P. Carlos Cardó SJ
Bautismo de Cristo, óleo al temple sobre tabla de Verrocchio y Leonardo Da Vinci (1472 a 1475), Galería de los Uffizi, Florencia, Italia |
En aquel tiempo, como el pueblo estaba en expectación y todos pensaban que quizá Juan el Bautista era el Mesías, Juan los sacó de dudas, diciéndoles: "Es cierto que yo bautizo con agua, pero ya viene otro más poderoso que yo, a quien no merezco desatarle las correas de sus sandalias. Él los bautizará con el Espíritu Santo y con fuego".
Sucedió que entre la gente que se bautizaba, también Jesús fue bautizado. Mientras éste oraba, se abrió el cielo y el Espíritu Santo bajó sobre él en forma sensible, como de una paloma, y del cielo llegó una voz que decía: "Tú eres mi Hijo, el predilecto; en ti me complazco".
Al inicio del evangelio, el relato del bautismo de Jesús sirve de ángulo de mira para entender la finalidad que tiene el evangelio: dar a conocer quién es Jesús. En el Jordán, se nos dice que Jesús es el Mesías, el Cristo, portador del Espíritu, y el Hijo amado de Dios, en quien Dios su Padre se complace.
En su bautismo, además, se manifiesta simbólicamente la misión a la que Jesús es enviado por su Padre: misión salvadora que no corresponderá a las expectativas que se habían hecho los judíos, de un libertador político que se impondría con la fuerza y el poder, sino a la misión propia del Siervo de Yahvé, que por amor asume la condición débil y pecadora de sus hermanos y, alineado entre los pecadores, como uno más entre ellos, fue contado entre los malhechores” (Is 53,2). Esto es lo que los evangelistas observan en el hecho de aceptar Jesús ser bautizado por Juan: un día cuando se bautizaba mucha gente, también Jesús se bautizó, es decir, como uno más.
Bautismo significa inmersión. Y así se practicaba. Hundirse en el agua era símbolo del morir. La fe cristiana vio en ello un anuncio de que el Mesías tendría que sumergirse en la muerte para salir de ella vencedor e iniciar una vida nueva para él y nosotros. Este es el Mesías, Hijo de Dios y hombre entre los hombres, solidario con nosotros hasta experimentar una muerte como la nuestra.
Mientras Jesús oraba después de su bautismo, se abrió el cielo. Quedó abierto el acceso directo a Dios; el muro del pecado que impedía la comunicación de los hombres con Dios, se derrumba; el futuro cerrado de la humanidad se abre en esperanza. Para Israel la comunicación de Dios a los hombres había terminado en la época de los profetas: ya no se esperaba que Dios hablase. Para el mundo del paganismo, por su parte, el horizonte de la historia estaba cerrado por el destino y la fatalidad. Con Jesús los cielos se abren. Dios se acerca de manera definitiva, habla y actúa en Jesús. El horizonte de la realización del ser humano se extiende hasta la unión con Dios, hasta nuestra participación en la vida misma de Dios.
Y el Espíritu Santo bajó sobre él en forma visible, como de una paloma, prosigue el evangelio. El mismo Espíritu que fecundó el seno virginal de María para realizar la encarnación del Hijo de Dios, desciende ahora para consagrar a Jesús y conducirlo a la realización de su misión (cf. Lc 3, 22; 4,1; Hech 10, 38; Vaticano II, Ad gentes 4). Por poseer plenamente al Espíritu divino, Jesús se comprenderá a sí mismo como el Hijo querido del Padre, y se sentirá impulsado a realizar el proyecto de salvación: El Espíritu Santo está sobre mí... me ha enviado a traer la buena nueva... (Lc 4, 18).
Y se oyó entonces una voz que venía del cielo: Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco. Estas palabras recuerdan dos textos del A.T. con sentido muy distinto. El Sal 2,7: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy, e Isaías 42,1: Miren a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero. El primer texto habla del rey, que en el momento de su entronización recibía el título de hijo de Dios por su especial relación con él. El segundo se refiere a un personaje que salva al pueblo a través del sufrimiento y con enorme paciencia. Lucas quiere evocarnos las dos ideas: la dignidad de Jesús y su identificación como Mesías con la figura del Siervo de Yahvé que carga con el dolor de su pueblo.
Muchos comentaristas reconocen que Jesús en su bautismo asume esa conciencia de su propio ser y acepta su misión de Siervo para redimir a su pueblo. En la primera lectura de hoy, de Isaías 42,1-4.6-7, se traza el programa de acción que Jesús, Mesías Siervo, va a cumplir. Primero se dice lo que no hará: gritar, clamar, vociferar, es decir, amenazar o condenar; tampoco quebrará la caña rajada ni apagará la mecha que aún humea, es decir, no será abusivo con los débiles o caídos. Después dice Isaías lo que hará el Mesías: promoverá el derecho y la justicia, o, dicho de otra forma, abrirá los ojos de los ciegos, sacará a los encarcelados de la prisión, imágenes que aplicadas a Jesús, se refieren a la liberación plena, espiritual y material, personal y social.
La misión de Jesús no será fácil de cumplir ni bien acogida por todos. Será criticado, rechazado y finalmente condenado por las autoridades religiosas judías (escribas, fariseos, sumos sacerdotes). Pero en todo momento se mantendrá firme, hasta la muerte. Por eso, verá el cumplimiento de su misión como el paso por un bautismo: ¿Pueden beber el cáliz que voy a beber y ser bautizados en el bautismo que voy a pasar? (Mc 10,38; cf. Lc 12, 49s). Se puede decir, entonces, que en el bautismo en el Jordán queda estructurado todo el camino de Jesús y del cristiano, camino contrario al que el mundo ofrece, camino del Hijo-Siervo de Dios que conduce a la exaltación.
Digamos, en fin, que el relato del bautismo de Jesús tiene también un cometido eclesial: remite al significado del bautismo en la Iglesia, con el que nos unimos a Cristo.
También nosotros fuimos bautizados[1]. Dios tomó posesión de nosotros y no sólo de nuestra parte afectiva y sentimental, o de nuestra razón, ideas y especulaciones, o de las emociones religiosas, sino que entró en lo más íntimo de nuestro ser y puso en él su propio ser divino. Esta es nuestra verdad: que ya desde los primeros días de nuestra vida, Dios se comprometió con nosotros, y de manera pública, solemne, infundiéndonos su vida, por el Espíritu del amor que derramó en nuestros corazones. En el bautismo, también de nosotros dijo Dios: Tú eres mi hijo y te convierto en templo de mi Espíritu. A partir de entonces Dios habita en la profundidad de nuestro ser, allí donde quizá no logramos llegar con los recursos de la psicología profunda, allí, en la hondura de nuestra intimidad, en donde habita el Espíritu que nos hace decir con infinita confianza: Abba, Padre querido. Confirmemos nuestro bautismo, demos testimonio de él con lo que hacemos y vivimos. ¡Vivamos como bautizados! Hagamos ver que por nuestro bautismo pertenecemos a Dios, estamos ungidos y configurados con Cristo –alter Christus-, para continuar su obra: hacer el bien, liberar, practicar la justicia.
[1] Estas
ideas se inspiran en la meditación de Karl Rahner: Marcados con el Sello del Espíritu, en L’Homme au Miroir de l’Année Chrétienne, Paris 1966, págs, 181-182.
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