jueves, 11 de septiembre de 2025

El perdón (Lc 6, 27-38)

 P. Carlos Cardó SJ 

Un abrazo irlandés o un abrazo fraterno, grabado coloreado a mano de James Arthur O’Connor (1798), Museo Británico, Londres

A ustedes que escuchan les digo: Amen a sus enemigos, traten bien a los que los odian; bendigan a los que los maldicen, recen por los que los injurian. Al que te golpee en una mejilla, ofrécele la otra, al que te quite el manto no le niegues la túnica; da a todo el que te pide, al que te quite algo no se lo reclames. Como quieran que los traten, traténlos ustedes. Si aman a los que los aman, ¿qué mérito tiene? También los pecadores aman a sus amigos. Si hacen el bien a los que les hacen el bien, ¿qué mérito tienen? También los pecadores lo hacen. Si prestan esperando cobrar, ¿qué mérito tiene? También los pecadores prestan para recobrar otro tanto. Amen más bien a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar nada a cambio. Así será grande su recompensa y serán hijos del Altísimo, que es generoso con ingratos y malvados. Sean compasivos como su Padre es compasivo. No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados. Perdonen y serán perdonados. Den y se les dará: recibirán una medida generosa, apretada, remecida y rebosante. Porque con la medida que midan, serán medidos ustedes. 

El mensaje sobre el amor a los enemigos es una de las aportaciones más decisivas del cristianismo a la historia de la humanidad. Bendigan a los que los maldicen, oren por los que los injurian. ¿Pero cómo se puede amar a los enemigos, a los que de mala fe nos odian, calumnian, maltratan, hieren o despojan? ¿Cómo no van a sentir dolor, rabia y hasta deseos de venganza las víctimas inocentes y sus familiares? ¿Es necesario el perdón? ¿No está Jesús exigiendo algo imposible? Las preguntas sin duda son pertinentes y es necesario tomarlas muy en serio. 

Con todo, la respuesta del cristiano no puede ser otra que la afirmación de la necesidad del perdón, aunque sabe muy bien que llevar a cabo algo así, sólo es posible con la ayuda de la gracia y con la firme voluntad de imitar a Jesús, que no sólo habló del perdón, sino que lo practicó y murió perdonando a sus verdugos (Lc 23,34). 

El comportamiento y enseñanza de Jesús fueron muy claros: él no hizo otra cosa que mostrarnos el rostro de un Dios que hace salir el sol sobre buenos y malos, y manda la lluvia sobre justos e injustos, porque ama a todos sin distinción (Mt 5,45). Él nos hizo ver que, no solamente llevamos una inclinación al mal sino que pecamos muchas veces pero, no obstante, el Padre del cielo nos perdona y restablece. Nos puso, por tanto, en la perspectiva del amor de Dios y por eso nos dijo: Sean compasivos como su Padre es compasivo. Nos hizo ver que Dios es amor (1 Jn 4,8.16) y que la esencia del amor divino está en la misericordia, que va más allá de la justicia. 

Dios es quien nos capacita para amar así a los demás, porque él nos amó primero (1 Jn 4,19). Y cuando finalmente nos decidimos a imitar al Padre, porque experimentamos su amor en nosotros, entonces ya no son una carga insoportable las enseñanzas de Jesús. 

Por eso es un imperativo para nosotros apoyar todo proceso de perdón. Del odio y de la desesperanza no sale nada bueno. El odio y la desesperanza van contra las leyes de la vida y ofenden al Creador. 

Mucho tenemos que hacer todavía para inculcar el valor del perdón en la formación de personalidades sanas, condición básica para una humana convivencia en sociedad. Con frecuencia se piensa que el perdón es propio de débiles o de gente religiosa. Pero el perdón es necesario para vivir de una manera sana, para poder humanizar los conflictos y para romper la espiral de la violencia. No es dejar de lado la justicia, no es echar tierra sobre la historia; es no tomarte la justicia por tu mano, no practicar la ley del talión. 

El perdón no niega la realidad del mal cometido. Lo supone. Asimismo, supone los naturales sentimientos de disgusto, enfado e indignación ante la injusticia. Pero justamente ahí donde podría tener cabida el odio, el rencor y la venganza, “instintos de muerte” que dañan a quien se deja atrapar por ellos y llevan el germen de la destrucción, la actitud del perdón abre la posibilidad de restablecer unas relaciones verdaderamente humanas con el cese de la persistente amenaza. Con estos sentimientos negativos damos poder de seguir haciéndonos daño a quien nos ha ofendido, manteniendo abierta la herida producida en el pasado. 

La justicia de Jesús no se queda en restablecer la paridad, según la norma: quien la hace la paga. Jesús nos enseña una justicia superior, propia de quien ama, que se sabe en deuda con todos: al adversario le debe reconciliación, al pequeño y al pobre le debe solidaridad, al perdido el salir en su búsqueda, al culpable la corrección, al deudor la condonación de la deuda. Esta justicia es la que lleva en definitiva a creer en la persona y en su capacidad de redención, de regeneración y de cambio del ser humano. 

Esta convicción la tuvieron todos aquellos hombres y mujeres que, a ejemplo de Jesús, no permitieron al mal que hiciera presa de ellos, porque se aventuraron en “un camino que es el más excelente”, según la expresión de san Pablo (1Cor 12,31): el camino del amor incondicional a este mundo, a la humanidad pecadora y sufriente, y a Dios. 

Quizá no hayamos tenido que hacer nunca o no tengamos que llegar en el futuro a un acto heroico de perdón, afortunadamente. Pero podemos practicar el perdón en todas las pequeñas humillaciones, decepciones, malentendidos, ingratitudes, ofensas, que la vida ordinaria lleva consigo. Por eso oramos a nuestro Padre como el Señor nos enseñó: “perdónanos nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido”.

miércoles, 10 de septiembre de 2025

Las Bienaventuranzas (Lc 6, 17.20-26)

 P. Carlos Cardó SJ 

Cristo en el arrabal, acuarela de Georges Rouault (1920), Museo de Arte Bridgestone, Tokio, Japón

En aquel tiempo, Jesús, levantando los ojos hacia sus discípulos, les dijo: "Dichosos los pobres, porque de ellos es el reino de Dios. Dichosos los que ahora tienen hambre, porque quedarán saciados. Dichosos los que ahora lloran, porque reirán. Dichosos ustedes, cuando los odien los hombres, y los excluyan, y los insulten, y proscriban sus nombres como infames, por causa del Hijo del hombre. Alégrense ese día y salten de gozo, porque su recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían sus padres con los profetas. Pero, ¡ay de ustedes, los ricos!, porque ya tienen consuelo. ¡Ay de ustedes, los que ahora están saciados!, porque tendrán hambre. ¡Ay de los que ahora ríen!, porque harán duelo y llorarán. ¡Ay si todo el mundo habla bien de ustedes, porque de esa misma manera trataron sus padres a los falsos profetas!". 

El sermón del monte -según Mateo- o del llano -según Lucas- es como la carta magna del reino de Dios, promulgada por Jesús; es la síntesis de “buena noticia” que él anuncia a los pobres. En el sermón se destacan la Bienaventuranzas, que proclaman el cumplimiento de las promesas hechas por Dios a Israel y a toda la humanidad. Contienen los criterios según los cuales Dios juzga y actúa, criterios opuestos a los del mundo. Junto con las lamentaciones que siguen a continuación en la versión de Lucas, presentan el contraste que hay entre dos modos de pensar: el de Dios Padre, y el de quien, sin Padre, se olvida de sus hermanos. 

Las bienaventuranzas expresan cómo actúa Dios. Y ese obrar de Dios en Jesús pasa, por medio de su Espíritu, a ser el fundamento de la Iglesia. Por eso, en Lucas, las bienaventuranzas van dirigidas a los discípulos: mirando a los discípulos les decía: Dichosos... Ellos pueden comprender porque el Espíritu se lo revela. También nosotros, si nos dejamos transformar en ese mismo Espíritu. 

Lo que afirma Jesús es lo que él vive. Él las vivió primero y luego las proclamó. Pobre, se desprendió de apoyos del mundo y vivió haciendo el bien a los pobres, enfermos, niños y pecadores. Por eso dirá Pablo: Conocen la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, que, siendo rico, por ustedes se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (2Cor 8). No tuvo dónde reclinar la cabeza: su patria y hogar eran el Padre y los hermanos. Permitió que la necesidad ajena, el dolor, la culpa ajena le afectaran como algo propio. Compasivo, supo llorar con los que lloraban y, finalmente, se sometió a la muerte para que, libres de dolor y culpa, tengamos vida. Nos enseñó que hay más felicidad en dar que en recibir (Hech 20). 

La 1ª bienaventuranza y la 1ª lamentación están en presente, las demás en futuro. La historia presente es definitiva, pero está abierta. En esta historia nos toca actuar para que las maldiciones de muerte que pesan sobre los que sufren pobreza, hambre o exclusión, se conviertan en bienaventuranzas de vida. 

Ellas hacen ver cómo mira Dios: cuáles sus preferencias, dónde manifiesta más su amor y qué justicia aplica en favor de sus hijos que claman ante él día y noche. Su justicia no es como la humana: él derriba a los poderosos y enaltece a los humildes, llena de pan a los hambrientos y despide vacíos a los ricos, como proclama la Virgen en su cántico (Lc 1, 52s). La justicia humana consiste en “dar a cada uno lo suyo”, y ahí se queda muchas veces; por eso no siempre genera amor y sirve a veces para defender lo mío con olvido de los demás que quizá tienen menos que yo, o tendría que darles de lo mío. El amor supera a la justicia. El amor es “el camino más excelente” (1Cor 12,31). 

Las bienaventuranzas son reto y promesa. Reto: porque de ninguna manera son felices los que padecen hambre y viven en la miseria; lo serán, cuando por la actitud que tengamos para con ellos sientan que el evangelio es una buena noticia. Promesa, porque si orientamos nuestra vida de acuerdo con ellas, seremos plenamente felices. 

En definitiva, las bienaventuranzas describen los rasgos de la humanidad nueva que anhelamos y que ya podemos ver realizada en personas y comunidades que se esfuerzan por ser misericordiosas. Estos hombres y mujeres son los que contribuyen a la creación de un mundo justo, solidario y feliz.

martes, 9 de septiembre de 2025

Elección de los Doce (Lc 6, 12-19)

 P. Carlos Cardó SJ 

Jesús y los doce, pintura al temple sobre tabla incluido en la Maestá de Duccio di Buonisegna (1308 – 1311), Museo dell’Opera Metropolitana del Duomo de Siena, Italia

En aquel tiempo, subió Jesús a la montaña a orar, y pasó la noche orando a Dios.
Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, escogió a doce de ellos y los nombró apóstoles: Simón, al que puso de nombre Pedro, y Andrés, su hermano, Santiago, Juan, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago hijo de Alfeo, Simón, apodado Zelotes, Judas hermano de Santiago y Judas Iscariote, que fue el traidor. 

Jesús se retiró a la montaña para orar. En la Biblia la montaña es uno de los lugares de manifestación de la presencia de Dios. Jesús solía orar en los montes (cf. Lc 9, 28). Al señalar Lucas: pasó la noche orando a Dios, resalta la trascendencia del acto que va a realizar. Jesús invoca a su Padre y pide su bendición sobre los hombres que va a elegir. Refiriéndose a ellos dirá en el evangelio de Juan: los hombres que tú me diste sacándolos del mundo; tuyos eran y tú me los diste (Jn 17,6). Y en los Hechos de los Apóstoles, leemos que Jesús los escogió guiado por el Espíritu Santo (Hch 1,2). La oración era la fuerza de Jesús; a través de ella conocía la voluntad de su Padre. Por eso, la oración debe ser el origen de toda acción y opción apostólica. 

Al hacerse de día, reunió a sus discípulos y eligió entre ellos a doce, a quienes dio el nombre de apóstoles, es decir, “enviados”. Jesús quiere prolongarse en el mundo por medio de sus discípulos (de ayer y de hoy), pero entre ellos elige a doce para asignarles el rol de emisarios y representantes suyos por excelencia. Ellos forman el núcleo del nuevo de Israel, fundado sobre las doce tribus (cf. Lc 22,30). A ellos los hará los primeros responsables de la misión de anunciar en su nombre a todas las naciones, comenzando desde Jerusalén, la conversión y el perdón de los pecados (Lc 24, 47). 

¿Quiénes son estos hombres? De la mayoría de ellos se sabe muy poco. Simón, el único a quien Jesús da un sobrenombre, Kefas, que significa “piedra”, y su hermano Andrés eran pescadores (Mc 1,16.29; 13,3), naturales de Betsaida (Jn 1,40-41.44). Santiago y Juan eran hijos de un tal Zebedeo, también pescadores y compañeros de Simón Pedro. A este Santiago se le conoce como “el Mayor”, para diferenciarlo de “Santiago el Menor” (Mc 15,40). Felipe era también de Betsaida (Jn 1,44) y Bartolomé, fuera de este episodio, es un personaje totalmente desconocido, que una tradición posterior del s. IX identificó con Natanael, pero sin fundamento. Mateo, que en su evangelio se llama a sí mismo Leví, era un publicano, que recaudaba los impuestos para los romanos. Tomás, era apodado “el mellizo” (Jn 11,16; 20,24), por su nombre arameo Te’oma’. Viene luego Santiago, hijo de Alfeo, que no es “Santiago, el Menor” (Mc 15,40), ni tiene nada que ver con “Santiago, hermano del Señor” (Gal 1,19; 1 Cor 15,6), que difícilmente era uno de los Doce. Simón, llamado el Zelota estuvo quizá vinculado al movimiento nacionalista de resistencia de “los zelotas”. Judas, hijo de Santiago (llamado “Tadeo” en Marcos 3,18 y Mateo 10,3), es también un personaje totalmente desconocido en el resto del Nuevo Testamento (excepto Hch 1,13), y no se le debe identificar con “Judas, hermano de Santiago”, a quien se atribuye la carta que lleva su nombre. Al final se menciona a Judas Iscariote, el traidor, cuyo nombre puede significar “hombre de Keriot”, aldea de Judea, o podría provenir de manera menos probable del latín sicarius (“sicario”, “matón”), como se designaba a los zelotas. 

Son simples pescadores y artesanos de Galilea, comunes y corrientes. Lo que les une es la experiencia que han tenido de la persona del Señor y el haber sido llamados por él. No hay entre ellos sabios rabinos, ni fariseos, ni saduceos de la casta sacerdotal. Ni siquiera son personas honorables o virtuosos cumplidores de la ley. Son muy diferentes entre sí y cada uno mantendrá hasta el final su carácter personal en una convivencia no siempre fácil. Mucho tendrá que trabajar Jesús para inculcarles su mensaje de amor, de renuncia a los privilegios y al poder, su doctrina de servicio hasta la muerte. Pero estarán con él en todas las circunstancias de su vida, le verán rezar a su Padre del cielo, llorar por el amigo muerto, conmoverse ante la multitud hambrienta, alegrarse por sus triunfos apostólicos, estremecerse de angustia ante la inminencia de su muerte. Y así su palabra irá calando profundamente en su interior. Por eso, más tarde, cuando ya no recuerden al pie de la letra sus palabras, su modo de pensar y actuar habrá pasado a hacerse carne y sangre en ellos, y aun cuando se encuentren en situaciones nuevas, no vividas en su convivencia con él, podrán, sin embargo, decir con toda seguridad cómo se hubiese comportado Jesús en este caso preciso. Tan identificados se sentirán con su persona y misión que, llegado el momento, compartirán también su destino redentor, dando como él su vida por la salvación de los hombres. 

Al bajar Jesús del monte se forman tres círculos concéntricos en torno a él: el gentío que viene de todas partes para escucharlo y ser curados de sus enfermedades, los discípulos que han escuchado su palabra y lo han seguido, y los apóstoles, cerca de Jesús y asociados a su misión por una elección precisa e intencional. Todos juntos forman el único pueblo de hijos e hijas que ama el Señor. 

El texto termina con la frase: Todos querían tocarlo porque salía de él una fuerza que los sanaba a todos. Mezclados entre aquella gente, también nosotros sentimos la necesidad de “tocar” y experimentar la fuerza de su palabra. Él es portador del Espíritu que da la vida, en él “tocamos” la cercanía máxima de Dios, fuente y dador de vida.

lunes, 8 de septiembre de 2025

Genealogía y concepción virginal de Jesús (Mt 1, 1-16. 18-23)

 P. Carlos Cardó SJ 

Virgen María embarazada ante la rueca, témpera en madera de autor anónimo (1410 aprox.), Galería Nacional de Arte de Hungría, Budapest

Libro de los orígenes de Jesucristo, hijo de David e hijo de Abrahán.
Abrahán fue padre de Isaac, y éste de Jacob. Jacob fue padre de Judá y de sus hermanos. De la unión de Judá y de Tamar nacieron Farés y Zera. Farés fue padre de Esrón y Esrón de Aram. Aram fue padre de Aminadab, éste de Naasón y Naasón de Salmón. Salmón fue padre de Booz y Rahab su madre. Booz fue padre de Obed y Rut su madre. Obed fue padre de Jesé. Jesé fue padre del rey David. David fue padre de Salomón y su madre la que había sido la esposa de Urías. Salomón fue padre de Roboam, que fue padre de Abías. Luego vienen los reyes Asá, Josafat, Joram, Ocías, Joatán, Ajaz, Ezequías, Manasés, Amón y Josías. Josías fue padre de Jeconías y de sus hermanos, en tiempos de la deportación a Babilonia. Después de la deportación a Babilonia, Jeconías fue padre de Salatiel y éste de Zorobabel. Zorobabel fue padre de Abiud, Abiud de Eliacim y Eliacim de Azor. Azor fue padre de Sadoc, Sadoc de Aquim y éste de Eliud. Eliud fue padre de Eleazar, Eleazar de Matán y éste de Jacob. Jacob fue padre de José, esposo de María, de la que nació Jesús, llamado Cristo.
Este fue el principio de Jesucristo: María, su madre, estaba comprometida con José; pero antes de que vivieran juntos, quedó embarazada por obra del Espíritu Santo. Su esposo, José, pensó despedirla, pero como era un hombre bueno, quiso actuar discretamente para no difamarla. Mientras lo estaba pensando, el Ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: «José, descendiente de David, no tengas miedo de llevarte a María, tu esposa, a tu casa; si bien está esperando por obra del Espíritu Santo, tú eres el que pondrás el nombre al hijo que dará a luz. Y lo llamarás Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados».
Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que había dicho el Señor por boca del profeta: La virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel, que significa: Dios-con-nosotros. 

¿Qué interés pudo tener el evangelista al consignar esa larga lista de nombres y números de los antepasados de Jesús? Quiso explicar su origen divino y humano, y su misión de Mesías. Jesús es Hijo de David según la carne e Hijo de Dios por el Espíritu. Hecho hombre, se incorpora en la historia humana tal como es, con sus grandezas y miserias. Vinculado a David y Abraham, depositarios de la promesa de Dios, Jesucristo manifiesta el amor salvador con que Dios sostiene, dirige y llena de promesa a la historia, abriéndola más allá del tiempo a la realidad nueva que él mismo ha prometido a la humanidad. 

Cuatro mujeres anticipan a María, la madre de Jesús: Sara (mujer de Abraham), Rebeca (esposa de Isaac), Lía y Raquel (mujeres de Jacob). Las cuatro son estériles y son sustituidas por cuatro extranjeras: Tamar, aramea, que finge ser prostituta para tener un hijo de Judá (Génesis cap. 38); Rahab, cananea, prostituta de Jericó, que acoge a los espías de Josué y hace posible la conquista de la ciudad (Josué 2, 1-24); Rut, extranjera de Moab, que deja su casa para vivir con la hebrea Noemí (Rut cap.1); y la Mujer de Urías el hitita, a la que el rey David sometió y dejó embarazada (2 Samuel cap.11). Todas ellas hacen ver que la acción de Dios pasa a través de las miserias humanas y que en Jesús entra en este mundo, tantas veces inhóspito y maltrecho, para iluminarlo con la luz de su amor misericordioso y asegurar su destino para la eternidad. 

La genealogía aparece marcada rítmicamente por la repetición de la palabra engendró. Pero este ritmo se interrumpe al llegar a José: él no engendra, se le incluye por ser esposo de María. No es él quien hace germinar en el seno de esta mujer al Hijo de Dios, eso sólo lo puede hacer Dios. María concibe al inconcebible, engendra a quien la creó, da carne a Dios, lo hace nacer en las esferas humanas. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. 

En la segunda parte del texto (vv. 18-23) Mateo explica la encarnación virginal del Hijo de Dios en el seno de María. Dios no puede ser hecho por el hombre, sólo puede ser esperado y acogido. De esto da ejemplo José, figura de hombre justo, que se mantiene abierto a su propio misterio personal y en él descubre y acoge el misterio de Dios. 

Su madre –la madre de Jesús– estaba prometida a José; es decir, vivían el período del compromiso matrimonial, que duraba de seis meses a un año. La novia seguía viviendo con sus padres. Pero aquel compromiso exigía fidelidad; la infidelidad era adulterio y podía ser castigada. Y resultó que (María) esperaba un hijo por acción del Espíritu Santo. Se subraya que José no interviene; su prometida ha concebido un hijo por obra del Espíritu de Dios. Y ha sido así como aquello que nadie podía pretender ni programar, se ha hecho realidad de manera simple y asombrosa: María ha concebido al autor de la vida. Ella no es una estéril como las matriarcas de Israel (Sara, Ana, Isabel…). Su virginidad es total apertura y dependencia de Dios, de tal modo que lo que en ella se produce, sólo puede tener a Dios por causa. 

José, por su parte, atraviesa la prueba de la fe, como los grandes creyentes. No sabe cómo aceptar el plan de Dios que supera lo imaginable. Opta entonces por recurrir a la ley y darle el acta de divorcio que le permite ser aceptada socialmente. Por respeto, no porque sospeche de ella. Pero cavila en su interior, insatisfecho del recurso legal que ha pensado para salir del paso. Duerme intranquilo. 

Entonces, un ángel del Señor se le apareció en un sueño. Cuando el hombre dice: “ya no puedo más”, comienza el trabajo de Dios. Como los limpios de corazón, José lleva a Dios en su interior y su palabra le habla en el sueño, en la hondura de su ser profundo, y le dice: No temas. Es la primera palabra del Señor al hombre. El miedo propicia la huida, que es contraria a la fe. Le pondrás por nombre Jesús. Y José obedece. Aquel que nos conoce y nos llama por nuestro propio nombre, permite que lo llamemos por su nombre. Jesús, es Dios-que-salva porque es el Dios-con-nosotros, según la profecía de Isaías. 

La historia de Jesús abraza nuestra historia. Dios nació entre nosotros, se hizo visible en este mundo y nunca lo abandonó. A nosotros nos toca procurar hacer que se sienta su presencia. La encarnación de Dios no se limita al pasado. Dios sigue entrando en el mundo y en mí. Hay que acogerlo. Hoy puede nacer Dios para nosotros.