viernes, 28 de febrero de 2025

El Matrimonio (Mc 10, 1-12)

 P. Carlos Cardó SJ 

Desposorios de la virgen, óleo sobre lienzo de Domenico Ghirlandaio (1486 - 1490), Basílica de Santa María Novella, Florencia, Italia

Jesús dejó aquel lugar y se fue a los límites de Judea, al otro lado del Jordán.
Otra vez las muchedumbres se congregaron a su alrededor, y de nuevo se puso a enseñarles, como hacía siempre.
En eso llegaron unos (fariseos que querían ponerle a prueba,) y le preguntaron: "¿Puede un marido despedir a su esposa?"
Les respondió: "¿Qué les ha ordenado Moisés?"
Contestaron: "Moisés ha permitido firmar un acta de separación y después divorciarse".
Jesús les dijo: "Moisés, al escribir esta ley, tomó en cuenta lo tercos que eran ustedes. Pero, al principio de la creación, Dios los hizo hombre y mujer; y por eso dejará el hombre a su padre y a su madre para unirse con su esposa, y serán los dos una sola carne. De manera que ya no son dos, sino uno solo. Pues bien, lo que Dios ha unido, que el hombre no lo separe".
Cuando ya estaban en casa, los discípulos le volvieron a preguntar sobre lo mismo, y él les dijo: "El que se separa de su esposa y se casa con otra mujer, comete adulterio contra su esposa; y si la esposa abandona a su marido para casarse con otro hombre, también ésta comete adulterio". 

En la Biblia, desde el Génesis, la relación del hombre y de la mujer aparece encuadrada en el marco de una relación de encuentro, compañía y ayuda mutua: No está bien que el hombre esté solo –dijo Dios; voy a hacerle alguien como él que le ayude (Gén 2, 20-23), lo cual excluye cualquier subordinación de un sexo a las pretensiones de poder y a las necesidades del otro. Sin embargo, en la cultura judía se afirmaba la superioridad del varón sobre la mujer, y se la refrendaba con la ley de Moisés que concedía al hombre el derecho de divorciarse. Basados en esto, los fariseos ponen a prueba a Jesús preguntándole qué piensa de esto. Jesús responde, en primer lugar, haciendo ver que Moisés permitió el divorcio por la dureza del corazón del pueblo judío, que le impedía comprender en profundidad los planes divinos y le llevaba a la actitud parcial y legalista de contentarse con lo que señala la ley y sin aspirar a ideales más altos de amor y de servicio. En segundo lugar, basándose en el Génesis (2, 24), Jesús hace ver que la norma de Moisés sobre el divorcio había sido un añadido posterior, que no concuerda con el plan original del Creador, sino que parte de conveniencias humanas egoístas. 

De este modo, Jesús se pone como garante a la vez de la estabilidad de la pareja y de la igualdad del hombre y mujer. Por el matrimonio forman una sola carne, que ninguna autoridad humana puede separar; eso fue lo establecido originalmente por Dios: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer y serán los dos uno solo. La conclusión: Por tanto, lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre, se deduce perfectamente de las razones aportadas. 

La respuesta de Jesús mira a la comunidad de los que le siguen, entonces y ahora. Separarse del cónyuge y casarse con otro lo equipara Jesús con el adulterio y así ha de pensar el cristiano, que confía en la gracia que el Señor no dejará de darle. En el texto paralelo de Mateo (19,10), los discípulos al oír esto dijeron: Si así son las cosas, mejor es no casarse. Pero Jesús les responde: No todos pueden con eso, sino sólo aquellos a quienes Dios se lo concede (Mt 19,11). Los discípulos, como muchos hoy, deben entender que el Señor nunca los abandona y que lo que resulta imposible a los hombres puede ser factible con la ayuda de Dios. 

Esto supuesto, todos sabemos que el matrimonio puede naufragar porque siempre está el riesgo del error y siempre la persona puede manifestar su incapacidad para amar así. Por eso la Iglesia y sus ministros, siguiendo el ejemplo de Jesús, que era claro en los ideales y valores, pero comprensivo ante los fracasos, ha de mostrar comprensión, dar ánimos y acompañar al hermano o hermana que, por la humana flaqueza y falibilidad fracasó en su matrimonio. Las mayores frustraciones y más hondos sufrimientos provienen de la ruptura del amor, precisamente porque es la fuente de todo buen deseo y de las mayores alegrías. Lo prioritario es curar heridas. Pero, aunque esto sea verdad, y sean tan frecuentes los fracasos, la conclusión no puede ser no casarse o casarse hasta ver qué pasa… No podemos aceptar como lo normal la “mentalidad divorcista”; con ella no se puede contraer un matrimonio válido. Muchos lamentablemente se casan con la idea de vivir juntos mientras dure el amor y uno se sienta feliz, pero ¿de qué amor hablan? Eso no es el amor cristiano, del que dice san Pablo en 1Cor 13 que no pasa nunca, porque perdona y se rehace continuamente. Desde el punto de vista humano –y no sólo bíblico– no se puede considerar como lo “normal” un amor sin hondura, que deja abierta la puerta a posibles abandonos, rupturas, variables y sucedáneos. En el fondo de todo esto late una mentalidad pesimista y amargada que desconfía en la capacidad de la personas para rehacerse y no cree que se puedan asumir compromisos estables y definitivos. Esta mentalidad del desaliento ignora la fuerza de la gracia. Por eso, la fidelidad se ve sólo como una ley, dura ley. Y muchas veces los ministros de la iglesia presentan la indisolubilidad únicamente como ley y no como ideal moral y aspiración de toda persona casada. La indisoluble no es ley sino evangelio, es la buena noticia de que la gracia de Dios puede transformar el egoísmo en mutua aceptación, los límites del otro en diálogo y comprensión, las frustraciones en sano realismo que, cuando falta lo ideal, se aferra a lo posible, lo disfruta todo lo que puede, y no desespera jamás en la búsqueda del ideal. 

Por todo eso, no basta proclamar la prohibición del divorcio. Si no formamos a los jóvenes que se han de casar, eso no conduce a nada. Sólo una libertad educada en el manejo humano de los sentimientos hace que la persona sea capaz de entregarse con sentido de unidad e indisolubilidad. El evangelio nos abre los ojos a la acción de Dios que, sobre todo en los momentos de dolor y de crisis, mueve a poner con coraje y perseverancia las condiciones necesarias para seguir unidos, para seguir aspirando al ideal de un amor fiel y duradero, aun cuando otras voces puedan decirte: ¡abandona, sepárate, divórciate! 

La Iglesia no puede dejar de transmitir las palabras de su Señor. Ella no nos puede recortar el horizonte de nuestra generosidad. Por eso, ella nos anuncia la buena noticia de que somos capaces de aspirar a lo alto y darle a este mundo nuestro, dividido y fragmentado, el testimonio de un amor capaz de superar crisis.

jueves, 27 de febrero de 2025

El escándalo (Mc 9, 41-50)

 P. Carlos Cardó SJ 

Maderas con piedras de molino, óleo sobre lienzo de Paul Cezanne (1894), Fundación Barnes, Filadelfia, Estados Unidos

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos:  "Todo aquel que les dé a beber un vaso de agua por el hecho de que son de Cristo, les aseguro que no se quedará sin recompensa. Al que sea ocasión de pecado para esta gente sencilla que cree en mí, más le valdría que le pusieran al cuello una de esas enormes piedras de molino y lo arrojaran al mar. Si tu mano te es ocasión de pecado, córtatela; pues más te vale entrar manco en la vida eterna, que ir con tus dos manos al lugar de castigo, al fuego que no se apaga. Y si tu pie te es ocasión de pecado, córtatelo; pues más te vale entrar cojo en la vida eterna, que con tus dos pies ser arrojado al lugar de castigo. Y si tu ojo te es ocasión de pecado, sácatelo; pues más te vale entrar tuerto en el Reino de Dios, que ser arrojado con tus dos ojos al lugar de castigo, donde el gusano no muere y el fuego no se apaga. Todos serán salados con fuego. La sal es cosa buena; pero si pierde su sabor, ¿con qué se lo volverán a dar? Tengan sal en ustedes y tengan paz los unos con los otros". 

Después de su exhortación a la tolerancia, el evangelio ilumina otros aspectos de la vida, que tienen que ver con el seguimiento de Cristo y la lucha contra el mal. 

Dice Jesús: Todo el que les dé a beber un vaso de agua por el hecho de que son ustedes de Cristo, no quedará sin recompensa. La tolerancia va siempre acompañada de la magnanimidad. Hasta los más pequeños gestos de atención y acogida del prójimo, como dar un vaso de agua, son significativos, tocan personalmente al mismo Cristo. 

A continuación, Jesús hace ver, con una frase de gran severidad, aquello que constituye lo contrario del servicio: el escándalo. Escándalo es toda acción, gesto o actitud que induce a otro a obrar el mal, o causa en él un mal moral de consecuencias muy negativas. Los pequeños, los niños, y la gente sencilla creen ya en Dios, pero las acciones y conducta de los mayores pueden hacerles difícil la fe. Nada hay más grave que inducir a pecar a los débiles o herirlos en su sagrada dignidad, violentándolos por el poder o la fuerza que se tiene o por estar situados frente a ellos en un nivel de superioridad. La advertencia es tajante: quienes no respetan a los pequeños o se convierten en sus seductores o vulneran su dignidad acaban de manera desastrosa. 

Pero no solamente se puede escandalizar a otros, sino que uno puede también ser escándalo para sí mismo. En este sentido, Jesús nos exhorta a que tengamos cuidado con nosotros mismos y miremos nuestro interior, de donde surgen los conflictos. Así mismo es necesario que cada cual se pregunte dónde radican las posibles ocasiones de pecado, para renunciar a ellas y evitarlas. 

Las frases de Jesús: Si tu mano, tu pie o tu ojo son ocasión de escándalo…, córtatelo, obviamente no significan mutilación. Son imágenes hiperbólicas, gráficas y de gran fuerza expresiva; con ellas lo que Jesús nos dice es que debemos llegar a una opción firme y decisiva por un estilo de vida que refleje los valores del evangelio. Es lo mismo que dijo Jesús a propósito de los que quieren ser los primero y han de optar por ser servidores de los demás, o a propósito de quienes, por haber descubierto el tesoro escondido, deciden dejarlo todo para obtenerlo. En este caso, se trata de “entrar en la vida”, en la vida del Reino, que es el bien supremo. Decidirse por llevar una vida conforme a los valores del Reino implica modificar el uso que damos a cosas que pueden ser muy apreciadas. Toda opción implica renunciar a otras posibilidades que pueden ser válidas y preciosas, pero que no pueden mantenerse junto con el bien mayor que se ha elegido. No podemos leer estas advertencias de Jesús en clave moralista y ascética. Está de por medio la alegría que motiva y orienta hacia la plena realización de nuestra persona en Dios. 

Hay un comentario a estas frases de Jesús que puede resultar iluminador: con la mano uno coge, toma posesión. Con el pie, uno se encamina hacia lo que quiere. Con el ojo uno descubre lo que desea poseer. Posesión, voluntad y deseo. Todo es bueno, pero puede desordenarse. Debo preguntarme: ¿a qué me aferro?, ¿qué persigo?, ¿qué ansío tener?

miércoles, 26 de febrero de 2025

Tolerancia y evitar escándalos(Mc 9,38-40)

 P. Carlos Cardó SJ 

Escena de mestizaje: de negra india y china cambuja, óleo sobre lienzo de Miguel Cabrera (1763), Museo de las Américas, Madrid, España

En aquel tiempo, dijo Juan a Jesús: "Maestro, hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre, y se lo hemos querido impedir, porque no es de los nuestros."
Jesús respondió: "No se lo impidáis, porque uno que hace milagros en mi nombre no puede luego hablar mal de mí. El que no está contra nosotros está a favor nuestro." 

Dice el evangelio que en cierta ocasión Juan el apóstol le dijo a Jesús que habían visto a uno expulsar demonios en su nombre y se lo habían prohibido porque no formaba parte de su grupo. Querían tener la exclusiva, el monopolio de Jesús. 

Probablemente Marcos escribe este texto pensando en las polémicas y grupos que surgieron dentro de la primitiva Iglesia. Recuerda a este propósito la exhortación que hizo Jesús a sus discípulos para que evitaran el sectarismo, procurando que las diferencias no sean causa de división, sino que contribuyan a una mayor riqueza de la comunidad mediante el respeto a la diversidad. En una institución como la Iglesia no puede dejar de haber diferencias entre sus miembros, es completamente natural. Por eso, pretender imponer una uniformidad sería echar por los suelos la variedad de carismas, dones y servicios que el Espíritu suscita en la comunidad para el bien de todos. Por eso, se debe siempre procurar presuponer que el otro, aunque no piense o actúe como yo,  es movido por un buen espíritu, mientras no se demuestre lo contrario. Si el otro busca sinceramente servir a Cristo y a los hermanos, la actitud cristiana ante él ha de ser de respeto. 

Es muy sabia y de gran actualidad a este propósito la actitud que San Ignacio exige en el que da los Ejercicios respecto a quien los recibe: debe estar dispuesto en todo momento a defender la postura del otro –su modo de pensar o de actuar, su religiosidad y espiritualidad propia, sus costumbres y modos de trabajar por los demás, etc.- y no a condenarla. Y si no la puede defender, ha de procurar dialogar, interrogarlo para ver cómo la entiende; y si está equivocado, le ha de corregir fraternalmente; y si esto no bastara, habría que buscar otros medios de ayuda más convenientes (cf, Ejercicios Espirituales, 22). 

Desde esta actitud de apertura y respeto al otro, se puede aceptar con paz que existan personas buenas que hacen el bien, aunque no pertenezcan a instituciones o agrupaciones confesionales. Los que sí forman parte de ellas pueden juzgar a tales personas como hacían los discípulos de Jesús simplemente porque “no son de los nuestros”. Al obrar así, dan a entender –lo quieran o no– que sólo en su ámbito actúa el espíritu de Jesús, como si contaran con el monopolio de Jesús y de su evangelio a ellos solos concedido. Sustituyen a Jesús por la institución a la que pertenecen, pero Jesús es más grande que las instituciones, grupos y entidades creadas por los hombres. Él es el único Maestro y todos somos discípulos. Es él quien debe crecer y no mi grupo, mi corriente, mi modo de pensar. Apropiarse de Cristo, creer que sólo quienes piensan como nosotros lo hacen verdaderamente en nombre de Cristo, eso suele ser causa de actitudes de intolerancia, exclusión y acepción de personas, que dañan profundamente el ser de la Iglesia. No se trata de que la gente nos siga a nosotros, ni de llevar a los demás por el mismo camino, sino que sigan a Cristo; no se trata de incrementar mi grupo, sino de hacer crecer a la Iglesia. Por eso dice el Señor: Quien no está contra nosotros, está con nosotros. El evangelio nos cura de toda tendencia al círculo cerrado, al sectarismo intransigente y al gesto discriminador. Libre, por encima de todo aquello que a los hombres nos apasiona y divide en bandos, Jesús alienta en nosotros la verdadera tolerancia, que es amplitud de corazón, espíritu universal para abrazar, respetar y estimar a todos los que, en su nombre, buscan servir a los hermanos. Amplitud de miras, respeto, diálogo, tolerancia y colaboración, son modos de ser que plasman los valores evangélicos que constituyen el ser de la Iglesia. Y no debemos olvidar que la verdadera unidad eclesial sólo se logra con el amor fraterno que lleva a suponer siempre en el otro rectitud, libertad y buena voluntad, y no precisamente lo contrario, aunque no logre entenderlo.

martes, 25 de febrero de 2025

El ejemplo de los niños (Mc 9, 30-37)

 P. Carlos Cardó SJ 

Cristo con los niños, óleo sobre lienzo de Sebastian Bourdon (1655), Museo del Louvre, París

En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se marcharon de la montaña y atravesaron Galilea; no quería que nadie se enterase, porque iba instruyendo a sus discípulos.
Les decía: "El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y, después de muerto, a los tres días resucitará."
Pero no entendían aquello, y les daba miedo preguntarle.
Llegaron a Cafarnaún, y, una vez en casa, les preguntó: "¿De qué discutíais por el camino?". Ellos no contestaron, pues por el camino habían discutido quién era el más importante. Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo: "Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos." Y, acercando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: "El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me recibe a mí; y el que me recibe, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado." 

En su camino a Jerusalén donde va a ser entregado, Jesús instruye a sus discípulos sobre el destino de cruz del Hijo del Hombre. Pero los discípulos no entendieron lo que les decía (9,32), no cabía en sus mentes la idea de un Mesías que habría de acabar en cruz. 

Esta incapacidad para entender a Jesús se pone de manifiesto en la discusión que tienen entre ellos. ¿De qué discutían por el camino?, les pregunta Jesús. Ellos discutían quién era el más importante en del grupo. El deseo de ser reconocido y apreciado es natural; su realización asegura la autoestima y la confianza básica que consolidan, a su vez, la identidad de la persona y la mueven a progresar y perfeccionarse. Más aún, Dios quiere que fructifiquen los talentos que él nos da, que aspiremos a las más altas formas de servicio que podemos ofrecer, usando esos mismos talentos que él ha puesto en nosotros. Pero sobre este deseo natural y sobre esta voluntad de Dios que nos abre al más, al mayor servicio y a su mayor gloria, se puede sobreponer el afán de sobresalir por encima de los demás, la actitud arribista de quien a toda costa quiere ocupar el primer lugar, buscando ya no el mejor servicio sino su propia gloria. Esta actitud la tenían los discípulos de Jesús, acrecentada tal vez porque las distinciones, los rangos y los puestos de importancia, era un tema particularmente debatido en el ambiente judío. 

Jesús aprovecha esta ocasión para transmitir una enseñanza sobre el modelo de autoridad que deberá ejercitarse en su comunidad. Será un modelo basado en una lógica diferente a la que emplean los gobernantes. Será la lógica del servicio y de la solidaridad, que invierte los valores del mundo y adquiere toda su densidad de significado en el hecho palpable de que Jesús, siendo el primero, prefiere ser el servidor de todos. 

Según el evangelio sólo es lícito ejercer la autoridad como servicio, nunca como poder de dominio sobre los demás. Todo cargo se ha de ejercer para favorecer el bien común, atender y servir a las personas. Se corrompe la autoridad y se perjudica el derecho y la dignidad de las personas cuando los gobernantes se utilizan el poder para lucrar y servirse a sí mismos del modo que sea. A los ojos de Dios el primero es el que mejor sirve. El servicio es la norma básica de la conducta agradable a Dios. Y si este servicio se hace a los más débiles y postergados de la sociedad, tanto mejor. Así se comportó Jesús y en su modo de actuar nos mostró la actuación misma de Dios. 

El gesto que a continuación hace Jesús sirve para reforzar esta idea. Jesús coloca a un niño en medio del grupo, lo abraza y dice: El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado. 

Este gesto simbólico pone en evidencia lo que Jesús quiere. En la sociedad judía, el huérfano, la viuda, el extranjero, el siervo, el niño estaban privados de derechos; para Jesús, son los más importantes. Los niños nada poseen. Son y llegan a ser lo que se les da. Refiriéndose a ellos, Jesús ilustra la relación que hay entre el poder y la búsqueda del reino de Dios: hay que superar el afán de posesión y de dominio (ya sea de personas o de bienes), incluso el poseerse a sí mismo, para poder entregar la vida y recibir a cambio la verdadera y feliz vida eterna. 

A los niños y a quienes se les asemejan, les pertenece el Reino. Porque son los desprovistos, porque no tienen su seguridad en sí mismos y viven sin pretensiones ni ambiciones, por eso su vida está abierta –pendiente– del don de Dios. Por no tener nada y recibirlo todo, los niños son los últimos. Porque todo en sus vidas depende de Dios, son los primeros en su corazón. Nada poseen; Dios es todo para ellos. Por eso Jesús se identifica con ellos: Quien acoge a uno de estos pequeños, a mí me acoge. 

La lección es clara: el discípulo ha de renunciar a toda falsa afirmación de sí mismo para poder acoger el don del Reino. La persona encuentra su verdadero valor en su actitud de amor y servicio a aquellos con los que Cristo se identifica. 

La Eucaristía nos reúne a todos por igual. En ella no hay diferencias de rango ni de poder. Simples hermanos y hermanas nos juntamos en la mesa de nuestro Padre común. Al partir el pan, cobramos fuerzas para mantener nuestro rechazo a todas las concepciones de la autoridad que, desde la familia, la escuela, la empresa, el Estado y aun la misma Iglesia, generan abusos y sufrimientos.

lunes, 24 de febrero de 2025

Curación del epiléptico sordomudo (Mc 9, 14-29)

 P. Carlos Cardó SJ 

Detalle de la Transfiguración, óleo sobre lienzo de Rafael Sanzio (1520), Pinacoteca Vaticana, Roma

Cuando volvieron a donde estaban los otros discípulos, los encontraron con un grupo de gente a su alrededor, y algunos maestros de la Ley discutían con ellos. La gente quedó sorprendida al ver a Jesús, y corrieron a saludarlo.
El les preguntó: "¿Sobre qué discutían ustedes con ellos?". Y uno del gentío le respondió: "Maestro, te he traído a mi hijo, que tiene un espíritu mudo. En cualquier momento el espíritu se apodera de él, lo tira al suelo y el niño echa espuma por la boca, rechina los dientes y se queda rígido. Les pedí a tus discípulos que echaran ese espíritu, pero no pudieron".
Les respondió: "Qué generación tan incrédula! ¿Hasta cuándo tendré que estar con ustedes? ¿Hasta cuándo tendré que soportarlos? Tráiganme al muchacho".
Y se lo llevaron. Apenas vio a Jesús, el espíritu sacudió violentamente al muchacho; cayó al suelo y se revolcaba echando espuma por la boca.
Entonces Jesús preguntó al padre: "¿Desde cuándo le pasa esto?".
Le contestó: "Desde niño. Y muchas veces el espíritu lo lanza al fuego y al agua para matarlo. Por eso, si puedes hacer algo, ten compasión de nosotros y ayúdanos".
Jesús le dijo: "¿Por qué dices si puedes?". Todo es posible para el que cree".
Al instante el padre gritó: "Creo, pero ayuda a mi poca fe!".
Jesús lo tomó de la mano y le ayudó a levantarse, y el muchacho se puso de pie.
Ya dentro de casa, sus discípulos le preguntaron en privado: "¿Por qué no pudimos expulsar nosotros a ese espíritu?".
Y él les respondió: "Esta clase de demonios no puede echarse sino mediante la oración". 

El texto tiene probablemente como trasfondo la inquietud de la primitiva de la Iglesia por saber cómo va a poder continuar la obra del Señor y, concretamente, cómo debe enfrentar y vencer el mal del mundo. 

El tema central es la contraposición entre el poder de Dios y la impotencia de los discípulos, la no-fe contrapuesta a la fe que todo lo puede, porque comunica a los hombres el poder de Dios. La Iglesia, mediante la fe y la escucha de la Palabra, se hace capaz de vencer el mal como Jesús. Identificada con el padre del niño enfermo, implora fervientemente al Señor la salud de sus hijos. 

En el relato aparece Jesús luchando contra el mal hasta en su último reducto y bastión: el de la muerte. Y se pone de manifiesto el triunfo en la resurrección. El niño epiléptico es presentado como muerto. Su padre ve en la enfermedad de su hijo la acción de poderes mortíferos, contra los cuales los hombres no pueden hacer nada. 

Los discípulos han recibido de Jesús el poder de expulsar demonios en su nombre, pero no han podido hacerlo. No han sabido cumplir su labor. El grupo entra en crisis: la impotencia que sienten proviene de su falta de fe. Algo semejante les ocurrió en la tempestad: Jesús dormía y ellos se morían de miedo. Es la situación de la Iglesia después de la resurrección. Es la situación que se vive de continuo: se atraviesa por un mal momento y Jesús duerme, está como ausente. La sensación de impotencia que ahí se genera sólo es superable con la fe que se traduce en oración. 

Jesús se queja de la falta de fe. Generación incrédula y perversa… Les reprocha su falta de fe que conduce a idolatría. Quien no se fía de Dios se pervierte: se vuelve a los ídolos, pone su confianza en criaturas de las que no puede venirle la salvación, pervierte su orientación a Dios, fuente de todo bien, e intenta sustituirlo inútilmente con las cosas. 

Si puedes… Es una oración defectuosa, insegura del poder de Dios para cambiar la situación. Concretamente, el padre del hijo epiléptico parece no saber que Jesús no puede quedarse sin hacer nada frente al dolor de la gente, que todo su ser se conmueve y se decide de inmediato a ayudar, sanar, liberar aun yendo en contra de tradiciones y reglamentos. 

Todo es posible al que cree, le responde Jesús, animándolo a dar el paso de una fe condicionada a la fe incondicionada, a la oración perfecta, a la fe que trae consigo la victoria. 

El padre del niño reacciona de inmediato, reconoce su limitación y suplica: Creo, pero ayuda mi incredulidad, aumenta mi fe. Es la oración perfecta. La fe lleva a liberarse del buscar seguridad ni en sí mismo ni en nada que no sea Dios solo. La fe lleva a asumir la propia debilidad para dejar actuar al poder de Dios. Pablo integra sus propias debilidades y flaquezas en una visión de fe en el poder de Cristo, que es capaz de actuar en él, y afirma: Gustosamente seguiré enorgulleciéndome en mis debilidades, para que habite en mí la fuerza de Cristo…, porque cuando me siento débil, entonces es cuando soy fuerte (2 Cor 12, 9-10). 

Esta es la paradoja: la fe, que parte de la debilidad reconocida y confesada, se hace fuerza de Dios. Es lo que los discípulos no tienen y deben pedirlo. Para que actúe la fuerza sanante, resucitadora (Jesús tomó de la mano al niño y lo levantó), hay que orar.

domingo, 23 de febrero de 2025

Domingo VII del Tiempo Ordinario - El perdón a los enemigos(Lc 6, 27-38)

 P. Carlos Cardó SJ 

Perdón al hijo pródigo, óleo sobre lienzo de Giovane Palma (1595), Galería de la Academia, Venecia, Italia

“A vosotros que escucháis os digo: Amad a vuestros enemigos, tratad bien a los que os odian; bendecid a los que os maldicen, rezad por los que os injurian. Al que te golpee en una mejilla, ofrécele la otra, al que te quite el manto no le niegues la túnica; da a todo el que te pide, al que te quite algo no se lo reclames. Como queréis que os traten los hombres, tratadlos vosotros a ellos. Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a sus amigos. Si hacéis el bien a los que os hacen el bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores lo hacen. Si prestáis esperando cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan para recobrar otro tanto”.
“Amad más bien a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada a cambio. Así será grande vuestra recompensa y seréis hijos del Altísimo, que es generoso con ingratos y malvados. Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo. No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados. Perdonad y seréis perdonados. Dad y os darán: recibiréis una medida generosa, apretada, remecida y rebosante. La medida que uséis la usarán con vosotros”. 

El mensaje sobre el amor a los enemigos es una de las aportaciones más decisivas del cristianismo a la historia de la humanidad. Bendigan a los que los maldicen, oren por los que los injurian. ¿Pero cómo se puede amar a los enemigos, a los que de mala fe nos odian, calumnian, maltratan, hieren o despojan? ¿Cómo no van a sentir dolor, rabia y hasta deseos de venganza las víctimas inocentes y sus familiares? ¿Es necesario el perdón? ¿No está Jesús exigiendo algo imposible? Las preguntas sin duda son pertinentes y es necesario tomarlas muy en serio. 

Con todo, la respuesta del cristiano no puede ser otra que la afirmación de la necesidad del perdón, aunque sabe muy bien que llevar a cabo algo así, sólo es posible con la ayuda de la gracia y con la firme voluntad de imitar a Jesús, que no sólo habló del perdón, sino que lo practicó y murió perdonando a sus verdugos (Lc 23,34). 

El comportamiento y enseñanza de Jesús fueron muy claros: él no hizo otra cosa que mostrarnos el rostro de un Dios que hace salir el sol sobre buenos y malos, y manda la lluvia sobre justos e injustos, porque ama a todos sin distinción (Mt 5,45). Él nos hizo ver que, no solamente llevamos una inclinación al mal, sino que pecamos muchas veces, pero no obstante, el Padre del cielo nos perdona y restablece. Nos puso, por tanto, en la perspectiva del amor de Dios y por eso nos dijo: Sean compasivos como su Padre es compasivo. Nos hizo ver que Dios es amor (1 Jn 4,8.16) y que la esencia del amor divino está en la misericordia, que va más allá de la justicia. 

Dios es quien nos capacita para amar así a los demás, porque él nos amó primero (1 Jn 4,19). Y cuando finalmente nos decidimos a imitar al Padre, porque experimentamos su amor en nosotros, entonces ya no son una carga insoportable las enseñanzas de Jesús. 

Por eso es un imperativo para nosotros apoyar todo proceso de perdón. Del odio y de la desesperanza no sale nada bueno. El odio y la desesperanza van contra las leyes de la vida y ofenden al Creador. 

Mucho tenemos que hacer todavía para inculcar el valor del perdón en la formación de personalidades sanas, condición básica para una humana convivencia en sociedad. Con frecuencia se piensa que el perdón es propio de débiles o de gente religiosa. Pero el perdón es necesario para vivir de una manera sana, para poder humanizar los conflictos y para romper la espiral de la violencia. No es dejar de lado la justicia, no es echar tierra sobre la historia; es no tomarte la justicia por tu mano, no practicar la ley del talión. 

El perdón no niega la realidad del mal cometido. Lo supone. Asimismo, supone los naturales sentimientos de disgusto, enfado e indignación ante la injusticia. Pero justamente ahí donde podría tener cabida el odio, el rencor y la venganza, “instintos de muerte” que dañan a quien se deja atrapar por ellos y llevan el germen de la destrucción, la actitud del perdón abre la posibilidad de restablecer unas relaciones verdaderamente humanas con el cese de la persistente amenaza. Con estos sentimientos negativos damos poder de seguir haciéndonos daño a quien nos ha ofendido, manteniendo abierta la herida producida en el pasado. 

La justicia de Jesús no se queda en restablecer la paridad, según la norma: quien la hace la paga. Jesús nos enseña una justicia superior, propia de quien ama, que se sabe en deuda con todos: al adversario le debe reconciliación, al pequeño y al pobre le debe solidaridad, al perdido el salir en su búsqueda, al culpable la corrección, al deudor la condonación de la deuda. Esta justicia es la que lleva en definitiva a creer en la persona y en su capacidad de redención, de regeneración y de cambio del ser humano. 

Esta convicción la tuvieron todos aquellos hombres y mujeres que, a ejemplo de Jesús, no permitieron al mal que hiciera presa de ellos, porque se aventuraron en “un camino que es el más excelente”, según la expresión de san Pablo (1Cor 12,31): el camino del amor incondicional a este mundo, a la humanidad pecadora y sufriente, y a Dios. 

Quizá no hayamos tenido que hacer nunca o no tengamos que llegar en el futuro a un acto heroico de perdón, afortunadamente. Pero podemos practicar el perdón en todas las pequeñas humillaciones, decepciones, malentendidos, ingratitudes, ofensas, que la vida ordinaria lleva consigo. Por eso oramos a nuestro Padre como el Señor nos enseñó: “perdónanos nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido”.

sábado, 22 de febrero de 2025

La confesión de Pedro (Mt 16, 13-19)

 P. Carlos Cardó SJ 

Cristo entregando las llaves a San Pedro, óleo sobre tabla de Vincenzo Catena (1520), Museo del Prado, Madrid

En aquel tiempo, al llegar a la región de Cesarea de Filipo Jesús preguntó a sus discípulos: "¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?".
Ellos contestaron: "Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas."
Él les preguntó: "Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?".
Simón Pedro tomó la palabra y dijo: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo."
Jesús le respondió: "¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo." 

Mientras suben a Jerusalén donde va a ser entregado, Jesús pregunta a sus discípulos: ¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos responden refiriendo las distintas opiniones que circulan entre la gente: que es Juan Bautista vuelto a la vida, que es Elías, enviado a preparar la inminente venida del Mesías (Mal 3, 23-24; Eclo 48, 10; Mt 11, 14; Mc 9,11-12), que es Jeremías, el profeta que quiso purificar la religión, o que es un profeta más. 

¿Quién dicen ustedes que soy yo?, les dice Jesús. De lo que sientan en su corazón dependerá su fortaleza o debilidad para soportar el escándalo que va a significar su muerte en cruz. Pedro toma la palabra y le contesta: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Como los demás discípulos, él no es un hombre instruido. Sus palabras han tenido que ser fruto de una gracia especial. Por eso le dice Jesús: ¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque esto no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Y yo te digo: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. 

La misión que Jesús confía a Pedro la expone el evangelio de Mateo con tres imágenes: la roca, las llaves y el atar y desatar. Pedro, o Cefas, que significa roca, será el fundamento del edificio que es la Iglesia. Jesús será quien levante el edificio que congregará a todos sus fieles. Pedro será el cimiento porque Dios le ha concedido la verdadera confesión. Y a esta Iglesia, fundada para mantener viva la presencia del Señor resucitado, de su palabra y de sus obras, Jesús le promete una duración perenne: los poderes de la muerte no prevalecerán contra ella. 

La otra imagen son las llaves. Te daré las llaves del reino de los cielos. Este gesto no significa –como sugieren algunas representaciones gráficas de San Pedro– que sea el portero del cielo, ni tampoco que sea dueño de la Iglesia Jesús dice “mi Iglesia”. La entrega de las llaves significa que Pedro recibe la misión de ser como el administrador que representa al dueño de la casa y obra en su lugar, por delegación. Pedro podrá abrir y cerrar el nuevo templo de la Iglesia, actuar en nombre de Cristo y representarlo. Cuanto Jesús promete aquí a Pedro, más tarde lo extenderá a toda la Iglesia (Mt 18,18). 

La tercera imagen es la de atar y desatar: lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo.  Corresponde al servicio de interpretar y definir lo que es conforme a la fe revelada y lo que la recorta, desvía o contradice. Jesús nos mostró lo que conduce al reino de Dios y lo que aleja de él. Pedro tendrá que continuar esta labor. Jesús no abandona a su Iglesia, le da un guía con una gran autoridad, que actuará bajo la inspiración y asistencia continua de su Espíritu. 

Siempre es oportuno reafirmar nuestra fe eclesial, renovar el sentido de Iglesia que –como enseña san Ignacio en sus Reglas para sentir con la Iglesia– nos da la certeza de que “entre Cristo nuestro Señor esposo y la Iglesia su Esposa, es el mismo Espíritu que nos gobierna y rige” (Ejercicios Espirituales, 365).

viernes, 21 de febrero de 2025

Instrucción sobre el seguimiento (Mc 8, 34-9,1)

 P. Carlos Cardó SJ 

Camino del calvario, óleo sobre lienzo de Jacopo Bassano (1540), Galería Nacional de Londres, Inglaterra

En aquel tiempo, Jesús llamó a la multitud y a sus discípulos, y les dijo: "El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará.
¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero, si pierde su vida? ¿Y qué podrá dar uno a cambio para recobrarla? Si alguien se avergüenza de mí y de mis palabras ante esta gente, idólatra y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él, cuando venga con la gloria de su Padre, entre los santos ángeles".
Y añadió: "Yo les aseguro que algunos de los aquí presentes no morirán sin haber visto primero que el Reino de Dios ha llegado ya con todo su poder". 

Jesús ha terminado la etapa de su ministerio público en Galilea y ha comenzado su marcha a Jerusalén donde va a ser entregado. En el camino se dedica a preparar a los apóstoles para que puedan resistir la prueba que para ellos también va a significar su pasión y crucifixión. Su lenguaje les parece insoportable, tanto que Pedro, tomándolo aparte, comenzó a increparlo. Pero Jesús lo ha reprendido duramente a la vista de todos: Apártate de mi, Satanás. Tú piensas como los hombres, no como Dios. 

A continuación, Jesús reúne a la gente y a sus discípulos y les da una instrucción sobre lo que significa ahora seguirlo. El que quiera ser su discípulo tendrá que estar dispuesto a asumir su estilo de vida con todas sus consecuencias. Así la vida de Jesús se prolongará en la del discípulo. 

La instrucción está construida sobre cinco dichos, que son cinco opciones capitales que habrá que tomar, sobre todo en momentos difíciles, cuando se sienta la tentación de abandono. Probablemente Marcos, al escribir estas frases de Jesús está pensando en las persecuciones de Nerón que se abaten contra la comunidad cristiana a la que escribe su evangelio. 

Si alguno quiere venir…, dice Jesús. No obliga a nadie. Es una decisión personal. El amor y la amistad no se imponen. Es verdad que él es quien ha tomado la iniciativa: Llamó a los que quiso (Mc 3, 13), pero respetando siempre la libertad. 

Se le sigue detrás. Era la costumbre: los discípulos seguían detrás a su rabino. Aquí es mucho más que una costumbre social. Es ir tras sus huellas, imitándolo. Aceptarlo como maestro es tenerlo por guía en la propia vida. 

Niéguese a sí mismo. Es la primera condición del seguimiento. Consiste en abandonar las propias maneras de pensar que se opongan a los valores que él encarna y propone. Concretamente, se trata de negar o superar las actitudes egoístas, la ambición, el afán de dominio, la búsqueda de privilegios materiales o sociales. Es salir del propio amor y del propio interés para que sea sólo la voluntad de su Padre la que rija las decisiones y acciones. Se niega el falso yo centrado en sí mismo, para asumir la nueva condición de hijos y de hermanos, que hace de la persona un ser para los demás. 

Cargue con su cruz –y Lucas añade: cada día– hace referencia a la liberación propia que permite salir de sí mismo para hacer posible la donación sin reservas, hasta el punto de aceptar la disposición a morir por causa del seguimiento de Jesús y, en todo caso, admitir las tribulaciones y rechazos que podría acarrear la fidelidad al evangelio. Esa liberación personal no se da sin una lucha sostenida contra los influjos del mal, en particular aquellos que más encierran a la persona en sí misma: la ambición del tener, dominar y gozar. Cargar la cruz significa también sobrellevar las enfermedades, angustias y renuncias que la vida impone, teniendo fijos los ojos en Jesús puesto en cruz, cuya compañía en tales circunstancias hace descubrir el sentido que pueden tener y llenarlas de amor como él lo hizo. Es, en último término, la identificación plena con su Señor que hace decir a San Pablo: He sido crucificado con Cristo, y ya no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí (Gal 2,20). 

Cargar la propia cruz no significa, por tanto, sometimiento y resignación. Tampoco consiste en una búsqueda privada y voluntarista de dolores y padecimientos que no expresan ni dinamizan el amor, sino que encierran a la persona en el sentimiento narcisista de autojustificación y santificación. Cuando Pablo afirma que reproduce en su cuerpo los padecimientos que faltan a la pasión de Cristo en su Cuerpo, que es la Iglesia (Col, 1.24), y cuando menciona los estigmas de Jesús que lleva en su cuerpo (Gal 6,17), no se refiere a dolores físicos o psíquicos provocados a sí mismo, sino a las fatigas, desvelos, hambre y sed, frío y desnudez que le ha acarreado su solicitud por todas las comunidades (2 Cor 11, 28). 

El cristiano ya lo sabe: la vida es don y se realiza dándola. Así la vivió Jesús, así la ha de vivir el discípulo. Jesús va delante, abriendo camino, facilitándoles la marcha a sus seguidores. Porque a eso han sido llamados, pues también Cristo sufrió por ustedes, dejándoles ejemplo para que sigan sus huellas (1Pe 2, 21).

jueves, 20 de febrero de 2025

Confesión de Pedro y seguimiento(Mc 8,27-35)

 P. Carlos Cardó SJ 

El encargo de Cristo a San Pedro, óleo sobre lienzo de Rafael (1515), Victoria and Albert Museum, Londres

En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se dirigieron a los poblados de Cesarea de Filipo. Por el camino les hizo esta pregunta: "¿Quién dice la gente que soy yo?".
Ellos le contestaron: "Algunos dicen que eres Juan el Bautista; otros, que Elías; y otros, que alguno de los profetas".
Entonces él les preguntó: "Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?".
Pedro le respondió: "Tú eres el Mesías". Y él les ordenó que no se lo dijeran a nadie.
Luego se puso a explicarles que era necesario que el Hijo del hombre padeciera mucho, que fuera rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, que fuera entregado a la muerte y resucitara al tercer día.
Todo esto lo dijo con entera claridad. Entonces Pedro se lo llevó aparte y trataba de disuadirlo.
Jesús se volvió, y mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro con estas palabras: "¡Apártate de mí, Satanás! Porque tú no juzgas según Dios, sino según los hombres". 

Con este texto se inicia una parte importante del evangelio de Marcos, la sección del camino que concluye con la entrada de Jesús en Jerusalén (11,8). En ella se relata su marcha hacia la pasión. Los apóstoles ocupan un lugar central porque Jesús se dedica a ellos de modo especial para que entiendan el significado de la cruz. Quiere hacerlos capaces de comprender que el Mesías debe realizar su misión salvadora por medio de un amor entregado hasta la cruz. Y deben comprender asimismo que ser discípulos suyos implica seguirlo en una existencia caracterizada por la entrega de uno mismo. 

En este contexto, tiene con ellos un momento de intimidad. Y les pregunta: ¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos responden mencionando las distintas opiniones que la gente tiene de él: que es Juan Bautista vuelto a la vida, que es Elías venido a preparar la llegada del Mesías, o que es simplemente un profeta, sin mayor concreción. 

A continuación, Jesús les pregunta a ellos mismos: Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo? Quiere que se hagan conscientes de su fe, que vean cuánto confían en él, porque les espera una prueba terrible. Entonces Pedro, tomando la palabra en nombre del grupo, le contesta: Tú eres el Mesías (el Cristo). 

Si uno lee el relato haciéndose presente en él (y ésta es la mejor manera de leer la Palabra de Dios), podrá admitir que Jesús le dirige a él también esa pregunta: “¿Quién soy yo para ti?”. No sólo qué sabes de mí, ni qué haces por mí, sino quién soy yo para ti. Y esto es fundamental porque seguir a Cristo no es asimilar una ideología, ni simplemente saber una doctrina o cumplir una moral, sino tener con él una relación personal. Por la  fe uno se relaciona con alguien que le sale al encuentro y le muestra lo que ha hecho y sigue dispuesto a hacer por él. Uno descubre que, con Jesús, el amor salvador de Dios ha comenzado ya a triunfar sobre la injusticia y maldad del mundo, y que para que este amor se extienda y abrace a toda la humanidad, él cuenta con nuestra colaboración. 

Después de ordenar a los discípulos que no hablaran de él porque la gente tenía una idea muy distinta de lo que debía ser el Mesías, Jesús les advirtió claramente que “tenía que sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, por los jefes de los sacerdotes y por los maestros, que lo matarían y a los tres días resucitaría”. Es el primer mensaje que les hace de su pasión. Y les resultó insoportable. No podían comprender que Jesús, el Mesías, el sucesor de David que habría de restaurar la monarquía y dar gloria a Israel, acabaría rechazado por las autoridades religiosas que lo matarían y a los tres días resucitaría. Eran incapaces de recordar que así lo había presentado el profeta Isaías en sus cantos sobre el Siervo de Dios. Jesús había asumido una forma de ser Mesías que no se acreditaba con un triunfo según este mundo sino asumiendo el dolor, la opresión y la culpa de su pueblo, conforme a un designio de Dios su Padre, con él que se identificaba plenamente. Para que ningunos de sus hijos o hijas se pierda, Dios entrega a su propio Hijo y éste, por su parte, asume como propio ese amor salvador, mostrándose dispuesto a llevarlo hasta donde sea necesario, incluso hasta entrega su propia vida por la salvación de sus hermanos y hermanas. No hay mayor amor que el que da su vida por sus amigos. Por consiguiente, no es que le agrade a Dios ver sufrir a su Hijo (sería blasfemo pensar una cosa así) sino que el mayor amor llega ineludiblemente hasta la identificación con aquellos a quienes ama, hasta cargar con sus dolores, asumir como propia su culpa y morir para que tengan vida. Este amor de Jesús por nosotros, unido a su inquebrantable esperanza en su Padre, es lo que le hará experimentar el triunfo de su vida sobre la muerte, la gloria de la resurrección. 

Pedro no comprende. No puede admitir que su Maestro tenga que padecer. El destino del Mesías es el triunfo, no la humillación del fracaso. Además, Pedro no está dispuesto a verse involucrado en un final como el de su Maestro. Por eso, tomándolo aparte, comenzó a increparlo. Pero Jesús lo reprende severamente a la vista de todos: ¡Apártate de mí, Satanás! Ponte detrás, tentador. Están los pensamientos de Dios y los pensamientos de los hombres; y el discípulo preferido aún no ha dado el paso. 

En adelante, el seguimiento de Jesús quedará definido como asumir su estilo de vida con todas sus consecuencias. Así la vida de Jesús se prolongará en la del discípulo.

miércoles, 19 de febrero de 2025

El ciego de Betsaida (Mc 8,22-26)

 P. Carlos Cardó SJ 

El ciego de nacimiento, detalle de La Maestá, temple sobre tabla de Duccio Di Buonisegna (1308-1311), Museo dell'Opera Metropolitana del Duomo, Siena, Italia

En aquel tiempo, Jesús y los discípulos llegaron a Betsaida. Le trajeron un ciego, pidiéndole que lo tocase.
Él lo sacó de la aldea, llevándolo de la mano, le untó saliva en los ojos, le impuso las manos y le preguntó: "¿Ves algo?.
Empezó a distinguir y dijo: "Veo hombres; me parecen árboles, pero andan."
Le puso otra vez las manos en los ojos; el hombre miró: estaba curado y veía con toda claridad. Jesús lo mandó a casa, diciéndole: "No entres siquiera en la aldea." 

En el pasaje anterior decía Jesús: ¿Tienen ojos y no ven, tienen oídos y no oyen? (v. 18), y concluía: ¿Y aún siguen sin comprender? (v. 21). Se refería a la ceguera de los discípulos para entender su presencia en el signo del pan y el ideal de una vida que se entrega como el pan. 

El milagro del ciego de Betsaida va a señalar el paso a la iluminación. Es el milagro que Jesús debe realizar en la comunidad de los cristianos, para hacerlos capaces de reconocer en el signo del pan su presencia, y puedan así disponerse a acoger la sucesiva revelación (que se iniciará en 8,31), de un Jesús Siervo sufriente, que salva a su pueblo cargando sobre sí el pecado, el dolor y la muerte de sus hermanos. 

El milagro se hace en dos etapas. Este detalle puede parecer un toque de ironía del evangelista Marcos: la ceguera de los cristianos de su comunidad es tan grave, que requiere una doble intervención de Cristo para curarla. Algunos comentaristas del evangelio de Marcos ven allí una alusión implícita al aspecto trascendente de la revelación de Cristo, que supera todo entendimiento. 

En un primer momento el ciego ve de manera imprecisa: está aún a medio camino entre las sombras y la luz, confunde a los hombres con árboles (v. 24). Como los discípulos que no comprendieron el significado del pan, y confundieron a Cristo con un fantasma (6,49), o como «la gente», que identifica a Jesús con figuras del pasado, ya muertas (Juan Bautista, Elías, los profetas). 

Conviene aplicarnos la pregunta: ¿Ves algo? (v. 23b). Nos servirá de preparación para la gran pregunta que vendrá después: Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo? (vv. 27b.29a). Marcos, al igual que Pablo (cf. 1 Cor 11, 28), invita a examinarse uno mismo para ver si sabe discernir a Cristo en el signo del pan. La respuesta que da el ciego (Veo hombres, pero me parecen árboles), demuestra lo lejos que se está aún de esto. Va ser necesaria una nueva intervención para que la comunidad, al igual que el ciego, llegue a ver de lejos perfectamente todas las cosas (v. 25). Esa es justamente la finalidad del evangelio: hacer ver claramente que en Jesús, pan de vida que se entrega libremente por amor a sus hermanos, se ofrece la realización de la vida humana más perfecta y lograda, la redención de toda forma de egoísmo que aliena la existencia, la orientación certera hacia la verdadera felicidad, antes y después de la muerte. 

La repetición de la multiplicación de los panes y la doble curación del sordomudo y del ciego tienen, por tanto, la intención de dejar bien asentada esta lección fundamental que Marcos quiere dar a su iglesia: aquello que ocurrió en la vida de Jesús, debe ocurrir en la iglesia. Cristo abre los ojos de sus fieles para que entre en ellos la luz del evangelio. 

Sólo después de esta iluminación, prosigue la segunda parte del evangelio, en la que Jesús se manifestará como el Hijo de Dios y nos indicará el camino a seguir para llegar con él a su gloria. 

Brota espontánea en el corazón la oración del ciego de Jericó, que vendrá después y representa al verdadero seguidor de Jesús: Maestro mío, haz que recupere la vista (10, 51). Jesús vendrá con su luz y nos marcará el camino. Nos dirá: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida (Jn 8, 12).