jueves, 31 de julio de 2025

La parábola de la red (Mt 13, 47-53)

 P. Carlos Cardó SJ 

Pescadores transportando sus redes en el mar, óleo sobre lienzo montado en cartón de Georges Jean-Marie Haquette (siglo XIX), colección privada Hanover, Alemania

Jesús les dijo: "Aquí tienen otra figura del Reino de los Cielos: una red que se ha echado al mar y que recoge peces de todas clases. Cuando está llena, los pescadores la sacan a la orilla, se sientan, escogen los peces buenos y los echan en canastos, y tiran los que no sirven. Así pasará al final de los tiempos: vendrán los ángeles y separarán a los malos de entre los buenos, y los arrojarán al horno ardiente. Allí será el llorar y el rechinar de dientes".
Preguntó Jesús: "¿Han entendido ustedes todas estas cosas?".
Ellos le respondieron: "Sí".
Entonces Jesús dijo: "Está bien: cuando un maestro en religión ha sido instruido sobre el Reino de los Cielos, se parece a un padre de familia que siempre saca de sus armarios cosas nuevas y viejas".
Cuando Jesús terminó estas parábolas, se marchó de allí, se dirigió a su ciudad y se puso a enseñarles en su sinagoga. 

Lo que subraya la parábola es que la red recoge toda clase de peces. En este sentido, tiene semejanza con la de la cizaña y el trigo. En ambas se destaca la idea de la mezcla inevitable de trigo y mala hierba en una, y de peces de toda clase en otra. En ambas, la elección queda para el final. Una vez llena… seleccionan los buenos y tiran los malos. 

La red estará llena cuando la historia alcance la meta de la instauración del reino de Dios. Entonces y sólo entonces se hará la selección y Cristo presentará a todos a su Padre. Hoy es el tiempo de la pesca y de la indulgencia. El futuro es el tiempo del juicio, en el que seremos medidos según la misericordia con que hayamos actuado. Por su parte, el Señor espera pacientemente que nos convirtamos y no niega a nadie su tiempo oportuno. 

¿Han entendido todas estas cosas? “Entender” es fundamental en la vida del discípulo. Continuamente Jesús llama la atención de los suyos para que entiendan y denuncia la falta de entendimiento que muestran los fariseos y escribas por la dureza de su corazón. Además, sabemos que el “entender” propio de la fe no es sólo una operación racional, sino que abraza y compromete a toda la persona transformándola desde el corazón. Por eso el entender es condición para dar frutos. De manera concreta la pregunta que hace Jesús a los discípulos se refiere a su entendimiento de las parábolas del reino y de su relación con la vida. Los valores del reino y el modo como han de configurar un estilo de vida propio, es el entendimiento al que está llamado todo discípulo. 

Jesús mismo enseñó a entender así a sus discípulos y ellos, a diferencia de la multitud, fueron aprendiendo a distinguir la novedad de la realidad secreta del reino de Dios. Ahora están llamados a transmitir lo aprendido y hacer discípulos en todos los pueblos (cf. Mt 28, 19s). Son como los nuevos maestros de la nueva y definitiva revelación del plan de salvación de Dios que se cumple en Jesús. El evangelista Mateo los compara a un padre de familia que administra bien sus arcas y sabe sacar de ellas lo antiguo y lo nuevo según sea necesario. Lo “antiguo” es la revelación contenida en el Antiguo Testamento, lo “nuevo”  es el evangelio de Jesús sobre el reino de Dios. Los antiguos maestros se quedaban en la enseñanza de la ley y de los profetas, pero los nuevos han recibido los secretos del Reino, “escondidos desde el comienzo”, que enlazan con lo antiguo, pero lo superan, llevándolo a plenitud, como el mismo Jesús había dicho: No piensen que he venido a abolir las enseñanzas de ley los profetas, no he venido a abolirlas sino a llevarlas a cumplimiento (Mt 5, 17). Lo “nuevo” es prioritario; pero la tarea específica de los discípulos de Jesús es la de combinar lo “nuevo” con lo “viejo”. 

Todos nos podemos ver en esos maestros de la ley que se han hecho discípulos del reino de los cielos. A todos nos toca transmitir con inteligencia y honestidad el contenido del tesoro que hemos recibido. La parábola de la red hace comprender que el Señor a todos llama y capacita para que alcancen la felicidad que andan buscando, y que apunta a la perfección de la alegría en su reino. Las alusiones a los nuevos maestros de la ley convertidos en discípulos del reino de los cielos y al padre de familia que administra bien su tesoro, señalan nuestra responsabilidad de conocer cada vez más el tesoro de nuestra fe, que es Cristo, para amarlo más y darlo a conocer. En él están todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento (Col 2,3). Por eso la fe es a la vez conocimiento y práctica, don y responsabilidad, inspiración y descubrimiento junto con búsqueda y discernimiento.

miércoles, 30 de julio de 2025

Tesoro escondido y perla preciosa (Mt 13, 44-52)

 P. Carlos Cardó SJ 

El tesoro escondido, acuarela opaca sobre grafito en papel tejido gris de James Tissot (entre 1886 y 1894), Museo de Brooklyn, Nueva York

Jesús les dijo: «El Reino de los Cielos es como un tesoro escondido en un campo. El hombre que lo descubre, lo vuelve a esconder; su alegría es tal, que va a vender todo lo que tiene y compra ese campo.
Aquí tienen otra figura del Reino de los Cielos: un comerciante que busca perlas finas. Si llega a sus manos una perla de gran valor, se va, vende cuanto tiene, y la compra.
Aquí tienen otra figura del Reino de los Cielos: una red que se ha echado al mar y que recoge peces de todas clases. Cuando está llena, los pescadores la sacan a la orilla, se sientan, escogen los peces buenos y los echan en canastos, y tiran los que no sirven. Así pasará al final de los tiempos: vendrán los ángeles y separarán a los malos de entre los buenos, y los arrojarán al horno ardiente. Allí será el llorar y el rechinar de dientes».
Preguntó Jesús: «¿Han entendido ustedes todas estas cosas?».
Ellos le respondieron: «Sí».
Entonces Jesús dijo: «Está bien: cuando un maestro en religión ha sido instruido sobre el Reino de los Cielos, se parece a un padre de familia que siempre saca de sus armarios cosas nuevas y viejas». 

La gracia de llevar una vida conforme a los valores del reino de Dios, la compara Jesús al descubrimiento de un tesoro escondido y de una perla de gran valor. El campesino de la parábola vende todo lo que tiene para poder adquirir el campo, donde ha hallado el tesoro, y quedarse con él según las leyes judías. Asimismo, el mercader de perlas finas que encuentra una de gran valor, vende todo lo que tiene y la compra. 

La decisión de ambos es lo central de la parábola. Quien encuentra el tesoro o la perla decide venderlo todo y adquirir esos bienes porque valen más que lo que tiene. El valor de la decisión está en que permite adquirir el bien mayor. El acento se pone en “venderlo todo” porque el Reino de Dios –simbolizado en el tesoro y la perla– vale mucho más. Frente a él todo queda relativizado. 

Pero no se trata de una obligación impuesta desde el exterior que se asume a regañadientes, sino de una decisión fruto de la alegría: Por la alegría que le da… vende todo. Decisiones así se producen en el campo del amor humano: quien encuentra a la persona que andaba buscando y que lo llena de alegría, la prefiere por encima de las demás. Ocurre también con el amor a Dios: quien lo ama de verdad relativiza frente a él todas las cosas del mundo. No porque pierdan valor o atractivo, sino porque sólo tienen sentido en función de lo que se ama. El Evangelio no dice que el campesino del tesoro y el mercader de la perla echen todo a rodar, sino que invierten lo que poseen para adquirir lo que vale más. Uno no “pierde” nada; más bien lo gana todo. Dios no quita nada; más bien Dios lo da todo. Es la razón por la cual, para seguir a Jesús, los discípulos dejan redes y barca, esposa, hijos, campos. Pablo dirá que, ante la “sublimidad del conocimiento de Cristo”, todo lo que antes era para él ganancia, lo considera pérdida (Fil 3, 8). 

Tarde o temprano todos nos enfrentamos con la necesidad de decidir y elegir algo que puede marcar la vida para siempre y que implica necesariamente dejar de lado otras posibles opciones que no dejan de atraer. Pero el hecho es que no se pueden aprehender a la vez ambas cosas, aunque no siempre queramos reconocerlo. La tentación fundamental consiste en pensar que no necesito realmente renunciar a nada, que puedo hacerlo todo, mantener lo que antes tenía y lo que ahora me propongo realizar, aunque se le oponga… Pero, sin embargo, esto es falso, irreal. 

En este sentido las parábolas del tesoro encontrado y de la perla preciosa nos hacen comprender que el amor de Dios, su reino, la persona de Jesús y su mensaje, una vez descubiertos como el valor supremo, llenan a la persona de una alegría tan íntima (“alegría inefable y gloriosa”, dice San Pedro – 1Pe 3,8) que se determina a adoptarlo como el sentido orientador de su vida, aunque haya otros caminos que le ofrecen otras formas de ser feliz.

martes, 29 de julio de 2025

Diálogo de Marta y Jesús (Jn 11, 19-27)

 P. Carlos Cardó SJ 

Marta, hermana de Lázaro, encuentra a Jesús yendo a su casa, óleo sobre lienzo de Nikolai Gé (1864), Museos Estatales de Rusia, San Petersburgo

Muchos judíos habían ido a la casa de Marta y de María para consolarlas por la muerte de su hermano.
Apenas Marta supo que Jesús llegaba, salió a su encuentro, mientras María permanecía en casa.
Marta dijo a Jesús: «Si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Pero aun así, yo sé que puedes pedir a Dios cualquier cosa, y Dios te lo concederá».
Jesús le dijo: «Tu hermano resucitará».
Marta respondió: «Ya sé que será resucitado en la resurrección de los muertos, en el último día».
Le dijo Jesús: «Yo soy la resurrección (y la vida). El que cree en mí, aunque muera, vivirá. El que vive, el que cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?».
Ella contestó: «Sí, Señor; yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo». 

El texto forma parte de la sección dedicada a la resurrección de Lázaro. En ella el evangelio de Juan da respuesta al anhelo de felicidad eterna, proclamando uno de los contenidos centrales del mensaje cristiano: la victoria de Cristo –y la nuestra– sobre el último enemigo del ser humano, la muerte (1 Cor 15,26). 

Además, el evangelio de Juan expresa reiteradamente la convicción de que la resurrección consiste en creer en Jesús: quien cree en él, aunque muera, vivirá (v.25), no morirá para siempre (v.26). Creer en Jesús es participar, ya aquí en la tierra, de la vida de Dios, que es amor. Por eso, en su primera Carta, añade Juan: Y nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a nuestros hermanos. Quien no ama, ya está muerto (1 Jn 3,14). 

Desde esta perspectiva, se puede decir, pues, que el milagro en sí de la vuelta de Lázaro a la vida no es lo más importante en el relato de Juan, porque su interés se centra más bien en lo que experimentan sus hermanas Marta y María. Como comentaba acertadamente el Card. Carlo M. Martini, Lázaro sale temporalmente del sepulcro, para volver a él años después. Las hermanas, en cambio, salen de su aldea de Betania (que en hebreo significa casa del afligido), donde reinaba el llanto y el luto, para encontrar allí mismo, en esa misma tierra, al Señor de la vida. El hermano vuelve a su vida mortal de antes, sus hermanas alcanzan la fe en Jesús y con ello pasan a la vida inmortal, a la vida que resucitará de la muerte y se mantendrá en comunión con Dios en su eternidad. 

Esta parte del relato de Lázaro vuelto a la vida resalta la figura de Marta. Mientras María se queda en casa –sentada, dice el texto, para señalar su estado de aflicción–, Marta sale al encuentro de Jesús para acogerlo y recibir su condolencia. Al verlo, le dirige una súplica cargada de fe en el poder divino que obra en él y, al mismo tiempo, un reconocimiento de su propia incapacidad para evitar la muerte de su hermano. Es la pobre que sabe que sólo Dios puede cambiar las cosas, no por sus méritos sino por el amor que él tiene a sus amigos. 

Ya se lo habían mandado decir las hermanas cuando Lázaro estaba grave: Señor, el que amas está enfermo. Ahora, cuando ya no hay nada que hacer y a pesar del aparente desinterés mostrado por Jesús, Marta reconoce que él hubiese sido capaz de librar a su amigo de la muerte: Señor, su hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano. Pero, aun así, yo sé que todo lo que pidas a Dios, él te lo concederá. Ella no ha perdido la fe, pero ha sido puesta a prueba por la realidad inexorable de la muerte. Jesús la alienta a reafirmarla, haciéndole ver que la resurrección, esperada para el lejano futuro de los últimos tiempos, puede hacerse ver ahora por la fe. Para ello, Jesús la corrige y la orienta. Marta debe dar el paso de la fe propiamente cristiana, que contiene, en primer lugar, la certeza de que la resurrección nos viene por Jesucristo: Yo soy la resurrección y la vida…”, y, en segundo lugar, la posibilidad de experimentar –por la misma fe– la realidad ya presente de la resurrección. La vida eterna no es sólo futura sino presente. La forma de vida, que la fe promueve, contiene ya el germen de aquella vida que crecerá y alcanzará su plenitud después de la muerte. 

Marta cree que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios que ha venido al mundo. Con ello afirma lo central de la fe cristiana: que con Jesucristo ha venido la vida que vence a la muerte y puede ser vivida ya en este mundo. Dios, vida nuestra, no está fuera del mundo; nos ha venido en Jesús y está con nosotros.

lunes, 28 de julio de 2025

La Visita de María a Isabel (Lc 1, 39-47)

 P. Carlos Cardó SJ 

La visitación, fresco de Jiacopo Carrucci Pontormo (1514), Claustro de Votos de la Basílica de la Santísima Anunciación, Florencia, Italia

Por entonces María tomó su decisión y se fue, sin más demora, a una ciudad ubicada en los cerros de Judá. Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel.
Al oír Isabel su saludo, el niño dio saltos en su vientre. Isabel se llenó del Espíritu Santo y exclamó en alta voz: «¡Bendita tú eres entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Cómo he merecido yo que venga a mí la madre de mi Señor? Apenas llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de alegría en mis entrañas. ¡Dichosa tú por haber creído que se cumplirían las promesas del Señor!».
María dijo entonces: Proclama mi alma la grandeza del Señor, y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador. 

San Lucas quiere con este pasaje dar a conocer el significado que tiene Israel en la historia de la salvación. Para ello, hace que los personajes tengan un carácter de símbolo de la relación que tiene el Antiguo Testamento con el Nuevo Testamento. 

Por medio de María, Dios visita a su pueblo y hace que su pueblo, simbolizado en Isabel y en el hijo que lleva en su seno, lo reconozca. Llega así a su fin la larga espera de dos mil años: Israel ve cumplidos sus anhelos, Dios se demuestra fiel a su promesa. Isabel y María se saludan, promesa y cumplimiento se besan. En Cristo Salvador, Dios y la humanidad se unen. Israel (Isabel) y María (la Iglesia) se encuentran, Dios en María viene a visitar a su pueblo y en él a toda la humanidad. 

Se ven también en el pasaje las dos actitudes más características de María: su servicio y su fe. Dice Lucas que María va de prisa, movida por la caridad, para ofrecer a Isabel la ayuda que en esos casos necesita una mujer en avanzado estado de gravidez, y para compartir con ella la alegría que cada una, a su modo, ha tenido de la grandeza de Dios. María va de prisa, no para comprobar las palabras del ángel, pues ella cree en lo que se le ha dicho sobre Isabel; va a ayudar. Y el servicio que María aporta a Isabel integra el anuncio de Jesús, comporta la salvación prometida: Isabel quedó llena del Espíritu Santo” y “el niño que llevaba en su seno saltó de gozo. 

¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! es el saludo de Isabel a María.  Bendita entre las mujeres era el saludo de Israel a las grandes mujeres de su historia, que jugaron un gran papel en la victoria de Israel sobre sus enemigos (ver el libro de los Jueces, cap. 4, y el de Judit, cap.13). María, con su obediencia a la Palabra, contribuye a la victoria sobre el enemigo de la humanidad: lleva en su seno al fruto de la descendencia de Eva, que pisotea la cabeza de la serpiente, como estaba predicho en el relato del Génesis (cap. 3). 

En su respuesta, Isabel proclama a María: ¡Bienaventurada tú, que has creído! Es la primera bienaventuranza del Evangelio, que Jesús confirmará después, cuando diga: ¡Bienaventurados los que oyen la palabra de Dios y la llevan a cumplimiento¡ Éstos son mi madre y mis hermanos, los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen. Pocos títulos atribuidos a María expresan mejor que éste la función tan excepcional que le tocó desempeñar dentro del plan de salvación realizado en su Hijo Jesucristo: María es la creyente, “modelo” de todo creyente. Por eso es la llena de gracia, la Madre del Salvador, y también la Madre y figura de la Iglesia, comunidad de los creyentes. 

Al oír las palabras de Isabel, María dirigió la mirada a su propia pequeñez, y luego a la generosidad de Dios y entonó un canto de alabanza: Celebra mi ser la grandeza del Señor... María es consciente de que toda su persona, su ser mujer, es un don de Dios y a él lo devuelve en un canto de alabanza. Ella intuye que las generaciones la llamarán bienaventurada, no por sus méritos propios, sino por las obras grandes que el Poderoso ha hecho en su favor al darle la vida y elegirla para ser madre del Salvador. Por eso no duda en recalcar el contraste que hay entre su pequeñez de sierva y la grandeza, poder y misericordia de Dios, a quien ve como el santo, el todopoderoso, el misericordioso. En el canto de María laten los corazones agradecidos, que reconocen la acción de Dios en los acontecimientos de la propia historia personal y en la historia de la humanidad.

domingo, 27 de julio de 2025

Domingo XVII del Tiempo Ordinario – Enséñanos a orar (Lc 11, 1-13)

 P. Carlos Cardó SJ 

Parábola del amigo inoportuno, óleo sobre lienzo de William Homan Hunt (1895), Galería Nacional Victoria, Melbourne, Australia

Un día, Jesús estaba orando y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: "Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos".
Entonces Jesús les dijo: "Cuando oren, digan: ‘Padre, santificado sea tu nombre, venga tu Reino, danos hoy nuestro pan de cada día y perdona nuestras ofensas, puesto que también nosotros perdonamos a todo aquel que nos ofende, y no nos dejes caer en tentación’".
También les dijo: "Supongan que alguno de ustedes tiene un amigo que viene a medianoche a decirle: ‘Préstame, por favor, tres panes, pues un amigo mío ha venido de viaje y no tengo nada que ofrecerle’. Pero él le responde desde dentro: ‘No me molestes. No puedo levantarme a dártelos, porque la puerta ya está cerrada y mis hijos y yo estamos acostados’. Si el otro sigue tocando, yo les aseguro que, aunque no se levante a dárselos por ser su amigo, sin embargo, por su molesta insistencia, sí se levantará y le dará cuanto necesite. Así también les digo a ustedes: Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, toquen y se les abrirá. Porque quien pide, recibe; quien busca, encuentra, y al que toca, se le abre. ¿Habrá entre ustedes algún padre que, cuando su hijo le pida pescado, le dé una víbora? ¿O cuando le pida huevo, le dé un alacrán? Pues, si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¿cuánto más el Padre celestial dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidan?". 

Enséñanos a orar, le pide un discípulo a Jesús. Él le responde proponiendo el Padre nuestro, que más que una plegaria es un programa de vida, pues cada una de sus peticiones ha de ser llevada a la práctica. 

Poder llamar a Dios Padre nuestro es el gran don de Jesús. Al hacerlo nos reconocemos como hijos suyos, creados por amor. Tener a Dios como Padre es vivir con la certeza de que siempre estará con nosotros, y esto nos da una confianza inquebrantable: Nada podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro (Rom 8, 32ss). 

La oración, como toda nuestra vida, está orientada a santificar el Nombre de Dios. Esto significa tener a Dios en el lugar central que se merece. Jesús santificó continuamente el Nombre de Dios su Padre, amándolo y amando a los hermanos. Y así nos enseñó a vivir: “Padre, yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo daré a conocer, para que el amor con que me has amado esté en ellos y yo en ellos” (Jn 17,26). Santificamos el nombre de Dios cuando, como Jesús, procuramos hacer su voluntad, cuando nos confiamos a él en los momentos difíciles, cuando reconocemos como don suyo lo que tenemos y lo compartimos con los necesitados. Así, el Nombre de Dios es santificado. 

La oración que Jesús nos enseña despierta en nosotros el deseo del reino de Dios. Venga tu reino. Es nuestra esperanza: que la historia confluya en su reino como su término seguro y feliz, cuando Dios sea todo en todos (1 Cor 15,24.28) y sean creados cielos nuevos y tierra nueva en que habite la justicia. Sabemos que ese reino “ha llegado” ya en Jesús; que “viene” a nosotros cuando encarnamos en nuestra vida los valores del evangelio; y que “vendrá” plenamente cuando se superen las desigualdades injustas y se establezca la fraternidad entre los hijos e hijas de Dios. El reino está entre nosotros como semilla que crece sin que nos demos cuenta (Lc 13,18s). Y es Jesús resucitado, que vendrá finalmente para ser nuestro juez y también nuestra eterna felicidad. Por eso, expresamos nuestro deseo de la venida de su reino con estas palabras: Marana tha, ¡Ven Señor, Jesús! 

Al orar ponemos ante Dios lo que necesitamos: Danos hoy nuestro pan. El pan es vida. Necesitamos el pan material para nuestros cuerpos y el pan espiritual para nuestra vida en Dios. Y decimos pan nuestro, no mi pan, porque lo que Dios da tiene que compartirse. El pan que no se comparte genera división. El pan compartido es bendición, eucaristía. 

En la oración que Jesús nos dejó expresamos también la necesidad del perdón. Perdónanos nuestras ofensas. Dios no niega nunca su amor que rehabilita a todo hijo suyo, aunque sea un rebelde o un malvado. Como dice el Papa Francisco: Dios no se cansa de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón. Todos necesitamos perdón. El cristiano no es justo sino justificado; no es santo sino pecador tocado por la gracia divina que lo rehabilita y eleva; no es intolerante ni excluyente y se muestra compasivo con el que ha caído. Por eso no condena, sino perdona. 

La confianza en Dios nos lleva a asumir ante él nuestra radical deficiencia y debilidad, el riesgo de la vida: No nos dejes caer en tentación. No pedimos que nos libre de la prueba, porque forma parte de la existencia, sino que nos proteja para no sucumbir, seguros –como dice San Pablo– de que “Dios es fiel y no permitirá que sean tentados por encima de sus fuerzas, antes bien con la tentación recibirán la fuerza para superarla” (1 Cor 10,13). La gran tentación es la pérdida de confianza, que nos arranca del amor de Dios. 

Y para reforzar aún más esta confianza, Lucas añade dos pequeñas parábolas en las que Jesús pone como referencia el comportamiento de un amigo con su amigo y el de un padre con su hijo, para concluir que el amor de Dios es mucho más disponible y generoso que el de un amigo o el de un padre terreno. El amor de padre es en sí la verdadera parábola que usa Jesús para hacernos ver que Dios nos ama como el más paternal de los padres y la más maternal de las madres; ama gratuitamente, no por nuestros méritos; ama siempre, no unas veces sí y otras no; no puede dejar de amar, no engaña ni defrauda. ¿Qué padre hay tan malo que se atreva engañar a su hijo pequeñito dándole algo inservible o peligroso? Si esto es así con los padres de la tierra, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?  Queda claro, pues, que el don por excelencia que se obtiene con la oración es el Espíritu que nos libera, que inspira creatividad, empeño y fortaleza en las dificultades, claridad para ver los acontecimientos de la vida a la luz de Dios y poner amor en todo lo que vivimos.

sábado, 26 de julio de 2025

Trigo y cizaña (Mt 13, 24-43)

 P. Carlos Cardó SJ 

El sembrador de cizaña, grabado en madera sobre papel de Sir John Everett Millais (1864), publicada en “Ilustraciones de las Parábolas de Nuestro Señor”, edición de 1924 de Gilbert Daziel

Jesús les refirió otra parábola, diciendo: El reino de los cielos puede compararse a un hombre que sembró buena semilla en su campo. Pero mientras los hombres dormían, vino su enemigo y sembró cizaña entre el trigo, y se fue.
Cuando el trigo brotó y produjo grano, entonces apareció también la cizaña. Y los siervos del dueño fueron y le dijeron: «Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿Cómo, pues, tiene cizaña?».
Él les dijo: «Un enemigo ha hecho esto». Y los siervos le dijeron: «¿Quieres, pues, que vayamos y la recojamos?». Pero él dijo: «No, no sea que al recoger la cizaña, arranquéis el trigo junto con ella. Dejad que ambos crezcan juntos hasta la siega; y al tiempo de la siega diré a los segadores: “Recoged primero la cizaña y atadla en manojos para quemarla, pero el trigo recogedlo en mi granero”».
Les refirió otra parábola, diciendo: El reino de los cielos es semejante a un grano de mostaza, que un hombre tomó y sembró en su campo, y que de todas las semillas es la más pequeña; pero cuando ha crecido, es la mayor de las hortalizas, y se hace árbol, de modo que las aves del cielo vienen y anidan en sus ramas.
Les dijo otra parábola: El reino de los cielos es semejante a la levadura que una mujer tomó y escondió en tres medidas de harina hasta que todo quedó fermentado.
Todo esto habló Jesús en parábolas a las multitudes, y nada les hablaba sin parábola, para que se cumpliera lo dicho por medio del profeta, cuando dijo: Abriré mi boca en parábolas; hablare de cosas ocultas desde la fundación del mundo.
Entonces dejó a la multitud y entró en la casa. Y se le acercaron sus discípulos, diciendo: Explícanos la parábola de la cizaña del campo. Y respondiendo Él, dijo: El que siembra la buena semilla es el Hijo del Hombre, y el campo es el mundo; y la buena semilla son los hijos del reino, y la cizaña son los hijos del maligno; y el enemigo que la sembró es el diablo, y la siega es el fin del mundo, y los segadores son los ángeles. Por tanto, así como la cizaña se recoge y se quema en el fuego, de la misma manera será en el fin del mundo
El Hijo del Hombre enviará a sus ángeles, y recogerán de su reino a todos los que son piedra de tropiezo y a los que hacen iniquidad; y los echarán en el horno de fuego; allí será el llanto y el crujir de dientes. Entonces los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre. El que tiene oídos, que oiga. 

El Señor siembra la buena semilla, pero su crecimiento siempre va a encontrar obstáculos. El bien aparecerá mezclado con el mal que no actúa sólo fuera, sino dentro de la comunidad cristiana y en el interior de cada uno. 

El creyente sabe que el triunfo del bien sólo acontecerá al final, por obra de Dios. Antes tiene que transcurrir el tiempo de la espera, tiempo de la fortaleza y de la resistencia. El mal no lo puede abatir; debe llevarlo más bien a exaltar el bien. Enfrentado como Jesús, el mal puede dar paso al bien que niega. Para los que aman a Dios, todo contribuye al bien (Rm 8,28). Y donde abunda el pecado, allí sobreabunda la gracia (Rom 5,20). 

La fe cristiana no ofrece teorías explicativas del misterio del mal ni intenta darnos el consuelo fácil de la resignación. En todo caso nos hace más sensibles al sufrimiento humano y nos lleva hasta la consternación que sienten tantos inocentes injustamente perjudicados en su cuerpo o en su alma. La fe lo que hace es enseñarnos a asumir y superar el mal en cualquiera de sus formas, fijos los ojos en Jesús que, ante la maldad y la violencia del mundo, no intentó vencer al mal con el mal, ni dio paso a los sentimientos de venganza, ni a la desesperación. Lo que hizo fue llenar con su amor llevado hasta el extremo aquella situación que tipifica y condensa todo el mal y pecado del mundo, confiando absolutamente en el poder del amor y bondad de su Padre que vence al mal y a la muerte. 

Desde esta perspectiva, podemos leer todos los acontecimientos en los que el mal parece triunfar y la fe es puesta a prueba. Pero de manera particular la parábola nos hace mirar con ojos de fe lo que nos ha tocado vivir en la Iglesia. Ella es el campo del Señor, en el que se mezclan el buen trigo y la mala hierba. Divina y humana de arriba abajo, es al mismo tiempo “sacramento” de la comunión de Dios con la humanidad en Jesucristo, “cuerpo” y “esposa” de Cristo, lugar indestructible de su presencia que sostiene y difunde la verdad del Espíritu de Dios en el mundo. Pero esto no siempre resulta obvio porque la Iglesia es “santa y necesitada al mismo tiempo de continua purificación”. Por eso, a nadie le es lícito volverse insensible a los escándalos y espectáculos decepcionantes que, de mil maneras distintas, siempre han dado los hombres de iglesia. Al mismo tiempo, sin embargo, no pidamos el cielo sobre la tierra. Y es justo reconocer que todos hemos experimentado de alguna manera la pureza, verdad y bondad de Cristo y de su obra entre nosotros por medio de esta misma Iglesia. En definitiva, lo que sostiene nuestra fe en la Iglesia es nuestra fe en Cristo, y sólo reconociendo que no la abandona nunca (Mt 28, 20) podemos superar la desconfianza, el escepticismo, el distanciamiento o la crítica malsana. No puedo amar a Cristo y no amar a la Iglesia; ella es su cuerpo y su esposa. Puedo así tener la seguridad de que jamás le retirará su santo Espíritu, y me hará capaz de descubrir los signos (a veces tan ocultos) del buen trigo que crece a pesar de la cizaña. 

Las pequeñas parábolas del granito de mostaza y de la levadura en la masa hablan del desarrollo del reino de Dios. El granito de mostaza subraya el aspecto de la pequeñez. Remite al modo de actuar de Dios que quiso aparecer en el Niño de Belén y mostrarse luego como el pequeño carpintero de Nazaret. Entrar por los caminos del Señor, asumir su lógica, significa convencerse de que quien quiera ser grande ha de hacerse el más pequeño para servirlos a todos (Mt 20, 26). 

La parábola de la levadura nos habla asimismo de una realidad que queda escondida, pero no inactiva. De manera callada y oculta la levadura que una mujer mezcla con la harina la va fermentando desde dentro. Así actúa Dios moviendo el interior de las personas. El silencio y la pobreza de medios caracterizan la presencia modesta de Jesús, el mesías que actúa lejos de las expectativas de poder y de riqueza. Frente a los poderes del mundo que se le oponen, él se sitúa en la falta de poder y desde ahí pone de manifiesto la verdad y el poder salvador de Dios que triunfa en la debilidad. Nos enseña, pues, a fiarnos de la fuerza transformadora que tiene el evangelio proclamado al mundo, a no dejarnos escandalizar por el mal y a procurar siempre vencerlo a fuerza de bien (Rom 12, 21).

viernes, 25 de julio de 2025

Beber su cáliz (Mt 20, 20-28)

P. Carlos Cardó SJ 

La petición de la madre de los hijos de Zebedeo, óleo sobre tabla de Peter Pietersz (1600 aprox.), Museo de Bellas Artes de Dunkerque, Francia

En aquel tiempo, se acercó a Jesús la madre de los hijos de Zebedeo, junto con ellos, y se postró para hacerle una petición.
Él le preguntó: "¿Qué deseas?". Ella respondió: "Concédeme que estos dos hijos míos se sienten, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda, en tu Reino".
Pero Jesús replicó: "No saben ustedes lo que piden. ¿Podrán beber el cáliz que yo he de beber?". Ellos contestaron: "Sí podemos".
Y él les dijo: "Beberán mi cáliz; pero eso de sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo; es para quien mi Padre lo tiene reservado".
Al oír aquello, los otros diez discípulos se indignaron contra los dos hermanos.
Pero Jesús los llamó y les dijo: "Ya saben que los jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen. Que no sea así entre ustedes. El que quiera ser grande entre ustedes, que sea el que los sirva, y el que quiera ser primero, que sea su esclavo; así como el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar la vida por la redención de todos". 

Aparecen aquí dos lógicas en conflicto: por un lado, la lógica del mundo que ha influido en la mente de los discípulos y que los lleva a procurar el poder y el dominio, y, por otro lado, la lógica de Hijo del hombre que le lleva a seguir un camino del amor y del servicio, y no se detiene ni ante las injurias, la persecución y la muerte. La lógica de la cruz supone un cambio radical del sistema de valores imperante. Jesús, siendo el primero, se pone a servir a los demás, dando ejemplo de la verdadera grandeza. Él nos invita a pasar de la perspectiva de quien busca a toda costa rangos, categorías y cargos de poder, a la perspectiva de quien busca ser solidario y servir mejor. La persona encuentra su verdadero valor no en lo que posee,  sino en su actitud de amor y servicio a ejemplo de Jesús. 

La buena fama y reputación son un derecho de toda persona humana. Perderlas significa una forma de muerte social. Por eso, el deseo de reconocimiento y de prestigio es connatural al ser humano. Sin embargo, cuando estos valores se convierten en absolutos, hasta el punto de hacer que la persona los busque como la motivación más importante de sus acciones reducen la propia existencia a una esclavitud y dependencia de la idea que los demás tengan de ella, a un culto a la imagen que se convierte en la idolatría del yo y puede llevarlo a la hipocresía de aparentar lo que no es para obtener aprobación y prestigio. Naturalmente se olvida del modo como Dios lo acepta. Olvida también que la vanagloria pierde a la persona en sus aparentes y transitorias victorias, mientras que el amor desinteresado, que mueve a pensar en los demás, le obtiene la verdadera gloria. Jesús desvela nuestra verdad, que consiste en ser como el Hijo, para quien la victoria consiste en amar, servir y dar la vida. 

Dice el texto que la madre de Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, pide a Jesús: Manda que estos dos hijos míos se sienten uno a tu derecha y otro a tu izquierda. En la versión de Marcos son los mismos hijos los que piden: Maestro, queremos que nos concedas lo que vamos a pedirte (Mc 10, 35). En todo caso es la misma forma de pedir que empleamos con frecuencia en nuestra oración. Queremos que Dios haga lo que nosotros queremos, que su voluntad se adapte a la nuestra; en vez de ir nosotros a Dios, queremos que él venga a nuestros intereses. Jesús en Getsemaní da el ejemplo supremo: No se haga mi voluntad sino la tuya. Además, la madre de los Zebedeos puede pedir algo que para ella es bueno, la cercanía de sus hijos a Jesús en su reino; pero ignora que su reino se realizará en la cruz, cuando aparezca con toda su gloria de Hijo amado del Padre que ama a sus hermanos hasta dar la vida por ellos. 

San Juan Crisóstomo comenta este pasaje (Homilías sobre Mateo, n. 65) y dice: Jesús procura sacar a la madre de los Zebedeos y a sus discípulos de las ilusiones que se han forjado, diciéndoles que deben estar dispuestos a sufrir injurias, persecuciones y aun muerte: No saben lo que piden. ¿Pueden beber el cáliz que yo voy a beber? Que nadie se extrañe de ver a los apóstoles con actitudes tan imperfectas. Hay que esperar que el misterio de la cruz se les revele, que la fuerza del Espíritu Santo les sea comunicada. Si quieres ver el valor de sus almas, míralos más tarde, y los verás superiores a todas las debilidades humanas. Jesús no oculta las debilidades y pequeñez de sus discípulos para que veas aquello que llegarán a ser después, por el poder de la gracia que los transformará… Observa bien que no les pregunta directamente: «¿Van a ser capaces ustedes de derramar su propia sangre?» Para alentarlos, les propone compartir su cáliz, beber de su copa, es decir, vivir en comunión con él… Mas tarde podrás ver al mismo San Juan, que ahora sólo busca el primer puesto, cederle el puesto a San Pedro… En cuanto a Santiago, su apostolado no duró mucho tiempo. Con fervor ardiente, despreciando totalmente los intereses puramente humanos, demostró un celo tan grande que mereció ser el primer mártir entre los apóstoles (Hech 12, 2).

jueves, 24 de julio de 2025

Por qué les hablas en parábolas (Mt 13, 10-17)

 P. Carlos Cardó SJ 

Vengan a mí, ilustración de Harold Copping publicada en The Bible Story Book (1923)

En aquel tiempo, se acercaron a Jesús sus discípulos y le preguntaron: "¿Por qué les hablas en parábolas?". Él les respondió: "A ustedes se les ha concedido conocer los misterios del Reino de los cielos; pero a ellos no. Al que tiene se le dará más y nadará en la abundancia; pero al que tiene poco, aun eso poco se le quitará. Por eso les hablo en parábolas, porque viendo no ven y oyendo no oyen ni entienden. En ellos se cumple aquella profecía de Isaías que dice: Ustedes oirán una y otra vez y no entenderán; mirarán y volverán a mirar, pero no verán; porque este pueblo ha endurecido su corazón, ha cerrado sus ojos y tapado sus oídos, con el fin de no ver con los ojos ni oír con los oídos, ni comprender con el corazón. Porque no quieren convertirse ni que yo los salve. Pero, dichosos ustedes, porque sus ojos ven y sus oídos oyen. Yo les aseguro que muchos profetas y muchos justos desearon ver lo que ustedes ven y no lo vieron, y oír lo que ustedes oyen y no lo oyeron". 

Acercándose los discípulos. Los discípulos constituyen la verdadera familia de Jesús, son los que escuchan la Palabra y la cumplen. Están cerca, no fuera. Los llamó para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar. Y ellos respondieron con disponibilidad y apertura, se adhirieron a él y lo siguieron. En cambio, los judíos, movidos por sus autoridades, lo rechazaron, no se adhirieron a sus enseñanzas y lo condenaron. Faltándoles la actitud básica de disponibilidad y apertura, se quedaron en la ceguera y la obstinación. 

¿Por qué les hablas en parábolas?, preguntan los discípulos a Jesús. El hecho es que él no deja de hablarles, pero no obliga a nadie. Quien no quiere oírlo es libre. Y a quien quiera, la parábola le ofrece una puerta para alcanzar la verdad. Sobre este presupuesto, el evangelista Mateo quiere subrayar el privilegio de que gozan los discípulos de Jesús, a quienes se les concede conocer el misterio del reino de Dios, que ha queda oculto a los de fuera. Y se vale para explicar esto de un texto de Isaías (6, 9-10). A los pobres y sencillos, a los que se muestran confiados y disponibles, se les concede conocer la voluntad del Padre, la participación en su amor por medio del Hijo. A los sabios y entendidos de este mundo, en cambio, todo les queda oscuro y oculto por no tener la actitud básica para ver y comprender y seguir. Los que están fuera no se acercan, se defienden contra él, lo acusan en vez de acogerlo, y finalmente le dan muerte en vez de vivir de él. Son los que no siguen el signo de Jonás ni el ejemplo de conversión de los ninivitas. 

A quien ya tiene se le dará… Dios es amor que da sin fin. La medida de su generosidad es la apertura de nuestro deseo. Por eso, cuanto más uno desea, más recibe. En cambio, a quien no tiene… se le quitará. Porque quien no tiene deseo no recibe el don. Quien se cierra en su autosuficiencia se esteriliza. Fue el caso de los judíos que se cerraron al don que Jesús ofrecía. 

El contexto de este diálogo de Jesús con sus discípulos pudo ser el de la preocupación de la comunidad de Mateo por la incredulidad de sus compatriotas judíos, que se negaron a entrar en la Iglesia y creer en la predicación cristiana. Este hecho encuentra su explicación en el misterioso designio de Dios. No es de extrañar por tanto que los judíos hayan rechazado a Cristo y sigan oponiéndose al evangelio porque Dios no se impone, ofrece gratuitamente el don de su revelación salvadora y quiere que se le acepte libremente. Pero, así como el profeta Isaías fue rechazado por el pueblo y no obstante no abandonó su misión de enviado de Dios, así también la falta de éxito de Jesús y de su Iglesia no anula le verdad de la obra salvadora de Cristo y de la misión que ha recibido de él la Iglesia. Así pensaron los primeros cristianos. 

En definitiva, pues, lo importante en la relación con Dios es la confianza en su voluntad y la disponibilidad para aceptarla. Queda claro que si se quiere gozar de la bienaventuranza y del privilegio de los discípulos de Jesús de conocerlo a él y el misterio del reino de Dios, se ha de mostrar su misma disponibilidad y apertura. De lo contrario, serán como los judíos que se quedaron sin ver, reproducirán su misma ceguera y obstinación.

miércoles, 23 de julio de 2025

El sembrador (Mt 13, 1-9)

 P. Carlos Cardó SJ 

Parábola del sembrador, ilustración atribuida a Albretch Dürer (1503), Museo Británico, Londres, Inglaterra

Aquel día salió Jesús de casa y se sentó junto al lago. Se reunió junto a él una gran multitud, así que él subió a una barca y se sentó, mientras la multitud estaba de pie en la orilla.
Les explicó muchas cosas con parábolas: “Salió un sembrador a sembrar. Al sembrar, unas semillas cayeron junto al camino, vinieron las aves y se las comieron. Otras cayeron en terreno pedregoso con poca tierra. Al faltarles profundidad brotaron enseguida; pero, al salir el sol se marchitaron, y como no tenían raíces se secaron. Otras cayeron entre cardos: crecieron los cardos y las ahogaron. Otras cayeron en tierra fértil y dieron fruto: unas cien, otras sesenta, otras treinta. Quien tenga oídos que escuche”. 

Jesús explica el misterio de su vida, del desarrollo del reino de Dios y de su Palabra que actúa en nosotros. El centro de la parábola es la semilla. Pero se destaca la idea de que la siembra se frustra cuando la tierra es superficial, o pedregosa, o llena de malezas; sólo al final se logra una cosecha abundante. Probablemente Jesús pronunció esta parábola en el contexto histórico del fracaso que vivió en su predicación en Galilea. La gente que primero le siguió entusiasmada, después dudó de él como Mesías, no creyó en la venida del reino que él anunciaba, no siguió sus enseñanzas.

Jesús revela el modo como Dios lee las cosas y nos enseña a entender lo que acontece en nuestro mundo tan contradictorio. Nos hace ver que el Reino de Dios ya está inaugurado y marcha hacia su realización plena, pero que no tiene un desarrollo homogéneo y triunfal. La acción de Dios choca con el mal y con las resistencias que le oponemos. Pero –esta es la sorpresa– su éxito final está asegurado. Dios es señor de la historia. 

Con esta parábola Jesús quiere recuperar la confianza de la gente, sobre todo de sus discípulos. Se puede llamar la parábola de la confianza porque hay en ella una llamada a fiarnos de la obra de Dios. La acción confiada del sembrador que esparce la semilla interpela al creyente para que salga de sus temores y apatías, cobre valor y se abra a la novedad del futuro que viene al encuentro del presente. No se trata de una confianza fácil y optimista. Hay muchas dificultades que superar y obstáculos que enfrentar. 

A estas dificultades alude la alegoría de las distintas clases de tierra. Más que cuatro tipos de hombres, son cuatro niveles o formas de escuchar la Palabra de Dios que conviven en cada uno de nosotros. 

La semilla caída en tierra de borde del camino significa que podemos escuchar la Palabra, pero sin entenderla, sin asimilarla, porque nuestras maneras de pensar, nuestras costumbres y prejuicios la echan a perder. Encerrados en nosotros mismos, no advertimos la baja calidad humana y cristiana de nuestra vida, y nos defendemos, arguyendo que no tenemos nada que aprender, ni nada que cambiar. 

La semilla que cae en terreno pedregoso acontece cuando escuchamos el mensaje evangélico y lo acogemos con alegría, pero las presiones y tensiones internas y externas a que estamos sometidos impiden que lo tengamos en cuenta en nuestra vida y oriente nuestras decisiones y conducta. Todo queda en buenos sentimientos y deseos, que no se traducen en obras, ni en un compromiso cristiano efectivo. 

La caída de la semilla en tierra llena de malezas ocurre cuando permitimos que la Palabra crezca en nosotros, pero después las preocupaciones vanas y el engaño de las cosas que el mundo nos ofrece para ser felices, actúan en nosotros sofocando los valores evangélicos, restándoles atractivo y fuerza, hasta hacerlos caer en el olvido. 

Pero se da también en nosotros la tierra buena en la que la semilla sí puede dar fruto. Esa buena tierra es lo mejor nuestro, aquello que nos honra y nos hace sentir realmente bien: cuando somos capaces de gestos de generosidad y de amor admirables. Entonces, nos hacemos disponibles a lo que el Señor nos pide. 

Mantenernos como tierra buena no es tarea de un día ni de dos; es proceso lento y constante. Pero es un esfuer­zo sostenido por nuestra confianza en Dios. A pesar de las dificultades de la siembra, Jesús nos asegura el buen resultado. Su Palabra es capaz de atravesar el espesor del mal en nuestro corazón y convertirnos a él. 

Jesús nos invita a observar las resistencias que oponemos a su mensaje, no para abatirnos sino para reconocer dónde y cómo él mismo lucha con nosotros para tomar posesión de nuestro corazón. Nos pide que analicemos nuestras resistencias y pidamos vernos libres de ellas para acoger lo que él quiere darnos. 

Al celebrar la Eucaristía, Dios siembra en nosotros la Palabra, que se proclama de manera más solemne que en otras ocasiones. Renovamos la confianza en la obra de Dios en nosotros y pedimos que al comer el cuerpo de Cristo en la comunión, su palabra se haga vida en nosotros.

martes, 22 de julio de 2025

Aparición a María Magdalena (Jn 20, 1-2.11-18)

 P. Carlos Cardó SJ 

¡No me toques!, témpera en panel de Sandro Botticelli (1494), colección del Museo de Arte de Filadelfia, Pennsylvania, Estados Unidos

El primer día después del sábado, María Magdalena fue al sepulcro muy temprano, cuando todavía estaba oscuro, y vio que la piedra que cerraba la entrada del sepulcro había sido removida.
Fue corriendo en busca de Simón Pedro y del otro discípulo a quien Jesús amaba y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto».
María se había quedado llorando fuera, junto al sepulcro. Mientras lloraba se inclinó para mirar dentro y vio a dos ángeles vestidos de blanco, sentados donde había estado el cuerpo de Jesús, uno a la cabecera y el otro a los pies.
Le dijeron: «Mujer, ¿por qué lloras?». Les respondió: «Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto».
Dicho esto, se dio vuelta y vio a Jesús allí, de pie, pero no sabía que era Jesús.
Jesús le dijo: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?». Ella creyó que era el cuidador del huerto y le contestó: «Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo me lo llevaré».
Jesús le dijo: «María». Ella se dio la vuelta y le dijo: «Rabboní», que quiere decir «Maestro».
Jesús le dijo: «Suéltame, pues aún no he subido al Padre. Pero vete donde mis hermanos y diles: Subo a mi Padre, que es Padre de ustedes; a mi Dios, que es Dios de ustedes».
María Magdalena se fue y dijo a los discípulos: «He visto al Señor y me ha dicho esto». 

El Papa Francisco ha revalorizado la figura de María Magdalena como apóstol de la resurrección y figura relevante en la primitiva Iglesia. El texto de Juan sobre la vivencia que tuvo María Magdalena de la resurrección del Señor hace ver que es la primera persona a la que él busca, en respuesta quizá al afán con que ella le busca. Por eso se la puede ver como figura de la comunidad eclesial que busca a su Señor en medio de las crisis.  También puede verse un paralelismo entre el discípulo amado y María Magdalena: el discípulo vio y creyó. Vio signos, no al Señor. Representa la fe que responde a la cuestión de la tumba vacía. María en cambio escucha al Señor pronunciar su nombre, y su fe, unida al amor, le hace posible ver al Señor. Por el amor la fe se convierte en experiencia personal del Resucitado. A quien me ama el Padre lo amará y yo también lo amaré y me manifestaré a él (14, 21). 

El domingo de madrugada María Magdalena había ido al sepulcro y había visto removida la piedra que lo cubría. Volvió donde estaban los discípulos y refirió el hecho. Pedro y el discípulo al que Jesús quería salieron corriendo. María fue tras ellos. Ellos entraron al sepulcro, ella se quedó fuera, no tuvo valor. Paralizada por la fuerte tensión que sentía, se quedó llorando. 

Cuando se fueron los discípulos, María Magdalena se agachó para mirar en el sepulcro. Cobra valor para mirar en la profundidad del vacío que le ha dejado la partida del Señor. No la acepta, busca ansiosamente algo que clarifique lo que ha sucedido. Y el misterio comienza a iluminar su vida. 

Dos ángeles, mensajeros de Dios, testigos de lo ocurrido, sentados en el lugar donde había estado el cuerpo del Señor, uno en la cabecera y otro a los pies, le preguntan: Mujer, ¿por qué lloras? La respuesta de Magdalena –Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto expresa un hondo sentido de pertenencia: mi Señor. Cuando se está vinculado tan profundamente a alguien que de pronto desaparece, ya no se sabe cómo vivir sin él. Sólo el encuentro le hará pasar del luto a la alegría. Y es lo que los mensajeros le insinúan a Magdalena con su pregunta: Por qué. Tal vez porque considera la muerte como el final de todo; pero puede haber otra explicación. 

Y la luz vino. Se volvió y vio a Jesús que estaba allí, pero no lo reconoció. No puede entender todavía. El reconocimiento es gradual. Tiene que calmarse y reconocer que los caminos del Señor pueden ser otros. Entonces recordará quizá lo que él ya les había dicho: No los dejaré huérfanos; volveré con ustedes. El mundo ya no me verá; ustedes en cambio sí me verán (Jn 14, 19). 

Entonces Jesús le dijo: ¡María! Pronunció su nombre con el afecto de siempre y en su tono familiar inconfundible. Todo lo que Jesús ha sido para ella se concentra en esa sola palabra, su nombre. El Señor pronuncia nuestro nombre en lo más íntimo de nosotros y lo pronuncia con amor. Llama a cada uno por su nombre y eso les hace saber lo que son para él, lo que cuentan para él: Te he llamado por tu nombre y tú me perteneces (Is 43,1). Porque tú cuentas mucho para mí, eres valioso y yo te amo (Is 43,4). Por lo demás, Jesús resucitado mantiene el mismo comportamiento de amistad y cercanía que ha tenido en todos sus encuentros (con Nicodemo, con la Samaritana, con los enfermos, con los pobres). Interesado por lo que vive cada uno, pregunta: ¿Qué buscan?, ¿Por qué lloras? Toca el corazón y se reanima la fe que hace posible reconocer su presencia. 

¡Rabbubí!, responde María Magdalena en arameo. Lo reconoce a él como su maestro y a ella como su discípula. Ha realizado el camino del discipulado, ha pasado de la desconfianza a la confianza, de la incredulidad a la fe, de la tristeza al gozo. Como Marta de Betania ella también reconoce en Jesús a la resurrección y la vida y sabe que creer en él es tener vida eterna (Jn 11,25). El encuentro con él por la fe lleva ya el germen de nuestra feliz resurrección. Ésta se actualiza en toda situación difícil y oscura que puede parecer sin remedio, pero que vista a la luz de la fe puede revelar en sí misma la presencia del Señor resucitado, vencedor de la muerte. 

No me retengas, continua Jesús... ve y di a mis hermanos que voy a mi Padre y Padre de ustedes, a mi Dios y Dios de ustedes. Cumple la promesa de ir a prepararnos un lugar. Invita a pensar en lo que nos aguarda. Esta espera traza la perspectiva fundamental de nuestra orientación en la vida, su sentido y su meta. 

María Magdalena fue corriendo donde estaban los discípulos y les anunció. Se torna anunciadora, pregonera de la resurrección, apóstol, figura del discípulo de Jesucristo, modelo para la Iglesia.

lunes, 21 de julio de 2025

El signo de Jonás (Mt 12, 38-42)

 P. Carlos Cardó SJ 

Jonás y la ballena, mural de Albertus Pictor (Siglo XV), pintado en el techo de la iglesia luterana de Härkeberga, Uppsala, Suecia

 Entonces algunos maestros de la Ley y fariseos le dijeron: «Maestro, queremos verte hacer un milagro». Pero él contestó: «Esta raza perversa e infiel pide una señal, pero solamente se le dará la señal del profeta Jonás. Porque del mismo modo que Jonás estuvo tres días y tres noches en el vientre del gran pez, así también el Hijo del Hombre estará tres días y tres noches en el seno de la tierra. Los hombres de Nínive resucitarán en el día del juicio junto con esta generación y la condenarán, porque ellos cambiaron su conducta ante la predicación de Jonás, y aquí ustedes tienen mucho más que Jonás. La reina del Sur resucitará en el día del juicio junto con los hombres de hoy, y los condenará, porque ella vino desde los confines de la tierra para escuchar la sabiduría de Salomón, y aquí ustedes tienen mucho más que Salomón». 

En este pasaje, los letrados, llamados también doctores o maestros de la ley, se asocian a los fariseos para exigirle a Jesús una señal que equivalga a una credencial divina de su misión para poder creer en él como el enviado de Dios. Quieren que Jesús realice algo visible, una acción simbólica, un signo celeste o un rasgo corporal que demuestre de manera inequívoca su identidad, ya que juzgan inadmisible su pretensión de obrar en nombre de Dios. Por eso lo apremian: queremos ver una señal tuya personal. 

Jesús ve la incredulidad de sus oyentes y ve en ella también reflejada la incredulidad del pueblo de Israel. Estamos en plena crisis galilea: el pueblo que al comienzo le siguió entusiasmado, después por influjo de sus autoridades, le dio la espalda, y Jesús abrió el alcance de su mensaje salvífico a los pueblos extranjeros. Por eso su respuesta es categórica. En la persona de sus interlocutores ve al pueblo, a la generación perversa y adúltera que exige una señal. El calificativo de perversa denuncia su incapacidad de hacer el bien, como el árbol malo que da frutos malos (7,17s), y de decir algo bueno porque son malos (12, 34s). El otro adjetivo es una clara alusión a la infidelidad de Israel, esposa adúltera de Yahvé, que rompe la alianza (Os 3, 1; Ez 16,38; 23, 45). 

Por eso, Jesús no les dará lo que ellos piden, un signo material y sensible, sino una señal cuyo significado exige fe para ser entendida. Haciendo un paralelo con Jonás les hace ver que la peripecia vivida por el profeta en el vientre del pez durante tres días con sus tres noches,  fue un signo anticipatorio de la muerte del Hijo del hombre y de su permanencia en el reino de los muertos. Esta es la «señal» que Dios ofrecerá a aquella generación; pero será una señal paradójica para Israel porque, por una parte, señalará su culpa en la muerte de Jesús y, por otra, la posibilidad de salvarse por medio de esa misma muerte redentora si se adhieren a él por la fe. 

Vienen después dos referencias bíblicas que denuncian la incredulidad del pueblo. Su gravedad queda demostrada con la comparación entre la actitud de los hijos de esa generación con la de los habitantes de Nínive y con la de la reina de Saba. Asimismo, la afirmación de la superioridad de Jesús respecto al famoso profeta y al sabio rey Salomón, echa en cara a los letrados y fariseos su cerrazón para entender la autoridad con que Jesús, como el enviado definitivo, ha anunciado la venida del reino de Dios. 

La persona de Jesús, la sabiduría de su mensaje y la obra salvadora que realiza en favor nuestro, por puro amor, deberían ser el argumento suficiente para creer en él. Pero muchas veces nuestra fe es débil e inconstante. Entonces, como los letrados y fariseos, esperamos pruebas y demostraciones visibles para reemprender el camino en que estábamos. Las razones que antes sostenían nuestro compromiso cristiano se nos tornan insuficientes y nos sobreviene la tibieza, la falta de mística y ardor espiritual. En tales momentos no hay que esperar cosas extraordinarias para reencender el fervor, ni se deben hacer cambios que impliquen abandono de nuestros antiguos propósitos.