; él sólo se opone a lo que nos daña o deshumaniza, nos da lo que necesitamos y no se deja ganar en generosidad. Cuando uno se confía al amor del Señor y se determina a seguirlo como el valor supremo de su vida, comprueba que ese amor no le quita nada, sino que lo engrandece, lo hace desarrollarse y crecer hasta alcanzar aquella plenitud de realización que sólo en Dios se puede encontrar. Cristo ama nuestra vida y nos enseña a vivirla. 

Las dos comparaciones que siguen a continuación, del constructor de la torre y del rey que sale a combatir, sirven para comprender que la determinación de seguir así a Jesús no puede ser fruto de un mero sentimiento o entusiasmo voluntarista y presuntuoso, sino una opción de vida tomada con plena conciencia, reflexión y responsabilidad. Quien quiere emprender algo grande, antes examina si cuenta con los recursos suficientes para llevarlo a cabo. La gran empresa aquí consiste en seguir a Jesús. En ella, la persona se juega el logro de su vida. Por eso Jesús no busca a irreflexivos, sino a personas que saben a qué se comprometen. 

La consecuencia con que acaba Jesús su exhortación no puede ser más tajante –su traducción exacta sería ésta: Así, pues, aquel de ustedes que no pone aparte todo lo que tiene, no puede ser mi discípulo. El auténtico discípulo sabe que sólo dejando de lado los bienes de la tierra, por grandes y atractivos que sean, podrá vivir la existencia plena que sólo Dios le puede dar.

sábado, 6 de septiembre de 2025

El Hijo del hombre señor del sábado (Lc 6, 1-5)

 P. Carlos Cardó SJ 

Cristo en los campos de cereales, óleo sobre lienzo de Johannes Raphael Wehle (1900), Colección de Arte de Anvil House, Wellington, Nueva Zelanda

Un sábado, Jesús atravesaba un sembrado; sus discípulos arrancaban espigas y, frotándolas con las manos, se comían el grano.
Unos fariseos les preguntaron: "¿Por qué hacéis en sábado lo que no está permitido?".
Jesús les replicó: "¿No habéis leído lo que hizo David, cuando él y sus hombres sintieron hambre? Entró en la casa de Dios, tomó los panes presentados, que sólo pueden comer los sacerdotes, comió él y les dio a sus compañeros."
Y añadió: "El Hijo del Hombre es señor del sábado."

El texto expone la contraposición de la ley y el Espíritu, la muerte y la vida, la opresión y la libertad. Nos invita a revisar nuestra vida, pero principalmente nuestra práctica de la fe, para procurar crecer en la libertad interior de la que da ejemplo Jesús, “el hombre libre”, a fin de ser conducidos por su Espíritu del amor y no por la obligación y simple sujeción a las normas. 

El relato es muy sencillo. Los discípulos de Jesús atraviesan un campo sembrado de trigo, arrancan espigas, las restriegan entre las manos y se comen los granos. Pero eso está prohibido en sábado. Para Jesús, en cambio, no significa nada porque él trae el tiempo nuevo de la misericordia y de la gracia, inaugura el sábado eterno de la comunión entre Dios y los hombres. Por eso ha dicho, a propósito del ayuno que sus discípulos no practican (Lc 5, 33ss), que ahora es el tiempo de la boda y no se puede ayunar mientras el novio está presente; ya llegará el día en que se les quitará al novio, entonces ayunarán. Jesús inaugura y lleva a culminación el tiempo mesiánico, tiempo del banquete de las bodas entre Dios y la humanidad. 

Los fariseos ven a los discípulos de Jesús arrancando las espigas y los critican: ¿Por qué hacen lo que no está permitido en sábado? Ellos son los “puros”, que conocen ley en sus mínimos detalles, pero no conocen a Dios. Oprimidos en la red de preceptos y prohibiciones en que sus rabinos han desmenuzado la ley de Moisés (¡39 obras prohibidas en sábado!), no imaginan cómo se puede amar y servir a Dios con libertad, no entienden que una religión reducida a normas y prohibiciones sacrifica la vida, el amor y la libertad; como dirá San Pablo: la ley se les convirtió en muerte porque la letra de la ley mata, mientras que el Espíritu da vida (2 Cor 3,5). 

Jesús responde a los fariseos con el estilo rabínico de argumentación a base de citas bíblicas (en este caso, 1 Sam 21, 2-7) para demostrar que él está por encima de la ley. Si David y su gente, cuando pasaron hambre, entraron en el templo y comieron los panes de la ofrenda, que sólo pueden comer los sacerdotes, es claro que la necesidad vital está por encima de las leyes rituales. Al decir esto, Jesús se ponía por encima, no sólo del rey David, sino del legislador que había dado aquellas normas. Al afirmar luego rotundamente: El Hijo del hombre es señor del sábado, expresó una pretensión inaudita. En efecto, si algo es superior al sábado eso sólo es Dios; por consiguiente, si Jesús afirma su superioridad sobre el sábado y sobre la ley, reclama para sí el mismo nivel de autoridad de Dios. 

Esto lo reconoce el teólogo judío, Jacob Neuser (Un Rabino habla con Jesús), citado por Benedicto XVI en su libro Jesús de Nazaret. «Ahora me doy cuenta de que lo que Jesús me exige, sólo me lo puede pedir Dios», dice Neuser, y lo explica: Jesús no fue simplemente un rabino reformador, que interpretó de un modo liberal las restricciones del sábado… Jesús se ve a sí mismo como la Torá, como la palabra de Dios en persona. Esto tiene su fundamento y justificación en la pretensión de Jesús de ser, junto con la comunidad de sus discípulos, el origen y centro de un nuevo Israel. El cambio de la estructura social, es decir, la transformación del «Israel eterno» en una nueva comunidad y la reivindicación de Jesús de ser Dios, están directamente relacionadas entre sí. Si Jesús es Dios, tiene el poder y el título para tratar la Torá como Él lo hace. Sólo en este caso puede reinterpretar el ordenamiento mosaico de los mandamientos de Dios de un modo tan radical, como sólo Dios mismo, el Legislador, puede hacerlo. 

Volviendo al texto de Lucas (o a sus paralelos de Mc 2, 23-28 y Mt 12,1-14), hay que reconocer que, implícitamente, se presenta a Jesús con los atributos de Mesías davídico, sacerdote, Dios con nosotros, Emmanuel. David es el rey santo que prefigura al Mesías-rey; Jesús es descendiente suyo, heredero de su trono, pero el que lleva a plenitud la profecía del reinado de Dios. Se menciona la casa de Dios, y Jesús dirá que su cuerpo es el nuevo templo, que no podrá ser destruido. Jesús es la morada de Dios entre nosotros, en su humanidad se encarna el Hijo eterno del Padre, habita en él la plenitud de la divinidad corporalmente (Col 2, 9). David y su gente comieron los panes de la ofrenda, que no eran más que un recordatorio de la providencia con que Dios sostenía a su pueblo, y un tímido símbolo del verdadero pan de vida que Jesús dará con su cuerpo entregado y hecho comida de vida eterna. Los sacerdotes eran los que tenían acceso a la casa de Dios, pero con Jesús se abre para todos el acceso a Dios, como dice el autor de la carta a los Hebreos (9, 11-12): Cristo vino como el sumo sacerdote que nos consigue los nuevos dones de Dios, y entró en un santuario más noble y más perfecto, no hecho por hombres, es decir, que no es algo creado. Y no fue la sangre de chivos o de novillos la que le abrió el santuario, sino su propia sangre, cuando consiguió de una sola vez la liberación definitiva.

viernes, 5 de septiembre de 2025

Lo nuevo y lo viejo (Lc 5, 33-39)

 P. Carlos Cardó SJ 

Cargador de odres de vino, díptico elaborado en óleo sobre lienzo de Niko Pirosmani (1919), Museo Estatal de Bellas Artes de Georgia, Tbilisi, Georgia

En aquel tiempo, los fariseos y los escribas le preguntaron a Jesús: “¿Por qué los discípulos de Juan ayunan con frecuencia y hacen oración, igual que los discípulos de los fariseos, y los tuyos, en cambio, comen y beben?”.
Jesús les contestó: “¿Acaso pueden ustedes obligar a los invitados a una boda a que ayunen, mientras el esposo está con ellos? Vendrá un día en que les quiten al esposo, y entonces sí ayunarán”.
Les dijo también una parábola: Nadie rompe un vestido nuevo para remendar uno viejo, porque echa a perder el nuevo, y al vestido viejo no le queda el remiendo del nuevo. Nadie echa vino nuevo en odres viejos, porque el vino nuevo revienta los odres y entonces el vino se tira y los odres se echan a perder. El vino nuevo hay que echarlo en odres nuevos y así se conservan el vino y los odres. Y nadie, acabando de beber un vino añejo, acepta uno nuevo, pues dice: ‘El añejo es mejor’  

Jesús se había sentado a la mesa de Mateo el publicano junto con otros pecadores públicos. Este gesto sugiere la idea de que los pecadores podrán tener un lugar en la mesa de los elegidos, lo cual molesta a los fariseos pues echa por tierra la imagen del dios discriminador que ellos transmiten. Ellos, junto con los sumos sacerdotes y doctores de la ley se han hecho los representantes de ese dios, atribuyéndose el poder de juzgar a la gente, y determinar quiénes tienen derecho a la salvación y quiénes no. Para enfrentar y desacreditarlo en público se valen de la cuestión del ayuno, poniendo como modelo el proceder del Bautista, distinto del de Jesús, y le dicen: Los discípulos de Juan ayunan con frecuencia… y del mismo modo los de los fariseos; en cambio tus discípulos comen y beben. 

Discretamente, Jesús procura hacerles ver que con su presencia se abre la era mesiánica y se inicia la venida del reino de Dios. Si abrieran los ojos se darían cuenta de que se está viviendo ya el tiempo de la fiesta, en el que no tienen sentido las prácticas penitenciales, según lo anunciaron los profetas: El Espíritu del Señor está sobre mí porque me ha ungido. Me ha enviado… para consolar a los afligidos, los afligidos de Sión; para cambiar su ceniza en corona, su luto en perfume de fiesta, su abatimiento en traje de gala (Is 61, 1.3). ¡Grita, ciudad de Sión, lanza vítores, Israel; festéjalo exultante, Jerusalén capital! (Sof 3,14). 

Pero la inclusión de este pasaje de la vida de Jesús en el evangelio, tiene un contexto histórico concreto. Muchos cristianos provenientes del judaísmo mantenían viejas costumbres judías, como la del ayuno, que los cristianos venidos de la gentilidad no entendían. A ellos Lucas les explica el comportamiento cristiano y la novedad radical que trae consigo. Para ello incluye aquí dos parábolas de Jesús sobre el remiendo del vestido viejo y el vino nuevo en odres nuevos. Nadie pone en un vestido viejo un remiendo que se ha cortado de un vestido nuevo, porque estropeará el nuevo y al viejo no le caerá bien el remiendo del nuevo. Y nadie guarda vino nuevo en odres viejos, porque el vino nuevo reventará los odres: se derramará el vino y los odres se perderán. El vino nuevo se guarda en odres nuevos. Y nadie, habituado a beber vino, quiere el nuevo; porque dice: el añejo es mejor. 

La advertencia de Jesús es clara: no sólo son inconciliables lo nuevo y lo viejo, sino que es peligroso intentar acomodar lo nuevo en lo viejo. El reino de Dios viene, y a la novedad de su anuncio corresponde responder con una actitud totalmente nueva. Es absurdo intentar acomodar a Jesús y su evangelio al tejido de la antigua ley y de sus prácticas religiosas. La respuesta nueva exige ruptura, liberación del pasado. No basta cambiar en lo exterior, sin llegar a lo profundo de las actitudes y motivaciones, que es lo que hay que cambiar para que la conversión a Cristo sea sincera y verdadera. Ante la novedad evangélica caen por tierra las seguridades del pasado. La fe, que se traduce en el amor, proyecta a la persona hacia el futuro como una criatura nueva.

jueves, 4 de septiembre de 2025

Pesca milagrosa y llamamiento de los apóstoles (Lc 5,1-11)

 P. Carlos Cardó SJ 

Llamamiento de San Pedro y San Andrés, óleo sobre lienzo de Michel Corneille (Siglo XVII), Museo de Bellas Artes de Rennes, Francia

Jesús estaba a la orilla del lago Genesaret y la gente se agolpaba sobre Él para oír la Palabra de Dios, cuando vio dos barcas que estaban a la orilla del lago.
Los pescadores habían bajado de ellas, y lavaban las redes.
Subiendo a una de las barcas, que era de Simón, le rogó que se alejara un poco de tierra; y, sentándose, enseñaba desde la barca a la muchedumbre. Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: «Boga mar adentro, y echad vuestras redes para pescar.»
Simón le respondió: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada; pero, en tu palabra, echaré las redes».
Y, haciéndolo así, pescaron gran cantidad de peces, de modo que las redes amenazaban romperse. Hicieron señas a los compañeros de la otra barca para que vinieran en su ayuda. Vinieron, pues, y llenaron tanto las dos barcas que casi se hundían.
Al verlo Simón Pedro, cayó a las rodillas de Jesús, diciendo: «Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador». Pues el asombro se había apoderado de él y de cuantos con él estaban, a causa de los peces que habían pescado. Y lo mismo de Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón.
Jesús dijo a Simón: «No temas. Desde ahora serás pescador de hombres.»
Llevaron a tierra las barcas y, dejándolo todo, le siguieron. 

Lucas pone el llamamiento de los discípulos al comienzo de la actividad pública de Jesús. Lo primero de todo en la vida cristiana es sentirse llamados. Jesús llama a seguirlo, a imitar su modo de proceder y a colaborar con él. La identificación con él hasta poder decir: Ya no vivo yo, es Cristo quien vive mí (Gal 2,20). 

La barca con Jesús y los apóstoles simboliza a la Iglesia. Desde ella Jesús predica, de ella baja para sanar a los enfermos, en ella atraviesa el lago con sus discípulos y, cuando él no está, la barca zozobra zarandeada por los vientos y las olas. Cuando eso ocurre la envuelve la oscuridad y queda expuesta a la tempestad. Puede ocurrir también que Jesús esté en ella, pero como ausente, dormido en el cabezal, y ellos tengan miedo porque su fe es escasa. Hay aquí una invitación a reconocer a Cristo en la Iglesia tal como es: comunidad de pecadores, solidaridad de debilidades. En la Iglesia aparece lo que él hace por nosotros: nos congrega, sana y alimenta, nos hace comunidad abierta a los que sufren, y a ellos nos envía para repetir sus gestos, signos de su reino. 

Los pescadores estaban lavando las redes. La llamada es en la vida ordinaria. No hay que imaginarse cosas extraordinarias. En nuestra Galilea: mientras se está pescando como Simón y sus compañeros, o se está contando dinero como Mateo en su mesa de publicano. Incluso haciendo cosas contra Cristo y los cristianos, como Saulo. Hagamos lo que hagamos, llega su palabra que nos cambia. 

Rema mar adentro y echa las redes para pescar. La orden podría parecerles ofensiva; ellos saben cuándo y dónde se echa la red: Maestro toda la noche nos la hemos pasado bregando sin pescar nada… La noche es ausencia de Jesús. Sin él, la actividad es infecunda. Porque sin mí, no pueden hacer nada. También resulta así cuando sólo se confía en los propios medios y habilidades. Ellos serán muy diestros pescadores, pero el hecho es que no saben dónde echar la red en esas circunstancias. Tendrán que aprender a no confiar sólo en sí mismos. Cuando, como Pedro, reconozcan que es el Señor quien hace crecer y fructificar, entonces producirán frutos. Sobre tu palabra echaré la red. Basándose en su palabra, confiando y obrando como ella enseña, el cristiano puede estar seguro del fruto de su empeño. 

Capturaron gran cantidad de peces… La abundante pesca, expuesta de forma enigmática por el empleo del término multitud, alude a la entera comunidad de fieles, reunidos por medio de la predicación y de los esfuerzos apostólicos. Y a pesar de ser tantos los ganados para la causa de Cristo en la Iglesia, la red no se rompe, porque cuenta con las promesas de Jesús. 

Al ver esto Simón Pedro se postró a los pies de Jesús diciendo: -Apártate de mí, Señor, que soy un pecador. Ante la magnitud del favor recibido, Pedro reconoce su propia condición de pecador. La magnanimidad del Señor le lleva a apreciar su propia pequeñez. Expresa su gratitud en forma de deseo de conversión y de perdón. 

-No temas, desde ahora serás pescador de hombres, le dice Jesús. La comunidad, representada por Pedro, recibe la llamada a la misión. En la pesca está prefigurada la misión que se inicia en Galilea y que ha de llegar hasta el confín del mundo. 

Ellos, dejándolo todo, lo siguieron.