viernes, 3 de octubre de 2025

Ay de ti Corozaim, ay de ti Betsaida (Lc 10, 13-16)

 P. Carlos Cardó SJ 

Jesús contempla Jerusalén, ilustración de William Hole en: La Vida de Jesús de Nazareth, ochenta pinturas. Publicada por Fine Art Society, Londres, 1906

Jesús dijo a sus discípulos: "¡Pobre de ti, Corazaín! ¡Pobre de ti, Betsaida! Porque si los milagros que se han hecho en ustedes se hubieran realizado en Tiro y Sidón, hace mucho tiempo que sus habitantes habrían hecho penitencia, poniéndose vestidos de penitencia, y se habrían sentado en la ceniza. Con toda seguridad Tiro y Sidón serán tratadas con menos rigor que ustedes en el día del juicio. Y tú, Cafarnaún, ¿crees que te elevarás hasta el cielo? No, serás precipitada hasta el lugar de los muertos. Quien les escucha a ustedes, me escucha a mí; quien les rechaza a ustedes, me rechaza a mí; y el que me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado". 

A continuación de las instrucciones de Jesús a los discípulos enviados en misión, Lucas incluye estas frases de Jesús que parecen una exclamación de dolor por la ingratitud y rechazo de que ha sido objeto en Galilea, sobre todo en las ciudades de Corozaim, Betsaida y Cafarnaúm. Ellas, más que otras, han sido testigos de su predicación y de sus milagros, pero le han dado la espalda, no han querido escuchar su mensaje, no se han convertido. Por eso las compara con Tiro y Sidón, ciudades paganas de Fenicia, que fueron blanco de las requisitorias de los grandes profetas de la antigüedad. 

Con todo, conviene decir que la expresión Ay de ti…, puede ser interpretada no propiamente como amenaza, sino como lamento; en este caso, expresa el dolor de Dios y de Jesús por el mal de sus hijos e hijas. El pecado del hombre provoca el lamento de Dios. La cruz será la expresión máxima de este dolor por la gravedad del mal. 

En los libros de Isaías (Is 23, 1-11) y Ezequiel (28, 2-29. 21-24), Tiro y Sidón aparecen como objeto de las amenazas de los profetas porque eran ciudades mercantiles que explotaban a los pobres, y eran símbolos de la injusticia que impide acoger la Palabra de Dios. Sus nombres pasaron a ser sinónimos de condenación, por ser reacias a la conversión. Si hubiera resonado en ellas la llamada de Jesús y hubiesen sido testigos de la grandeza de sus prodigios, sus habitantes hace tiempo que se habrían vestido de saco, se habrían echado ceniza en señal de penitencia y habrían reformado su comportamiento. Como pasó en Nínive, por la predicación de Jonás (Jon 3,5-9). Sin embargo, Corozaim, Betsaida y Cafarnaúm, a pesar de la predicación de Jesús y de haber sido las ciudades en las que realizó el mayor número de curaciones, se obstinaron en no creer, actuando contra él con desdén y soberbia. Por eso Jesús las cita, para demostrar la grandeza del don que recibieron, que era capaz de cambiar aun a las ciudades más pecadoras. 

Cafarnaúm merece una atención especial. Fue el lugar donde el Señor inició y desarrolló la mayor parte de su actividad, razón por la cual fue llamada por los cristianos “la ciudad de Jesús”. Al referirse a ella utiliza las palabras de la sátira que Isaías recitó contra el rey de Babilonia (Is 14,4-21), que quiso escalar los cielos como Hélél (“Lucero matinal”) y Sahar (“Aurora”), divinidades astrales de los cananeos, pero cayó en la ruina más absoluta. De modo semejante, advierte Jesús a Cafarnaúm, lo que podía haberle reportado gloria en el día del juicio, no hará más que hundirla en el abismo. 

Si Lucas consigna estas frases de Jesús en su evangelio es, sin duda, porque consideraba que contenían un mensaje para los lectores cristianos de las generaciones futuras. Son palabras graves, severas, que amonestan al cristiano que de manera irresponsable se niega a oír la voz que lo llama a conversión. Cerrarse a la enseñanza del evangelio es rechazar al propio Dios, que para eso envió a su Hijo al mundo: para que todo aquel que escuche su palabra tenga vida eterna. El orgullo con que se le rechaza se puede convertir en una vida definitivamente frustrada. Sodoma, Tiro, Sidón, Nínive, Babilonia… todo lo que Israel consideraba lo peor del mundo, no son nada frente al mal de rechazar la visita del Señor. Así de fuerte es la advertencia de Jesús que, naturalmente, brota de la pasión con que ama a todos y no quiere que ninguno de ellos se pierda. 

El texto termina con una identificación de Jesús con los enviados; su ser y su actuar se continúan en ellos: el que a ustedes escucha, a mí me escucha… Les habla de dificultades, rechazos y persecuciones, pero termina haciendo un elo­gio de todo aquel que los acoge porque actúan en su nombre y son sus discípulos. Quien los escucha con el corazón, acoge al Señor, Palabra de Dios encarnada. Quien los desprecia, desprecia al autor de la vida. En el ser rechazados se produce una identificación con él, el más rechazado, la piedra angular rechazada.

jueves, 2 de octubre de 2025

Envío de los 72 discípulos (Lc 10, 1-12)

 P. Carlos Cardó SJ 

Cristo y sus discípulos camino a Belén, óleo sobre lienzo de Henry Osawa Tanner (1902 – 1903), Museo D’ Orsay, París

En aquel tiempo, designó el Señor a otros setenta y dos discípulos y los mandó por delante, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares a donde pensaba ir, y les dijo: "La cosecha es mucha y los trabajadores pocos. Rueguen, por lo tanto, al dueño de la mies que envíe trabajadores a sus campos. Pónganse en camino; los envío como corderos en medio de lobos. No lleven ni dinero, ni morral, ni sandalias y no se detengan a saludar a nadie por el camino.
Cuando entren en una casa, digan: ‘Que la paz reine en esta casa’. Y si allí hay gente amante de la paz, el deseo de paz de ustedes se cumplirá; si no, no se cumplirá. Quédense en esa casa. Coman y beban de lo que tengan, porque el trabajador tiene derecho a su salario. No anden de casa en casa. En cualquier ciudad donde entren y los reciban, coman lo que les den. Curen a los enfermos que haya y díganles: ‘Ya se acerca a ustedes el Reino de Dios’.
Pero si entran en una ciudad y no los reciben, salgan por las calles y digan: ‘Hasta el polvo de esta ciudad que se nos ha pegado a los pies nos lo sacudimos, en señal de protesta contra ustedes. De todos modos, sepan que el Reino de Dios está cerca’. Yo les digo que en el día del juicio, Sodoma será tratada con menos rigor que esa ciudad". 

Jesús envía a un grupo de discípulos a predicar y curar. Ya antes había enviado a los apóstoles; ahora el grupo es más numeroso: porque la misión no puede quedar restringida a los Doce sino que ha de ser de todos. Es lo que sugiere el número setenta (y dos), que simboliza una totalidad. Todos los que creemos en Cristo somos apóstoles, misioneros. La misión es de todos y para todos. 

Las instrucciones de Jesús no contienen únicamente requisitos para cumplir bien la misión, sino que incluyen también una insistencia en la oración. La misión comprende no sólo el trabajo del discípulo, sino también su oración perseverante. Y lo primero de todo es pedir a Dios que envíe operarios, porque la cosecha es abundante. La frase de Jesús: La mies es mucha y los obreros pocos, nos hace tomar conciencia de la necesidad urgente de vocaciones para que la tarea evangelizadora pueda sostenerse. 

Las instrucciones que da Jesús a los discípulos se abren con una sentencia que da sentido a todo el conjunto: miren que yo los envío como corderos en medio de lobos. Las perspectivas no son halagüeñas, las circunstancias son adversas, pocos obreros, riesgos y peligros, tiempo breve. El mundo al que Jesús envía es complejo y en él siempre habrá obstáculos. Una experiencia común a muchos cristianos que se han decidido a encarnar los valores evangélicos en sus vidas, y a transmitirlos, es ver que pronto o tarde se hacen objeto de críticas e incomprensiones. Cuando esto ocurre, el cristiano se acuerda de las palabras del Señor: En el mundo tendrán tribulaciones; pero tengan ánimo, yo he vencido al mundo (Jn 16,33). 

Las instrucciones a los setenta y dos discípulos se pueden sintetizar en dos actitudes fundamentales: vivir con sencillez y llevar la paz. A ejemplo del Señor y en solidaridad con los pobres, el cristiano asume un estilo de vida sobrio y sencillo, porque tiene puesta su confianza no en el dinero sino en Jesucristo. Sólo así la evangelización dará fruto. Porque si nuestra oración, nuestras celebraciones litúrgicas y nuestro hablar de Dios expresan nuestra fe, el estilo de vida que llevamos la hace creíble. 

No llevar bolsa ni morral ni sandalias significa no poner estorbos de ninguna clase a la tarea evangelizadora, que exige prontitud y libertad de movimientos, como corresponde a los obreros en tiempo de cosecha. Los discípulos deben aceptar que su misión no admite convencionalismos sociales ni busca la comodidad; no habrá tiempo para saludos, ni para exquisiteces en la comida, ni para alojamientos confortables. Tendrán, pues, que desterrar la ambición y poner toda su confianza en Dios y en la promesa de su reino. Así serán capaces de servir libre y desinteresadamente: libres de todo interés temporal para no entrar en componendas ni negociaciones que contradigan los valores que predican; libres para dirigirse a su meta sin siquiera detenerse a saludar a nadie por el camino; libres para no buscarse a sí mismos sino a Jesucristo y el bien de los demás. 

La segunda actitud que han de tener es la paz. El discípulo de Jesús no desea para la gente únicamente aquello que se expresa en los saludos convencionales; él proclama la paz salvífica, el Shalom, con todo el contenido que tiene en el Antiguo Testamento y con toda la gracia y salvación que Jesús –nuestra paz verdadera– trae para nosotros en el tiempo de la salvación. Los discípulos, identificados con el Señor, reciben dentro de sí esta paz y saben comunicarla de manera eficaz. El cristiano es pacífico y pacificador, siempre en misión de construir paz. Pero no una paz ingenua y barata, sino la que brota de la justicia y asume de manera práctica el nombre de solidaridad, desarrollo equitativo para todos, nuevo orden social. 

Las instrucciones de Jesús se cierran con una advertencia severa. Toda ciudad que no se abra a una sincera aceptación del mensaje evangélico y no se prepare para la cercana venida del Reino de Dios correrá peor suerte que la tristemente célebre Sodoma (cf. Gn 19,24). 

En síntesis, la misión a la que Jesús envía es consecuencia del bautismo y exige una identificación personal con su estilo de vida. Sin la puesta en práctica de sus enseñanzas no se puede ser seguidor suyo y colaborador de su misión.

miércoles, 1 de octubre de 2025

Las exigencias del seguimiento de Jesús (Lc 9,57-62)

 P. Carlos Cardó SJ 

Escenas de la vida de Cristo, mural de Gebhard Fugel (1909), coro de la Iglesia de Nuestra Señora Ravensburg, Baden-Wurtemberg, Alemania

Cuando ya se acercaba el tiempo en que tenía que salir de este mundo, Jesús tomó la firme determinación de emprender el viaje a Jerusalén. Envió mensajeros por delante y ellos fueron a una aldea de Samaria para conseguirle alojamiento; pero los samaritanos no quisieron recibirlo, porque supieron que iba a Jerusalén.
Ante esta negativa, sus discípulos Santiago y Juan le dijeron: "Señor, ¿quieres que hagamos bajar fuego del cielo para que acabe con ellos?".
Pero Jesús se volvió hacia ellos y los reprendió. Después se fueron a otra aldea. 

Estos versículos de Lucas nos confrontan con el seguimiento radical de Jesús. Se trata de tres breves y cortantes escenas de seguimiento, que presentan las exigencias radicales que Jesús impone: el discípulo tiene que estar preparado para desligarse de todo apoyo establecido y entregarse de modo incondicional y por completo a la causa del evangelio. 

- En la primera escena, un hombre, cuyo nombre no se menciona, se presenta ante Jesús y le dice: Yo te seguiré. Pero el seguimiento del Señor no es una pretensión humana, no depende sólo de una iniciativa humana. Es Dios quien llama y quien da su gracia, que capacita para poder asumir las exigencias que implica. Jesús opone el deseo a la realidad, la ilusión a la previsión. Y luego expone la otra exigencia de su seguimiento que tiene que ver con aquello en lo que el hombre suele oponer su seguridad. Jesús exige que su patria y protección no sean otros que el Padre y los hermanos, los dos valores fundamentales del Reino. De la misma manera que el Hijo del Hombre sólo encuentra reposo y hogar en el Padre de los cielos, no en los bienes de este mundo, así su seguidor está llamado a adoptar el mismo comportamiento de su Señor. El hombre pone su seguridad en los bienes materiales, necesarios para la vida. El que sigue a Jesús, en cambio, pone toda su seguridad en Dios. 

- En la segunda situación, la persona, antes de seguir a Jesús, quiere hacer otra cosa; una cosa muy buena, por cierto. Olvida que el Señor ha de ser el primero, si no, no es Señor. Y por eso, la exigencia de Jesús es tan grande: desliga al discípulo de cualquier otra obligación, por sagrada que sea. No le permite contraer otro compromiso que esté por encima de su persona. Sepultar a los muertos es una acción piadosa, es deber filial claramente expuesto en la ley (Dt 20,12; Lev 19,3), pero no es “lo primero”. Como no fue lo primero para Abraham su amor a su hijo Isaac, y por ello se mostró disponible a sacrificárselo al Señor. Todo afecto, por sublime que sea, deriva del afecto a Dios y a él tiene que ordenarse. Jesús antepuso su amor a María y a José –que angustiados lo buscaban–, a la necesidad que sentía de ocuparse de las cosas de su Padre (Lc 2,48s). Así mismo, en el plano humano, si no abandonas a tus padres no te haces adulto, no te casas. Si no abandonas todo afecto prioritario respecto a Dios y no ordenado a él, no eres libre, equivocas el sentido de tu vida. Vives en función de otros valores, que son tus prioridades y que pueden convertirse en tus ídolos y esclavizarte. 

Por eso, en el texto que comentamos, la entrega a Cristo es tan incondicional que, frente a ella, hasta el deber de enterrar al mismo padre cede su prioridad. Con este dicho Jesús se sitúa de forma soberana y con entera libertad por encima de todo lo que era venerado como precepto divino. Se coloca en el mismo plano de Dios. Deja a los muertos que entierren a sus muertos, significa, entonces, que nada, excepto lo referente a Dios, se puede absolutizar. No puede ponerse a la criatura antes que el Creador. Esto ocurre cuando queremos hacer nuestra voluntad y no la de Dios, cuando queremos que Dios haga lo que queremos, cuando queremos el fin –que es seguir a Jesús y los valores del evangelio- pero no ponemos los medios necesarios porque tenemos otras prioridades. 

- En la tercera situación, se repiten y condensan en cierto modo las actitudes anteriores. Al discípulo se le pide que valore en su justa medida de quién debe separarse, y que sepa a quién tiene que dirigirse sin dilación. La llamada del Señor exige prontitud, lleva consigo adoptar una disponibilidad sin restricción alguna, que muchas veces puede significar abandono de la propia seguridad. Se trata aquí ya no sólo de la disponibilidad frente a cosas y afectos, sino también frente a uno mismo, para poner enteramente la propia confianza en Dios. Mirar atrás es mirarse a sí mismo, buscar garantías y seguridades en sí mismo, en lo que soy, en mi pasado, en lo que he conquistado o en lo que represento. De todo ello nos puede liberar el Señor para hacernos ver que la garantía única está en el futuro, en lo que él –y sólo él– es capaz de hacer de mí.