martes, 2 de diciembre de 2025

Bendito seas, Abba (Lc 10, 21-24)

 P. Carlos Cardó SJ 

Cristo con ángeles, mosaico de autor anónimo (siglo I), Basílica de Sant Apolinar el Nuevo,  Rávena, Italia

En ese momento Jesús se llenó del gozo del Espíritu Santo y dijo: "Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y se las has dado a conocer a los pequeñitos. Sí, Padre, pues tal ha sido tu voluntad. Mi Padre ha puesto todas las cosas en mis manos; nadie sabe quién es el Hijo, sino el Padre; nadie sabe quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera dárselo a conocer".
Después, volviéndose hacia sus discípulos, Jesús les dijo a ellos solos: "Felices los ojos que ven lo que ustedes ven! Porque yo les digo, que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que ustedes ven, y no lo vieron, y oír lo que ustedes oyen, y no lo oyeron". 

Los discípulos han sido enviados por Jesús a predicar y regresan contentos por el éxito alcanzado. Jesús ser alegra y da gracias a Dios, su Padre. Movido por el Espíritu Santo, exclamó: Yo te alabo, Abba, Señor del cielo y de la tierra… Esta oración de alabanza y acción de gracias refleja la intimidad con que se dirigía a Dios, llamándole Abbá. 

Pronunciada por él con toda su resonancia aramea, la palabra Abbá era el modo común como un hijo se dirigía a su progenitor; los niños le decían abbí. Es palabra inequívocamente tierna y confiada para quien la pronuncia y para quien la escucha. Quien la dice se identifica a sí mismo por su íntimo parentesco con el otro. En el caso de Jesús, expresa el afectuoso respeto con que se sitúa ante Aquel de quien procede. Hace ver que ante el misterio de Dios, Jesús siente la máxima cercanía que un hombre es capaz de experimentar. Así trata a Dios y así nos enseña a tratarlo. Es lo más central de cristianismo. Ya no hay cabida al miedo en la relación con Dios, porque el miedo supone el castigo (1Jn 4, 18). Otra cosa es el “temor de Dios, inicio de la sabiduría” (Prov 9,10), que es respeto amoroso y obediente. Ambas cosas, amor y respeto, van siempre juntos. Jesús nos enseña a experimentar así a Dios: como ternura de máxima intimidad y a la vez altísimo Señor de cielo y tierra, más íntimo a mí que yo mismo y a la vez totalmente otro, misericordioso y justo, cuya omnipotencia está siempre a nuestro favor y es capacidad de obrar por nosotros mucho más de lo que podemos esperar y pedir. 

Jesús alaba a su Padre porque el establecimiento de su reinado, el señorío de su amor salvador sobre todo lo creado, ha comenzado ya. Su fuerza transformadora se ha desplegado e irá extendiéndose en su relación con nosotros y con el mundo. Actúa en quienes se dejan conducir por el Espíritu de Jesús y es objeto de nuestra esperanza, pues culminará en el tiempo fijado por Dios. 

Este conocimiento de la voluntad salvadora de Dios es una gracia que llena de esperanza a los humildes y sencillos, pero permanece oculta a los sabios y entendidos de este mundo. Sencillos y humildes son los que ponen su destino en manos de Dios con espíritu de confianza y entrega, seguros de que Dios permanecerá con ellos para siempre, y enjugará toda lágrima de sus ojos  (Ap 7,17; 21,4). 

Sabios y prudentes según el mundo son, en cambio, los que nada esperan ni de Dios ni de los demás, porque ponen su confianza en su propio poder y en lo que tienen. Son los que se sirven y se guardan para sí mismos, quedándose solos al final, con sus vidas vacías y sin promesa. No reconocen que la persona humana sólo se logra a sí misma y se humaniza si se hace hijo de Dios y hermano de su prójimo. Reconocerán finalmente que han construido sobre arena.

lunes, 1 de diciembre de 2025

Curación del criado del centurión romano (Mt 8, 5-11)

 P. Carlos Cardó SJ 

Jesús y el centurión romano, óleo sobre lienzo de Joseph-Marie Vien (1752), Museo de Bellas Artes de Marsella, Francia

Al entrar en Cafarnaún, un centurión se le acercó y le suplicó: "Señor, mi criado está en casa, acostado con parálisis, y sufre terriblemente".
Jesús le contestó: "Yo iré a sanarlo".
Pero el centurión le replicó: "Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo. Basta que pronuncies una palabra y mi criado quedará sano. También yo tengo un superior y soldados a mis órdenes. Si le digo a éste que vaya, va; al otro que venga, viene; a mi sirviente que haga esto, y lo hace".
Al oírlo, Jesús se admiró y dijo a los que le seguían: "Les aseguro, una fe semejante no la he encontrado en ningún israelita. Les digo que muchos vendrán de oriente y occidente y se sentarán con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de Dios". 

El milagro del criado del centurión tiene su paralelo en Lc 7, 1-10 y en Jn 4, 43-54. En estos textos, se trata de un funcionario subalterno del rey Herodes Antipas; aquí es un centurión, oficial romano de la guarnición de Cafarnaum. En ambos casos se trata de un personaje de buena posición social y económica pero que, ante la enfermedad de su criado, al que aprecia mucho, se siente impotente. Ante la enfermedad y la muerte se pone de manifiesto la radical impotencia del hombre. De eso sólo Dios salva. 

El relato pone de relieve la relación entre Palabra, fe y vida, y la oferta del don de la salvación a todas las naciones. Los milagros de Jesús en el evangelio son signos naturales que tienen un significado espiritual. Jesús enseña con su palabra y también con sus obras. El signo visible de la curación del enfermo es importante, incluso necesario, pero más importante es lo que significa. Por eso, como en varios otros relatos, la narración del hecho prodigioso es sólo el cuadro exterior de lo que más interesa, que es la enseñanza que contiene. Es de notar que quien enseña aquí es un centurión pagano: enseña a creer confiadamente en Jesús y en el poder de su palabra. Se dirige a él llamándolo Señor, no por simple cortesía, sino porque ha reconocido la autoridad y poder de Dios en él. Por eso cree antes de ver el signo realizado en favor de su criado. Todavía no ha ido Jesús a curarlo y ya él proclama: Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero basta que digas una sola palabra y mi criado quedará sano. 

La inserción de un texto profético (tomado de Is 49,12; 59,19; Mal 1,11) subraya la otra enseñanza del pasaje: el anuncio de la admisión de los paganos a la salvación, simbolizada en el banquete celestial. Al pueblo que lo rechaza Jesús propone el modelo de fe que les da un pagano. Como Abraham que era un extranjero y que, sin ver, creyó en la palabra de Yahvé y fue constituido padre en la fe de una posteridad bendecida, así también el centurión romano que, sin ver, cree en el poder divino de Jesús, viene a ser modelo de la fe que hace extensiva la bendición de Abraham a todas las familias de la tierra. 

Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para que mi criado quede sano. La humildad es otro componente de la fe. Repetimos las palabras del centurión creyente cuando nos acercamos a recibir el Cuerpo del Señor. No somos dignos, lo que se nos da no depende de nuestros méritos. Todo es don y gracia. 

Sea cual sea nuestra condición o el estado en que estemos, cabe siempre la certeza de que el Señor oirá nuestra petición. Pidan y se les dará. Y hay que dejar a Dios enteramente el curso de los acontecimientos. La fe no necesita ver signos y prodigios para tener la certeza del amor del Señor; le basta la Palabra que refiere lo que él ha hecho por nosotros. La confianza es base de la fe y del amor. Dios nos ha mostrado su amor en la entrega de su Hijo, y Jesucristo atestigua su credibilidad con la absoluta coherencia de su mensaje y de su conducta, y sobre todo con la entrega de su persona. No hay mayor amor que quien da la vida por sus amigos (Jn 15,13). Eso debe bastar. 

A continuación, Mateo pone un breve sumario de la actividad sanante y liberadora de Jesús. La intención parece ser introducir un texto de Isaías sobre la figura del Siervo de Dios, que carga consigo los dolores y sufrimientos del pueblo. Jesús, el Siervo, asume como propias nuestras flaquezas y enfermedades, que se convierten en el lugar de nuestro encuentro y unión con él.