martes, 7 de enero de 2025

Primera multiplicación de los panes (Mc 6, 34-44)

 P. Carlos Cardó SJ 

Jesús alimentando a los 5000, mosaico de autor anónimo del siglo VI, iglesia de San Apolinar el Nuevo, Rávena, Italia

En aquel tiempo, al desembarcar Jesús, vio una numerosa multitud que lo estaba esperando, y se compadeció de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas.
Cuando ya atardecía, se acercaron sus discípulos y le dijeron: "Estamos en despoblado y ya es muy tarde. Despide a la gente para que vayan por los caseríos y poblados del contorno y compren algo de comer".
Él les replicó: "Denles ustedes de comer".
Ellos le dijeron: "¿Acaso vamos a ir a comprar doscientos denarios de pan para darles de comer?".
Él les preguntó: "¿Cuántos panes tienen? Vayan a ver". Cuando lo averiguaron, le dijeron: "Cinco panes y dos pescados".
Entonces ordenó Jesús que la gente se sentara en grupos sobre la hierba verde y se acomodaron en grupos de cien y de cincuenta. Tomando los cinco panes y los dos pescados, Jesús alzó los ojos al cielo, bendijo a Dios, partió los panes y se los dio a los discípulos para que los distribuyeran; lo mismo hizo con los dos pescados. Comieron todos hasta saciarse, y con las sobras de pan y de pescado que recogieron llenaron doce canastos. Los que comieron fueron cinco mil hombres. 

Los primeros cristianos que escribieron los evangelios vieron en el signo del pan realizado por Jesús algo sumamente importante para la vida cristiana. En el modo como lo relatan los cuatro evangelistas y en los diversos textos que articulan en torno al tema del pan, se puede ver la intención que tenían de remarcar que el significado del símbolo del pan es fundamental para entender a Jesús, su mensaje, su obra y lo que significa creer en él y seguirlo. Asimismo, se puede ver también la dificultad que ha tenido siempre la comunidad para comprender y llevar a la práctica el significado del pan compartido. 

El signo del pan que se parte y se entrega para dar vida remite al amor de Jesús, que culmina en el acto supremo de su entrega en la cruz y que él mismo anticipó simbólicamente en su última cena en el gesto de dar a comer el pan de su cuerpo y a beber el vino de su sangre. Hasta en los términos que se emplean para relatar la multiplicación de los panes se puede observar que los redactores tenían presente el recuerdo de la última cena de Jesús y la eucaristía que celebraban los primeros cristianos. 

Los discípulos encuentran mucha dificultad para entender; su fe tiene que mostrarse en obras, su seguimiento de Jesús les debe llevar a imitar a Jesús, que se entrega bajo el signo del pan. Con la mentalidad del mundo, para ellos lo lógico es «despedir a la gente» o «comprar con dinero» el pan necesario. Pero para Jesús, lo lógico es darse uno mismo y mostrar el amor, que lleva a poner a disposición de los demás lo que se tiene. 

El gesto prodigioso de Jesús aparece en clave religiosa como una actualización del banquete mesiánico prometido, lo cual revela la identidad de Jesús como Mesías. Como el nuevo Moisés, esperado para los últimos tiempos (Dt 18,15-18), alimenta a la multitud en el desierto con un pan que supera al del éxodo. Se actualiza el banquete mesiánico esperado para los últimos tiempos y se anticipa el banquete eucarístico, en el cual Jesús mostrará su amor solidario ofreciendo el pan de su cuerpo como como signo de una existencia entregada hasta la muerte. Todos los signos e imágenes confluyen en la cena del Señor. Estas convicciones las tenían los primeros cristianos a partir de las palabras escuchadas al mismo Jesús: Levantó los ojos al cielo. Pronunció la bendición... (cf. 14, 22-25). 

El evangelio de Juan (Jn 6, 51-59) desarrolla en todo un discurso el significado teológico del pan. Marcos, por su parte, presenta “lo de los panes” o el “hecho del pan”, como lo fundamental para entender a Jesús y hace ver la dificultad que ha tenido siempre la comunidad para abrir los ojos y el corazón a la comprensión práctica de «lo de los panes». No se puede conocer y seguir a Jesús si uno no asume su actitud de donación y de entrega, que él mismo visualizó con la entrega del pan a la multitud y con la entrega de su propio ser en la cruz. Y no se puede, por tanto, comprender y realizar la eucaristía –centro de la vida cristiana- sin esta misma actitud.

lunes, 6 de enero de 2025

Anuncio del Reino y llamamiento de primeros discípulos (Mt 4, 12-17.23-25)

 P. Carlos Cardó SJ 

Sermón en Cafarnaúm, óleo sobre lienzo de Vasili Alesandrovich Kotarbinsky (siglo XIX), Colección privada Polonia

Al enterarse Jesús de que Juan había sido arrestado, se retiró a Galilea, y dejando el pueblo de Nazaret, se fue a vivir a Cafarnaúm, junto al lago, en territorio de Zabulón y Neftalí, para que así se cumpliera lo que había anunciado el profeta Isaías: Tierra de Zabulón y Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los paganos. El pueblo que yacía en tinieblas vio una gran luz. Sobre los que vivían en tierra de sombras una luz resplandeció.
Desde entonces comenzó Jesús a predicar, diciendo: "Conviértanse, porque ya está cerca el Reino de los cielos". Y andaba por toda Galilea, enseñando en las sinagogas y proclamando la buena nueva del Reino de Dios y curando a la gente de toda enfermedad y dolencia.
Su fama se extendió por toda Siria y le llevaban a todos los aquejados por diversas enfermedades y dolencias, a los poseídos, epilépticos y paralíticos, y él los curaba. Lo seguían grandes muchedumbres venidas de Galilea, Decápolis, Jerusalén, Judea y Transjordania. 

El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz. Mateo presenta el inicio de la actividad pública de Jesús en Galilea como la salida del sol, el alba de un nuevo día. Israel representa a todos los pueblos que sufren opresión y anhelan la libertad. Para toda la humanidad viene la luz. Fue como el amanecer. Una brecha se abrió en el horizonte humano. 

Las tinieblas son la pervivencia del caos primordial, del que Dios sacó el cosmos con su palabra ordenadora. Los hombres desordenaron el cosmos, lo volvieron un campo de guerra de unos contra otros, y con su ambición irracional destruyeron la naturaleza, atentaron contra la vida, atentaron contra su Creador. 

Las tinieblas significan también la esclavitud en Egipto, de la que Dios hizo salir a Israel su pueblo. Los hombres olvidaron pronto las acciones de Dios y volvieron a esclavizarse unos a otros, se fabricaron ídolos a los que entregaron la vida, becerros de oro que toda época se ha forjado: dinero, poder, gloria… 

La venida de Jesús a este mundo oscurecido es anunciada por los profetas como la luz, principio de la nueva creación, el amanecer del “día de Dios” que pone fin a la noche del mundo. Y se entabla el duelo permanente entre la luz y la tiniebla, la verdad y la mentira, la fraternidad y el odio, la vida y la muerte; duelo que perdura hasta hoy. 

Conviértanse, dice Jesús: vuélvanse a la luz, abran los ojos, es posible un mundo diferente, de corazones nuevos, de paz y armonía con el prójimo, con el cosmos, con Dios. Dios sólo espera que nos volvamos a él. En esto consiste el acto más perfecto de nuestra libertad. En Jesús podemos sentir a Dios como padre y vivir como hermanos. 

El reino de Dios está llegando. Jesús nos da motivos para vivir el presente con ilusión y empeño. El reino ya actúa entre nosotros. Ya ha comenzado a actuar el amor salvador de Dios en favor de quienes, inspirados por él, buscan un mundo justo y fraterno. Aquello que esperamos ya está “aquí”, no fuera de este mundo y de mi vida, pero todavía hay que esperar su plena realización. Por eso el reino nos hace vivir intensamente el presente y nos marca la dirección de nuestra vida. 

Entonces, caminando Jesús por la orilla del mar de Galilea, vio a dos hermanos, Simón llamado Pedro, y Andrés… y les dijo: Vengan conmigo… Es una invitación personal la que nos hace Jesús en la persona de esos pescadores de Galilea. La vida cristiana es la respuesta a esta invitación. Seguirlo significa convertirse, volverse a Dios, vivir conforme a los valores de su reino. Seguimos a Jesús para vivir con él la experiencia que ilumina y da sentido a la existencia. Esta experiencia no es, ante todo, una doctrina, ni únicamente una praxis. Jesús despierta en quien lo sigue una relación mucho más profunda y total: una relación personal con él, como Señor y hermano. Se le entrega no sólo la mente y la sensibilidad, sino el corazón, el fondo del alma. 

Lo primero que hace Jesús, según el evangelio de Mateo, es llamar, convocar. Nos llama. Me llama por mi propio nombre para que viva en la verdad de mi existencia. Escuchar su llamada es sentir y lograr mi verdadero yo, liberado de lo que me impide ser yo mismo, capaz de empeñar mi vida en la tarea de realizar en mí y en torno a mí los valores del evangelio. 

Y no nos imaginemos cosas extraordinarias. La llamada de Jesús se siente en la vida cotidiana, por profana que sea: llamó a Simón y a su hermano Andrés cuando estaban pescando, llamó a Mateo cuando detrás de su mesa de cambista juntaba y contaba plata. Incluso podemos estar haciendo cosas que van contra Cristo y contra los cristianos, como hacía Saulo. Hagamos lo que hagamos, la luz se abre camino y brilla en nuestro interior, desvelando nuestra verdad más profunda. Vente conmigo, me dice. 

Y ellos, dejadas sus redes, lo siguieron.

domingo, 5 de enero de 2025

Epifanía del Señor (Mt 2, 1-12)

 P. Carlos Cardó SJ 

Adoración de los magos, óleo sobre lienzo de Claude Vignon (1624), Museo de Arte de Birmingham, Inglaterra

Jesús había nacido en Belén de Judá durante el reinado de Herodes.
Unos Magos que venían de Oriente llegaron a Jerusalén preguntando: «¿Dónde está el rey de los judíos recién nacido? Porque hemos visto su estrella en el Oriente y venimos a adorarlo».
Herodes y toda Jerusalén quedaron muy alborotados al oír esto. Reunió de inmediato a los sumos sacerdotes y a los que enseñaban la Ley al pueblo, y les hizo precisar dónde tenía que nacer el Mesías.
Ellos le contestaron: «En Belén de Judá, pues así lo escribió el profeta: Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres en absoluto la más pequeña entre los pueblos de Judá, porque de ti saldrá un jefe, el que apacentará a mi pueblo, Israel».
Entonces Herodes llamó en privado a los Magos, y les hizo precisar la fecha en que se les había aparecido la estrella. Después los envió a Belén y les dijo: «Vayan y averigüen bien todo lo que se refiere a ese niño, y apenas lo encuentren, avísenme, porque yo también iré a rendirle homenaje».
Después de esta entrevista con el rey, los Magos se pusieron en camino; y fíjense: la estrella que habían visto en el Oriente iba delante de ellos, hasta que se detuvo sobre el lugar donde estaba el niño. ¡Qué alegría más grande: habían visto otra vez a la estrella!
Al entrar a la casa vieron al niño con María, su madre; se arrodillaron y le adoraron. Abrieron después sus cofres y le ofrecieron sus regalos de oro, incienso y mirra. Luego se les avisó en sueños que no volvieran donde Herodes, así que regresaron a su país por otro camino. 

Hoy celebramos la fiesta de la Epifanía o manifestación de Jesús como el Salvador de todas las naciones, simbolizadas en los sabios de Oriente. 

Con un conjunto de símbolos de gran poder sugestivo, el relato de San Mateo hace ver la trascendencia universal que tiene el nacimiento de Jesús, como “luz” de las naciones. Todo el género humano está llamado a conocer y acoger la luz que brilla en medio de la oscuridad. El horizonte de la historia humana no se pierde en las tinieblas. A todos los pueblos y personas guía el único Dios. El Espíritu, que actúa en sus corazones, los impulsa a buscar el sentido que debe tener su vida, a obrar según el dictamen de su conciencia y a empeñarse en construir la paz por medio de la justicia. Esta es la luz de Dios que ilumina a todos hombre y mujeres de buena voluntad. Y por eso no se puede negar la acogida fraterna a todas las personas, por encima de las diferencias sociales y culturales. El misterio de Belén lo hace posible. 

Una luz brilla como estrella radiante en el interior de las personas. Se dejan guiar por ella los sabios de todos los tiempos, que disciernen el significado de los acontecimientos y se hacen lo suficientemente pobres y sencillos para salir de sí mismos y buscar el conocimiento de la verdad plena. Dios ha creado a todos para que lo busquen, a ver si a tientas lo llegan a encontrar, dado que no está lejos de nosotros, pues en él vivimos, nos movemos y existimos (Hech 17, 27-28). Los valores de las culturas y de las religiones de la tierra, los logros de la razón humana en todos los campos de las ciencias y de las artes, el progreso de los pueblos en su organización humana fraterna, y el dictamen interior de la propia conciencia, señalan los largos y diversos caminos que, a lo largo de los siglos, conducen a todos a la luz de la verdad. 

Hacia ella dirigen sus pasos los magos. Han oído que en Jerusalén pueden encontrar el conocimiento que les falta, pues es la ciudad santa, capital de la nación que ha recibido una extraordinaria revelación de Dios. Pero la estrella que los guiaba no brilla sobre Jerusalén. En ella no encuentran más que mentira y ambición: el rey Herodes, rodeado de los sumos sacerdotes y expertos en religión afirman, sí, conocer la revelación contenida en las Escrituras, y envían a los magos a Belén tierra de Judá, pero ellos no hacen ningún esfuerzo por ir, se quedan donde están. Más aún, ven como una amenaza al recién nacido rey de los judíos. Vayan ustedes, les dice Herodes, e infórmense bien sobre ese niño… y avísenme para ir yo también a adorarlo. Forman parte del pueblo escogido y manejan las Escrituras santas, pero rechazan al Salvador que Dios había prometido. Los extranjeros, en cambio, venidos de lejos, lo acogen con inmensa alegría. 

La estrella que los había guiado volvió a aparecer en Belén y se detuvo encima de donde estaba el niño. Él es el que da la luz a la estrella que brilla en la noche (cf. Sab 10,17). Por eso dirá de sí mismo: Yo soy la luz del mundo (Jn 8,12). Luz de Dios que viene para todos, pero que hay que buscarla, acogerla y dejar que transforme la vida. 

Dice el evangelio que los magos vieron al niño con su madre María y lo adoraron postrados en tierra. Los griegos hacían esto como tributo a sus dioses, los orientales se postraban también ante sus reyes. Después abrieron sus cofres y le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra. Una antiquísima tradición, que se remonta a San Ireneo de Lyon en el siglo II, interpreta el oro como tributo al rey, el incienso como ofrenda a Dios y la mirra como referencia a la muerte de Jesús. 

Muchas otras interpretaciones se han sucedido en la historia: el oro de las obras buenas, el incienso de la oración y la mirra del control de los instintos. Otros han visto el oro en la mayor riqueza que uno tiene, que es el amor; el incienso en lo que nos eleva, que son nuestros deseos y aspiraciones; y la mirra, que cura heridas y preserva de la corrupción, en los padecimientos propios de nuestra condición mortal. Todo lo que amamos, deseamos y tenemos, eso es nuestro tesoro. Se lo ofrecemos a Dios y él entra a nuestro tesoro. «Todo cristiano puede ofrecer (al Niño) estos dones, el pobre no menos que el rico», canta un antiguo villancico. 

El relato termina con una observación importante: advertidos de que no volvieran donde Herodes, los magos retornan a su región de origen, pero por otro camino. Quien se encuentra con Cristo cambia de rumbo, queda transformado. Estos hombres buscaban a Dios y Dios los encontró. Ahora llevan consigo al Emmanuel, al Dios-con-nosotros. 

La Epifanía nos hace ver que somos peregrinos, por caminos que pueden atravesar desiertos y oscuridades, pero siempre hay una estrella que brilla y guía hasta Dios. Ella está allí, en el firmamento de nuestro corazón, en el horizonte de nuestro deseo de libertad, bondad y felicidad, y también en la realidad de los pesares que trae consigo la vida terrenal. Lo importante es buscar. El que busca encuentra, al que llama se le abre. Pronto o tarde una estrella brillará. No se equivoca nadie que sigue a Cristo.

sábado, 4 de enero de 2025

Vocación de los Primeros Discípulos (Jn 1, 35-42)

 P. Carlos Cardó SJ 

Llamamiento de los santos Pedro y Andrés, óleo sobre lienzo de Caravaggio (1603-1606), Colección Real del Reino Unido, Palacio de Buckingham, Londres

Al día siguiente, Juan se encontraba de nuevo en el mismo lugar con dos de sus discípulos. Mientras Jesús pasaba, se fijó en él y dijo: «Ese es el Cordero de Dios».
Los dos discípulos le oyeron decir esto y siguieron a Jesús.
Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les preguntó: «¿Qué buscan?»
Le contestaron: «Rabbí (que significa Maestro), ¿dónde vives?».
Jesús les dijo: «Vengan y lo verán».
Fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día. Eran como las cuatro de la tarde.
Andrés, el hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que siguieron a Jesús por la palabra de Juan. Encontró primero a su hermano Simón y le dijo: «Hemos encontrado al Mesías» (que significa el Cristo). Y se lo presentó a Jesús.
Jesús miró fijamente a Simón y le dijo: «Tú eres Simón, hijo de Juan, pero te llamarás Kefas» (que quiere decir Piedra). 

El primer encuentro de los discípulos con Jesús sirve de marco al evangelista Juan para proponer una enseñanza capital sobre la fe cristiana. Ésta no consiste únicamente en la adhesión a una doctrina, a unas normas éticas o a una práctica social. La fe es un encuentro con alguien que viene a nosotros y se nos comunica. Y a partir de ese encuentro, se siente el deseo (y la gracia) de conocerlo cada vez más, imitarlo y seguirlo. 

El cuadro de la narración es el siguiente: dos discípulos atraídos por Jesús, se van tras él. La fe que ha nacido en ellos desde que Juan Bautista les dijo: “Miren el Cordero de Dios”, los ha puesto en movimiento con el deseo de conocerlo y seguirlo. “Seguir”, en el texto bíblico, significa andar tras una persona que señala el camino. La fe es aceptar a alguien como guía de la propia vida. 

Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les preguntó: ¿Qué buscan? (v. 38). Es la pregunta crucial, que todo el que se diga seguidor de Cristo debe plantearse. Porque puede haber diversas motivaciones en la búsqueda de Jesús, algunas de ellas equivocadas: como la de aquellos que se le acercan porque le han visto hacer milagros (Jn 2, 23-25), o porque “comieron pan hasta saciarse” (Jn 6,26). Uno puede creer que sigue a Cristo, pero de manera interesada y, en realidad, buscándose a sí mismo. 

Le contestaron: Rabbí (que equivale a “Maestro”)... (v.38). Con este título respetuoso de “Rabbí”, los discípulos indican que toman a Jesús por guía y están dispuestos a oír y seguir sus enseñanzas. En tiempos de Jesús, la relación maestro-discípulo no se limitaba a la transmisión de unos conocimientos o de una doctrina, sino que se aprendía un modo de vivir. La vida del maestro era pauta para la del discípulo. 

Maestro, ¿dónde vives? (v. 38b). Los discípulos quieren conocer dónde vive Jesús, cuál es su modo de vivir, para estar cerca de él y vivir bajo su influjo. Jesús les dijo: Vengan y lo verán (v.39). “Venir” y “ver” son verbos que emplea el evangelista Juan para indicar la experiencia personal fundamental de la que brota la fe. Los discípulos tienen que ver por sí mismos, experimentar la convivencia con el Maestro. En esa experiencia es donde hallarán respuesta a sus búsquedas. Jesús dirá: En donde yo esté, allí también estará mi servidor (12,26). El “lugar” donde está Jesús, donde Dios viene a nuestras vidas, no puede conocerse por mera información, sino por una experiencia personal. 

Fueron, pues, vieron dónde vivía y aquel mismo día se quedaron a vivir con él. Era alrededor de las cuatro de la tarde (v. 39). El evangelio precisa que aquello ocurrió a las “cuatro de la tarde”. Detalle importante porque a partir de esa hora todo comenzó y sus vidas quedaron marcadas para siempre. Y hay algo más en esa determinación de la hora en que Jesús llamó a sus primeros discípulos: se trata de un acontecimiento cuya significación trasciende la experiencia personal de aquellos hombres, porque es ahí cuando nace la nueva comunidad. 

El encuentro con el Señor y la disposición de seguirlo confiere a la persona una nueva ubicación en la vida: sus criterios, deseos, planes y proyectos, sus relaciones con los demás, con las cosas y con Dios y aun sus más íntimos sentimientos, todo va a ser distinto porque ahora verán todo como Jesús lo ve y van a querer obrar como Jesús obró. Las dudas y dificultades vendrán –el llamamiento no las suprime– pero lo que los mantendrá perseverantes en el seguimiento del Señor será la memoria agradecida de aquella experiencia primera que iluminó sus vidas para siempre. Podrán decir con San Pablo: “Para mí el vivir es Cristo” (Filp 1,21).

viernes, 3 de enero de 2025

El Cordero de Dios (Jn 1,29-34)

 P. Carlos Cardó SJ 

El bautismo de Cristo, témpera en lienzo de Giovanni Baronzio (1335), Galería Nacional de Arte Antiguo, Roma

Al día siguiente Juan vio a Jesús que venía a su encuentro, y exclamó: «Ahí viene el Cordero de Dios, el que carga con el pecado del mundo».
«De él yo hablaba al decir: Detrás de mí viene un hombre que ya está delante de mí, porque era antes que yo. Yo no lo conocía, pero mi bautismo con agua y mi venida misma eran para él, para que se diera a conocer a Israel».
Y Juan dio este testimonio: «He visto al Espíritu bajar del cielo como una paloma y quedarse sobre él. Yo no lo conocía, pero Aquel que me envió a bautizar con agua, me dijo también: Verás al Espíritu bajar sobre aquél que ha de bautizar con el Espíritu Santo, y se quedará en él. Sí, yo lo he visto; y declaro que éste es el Elegido de Dios». 

Juan Bautista señala a Jesús como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, y lo reconoce como el portador del Espíritu divino, que va a bautizar con Espíritu Santo (Jn 1,33), y fuego, añaden Mateo y Lucas (Mt 3,11; Lc 3, 16). 

¿Qué significado tiene la metáfora del Cordero? El cordero era la víctima del sacrificio de expiación y comunión de los judíos. En la pascua, cuando celebraban la liberación de Egipto, la comida del cordero evocaba la sangre de los corderos que salvó a Israel del exterminio (Ex 12, 7.12-13). Asimismo, no cabe duda de que la designación de Jesús como el “cordero que quita el pecado” alude a los cánticos de Isaías sobre el Siervo de Yahvé (Is 52,13-53,12), que cargará sobre sí el pecado del pueblo, y entregará su vida en expiación como cordero llevado al matadero, para traer a muchos la salvación. 

La idea recorre todo el Nuevo Testamento: “Los han rescatado... con la preciosa sangre de Cristo, cordero sin mancha” (1 Pe 1,18-20); “vi un cordero como sacrificado... porque fuiste degollado y con tu sangre compraste para Dios hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación...” (Ap 5,6ss); “nuestra cordero pascual, Cristo, ha sido inmolado” (1 Cor 5,7). El evangelista Juan refuerza este significado al señalar que Jesús fue crucificado la víspera de Pascua (Jn 13,1; 18,28.39- 19,14.31.42), en el día y casi a la misma hora en que eran inmolados los corderos en el templo y que, en vez de romperle las piernas, como solían hacer con los crucificados, a Jesús no le rompieron ningún hueso –como estaba mandado para el cordero pascual (Ex 12,46; Num 9,12)– sino que un soldado le atravesó el costado con una lanza (Jn 19,36). 

Volviendo al testimonio de Juan Bautista, vemos que declara haber visto que el Espíritu descendió sobre Jesús y se quedó en él (Jn 1, 32). En su bautismo en el Jordán, el Hijo de Dios se sumerge en la condición humana y Juan ve que se cumple en él lo que había anunciado Isaías sobre el Mesías: Sobre él reposará el Espíritu de Yahvé, espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor del Señor (Is 11,2). 

Por eso los evangelios afirman reiteradamente que la razón por la que Jesús habló y actuó como lo hizo fue que estaba lleno del Espíritu divino. Jesús es concebido por obra y gracia del Espíritu Santo (Lc 1,35); es conducido al desierto por el Espíritu (Lc 4,1); expulsa los demonios por el Espíritu de Dios (Mt 12,28); en su muerte entrega el Espíritu (Jn 19,30), y en su Resurrección es elevado al Padre, desde donde envía a nosotros el Espíritu: Reciban el Espíritu Santo (Jn 20,22). Por esto es él quien nos bautiza con Espíritu Santo, es decir, nos sumerge en la vida misma de Dios. 

Quienes en la Eucaristía comen la carne y beben la sangre del Cordero que quita el pecado del mundo, quedan llenos de su Espíritu que forja unidad fraterna y enciende en ellos el fuego de su amor. «Llamó al pan su cuerpo viviente, lo llenó de sí mismo y de su Espíritu [...], y quien lo come con fe, come Fuego y Espíritu. [...]. Tomen, coman todos de él, y coman con él al Espíritu Santo…, el que lo come vivirá eternamente» (San Efrén [+ 373], Doctor de la Iglesia, Sermón 4, n.4).

jueves, 2 de enero de 2025

El profeta Juan Bautista (Jn 1, 19-28)

 P. Carlos Cardó SJ 

San Juan Bautista, detalle del políptico del Cordero Místico de Jan Van Eyck (1432), catedral de San Avon, Gante, Bélgica

Este fue el testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron sacerdotes y levitas desde Jerusalén para preguntarle: «¿Quién eres tú?»
Juan lo declaró y no ocultó la verdad: «Yo no soy el Mesías.»
Le preguntaron: «¿Quién eres, entonces? ¿Elías?»
Contestó: «No lo soy.»
Le dijeron: «¿Eres el Profeta?»
Contestó: «No.»
Entonces le dijeron: «¿Quién eres, entonces? Pues tenemos que llevar una respuesta a los que nos han enviado. ¿Qué dices de ti mismo?»
Juan contestó: «Yo soy, como dijo el profeta Isaías, la voz que grita en el desierto: Enderecen el camino del Señor.»
Los enviados eran del grupo de los fariseos, .y le hicieron otra pregunta: «¿Por qué bautizas entonces, si no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?»
Les contestó Juan: «Yo bautizo con agua, pero en medio de ustedes hay uno a quien ustedes no conocen, y aunque viene detrás de mí, yo no soy digno de soltarle la correa de su sandalia». Esto sucedió en Betabará, al otro lado del río Jordán, donde Juan bautizaba. 

Juan Bautista. Su figura sintetiza a los sabios y profetas que en todas las épocas han despertado las conciencias y han movido a la gente a cambiar. Juan Bautista no es la luz, sino testigo de la luz. Él invita a reconocerla y a dejarnos guiar por ella hacia la verdad de nosotros mismos ante Dios. 

Los judíos enviaron desde Jerusalén una comisión de sacerdotes y levitas a preguntarle a Juan quién era… Representan la ceguera de quienes obran el mal y temen la luz. Por eso, por más que digan que quieren conocer la verdad, no la van a aceptar porque no les conviene: están atados a las ganancias y beneficios que se han procurado de espaldas a Dios y en contra de sus hermanos; son, pues, autores y víctimas a la vez de la mentira. 

Estos enviados se atreven a someter a Juan a un interrogatorio. Es el proceso de cuestionamientos y acusaciones que se inicia aquí contra Juan y seguirá luego contra Jesús, para continuarse después de él contra sus discípulos. Es un drama, con protagonistas y antagonistas. Por una parte, Juan y Jesús, el testigo de la Palabra y la Palabra testimoniada, respectivamente; por otra, los sacerdotes, escribas y fariseos, que representan al poder injusto que se cierra a la Luz. 

Siempre ha habido profetas, personas libres e inspiradas que iluminan a la humanidad como faros en la noche. A lo largo de la Biblia, ellos aparecen cumpliendo la misión de mantener viva la humanidad, la dignidad y la libertad de la gente, para que nadie se resigne a ningún tipo de esclavitud o pérdida de sus legítimos derechos. Por eso, la Biblia, al narrar los acontecimientos de la historia, no justifica las injusticias ni se pone de parte de los poderosos, sino que, por el contrario, desenmascara su falsedad y corrupción y presta su voz a los que no tienen voz y a cuantos sufren, en quienes aviva el anhelo de verdad, justicia y libertad. Se entiende por qué los profetas terminan pagando un altísimo precio a su misión: el martirio. 

Con la venida de Cristo y de su Espíritu Santo, se extendió el carisma y función de profecía. Se cumplió el deseo de Moisés: «¡Ojalá que todo el pueblo fuera profeta!» (Num 11,29). Por eso San Pablo defendía a los profetas (1Tes 5,20), por el bien de las comunidades cristianas (1 Cor 14,29-32), porque el profeta «edifica, exhorta y consuela» (1Cor 14,3). 

La Iglesia es la comunidad de los ungidos con el crisma de Cristo, sacerdote, profeta y rey. Y esa unción recibida en el bautismo nos configura con él y nos destina a ser testigos suyos y de su evangelio, tanto de palabra como con nuestra conducta. Profeta es quien edifica con su forma de vida, que muchas veces contradice al ambiente que lo rodea. Profeta es el que exhorta conforme a lo que ha visto y recuerda. Y profeta es el que consuela porque da razón para la esperanza. Su testimonio siempre es una experiencia vivida que se hace palabra y se transmite. La Iglesia no puede dejar la profecía.

miércoles, 1 de enero de 2025

Los pastores, María y el Nombre de Jesús (Lc 2, 15-20)

 P. Carlos Cardó SJ 

Adoración de los pastores, óleo sobre lienzo de Lorenzo di Credi (1510), Galería de los Uffizi, Florencia, Italia

Los pastores fueron rápidamente y encontraron a María, a José, y al recién nacido acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que habían oído decir sobre este niño, y todos los que los escuchaban quedaron admirados de lo que decían los pastores.
Mientras tanto, María conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón.
Y los pastores volvieron, alabando y glorificando a Dios por todo lo que habían visto y oído, conforme al anuncio que habían recibido.
Ocho días después, llegó el tiempo de circuncidar al niño y se le puso el nombre de Jesús, nombre que le había sido dado por el Ángel antes de su concepción. 

Este texto nos pone con María, José y los pastores para ayudarnos a oír la buena noticia del nacimiento del Hijo de Dios, meditar en sus consecuencias para nuestra vida, y difundirla. 

Los primeros en oír el anuncio del nacimiento de Jesús no fueron el emperador romano ni los jefes del pueblo. La alegre noticia venida desde el cielo (desde Dios, por la fe) llegó a unos pastores, pertenecientes a las clases más pobres del pueblo. Ellos, los más postergados de la sociedad que representan una constante en el evangelio de Lucas (cf. Lc 1,38.52), son los primeros a quienes se les revela que el nacimiento de ese niño no es un acontecimiento privado y sin importancia, sino que atañe a todo el pueblo de Israel y a la humanidad en su conjunto. No teman, les anuncio una gran alegría que será para todo el pueblo: Hoy les ha nacido en la ciudad de David un Salvador, el Mesías, el Señor. Como los pastores, todos los sencillos y humildes de corazón podrán llegar a apreciar y vivir los valores del reino de Dios y de ellos Jesús dará gracias: Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a los sencillos (Lc 10, 21). 

Al mismo tiempo, los pastores son también los primeros que, después de encontrar a Jesús, se convierten en anunciadores (evangelizadores) de la buena noticia que han recibido y comprobado. Transmiten el conocimiento que les ha venido de lo alto acerca de este Niño y vuelven a su vida de todos los días con el corazón lleno de alegría. A partir de ahí, todo el que con fe y humildad, como los pastores, se encuentra con la bondad de Dios nuestro salvador y su amor a nosotros (Tito 3, 4), sentirá el impulso (¡la necesidad!) de comunicarla. La experiencia del encuentro con Dios es necesariamente comunicativa. 

Junto a los pastores, primeros evangelizadores, se destaca la figura de María con la característica fundamental de su personalidad, que Lucas desde el pasaje de la anunciación más subraya: su gran fe. María acoge y medita en su interior lo que han dicho los pastores, procura comprender su significado profundo, para apoyar el destino de su Hijo, aunque de momento quizá no logre comprenderlo y se pregunte, como hizo ante las palabras del ángel: ¿Cómo podrá ser esto? Ella, la gran creyente, vivirá meditado en su corazón la palabra de Dios, para referirlo todo a ella, para llevarla a la práctica (Lc 8,21). Y así la veremos hasta el final de su vida, cuando acompañe a su Hijo en la pasión o espere en oración, junto con la comunidad, la venida del Espíritu (Hch 1,14). 

A los ocho días, cuando circundaron al Niño, le pusieron el nombre de Jesús, como lo había llamado el ángel ya antes de la concepción. Con la circuncisión, señal de la alianza con Dios (cf. Gn 17,11),  Jesús se incorpora oficialmente en el pueblo de Israel. Pero este rito, es sólo la ocasión de que se vale el evangelista Lucas para prestar atención a la imposición del nombre, sobre el cual recae todo el énfasis de su narración. La razón es que el nombre de Jesús no es un hecho casual o irrelevante, sino impuesto por Dios porque tiene un significado que resume la vocación y misión del Hijo de Dios encarnado: Dios salva. El Dios innombrable de la fe judía, he aquí que tiene un nombre que podemos pronunciar con amor y confianza porque expresa lo que Dios quiere hacer por nosotros: darnos una vida plena, realizada, libre de todo peligro y de todo mal, una vida salvada.