miércoles, 20 de noviembre de 2024

La parábola de las onzas de oro (Lc 19, 11-28)

 P. Carlos Cardó SJ

Parábola de los talentos, grabado, tinta sobre papel de William Unger (1874), Museo de Arte de Indianápolis, Estados Unidos

Cuando Jesús estaba ya cerca de Jerusalén, dijo esta parábola, pues los que lo escuchaban creían que el Reino de Dios se iba a manifestar de un momento a otro:
"Un hombre de una familia noble se fue a un país lejano para ser nombrado rey y volver después. Llamó a diez de sus servidores, les entregó una moneda de oro a cada uno y les dijo: "Comercien con ese dinero hasta que vuelva".
Pero sus compatriotas lo odiaban y mandaron detrás de él una delegación para que dijera: "No queremos que éste sea nuestro rey". Cuando volvió, había sido nombrado rey. Mandó, pues, llamar a aquellos servidores a quienes les había entregado el dinero, para ver cuánto había ganado cada uno.
Se presentó el primero y dijo: "Señor, tu moneda ha producido diez más".
Le contestó: "Está bien, servidor bueno; ya que fuiste fiel en cosas muy pequeñas, ahora te confío el gobierno de diez ciudades".
Vino el segundo y le dijo: "Señor, tu moneda ha producido otras cinco más".
El rey le contestó: "Tú también gobernarás cinco ciudades".
Llegó el tercero y dijo: "Señor, aquí tienes tu moneda. La he guardado envuelta en un pañuelo porque tuve miedo de ti. Yo sabía que eres un hombre muy exigente: reclamas lo que no has depositado y cosechas lo que no has sembrado".
Le contestó el rey: "Por tus propias palabras te juzgo, servidor inútil. Si tú sabías que soy un hombre exigente, que reclamo lo que no he depositado y cosecho lo que no he sembrado, ¿por qué no pusiste mi dinero en el banco? Así a mi regreso lo habría cobrado con los intereses".
Y dijo el rey a los presentes: "Quítenle la moneda y dénsela al que tiene diez".
"Pero, señor, le contestaron, ya tiene diez monedas".
Yo les digo que a todo el que produce se le dará más, pero al que no tiene, se le quitará aun lo que tiene. En cuanto a esos enemigos míos que no me quisieron por rey, tráiganlos aquí y mátenlos en mi presencia".
Dicho esto, Jesús pasó adelante y emprendió la subida hacia Jerusalén.

Puesta después del pasaje de Zaqueo, esta parábola es como un comentario al tema de la recta administración de los bienes dados por Dios. Asimismo, la alusión al rey que ha de venir a pedir cuentas mantiene el tema de la vigilancia y responsabilidad que se requiere para producir fruto según los dones recibidos de Dios.

El señor que reparte las onzas de oro y se va a un país lejano no es sólo un hombre noble sino el heredero del trono real, y lo va a conseguir a pesar de que haya quienes no lo quieren por rey. Jesucristo, antes de alcanzar toda su gloria de Mesías, dejará de estar visiblemente en el mundo, pero volverá con poder y majestad (Lc 21, 27), no sabemos cuándo. Mientras tanto se abre para nosotros una época de espera, fidelidad y vigilancia.

La parábola tiene mucho parecido con la de los talentos de Mt 25, 14-30. Aquí, lo que el señor reparte a cada empleado es una onza de oro, que se traduce también como mina, y es una suma pequeña equivalente a 1/60 de talento. Lo importante es que el señor tiene con ellos este gesto de confianza, al que ellos deben responder con lealtad y laboriosidad en su administración, de modo que la cantidad recibida se incremente.

Todos hemos recibido tal misión. En la lógica del evangelio, todo es don recibido y todo ha de ser puesto al servicio de Dios y de los prójimos. Obrando así, uno actúa como Jesús, lo tendrá de su parte cuando vuelva y obtendrá de él vida eterna. En esto consiste lo central de la parábola.

¿Quién es ese empleado que recibió la onza de oro y la tuvo guardada en un pañuelo sin hacerla producir? Representa a todo aquel que sabe el bien que hay que hacer, pero no lo hace. Su culpa consiste en no haber negociado con el dinero que se le confió y haberse limitado únicamente a procurar no perderlo. Es evidente que este empleado podía haber obrado con obediencia y responsabilidad como los dos primeros, pero obró con desobediencia e indolencia, por el juicio erróneo que se había formado sobre el carácter de su señor.

El tono grosero con que le habla y le devuelve la onza de oro es una prueba de su mala conciencia. Por esto recibe del señor el calificativo de “malo”, no sólo de “negligente” (cf. Mt 25,26), porque se ha comportado como rebelde y desobediente. La falsa idea que tenía del señor le impidió dar de sí con generosidad y gratitud. Se mueve como Adán, que se esconde de un dios malo y se aleja hasta acabar en la muerte.

En cambio, quien responde con generosidad a tanto bien recibido, se hace capaz de recibir más y de dar más. Experimenta lo que Jesús enseñó: Den, y se les dará; una buena medida, apretada, remecida y rebosante, vaciarán en su regazo. Porque con la medida con que midan, se los medirá (Lc 6. 38).

El final de la parábola sorprende. El señor entrega como recompensa al primer empleado la onza que el tercero no había sido capaz de negociar. Los allí presentes juzgan arbitraria esta decisión y argumentan diciendo que ese empleado ya tiene diez onzas, pero la respuesta que reciben del señor señala que él actúa con absoluta soberanía y la benevolencia con que juzga y recompensa supera totalmente el modo humano de pensar.

El señor ha sido extraordinariamente generoso con sus empleados, y a la hora de ajustar cuentas con ellos no sólo los recompensará por su trabajo, sino que lo hará de un modo que supera todas las expectativas y todos los cánones de merecimiento.

La parábola es una invitación a examinar la idea que tenemos de Dios, pues de ella depende en gran medida la actitud con que servimos y el uso que damos a los bienes recibidos. Una relación con Dios contable, mercantil, no libre, no de hijo, sino de rival, lleva a la persona a actuar por pura obligación o por interés, de mala gana o procurando únicamente acumular méritos.

No fue así la actitud de los dos primeros empleados, que modestamente se limitaron a mostrar al señor lo que habían conseguido con la administración responsable de lo que se les había confiado y fueron por ello recompensados magníficamente.

Cada uno en el servicio a Dios y a los demás ha de hacer entrega de lo que ha recibido y ha de hacerlo por amor, gratuita y desinteresadamente. Según el evangelio no se realiza quien tiene, sino quien da de sí. Y lo que cuenta no es la cantidad sino la actitud con que uno pone en el servicio lo que tiene, consciente de que todo lo ha recibido.

martes, 19 de noviembre de 2024

Zaqueo (Lc 19, 1-10)

 P. Carlos Cardó SJ

Cristo llamando a Zaqueo a que baje del árbol, fresco de autor anónimo, iglesia de la Epifanía, Yaroslavl, Rusia


Jesús entró en Jericó y la fue atravesando, cuando un hombre llamado Zaqueo, jefe de recaudadores y muy rico, intentaba ver quién era Jesús; pero a causa del gentío, no lo conseguía, porque era bajo de estatura. Se adelantó de una carrera y se subió a una higuera para verlo, pues iba a pasar por allí.
Cuando Jesús llegó al sitio, alzó la vista y le dijo: "Zaqueo, baja aprisa, pues hoy tengo que hospedarme en tu casa".
Bajó a toda prisa y lo recibió muy contento. Al verlo, murmuraban todos porque entraba a hospedarse en casa de un pecador.
Pero Zaqueo se puso en pie y dijo al Señor: "Mira, Señor, la mitad de mis bienes se la daré a los pobres, y a quien haya defraudado le devolveré cuatro veces más".
Jesús le dijo: "Hoy ha llegado la salvación a esta casa, pues también él es hijo de Abraham. Porque este Hijo del Hombre vino a buscar y salvar lo perdido".

Por medio de Jesús, Dios busca lo perdido, busca dar vida, sostenerla, rehacerla. En Zaqueo, Dios se acuerda de todo ser humano, por pequeño que sea y lo restablece, lo purifica (Zaqueo significa el puro). Era jefe de publicanos y muy rico. Por ser publicano, estaba excluido de la salvación según la ley; por ser rico, lo está según el evangelio: difícil que un rico entre en el reino (Lc 18). Es un caso desesperado.

Pero trataba de ver quién era el Señor. Muchos, hasta Herodes, querían ver a Jesús por motivos diversos. Zaqueo quiere verlo simplemente porque quiere cambiar, ser otra persona, así, sin dobles intenciones. Y esto es lo que atrae al Señor, que le dice: Es necesario que me aloje en tu casa.

Pero la turba se lo impedía porque era pequeño. Toda persona es pequeña ante la gloria de Dios. Él nos pide que seamos lo que somos, que reconozcamos nuestra pequeñez. Como un padre siente ternura por sus hijos, así siente el Señor ternura por los que lo respetan. Porque Él sabe de qué estamos hechos, se acuerda de que somos de barro (Sal 103).

Por eso Zaqueo se subió a una higuera. No tenía otra opción... Subirse al balcón o a la terraza de una casa, imposible; no le habrían permitido entrar en ninguna por ser un publicano. Y allí, subido en su árbol, verá pasar debajo, a sus pies, a un necesitado que busca posada; verá la humildad salvadora del Mesías que quiere alojarse con los débiles y pequeños de este mundo. Entonces lo reconocerá, verá al Señor.

Llegado a aquel sitio, Jesús alzó los ojos. No ve a Zaqueo de arriba abajo, sino como los humildes que miran de abajo-arriba, porque se ha hecho pequeño para servir a todos. En Jesús, el Altísimo se ha inclinado para mirar la tierra, para levantar del polvo al desvalido y de la miseria al necesitado (cf. Sal 113, 6s). Por eso, cuanto más humildes nos hacemos, más capaces somos de encontrarnos con Dios, porque Dios es humilde. Y más auténticos somos, más humanos, pues las palabras humilde y humano derivan del latín, humus, que significa tierra.

Jesús le dice: Zaqueo. No sólo le dirige la palabra a un publicano, cosa que las personas decentes evitaban, sino que lo llama por su propio nombre, en señal de amistad y cercanía. Así trata Dios. Así nos llama Dios, por nuestro nombre. En las entrañas de mi madre pronunció mi nombre (Is 49, 1).

Zaqueo bajó en seguida y lo acogió en su casa muy contento. No podía hacer otra cosa, había sido tocado por el amor de Dios; tenía por su parte que acogerlo. Acoger es gesto esencial en el amor. Acoge en su casa a quien no tenía dónde reclinar la cabeza, al Buen Samaritano que dio posada al pobre caído en el camino, y ahora va a Jerusalén, donde lo matarán y hará brotar de su costado abierto la fuente inagotable de alegría (Zac 12,10s). Esa alegría llena ya el corazón de Zaqueo.

Los fariseos murmuran. No entienden nada. No han acogido al débil, se han hecho incapaces de recibir el corazón nuevo, el corazón puro de los que ven a Dios (Mt 5, 8).

Zaqueo, en cambio, ya ha decidido cambiar. Sabe que su dinero proviene de la extorsión y la estafa y ha oído quizá a Jesús advertir que la riqueza puede ser perdición, porque lleva a olvidarse de los demás. Reconoce, pues, que debe usar de un modo nuevo su dinero. Y decide hacerlo: La mitad de lo que poseo se la daré a los pobres y si engañé a alguno le devolveré cuatro veces más. Mucho más de lo que la ley judía exigía. El encuentro con Jesús lo hace posible.

Jesús le responde con el anuncio gozoso de la buena noticia para él y su familia: Hoy la salvación ha venido a esta casa. Dios ha entrado en la vida de un hombre infeliz, considerado al margen de los destinados a la salvación. Dios hace partícipes de sus promesas hechas a Abraham y su descendencia a todos aquellos que se abren por la fe a su amor misericordioso. La justicia divina se ha hecho en Jesús búsqueda salvadora del perdido, como lo hace el buen pastor con la oveja extraviada o un padre con el hijo que se fue de casa. La vida se reconstruye. Jesús busca, llama, invita. Como Zaqueo podemos acogerlo en casa, y quedar transformados por su visita. En la Eucaristía, Él entra en nuestra casa interior, en nuestro corazón, y nos cambia. 

lunes, 18 de noviembre de 2024

El ciego de Jericó (Lc 18, 35-43)

 P. Carlos Cardó SJ

Jesús cura al ciego de nacimiento, óleo sobre lienzo de Vasily Ivanovich Surikov (1888), Academia Teológica de Moscú, Rusia

En aquel tiempo, cuando Jesús se acercaba a Jericó, un ciego estaba sentado a un lado del camino, pidiendo limosna. Al oír que pasaba gente, preguntó qué era aquello, y le explicaron que era Jesús el nazareno, que iba de camino. Entonces él comenzó a gritar: "¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!". Los que iban adelante lo regañaban para que se callara, pero él se puso a gritar más fuerte: "¡Hijo de David, ten compasión de mí!".
Entonces Jesús se detuvo y mandó que se lo trajeran. Cuando estuvo cerca, le preguntó: "¿Qué quieres que haga por ti?". Él le contestó: "Señor, que vea". Jesús le dijo: "Recobra la vista; tu fe te ha curado".
Enseguida el ciego recobró la vista y lo siguió, bendiciendo a Dios. Y todo el pueblo, al ver esto, alababa a Dios.

Jesús ha anunciado tres veces que va a padecer en Jerusalén a manos de los sumos sacerdotes y jefes del pueblo, pero a sus discípulos aquel lenguaje les resultaba totalmente oscuro (v. 34).

Llegan así a la ciudad de Jericó, cerca ya de la capital, y ocurre algo que va a servir para ejemplificar la necesidad de la fe para “ver” y comprender el camino de Jesús. Un ciego, que estaba sentado al borde del camino –y que en el texto paralelo de Marcos se le designa con el nombre de Bartimeo– oyó pasar gente y preguntó qué era aquello. Le dijeron que era Jesús de Nazaret, y se puso a invocarlo con el título mesiánico de Hijo de David, suplicándole a grandes voces que tuviera compasión de él.

La ceguera suele significar en los evangelios la falta de fe. El ciego del relato es presentado como prototipo de quien se deja iluminar por la Palabra y se convierte en discípulo de Jesús. Aparece al borde del camino, no en el camino propiamente, como quien puede estar muy cerca de la fe, pero no ha dado aún el paso a la adhesión libre. Ocurría así con los fariseos, sacerdotes y escribas, que se tenían por expertos en Dios, pero habían inmovilizado a la gente con su religión de la ley que mata la libertad. No entraban en el camino ni dejaban entrar a otros, quedándose fuera, al borde…

La fe supone un proceso, que se inicia por el oído. El ciego primero escucha que el hombre que va a pasar a su lado es Jesús, que significa Yahvé salva. Acoge de inmediato la buena noticia y lo invoca a grandes voces como el Hijo de David, como el Mesías esperado. Llamarlo por su nombre y poner en él la confianza es entrar en la relación personal propia de la fe que salva. Todo el que invoca el nombre del Señor se salvará (Hech 2,21). El ciego lo sabe y al Hijo de David le pide compasión y misericordia. Se ha encontrado con aquel que es la misericordia de Dios encarnada.

Vienen entonces las dificultades de la fe. Los que iban delante lo reprendían para que se callara. El camino de la fe no es llano y sin obstáculos, las dificultades pueden venir incluso de aquellos de quienes se podría esperar apoyo y comprensión. Se puede suponer que entre los que iban delante estaban los discípulos de Jesús. Las piedras de tropiezo pueden ser puestas aun por los representantes de la religión. Nunca ha sido fácil seguir a Jesús. Él nos lo ha advertido: los envío como corderos en medio de lobos (Lc 10, 3). Los odiarán por mi causa (Mt 10, 22). Se levantarán contra ustedes toda clase de sospechas (Mt 5, 11). El ciego demuestra la perseverancia en la fe: en vez de dejarse convencer por los que lo reprendían, él gritaba con más fuerza.

Jesús entonces mandó que se lo trajeran. Aunque ciegos, los discípulos pueden y deben conducir a Jesús a quien desea verlo. A pesar de sus propias contradicciones, el cristiano debe acercar a otros a Jesús. Es el misterio de las mediaciones humanas, siempre defectuosas, de las que se vale el Señor para atraer a sí a los que buscan una vida mejor.

La pregunta que Jesús le dirige –¿Qué quieres que haga por ti? – no es innecesaria: Aunque Dios conoce nuestra necesidad, es importante expresar el deseo. En él se contiene nuestra confesión de fe-confianza, y entonces todo lo que pidamos, él nos lo dará (Jn 14, 13). Es lo que hace el ciego del relato: llama Señor a Jesús. Ve en el Nazareno la gloria de Dios, ve en el hombre Jesús al Señor, al Kyrios, ungido por Dios para salvarnos.

Y Jesús hace que el ciego recobre la vista, con lo que da ocasión para que toda la gente estalle en gritos de alabanza a Dios. Al curarlo, Jesús afirma implícitamente que él es el hijo de David; y al dar vista al ciego, lleva a cumplimiento lo que se había dicho de él (Lc 4,18; 7,22; Is 61,1).

Tu fe te ha salvado. Es el milagro. La fe es luz verdadera, visión. Queda así claramente indicado el proceso de la fe: primero el oír, después el invocar el Nombre reconociendo la propia situación, para finalmente seguir al Señor con una vida nueva, plena de dignidad y sentido

domingo, 17 de noviembre de 2024

Homilía del Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario – Entonces verán al Hijo del hombre (Mc 13, 24-32)

 P. Carlos Cardó SJ

Juicio final (detalle de Cristo), fresco de Giotto (1306), Capilla de los Scrovegni, Padua, Italia
Jesús les dijo: "Después de esa angustia llegarán otros días; entonces el sol dejará de alumbrar, la luna perderá su brillo, las estrellas caerán del cielo y el universo entero se conmoverá. Y verán venir al Hijo del Hombre en medio de las nubes con gran poder y gloria. Enviará a los ángeles para reunir a sus elegidos de los cuatro puntos cardinales, desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo.
Aprendan de este ejemplo de la higuera: cuando sus ramas están tiernas y le brotan las hojas, saben que el verano está cerca. Así también ustedes, cuando vean que suceden estas cosas, sepan que todo se acerca, que ya está a las puertas. En verdad les digo que no pasará esta generación sin que ocurra todo eso. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. Por lo que se refiere a ese Día y cuando vendrá, no lo sabe nadie, ni los ángeles en el Cielo, ni el Hijo, sino solamente el Padre".

Los contemporáneos de Jesús y después las primeras comunidades cristianas sentían la inquietud de saber “cuándo” iba a ocurrir el fin del mundo y cómo se iba a reconocer su venida. Jesús se niega a satisfacer esa curiosidad. Lo que hace es describir el destino final de la historia –a escala cósmica– empleando imágenes semejantes a las de la literatura apocalíptica judía (concretamente, del libro de Daniel), que fueron redactados en la última etapa del Antiguo Testamento.

Apocalipsis no significa desastre sino revelación de algo desconocido. Este género literario describía mediante símbolos la victoria de Dios sobre el mal. Empleaba un lenguaje lleno de colorido, de trazos y tintes fuertes, de imágenes impactantes y paradojas, que no se deben tomar en sentido literal, pero que tampoco nos deben extrañar pues, de hecho, la realidad del mundo hace estallar a diario ante nuestros ojos imágenes fuertes de hechos dolorosos y dramáticos que llenan de horror.

Jesús en su discurso no revela cosas extrañas ni ocultas, sino que da a conocer el sentido profundo de nuestra realidad presente, enseña que el mundo tiene su origen y su fin en Dios e invita a vivir el presente desde esta perspectiva, la única que da sentido a la vida.

El evangelio nos hace ver que no vamos hacia el “acabose” sino hacia “el fin”, que no nos espera la nada y el vacío sino el encuentro con Dios. Vamos hacia la disolución del mundo viejo y al nacimiento del nuevo. El universo, en la forma que hoy tiene, se habrá de acabar: lo que ha tenido un inicio, tiene un fin. Pero se nos dice también que hay una relación entre la meta final y el camino que llevamos. Por tanto, quienes no acepten el sentido y finalidad que deben tener sus vidas, podrán acabar mal, como acabará todo lo malo que hay en este mundo: de modo que así como no debemos tener miedo por el futuro, tampoco podemos convertirnos en unos ingenuos y triunfalistas.

El texto que comentamos retoma a escala cósmica las constantes negativas de la vida y de la historia que perduran hasta hoy y que, llevadas a extremo, pueden destruirlo todo. Este es el sentido de las imágenes del sol que deja de brillar, la luna que pierde su resplandor, y las estrellas y astros del cielo que caen.

Ahora bien, en el evangelio de Marcos, todo eso ocurre en la muerte de Jesús: allí acontece el primer cumplimiento de la victoria sobre el mal del mundo, que queda como anticipo y promesa de un futuro en el que la victoria llegará a su plenitud. Así, vemos que al momento de morir Jesús, el sol se oscureció desde el mediodía (15,33), el velo del templo –símbolo del cielo– se rasgó en dos (15,39) y apareció la gloria de Dios (15,39).

En el cuerpo muerto del Señor que carga sobre sí el pecado y el mal de este mundo, se realiza el juicio de Dios: la derrota de lo negativo y la liberación del amor que triunfa. En la realidad en que vivimos se desarrolla el misterio de la muerte y resurrección de Jesús, y el misterio del Reino de Dios que crece hasta lograr su plenitud.

 Por eso la descripción del fin del mundo contiene un anuncio esperanzador: la última palabra sobre el destino humano no es una palabra de muerte y destrucción total. Lo que desaparecerá será el mal del mundo y aparecerán los cielos nuevos y la tierra nueva (Is 25,8; Ap 21, 1-5). Una humanidad nueva surgirá: la humanidad nueva que nace con la muerte de Cristo en la cruz y que será conducida a su plenitud por el Hijo del hombre cuando venga con poder y majestad.  Entonces aparecerá la salvación de Dios.

Para el cristiano, la venida del Señor al final de los tiempos ha de significar consuelo y aliento para vivir el presente. El Señor viene a reunir de los cuatro vientos a sus elegidos… El momento final de la historia consistirá en la reunión de los “elegidos” en comunión gozosa con Dios, como manifestación plena de su reinado sobre todo lo creado. Y por eso, sea cual sea el fin temporal de la historia humana, incluida la posibilidad de una catástrofe mundial, el cristiano sabe que la creación entera ha sido confiada definitivamente a las manos de Dios, nuestro creador y padre, por Jesucristo su hijo, crucificado y resucitado, en quien el ser humano y todo lo creado ha hallado su forma de realización plena e irreversible.

A los primeros cristianos que preguntaban ansiosos cuándo iba a ser el fin del mundo, el evangelio les decía cómo debían esperarlo. A los de hoy, que piensan con temor en el fin del mundo o ya no les interesa, el evangelio les dice qué sentido tiene el esperarlo y cómo encaminar nuestra historia actual hacia la verdadera esperanza que no defrauda.