miércoles, 5 de febrero de 2025

Jesús rechazado por los suyos (Mc 6, 1-6)

 P. Carlos Cardó SJ 

La sagrada familia, óleo sobre lienzo de János Dónat (1808), Galería Mestská, Bratislava, Eslovaquia

En aquel tiempo, Jesús fue a su tierra en compañía de sus discípulos.
Cuando llegó el sábado, se puso a enseñar en la sinagoga, y la multitud que lo escuchaba se preguntaba con asombro: "¿Dónde aprendió este hombre tantas cosas? ¿De dónde le viene esa sabiduría y ese poder para hacer milagros? ¿Qué no es éste el carpintero, el hijo de María, el hermano de Santiago, José, Judas y Simón? ¿No viven aquí, entre nosotros, sus hermanas?". Y estaban desconcertados.
Pero Jesús les dijo: "Todos honran a un profeta, menos los de su tierra, sus parientes y los de su casa".
Y no pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó a algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y estaba extrañado de la incredulidad de aquella gente.
Luego se fue a enseñar en los pueblos vecinos. 

En el pasaje anterior (Mc 5, 21-43) vimos el ejemplo de fe dado por la mujer enferma de hemorragias y por el jefe de la sinagoga que tenía a su hija en peligro de muerte. En el pasaje de hoy, en cambio, Jesús no encuentra fe alguna, no puede hacer ningún milagro y expresa la desilusión que le causan sus propios paisanos y parientes: Un profeta sólo es despreciado en su propia tierra, entre sus parientes y entre los suyos. 

El hecho ocurre en la sinagoga de Nazaret, en el pueblo en donde Jesús ha vivido la mayor parte de su vida. Lo rodean sus amigos y familiares que lo conocen desde niño, que lo han visto crecer y actuar entre ellos, pero que a pesar de ello, o precisamente por ello mismo, no creen en él. La incredulidad de “los suyos” los ha llevado incluso a querer llevárselo a casa porque decían que estaba loco (Mc 3, 21). No fueron capaces de ver más allá de lo físico y tangible. Para ellos, Jesús no era más que un simple vecino, un pobre carpintero, “hijo de María, hermano de Santiago, de José, de Judas y de Simón” (6,3), a quienes ellos conocían. 

Conviene señalar que estos “hermanos de Jesús”, que los evangelios y Pablo mencionan, han dado motivo de discusión desde los primeros siglos del cristianismo. San Jerónimo (347-420 d.C.), gran conocedor de las lenguas antiguas y traductor de la Biblia al latín, resolvió el asunto haciendo ver que el significado de hermano, tanto en hebreo como en griego, es muy amplio y abraza también a los primos o parientes cercanos. Así, Abraham llamaba “hermano” a Lot, que era su sobrino. Y Jacob llamaba “hermano” a su tío Labán. Finalmente, los hermanos mencionados en Mc 6, 3 tienen nombres bíblicos de contenido simbólico, que entroncarían a Jesús con el Israel de la antigua alianza: Santiago significa Jacob, padre de las doce tribus; José, es el hijo de Jacob; Judas, es Judá, otro hijo de Jacob; y Simón, o Simeón, también es hijo de Jacob. 

Dice el texto que la multitud estaba asombrada de la sabiduría con que Jesús enseñaba y de su poder para hacer milagros, pero no podían aceptarlo como Mesías. Tenían otra idea de lo que debería ser el Enviado de Dios, que traería la revelación definitiva, y el Salvador de Israel que vendría a restaurar la monarquía de David. 

En el fondo de esta oposición a Jesús está el escándalo que produce la encarnación de Dios. Es lo que, en última instancia, llevará a los fariseos y jefes del pueblo a acusarlo de blasfemo por pretender usurpar el puesto de Dios. Es el escándalo que moverá a sus discípulos a abandonarlo, al verlo entregado por sus jefes y muerto a manos de los paganos. Finalmente, por este mismo escándalo muchos cristianos renegarán de él por querer un Cristo a su gusto y medida. Se puede pertenecer a su grupo y no decidirse a seguirlo, ser de “los suyos” y acabar como Judas. Por eso dijo Jesús que sus verdaderos familiares son los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica (3,35). 

Desde otra perspectiva se puede ver también una cierta semejanza entre algunas actitudes que se dan hoy en la Iglesia y las de aquella gente de Nazaret. Nada hay más cerca del Señor que la Iglesia; en ella está el Señor y en ella se nos comunica el Espíritu Santo. Sin embargo, en el cristiano individual –cualquiera que sea su rango en la jerarquía– y en enteros grupos de ella, la Iglesia puede actuar hoy como lo hicieron los nazarenos y judíos al reclamar un Mesías a la medida de sus recortadas miras humanas. 

Asimismo, se reproduce esta actitud en quienes, por la idea que tienen de los planes de Dios, se niegan a amar a la Iglesia porque les escandaliza su parte más humana, más pesada, más opaca, que no transparenta el rostro del Señor. Lo que quieren es una Iglesia puro espíritu sin cuerpo, campo de trigo sin cizaña, red que reúne peces de una sola especie, el cielo en la tierra. Así obraron los judíos que se negaron a ver en la “carne” del pequeño carpintero de Nazaret la presencia del Dios con nosotros. En la Iglesia se reproduce a otra escala el misterio de la encarnación. Ella prolonga la sorprendente presencia de Dios a través de lo débil (cf. 1Cor 1, 18-25) y por eso será siempre motivo de extrañeza. Pero es a esta Iglesia, divina y humana de arriba abajo, a la que amamos y procuramos construir, colaborando para que, a partir de su condición de pecadora que Cristo bien conoce –como conocía los pecados de Pedro y de sus apóstoles–, se esfuerce cada día por ser más fiel al Evangelio.

martes, 4 de febrero de 2025

La hija de Jairo y la hemorroísa (Mc 5, 21-43)

 P. Carlos Cardó SJ 

Resurrección de la hija de Jairo, óleo sobre lienzo de Edwin Longsden Long (1889), Galería de Arte Victoria, Londres

En aquel tiempo, Jesús atravesó de nuevo en barca a la otra orilla, se le reunió mucha gente a su alrededor, y se quedó junto al lago.
Se acercó un jefe de la sinagoga, que se llamaba Jairo, y, al verlo, se echó a sus pies, rogándole con insistencia: "Mi niña está en las últimas; ven, pon las manos sobre ella, para que se cure y viva."
Jesús se fue con él, acompañado de mucha gente que lo apretujaba.
Había una mujer que padecía flujos de sangre desde hacía doce años. Muchos médicos la habían sometido a toda clase de tratamientos, y se había gastado en eso toda su fortuna; pero, en vez de mejorar, se había puesto peor. Oyó hablar de Jesús y, acercándose por detrás, entre la gente, le tocó el manto, pensando que con sólo tocarle el vestido curaría. Inmediatamente se secó la fuente de sus hemorragias, y notó que su cuerpo estaba curado.
Jesús, notando que había salido fuerza de él, se volvió en seguida, en medio de la gente, preguntando: "¿Quién me ha tocado el manto?" Los discípulos le contestaron: "Ves cómo te apretuja la gente y preguntas: "¿Quién me ha tocado?"" Él seguía mirando alrededor, para ver quién había sido.
La mujer se acercó asustada y temblorosa, al comprender lo que había pasado, se le echó a los pies y le confesó todo.
Él le dijo: "Hija, tu fe te ha curado. Vete en paz y con salud."
Todavía estaba hablando, cuando llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle: "Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al maestro?".
Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga: "No temas; basta que tengas fe."
No permitió que lo acompañara nadie, más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago.
Llegaron a casa del jefe de la sinagoga y encontró el alboroto de los que lloraban y se lamentaban a gritos.
Entró y les dijo: "¿Qué estrépito y qué llantos son éstos? La niña no está muerta, está dormida." Se reían de él. Pero él los echó fuera a todos y, con el padre y la madre de la niña y sus acompañantes, entró donde estaba la niña, la cogió de la mano y le dijo: "Talitha qumi" (que significa: "Contigo hablo, niña, levántate").
La niña se puso en pie inmediatamente y echó a andar; tenía doce años. Y se quedaron viendo visiones. Les insistió en que nadie se enterase; y les dijo que dieran de comer a la niña.
 

Se trata de dos mujeres, que además de la exclusión de que eran objeto en aquella sociedad patriarcal, padecían la impureza que su enfermedad les transmitía a ellas y a quien las tocase. Pero nada de ello fue impedimento para que Jesús las tratara con una solicitud cargada de sentimiento. Sin temer el ser criticado por transgredir normas y prejuicios, Jesús rompió –en éste y en otros casos– con el androcentrismo de su sociedad y mantuvo un trato solidario y liberador con las mujeres y los niños, que no sin motivo buscaban su proximidad. 

La primera mujer del relato lleva 12 años padeciendo una larga enfermedad, que los médicos no han podido curar. En la cultura hebrea la sangre es la vida (Gen 9, 4-5). La mujer pierde sangre, se le va la vida. Representa toda situación crítica de la que el creyente no sabe cómo salir mientras no sienta que la gracia de Dios lo toque y lo sane. La otra mujer es una niña de 12 años, que en Oriente equivale a la edad del noviazgo; pero que está enferma de muerte. Esta niña-mujer, por ser, además, hija de Jairo, jefe de la sinagoga, podría simbolizar al pueblo de Israel, que la Biblia presenta como la esposa de Yahvé. 

Mientras Jesús va a casa de Jairo, aparece en escena la mujer que sufre de hemorragias. Tiene una enfermedad que hacía impura a la mujer desde el punto de vista legal (Lev 15, 19-24) y tenía que permanecer apartada el tiempo que durara su hemorragia porque volvía impuro lo que tocaba. Humillada física y moralmente, la pobre mujer sólo puede acercarse a Jesús desde atrás, sin dejarse ver, sin poder tocar. Experiencias similares pueden darse en el camino de la fe: sucede algo lamentable y la persona se siente alejada, inhabilitada para la vida cristiana. Su fe entonces sólo logra expresarse como el deseo de que Dios la tenga en cuenta, como dice el salmo 80: Vuelve a nosotros tu rostro y seremos salvos. 

¿Quién me ha tocado?, pregunta Jesús, al sentir que la mujer le ha rozado el manto. No es un reproche, es una invitación: la fe interior de la mujer tiene que hacerse pública. Y es lo que hace ella con un gesto cargado de sentimiento: asustada y temblorosa… se postró ante él y le contó toda su verdad. Contarle toda su verdad es poner su vida en manos del Señor, reconocer que no hay nada oculto entre los dos, y dejar que él disponga las cosas según su voluntad. Por eso Jesús, después de tranquilizarla, le dice con afecto: Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz, estás liberada de tu mal. 

Todavía estaba hablando, cuando vienen a anunciar al jefe de la sinagoga que su hija ha muerto: ¿Para qué seguir molestando al Maestro? Jairo ya había expresado su fe, pero el anuncio que le traen hace que le sobrecoja el miedo a la muerte, la sensación de impotencia frente a lo irremediable. Pero Jesús lo reanima: No tengas miedo, basta con que sigas creyendo. 

Lo que viene después es una predicación en acción sobre el sentido cristiano de la muerte. Jesús le quita dramatismo, le arranca su aguijón (como dice san Pablo en 1Cor 15,55), la reduce a un sueño: la niña no está muerta, está dormida. El mensaje de su victoria sobre la muerte ha de ser comunicado a “los que se afligen como quienes no tienen esperanza” (1 Tes 4,13), y que en el relato aparecen simbolizados en el tumulto, el llanto y los gritos en la casa mortuoria. 

Jesús, entonces, tomó la mano de la niña y la sacó del sueño, con palabras llenas de ternura: Talita Kum (que significa: Muchacha, a ti te hablo, levántate). Conviene advertir que el mandato de Jesús, ¡Levántate! ¡Ponte de pie!, significa también ¡Resucita!, y es el verbo que se emplea en los relatos de la resurrección: “Cuando resucite (cuando sea levantado), iré delante de ustedes a Galilea” (14,28). “Ha resucitado, no está aquí” (16,6). 

La niña se levantó y se puso a caminar. Y ellos se quedaron llenos de estupor, con el mismo sentimiento que tendrán las mujeres ante el sepulcro vacío (16,8): temor y desconcierto. Y les mandó que le dieran de comer. Porque todavía queda camino por andar... A lo que Dios hace en nuestro favor, corresponde nuestra colaboración. 

El mensaje es sencillo y claro: todos podemos vernos en situaciones extremas, propias o de otros, en las que ya nada se puede hacer. Las palabras de Jesús a Jairo: No tengas miedo, basta con que sigas creyendo, nos ayudarán a no dejarnos dominar por el miedo y la desesperación. Sabremos infundir ánimo a quien lo necesita. Procuraremos, además, que “que la Iglesia sea un recinto de paz, de justicia y de amor para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando”.

lunes, 3 de febrero de 2025

Los endemoniados de Gerasa (Mc 5, 1-20)

 P. Carlos Cardó SJ 

El endemoniado de Gerasa, ilustración de William Hole (1906) en La Vida de Jesús de Nazareth, ochenta pinturas. Publicada por Fine Art Society, Londres, 1906.

En aquel tiempo, después de atravesar el lago de Genesaret, Jesús y sus discípulos llegaron a la otra orilla, a la región de los gerasenos.
Apenas desembarcó Jesús, vino corriendo desde el cementerio un hombre poseído por un espíritu inmundo, que vivía en los sepulcros. Ya ni con cadenas podían sujetarlo; a veces habían intentado sujetarlo con argollas y cadenas, pero él rompía las cadenas y destrozaba las argollas; nadie tenía fuerzas para dominarlo. Se pasaba días y noches en los sepulcros o en el monte, gritando y golpeándose con piedras.
Cuando aquel hombre vio de lejos a Jesús, se echó a correr, vino a postrarse ante él y gritó a voz en cuello: "¿Qué quieres tú conmigo, Jesús, Hijo de Dios altísimo? Te ruego por Dios que no me atormentes".
Dijo esto porque Jesús le había mandado al espíritu inmundo que saliera de aquel hombre. Entonces le preguntó Jesús: "¿Cómo te llamas?".
Le respondió: "Me llamo Legión, porque somos muchos". Y le rogaba con insistencia que no los expulsara de aquella comarca.
Había allí una gran piara de cerdos, que andaban comiendo en la falda del monte.
Los espíritus le rogaban a Jesús: "Déjanos salir de aquí para meternos en esos cerdos".
Y él se los permitió.
Los espíritus inmundos salieron del hombre y se metieron en los cerdos; y todos los cerdos, unos dos mil, se precipitaron por el acantilado hacia el lago y se ahogaron.
Los que cuidaban los cerdos salieron huyendo y contaron lo sucedido, en el pueblo y en el campo.
La gente fue a ver lo que había pasado. Se acercaron a Jesús y vieron al antes endemoniado, ahora en su sano juicio, sentado y vestido. Entonces tuvieron miedo. Y los que habían visto todo, les contaron lo que le había ocurrido al endemoniado y lo de los cerdos. Ellos comenzaron a rogarle a Jesús que se marchara de su comarca.
Mientras Jesús se embarcaba, el endemoniado le suplicaba que lo admitiera en su compañía, pero él no se lo permitió y le dijo: "Vete a tu casa a vivir con tu familia y cuéntales lo misericordioso que ha sido el Señor contigo".
Y aquel hombre se alejó de ahí y se puso a proclamar por la región de Decápolis lo que Jesús había hecho por él. Y todos los que lo oían se admiraban. 

La escena se desarrolla en Gerasa, una ciudad de la Decápolis pagana, lugar donde no se conoce a Dios y el mal actúa libremente. El mensaje del texto será que aun en lugares como ese la acción salvadora de Cristo obtiene victoria. Jesús destruye de raíz el mal y disipa nuestros miedos porque ha vencido al príncipe de este mundo, que tenía el poder de la muerte. 

Le salió al encuentro un endemoniado. Fue hacia él, no esperó a que lo llamara. Seguramente ha oído que libera a aquellos a quienes el espíritu del mal esclaviza, separándolos de Dios (porque es espíritu de esclavitud), de los demás (porque es espíritu de violencia y división – el demonio en la Biblia es el que divide), y de su yo auténtico (porque enajena, es espíritu de mentira). Este pobre desgraciado viene del cementerio donde habita, es decir, sale del lugar de la muerte, busca la vida. Simboliza a todos aquellos que viven sometidos a fuerzas o poderes hostiles a Dios, “poseídos” por realidades de este mundo que se les han vuelto verdaderos ídolos a los que se someten (cf. 1 Cor 8,5), esperando conseguir con ellos seguridad y felicidad, pero se esclavizan y deshumanizan. 

Llama la atención el contraste tan marcado que se da entre la primera actitud del endemoniado: se postró ante él, y el grito que da a continuación: ¿Qué tengo que ver contigo, Jesús, Hijo del Altísimo? No me atormentes. La explicación la da el mismo texto: Es que Jesús le estaba diciendo: Espíritu inmundo sal de este hombre. Hay, pues, una inconsecuencia en el endemoniado. Ha buscado a Jesús, pero la irracionalidad del espíritu que lo posee le impide hacer lo que podría liberarlo. Tendría que dejar la violencia y la mentira a la que vive sometido, pero le resulta una tortura, se siente incapaz. Nada, absolutamente nada en común hay entre Cristo y el mal. No hay lugar para componendas. Pero el endemoniado se contenta con que no lo echen fuera de esa región. El nombre que se da –Legión– sugiere la idea de que se trata de una colectividad, incluso quizá representa a todos aquellos que, víctimas de cualesquiera demonios, viven una vida deshumanizada y no ponen los medios para dejarla. Reconocen que su vida les hace vivir angustias de muerte, pero no dan el paso a la victoria final que Cristo les ofrece. Prefieren suplicarle: Envíanos a los cerdos para que entremos en ellos. 

Se subraya la condición de vencido de Satán. Los demonios rogaban a Jesús. Y al mismo tiempo se señala que los puercos, animales impuros, inmundos, eran digna morada para ellos. Jesús les permitió entrar en ellos, pero queda claro que el destino último de esas fuerzas del mal es el abismo: los cerdos se lanzaron al lago desde el barranco… y se ahogaron. 

A continuación, ocurre algo sorprendente: mientras los demonios suplican a Jesús que no los saque de aquel lugar y que los deje en los cerdos, los gerasenos fueron donde Jesús y comenzaron a suplicarle que se alejara de su territorio. La presencia de Jesús trae cambios en la vida que pueden contradecir los propios intereses. Entonces se le puede decir a Jesús como los gerasenos: mejor vete, déjanos tranquilos. 

Las curaciones, en particular, las expulsiones de demonios son signos del poder de Dios en Jesús sobre todas las fuerzas del mal que trastornan el orden de su creación y dañan a sus criaturas. Por eso son signos de la presencia de su reino. Si expulso los demonios con el dedo de Dios, es que el reino de Dios ha llegado a ustedes” (Mc 3). 

Estas acciones de Jesús se nos confían. Designó a Doce, a los que llamó apóstoles, para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar con poder de expulsar demonios (Mc 3,15). Como Iglesia, todos debemos contribuir en la medida de nuestras posibilidades a exorcizar los demonios que en nuestra sociedad atentan contra la integridad de las personas, recortan su libertad, afectan su salud y despersonalizan. Quien experimenta la salvación no puede sino despertar en otros la experiencia de ser salvado.

domingo, 2 de febrero de 2025

Domingo de la Presentación del Señor (Lc 2, 2-40)

P. Carlos Cardó SJ 

Presentación en el templo, fresco de Giotto (1310), transepto norte de la basílica de San Francisco de Asís, Umbría, Italia

Transcurrido el tiempo de la purificación de María, según la ley de Moisés, ella y José llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley: Todo primogénito varón será consagrado al Señor, y también para ofrecer, como dice la ley, un par de tórtolas o dos pichones.
Vivía en Jerusalén un hombre llamado Simeón, varón justo y temeroso de Dios, que aguardaba el consuelo de Israel; en él moraba el Espíritu Santo, el cual le había revelado que no moriría sin haber visto antes al Mesías del Señor. Movido por el Espíritu, fue al templo, y cuando José y María entraban con el niño Jesús para cumplir con lo prescrito por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios, diciendo:
"Señor, ya puedes dejar morir en paz a tu siervo, según lo que me habías prometido, porque mis ojos han visto a tu Salvador, al que has preparado para bien de todos los pueblos; luz que alumbra a las naciones y gloria de tu pueblo, Israel".
El padre y la madre del niño estaban admirados de semejantes palabras. Simeón los bendijo, y a María, la madre de Jesús, le anunció: "Este niño ha sido puesto para ruina y resurgimiento de muchos en Israel, como signo que provocará contradicción, para que queden al descubierto los pensamientos de todos los corazones. Y a ti, una espada te atravesará el alma".
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana. De joven, había vivido siete años casada y tenía ya ochenta y cuatro años de edad. No se apartaba del templo ni de día ni de noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Ana se acercó en aquel momento, dando gracias a Dios y hablando del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel.
Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret.
El niño iba creciendo y fortaleciéndose, se llenaba de sabiduría y la gracia de Dios estaba con él. 

La manifestación de Jesús Mesías a Israel, que aparece representado en los tres elementos característicos de su religiosidad: la Ley (van a cumplir lo mandado por la ley), el Templo (presentación del Niño) y la profecía (representada en Simeón y Ana). 

Jesús-Mesías encarna y lleva a cumplimiento esos tres elementos. La Ley: porque Él trae la nueva ley del amor, sello de la nueva alianza. El templo: porque su cuerpo, roto en la cruz y resucitado al tercer día, es el verdadero templo. La profecía: porque la gente lo reconocerá como un profeta, pero Él dirá que es más que eso, pues de Él hablan las Escrituras y en Él se cumple lo que anunciaron las profecías. 

El Templo ocupa un lugar central en la vida judía. Era considerado el lugar donde resplandecía la gloria de Dios, donde se tenía la certeza de estar en su presencia, mucho más que en cualquier otra parte. Pero la entrada del Hijo del Altísimo, heredero del trono de David, que reinará sobre la casa de Jacob para siempre (Lc 1, 32-33), se realiza de manera humilde y paradójica: entra en el templo –la casa de su Padre– como un sometido más, como un hombre cualquiera que tiene que cumplir la ley. Sus padres pagarán por su rescate la ofrenda de los pobres, un par de tórtolas o dos pichones, aunque es Él quien viene a pagar con su sangre el rescate de nuestras vidas. 

Destaca la figura del anciano Simeón. Su nombre significa Yahvé ha oído. Representa al justo que oye la Palabra y la acoge en su corazón. Representa al cristiano que es el “oyente de la palabra”. Pero quien mueve a la persona para la escucha de la palabra de Dios no es solamente su voluntad, sino el Espíritu, que actúa en los corazones. 

Tres veces se le menciona referido a Simeón: el Espíritu estaba con él…; el Espíritu le había revelado que no moriría antes de haber visto al Cristo…; vino al templo movido por el Espíritu… Simeón es por ello también figura del Israel justo que aguarda el consuelo de Dios (Is 40), la liberación prometida para el tiempo del Mesías. 

Después de ver al Niño y reconocerlo como el Mesías, Simeón expresa su gozo con un canto de alabanza a Cristo, luz de las naciones. La Iglesia reza este himno en la última oración del día, antes del descanso nocturno. En él se expresa la actitud de confianza de quien, por acción del Espíritu en su vida y por su adhesión a la Palabra, ha vencido el miedo a la muerte y vive confiando en el Señor. El encuentro con el Señor libera de las sombras de la muerte. Quien se encuentra con el Señor puede morir en paz. 

María y José se admiran de lo que dice el anciano. 

Viene después la profecía que Simeón dirige a la Madre: Este Niño será un signo de contradicción, una bandera discutida. Muchos se escandalizarán de Él, no podrán resistirle y querrán hacerlo desaparecer. Pero queda claro que ante Él habrá que definirse: a favor o en contra. El que no está conmigo, está contra mí está; y el que no recoge conmigo, desparrama, dirá (Lc 11,23). 

El pasaje de la Presentación de Jesús en el templo, y en especial la figura de Simeón, dice mucho a la vida cristiana. Como él, el cristiano procura ser justo, es decir, respetuoso de Dios para proceder de manera responsable ante Él. El Espíritu es el que orienta sus relaciones con los demás y lo mantiene coherente y auténtico en su opción personal por Cristo. Su corazón, en fin, desborda de confianza porque sabe que el Señor es fiel y hará que sus ojos vean su salvación.

sábado, 1 de febrero de 2025

La tempestad calmada (Mc 4,35-40)

 P. Carlos Cardó SJ 

Cristo dormido en la barca, óleo sobre lienzo de Jules Joseph Meynier (1826), Museo de Bellas Artes de Cambrai, Alta Francia

Al atardecer de aquel mismo día, Jesús dijo a sus discípulos: «Crucemos a la otra orilla del lago».
Despidieron a la gente y lo llevaron en la barca en que estaba. También lo acompañaban otras barcas. De pronto se levantó un gran temporal y las olas se estrellaban contra la barca, que se iba llenando de agua. Mientras tanto Jesús dormía en la popa sobre un cojín.
Lo despertaron diciendo: «Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?».
Él, entonces, se despertó. Se encaró con el viento y dijo al mar: «Cállate, cálmate».
El viento se apaciguó y siguió una gran calma. Después les dijo: «¿Por qué son tan miedosos? ¿Todavía no tienen fe?». 

Después de una serie de parábolas sobre la presencia y actuación del reino de Dios, Marcos sitúa la tempestad calmada, que es una parábola en acción. Su intención parece ser poner de manifiesto que la falta de fe impide a los discípulos comprender la lógica del reino de Dios, tal como ha sido expuesta por Jesús en las parábolas. 

Elemento central en el relato es la barca, que representa a la Iglesia. En ella los discípulos acogen la invitación de su Señor con temor y perplejidad. Al caer la tarde, les dijo: Pasemos a la otra orilla. Ellos dejaron a la gente y lo llevaron en la barca. De pronto se levanta un gran temporal, y las olas cubren la barca que parece a punto de zozobrar, lejos de la orilla a la que se dirigen. No les queda otra cosa que fijar los ojos en Jesús, fiarse de él para poder avanzar. Si la Iglesia se queda mirando sus propias dificultades, se hunde. 

Pero – hecho curioso – Jesús duerme. Su tranquilidad le viene de la absoluta confianza que tiene siempre en Dios. Los discípulos, en cambio, en el peligro, sólo perciben su propia impotencia; pero en eso mismo se les abre la posibilidad de abrirse a la fe que salva. Siempre resuena en la Iglesia el grito de la humanidad sufriente que llega hasta Aquel cuyo nombre, Jesús, significa “Dios salva”. Despertaron a Jesús y le dijeron: Maestro, ¿no te importa que nos hundamos? 

El miedo paraliza y confunde. Es una experiencia que todos tenemos alguna vez. Aquí el miedo tiene un contenido eclesial. Se siente a veces al no poder compaginar esas dos imágenes de la Iglesia que el evangelio emplea: la de la casa construida sobre roca, que sugiere estabilidad y seguridad, y la de la barca, que se mueve y navega no siempre por mares tranquilos sino encrespados, golpeada por las olas. La experiencia nos puede hacer sentir inseguros o llenar la mente de confusiones. Jesús nos echa en cara la falta de confianza: ¿Por qué son tan cobardes? ¿Aún no tienen fe? 

Podemos también referir el texto al camino de fe del cristiano, que no es camino llano sino sembrado de agitaciones, dudas y caídas. La duda está en medio entre la incredulidad y la fe. De una u otra forma todos pasamos por ella. Y llega un momento en que nos decidimos a invocar al Señor, más allá de lo que hemos creído o no creído. 

Aparte de esto, están también nuestros miedos personales y colectivos ocasionados hoy, entre otras cosas, por las crisis económicas, los escándalos, la inseguridad, el daño ecológico; amén de la carga negativa de carencias, limitaciones y debilidades que cada cual lleva consigo en su propia historia. Todo eso puede llegar a paralizar a las personas, o hacerlas incurrir en depresión, abandono, desesperanza. 

Frente a todo temor y miedo, el mensaje central del texto lo podemos ver en la pregunta que Jesús hace: ¿Cómo no tienen fe? San Pablo dirá: Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para el bien de los que lo aman (Rom 8,28). Por consiguiente, es importante aprender a percibir la presencia del Señor en medio de las dificultades, a valorar lo positivo que se mezcla con lo negativo, y a discernir los signos de esperanza (por pequeños que sean) que se dan en medio de las tribulaciones. Madurez humana y cristiana es saber leer la historia a la luz de la Palabra; no dejarse vencer por el mal, sino vencer el mal a fuerza de bien; saber asimilar crisis y frustraciones de tal modo que, cuando falte lo ideal, pueda uno aferrarse a lo posible y no desfallecer jamás. 

La presencia del Cristo Resucitado en su Iglesia es callada, silenciosa, como quien está ausente o dormido, aunque en realidad está activo cumpliendo su promesa: Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo. En las crisis, en las caídas, en la soledad y oscuridad, el cristiano se agarra de su Señor y alarga también la mano para ayudar a otros.