lunes, 31 de marzo de 2025

Curación del hijo de un funcionario (Jn 4, 43-54)

 P. Carlos Cardó SJ 

Cristo y el centurión, óleo sobre lienzo de Charles-Michell Ange Challe (1758), iglesia de San Roque, París, Francia

Pasados los dos días, Jesús partió de allí para Galilea. Él había afirmado que un profeta no es reconocido en su propia tierra. Sin embargo, los galileos lo recibieron muy bien al llegar, porque habían visto todo lo que Jesús había hecho en Jerusalén durante la fiesta, pues ellos también habían ido a la fiesta.
Jesús volvió a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino. Había un funcionario real en Cafarnaún que tenía un hijo enfermo. Al saber que Jesús había vuelto de Judea a Galilea, salió a su encuentro para pedirle que fuera a sanar a su hijo, que se estaba muriendo.
Jesús le dio esta respuesta: «Si ustedes no ven señales y prodigios, no creen».
El funcionario le dijo: «Señor, ten la bondad de venir antes de que muera mi hijo».
Jesús le contestó: «Puedes volver, tu hijo está vivo».
El hombre creyó en la palabra de Jesús y se puso en camino. Al llegar a la bajada de los cerros, se topó con sus sirvientes que venían a decirle que su hijo estaba sano. Les preguntó a qué hora se había mejorado el niño, y le contestaron: «Ayer, a la una de la tarde, se le quitó la fiebre».
El padre comprobó que a esa misma hora Jesús le había dicho: «Tu hijo está vivo». Y creyó él y toda su familia. Esta es la segunda señal milagrosa que hizo Jesús. Acababa de volver de Judea a Galilea. 

El texto tiene su paralelo en el relato de la curación del hijo de un centurión romano de Mt 8 y Lc 7. Aquí se trata de un funcionario del rey Herodes Antipas. Juan quiere poner énfasis en la relación que existe entre Palabra, fe y vida. El funcionario creerá en la palabra del Señor y se irá convencido de que ha escuchado su súplica. 

El hecho sucede en Caná, donde Jesús dio comienzo a sus signos que llevan a creer (“creyeron en él”), y viene después del diálogo con la mujer samaritana, a la que le dijo: si conocieras el don de Dios…, refiriéndose al don de la fe que salta como agua viva hasta la vida eterna. 

Este don se ofrece ahora al funcionario del rey. Su figura representa a todos los llamados a creer sin haber visto. Él cree de inmediato a la palabra de Jesús que le dice: Regresa a tu casa, tu hijo ya está bien. No espera a ver primero para creer que Jesús ha oído su súplica en favor de su hijo. Como Abraham que, sin ver, creyó en la palabra de Yahvé que le prometía una posteridad bendecida. Por eso, la intención del evangelista con este relato se centra en demostrar que son felices los que sin haber visto han creído (Jn 20, 29). San Pedro dirá que una alegría inefable y radiante tienen los que aman al Señor sin haberlo visto y creen en él, aunque de momento no puedan verlo (1Pe 1, 8). 

El verdadero prodigio se realiza en el padre del niño enfermo y es la fe por la escucha de la Palabra. La vida restituida al hijo no es más que imagen de la vida verdadera, que gana el padre por su fe en Jesús. La fe no exige ver signos y prodigios para tener la certeza del amor del Señor; le basta su Palabra que refiere todo lo que él ha hecho por nosotros. La confianza es base de la fe y del amor. No exige pruebas ni demostraciones para verificar la credibilidad del otro. 

Un dato importante del relato es el hecho de que se trata del hijo único de un funcionario real. Éste puede tener bienes y gozar de la mejor posición social y económica en su país; pero su verdadera riqueza es su hijo y se le está muriendo. Por eso su súplica apremiante: ¡Señor, ven pronto, antes de que muera! Se siente impotente, no sabe qué más hacer. Frente a la muerte no hay riqueza que valga. Es el trance supremo en que se pone de manifiesto la radical impotencia del ser humano. Y de eso sólo Dios salva. 

Finalmente, es interesante observar el proceso que vive este hombre, marcado por los progresivos nombres que el evangelista le atribuye: primero es designado como funcionario real (v.46), cuando se manifiesta su preocupación y angustia por el problema que vive. Luego, se convierte en hombre (el hombre creyó en lo que Jesús le había dicho, v.50), es decir, se transforma en hombre por la fe. Y finalmente es llamado padre (El padre comprobó…, y creyó en Jesús él y toda su familia”, v. 53). En la transformación de este hombre, como un signo, se revela el ser mismo de Dios que es padre. Por la fe, vamos dejando atrás imágenes falsas o recortadas de Dios y alcanzamos lo que es, Padre; asimismo nosotros dejamos nuestra vieja condición de imágenes rotas de Dios y alcanzamos lo que debemos ser, hijos e hijas.

domingo, 30 de marzo de 2025

IV Domingo de Cuaresma - El hijo pródigo (Lc 15, 1-32)

P. Carlos Cardó SJ 

Regreso del hijo pródigo, óleo sobre lienzo de Leonello Spada (1600 aprox.), Museo del Louvre, París, Francia

En aquel tiempo, se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores para escucharlo. Por lo cual los fariseos y los escribas murmuraban entre sí: "Éste recibe a los pecadores y come con ellos".
Jesús les dijo entonces esta parábola: "Un hombre tenía dos hijos, y el menor de ellos le dijo a su padre: ‘Padre, dame la parte de la herencia que me toca’. Y él les repartió los bienes.
No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se fue a un país lejano y allá derrochó su fortuna, viviendo de una manera disoluta. Después de malgastarlo todo, sobrevino en aquella región una gran hambre y él empezó a pasar necesidad. Entonces fue a pedirle trabajo a un habitante de aquel país, el cual lo mandó a sus campos a cuidar cerdos. Tenía ganas de hartarse con las bellotas que comían los cerdos, pero no lo dejaban que se las comiera. Se puso entonces a reflexionar y se dijo: ¡Cuántos trabajadores en casa de mi padre tienen pan de sobra, y yo, aquí, me estoy muriendo de hambre! Me levantaré, volveré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo. Recíbeme como a uno de tus trabajadores’.
Enseguida se puso en camino hacia la casa de su padre. Estaba todavía lejos, cuando su padre lo vio y se enterneció profundamente. Corrió hacia él, y echándole los brazos al cuello, lo cubrió de besos. El muchacho le dijo: ‘Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo’.
Pero el padre les dijo a sus criados: ¡Pronto!, traigan la túnica más rica y vístansela; pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies; traigan el becerro gordo y mátenlo. Comamos y hagamos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado’. Y empezó el banquete.
El hijo mayor estaba en el campo y al volver, cuando se acercó a la casa, oyó la música y los cantos. Entonces llamó a uno de los criados y le preguntó qué pasaba. Éste le contestó: ‘Tu hermano ha regresado y tu padre mandó matar el becerro gordo, por haberlo recobrado sano y salvo’. El hermano mayor se enojó y no quería entrar.
Salió entonces el padre y le rogó que entrara; pero él replicó: ¡Hace tanto tiempo que te sirvo, sin desobedecer jamás una orden tuya, y tú no me has dado nunca ni un cabrito para comérmelo con mis amigos! Pero eso sí, viene ese hijo tuyo, que despilfarró tus bienes con malas mujeres, y tú mandas matar el becerro gordo’.
El padre repuso: ‘Hijo, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo. Pero era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado’ ". 

El cap. 15 del evangelio de Lucas contiene las parábolas de la misericordia, o parábolas de “lo perdido” que Dios recupera: la oveja perdida, la moneda perdida y el hijo perdido. Su mensaje central es que Dios nos ama en Cristo de modo incondicional, no porque seamos buenos, sino porque él es bueno y fuente de misericordia. 

La parábola del hijo pródigo –uno de los textos más bellos del evangelio– debería llamarse del Padre misericordioso o parábola del amor del Padre. Él es el protagonista y, en función de él, se nos muestran los comportamientos del hijo pródigo y del hijo mayor. Su valor central reside en la nueva figura de Dios que presenta, tan nueva que resulta escandalosa para los fariseos de todos los tiempos: un Dios padre, fiel hasta el final a su ser padre, con una misericordia incondicional, abierta, ilimitada, que no sólo se vuelca sobre el hijo arrepentido, sino también sobre el intransigente hijo mayor. En este sentido, la parábola sintetiza el núcleo del mensaje de Jesús: las puertas del Reino se abren al pecador arrepentido por la magnanimidad de Dios.

El hijo menor, que despilfarra la herencia, representa simbólicamente toda ruptura del hombre con Dios, que trae, como consecuencia, ruina. Pierde todos sus bienes y acaba perdiendo hasta su identidad de hijo. Se siente indigno de llamarse así: Volveré junto a mi Padre y le diré: he pecado, trátame como a uno de tus jornaleros. Sabe que en justicia eso es lo que merece y acepta tener que ganarse la vida trabajando como un peón. Pero siempre será un hijo porque nada puede borrar ni anular o cambiar esta relación. Por su parte el padre siempre será un padre, aunque su hijo sea un pródigo. El amor del Padre supera las normas de la justicia. El amor restablece y eleva. Por eso su prontitud para acogerlo y la fiesta que manda celebrar, que le parece excesiva al hijo mayor y le despierta celos y envidia. Para el padre es evidente que su hijo perdido no sólo ha malgastado su patrimonio sino que ha perdido aun la auténtica idea y valoración de sí mismo. Por eso dice: Había que hacer fiesta y alegrarse porque este hermano tuyo estaba muerto y ha resucitado, se había perdido y ha sido hallado. 

En su libro-entrevista, El nombre de Dios es misericordia, el Papa Francisco recuerda que etimológicamente misericordia significa abrir el corazón al miserable. Y, hablando del Señor, añade: “misericordia es la actitud divina que abraza, es la entrega de Dios que acoge, que se presta a perdonar. Por eso se puede decir que la misericordia es el carné de identidad de Dios. Dios es misericordioso”.

Al igual que el hijo pródigo, el hijo mayor de la parábola tampoco imagina que un padre, por el amor que tiene a su hijo, sea capaz de ir más allá de lo que la justicia establece, es decir,  de “darle su merecido”. Por eso, lleno de resentimiento, se niega a participar en la fiesta. Ya no ve al pródigo como hermano y reprocha a su padre la acogida que le ha brindado, mientras que a él, que siempre se ha portado bien, nunca lo haya premiado. Hace ya muchos años que te sirvo sin desobedecer jamás tus órdenes y nunca me diste un cabrito para celebrar una fiesta con mis amigos. Pero llega ese hijo tuyo, que se ha gastado tus bienes con prostitutas, y le matas el ternero gordo. Este hijo tiene también que cambiar de actitud para con su padre y con su hermano. El banquete que su padre tiene dispuesto para todos los de casa no será del todo feliz, porque no será la fiesta de la familia completa. Tiene que pacificar su corazón, reconocer agradecido lo que su padre significa para él y, reconciliado con él y con su hermano, disponerse a disfrutar de la fiesta del reencuentro. 

Todos nos podemos ver también en este hijo mayor. El pensar sólo en mí mismo, el entristecerme porque a otros les vaya bien y, peor aún, llenarme de enojo porque otros que son diferentes a mí sean admitidos en la asamblea de la Iglesia, todas esas actitudes excluyentes me hacen olvidar que Dios es padre de todos, y me impiden disfrutar de la alegría de fiesta que se siente por el triunfo del amor de Dios en nuestra historia personal. 

En definitiva, el hijo pródigo, que desea volver a sentir el abrazo del padre, somos cada uno de nosotros cuando descubrimos que nuestra vida puede cambiar. El hijo mayor somos también nosotros cuando advertimos que podemos servir de manera desinteresada y fomentar la unión sin egoísmos, ni celos ni prejuicios.

sábado, 29 de marzo de 2025

El fariseo y el publicano (Lc 18,9-14)

 P. Carlos Cardó SJ 

El fariseo y el publicano, fresco de Charles Varade y Jean Sari (1864 aprox.), iglesia San José de Marsella, Francia

En aquel tiempo, Jesús dijo esta parábola sobre algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás: "Dos hombres subieron al templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: ‘Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos y adúlteros; tampoco soy como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todas mis ganancias’.
El publicano, en cambio, se quedó lejos y no se atrevía a levantar los ojos al cielo. Lo único que hacía era golpearse el pecho, diciendo: ‘Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador’.
Pues bien, yo les aseguro que éste bajó a su casa justificado y aquél no; porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado". 

La parábola, como el mismo Lucas señala, va dirigida a todos aquellos que “piensan estar a bien con Dios y desprecian a los demás”. Se desarrolla en el templo de Jerusalén, probablemente a la hora de la oración, las tres de la tarde. Era el lugar santo por excelencia, en donde los judíos experimentaban la protección de Dios. Pero esta devoción al templo se desvió desde el inicio, dando origen a la idea de un Dios inmóvil, al que se le puede ganar con favores. Por eso los profetas mantuvieron una fuerte crítica a este tipo de religión: “Escuchen, judíos, la palabra del Señor -dice Jeremías-: Roban, matan, cometen adulterio… ¿y después entran a presentarse ante mí en este templo… y dicen: ‘Estamos salvados’? ¿Creen que es una cueva de bandidos este templo que lleva mi nombre?” (Jer 7, 1-11). 

Los personajes de la parábola son dos: un miembro del partido de los fariseos, que hacían depender la salvación del propio esfuerzo por lograr una observancia estricta de la ley; y un publicano, dedicado al oficio odioso de recaudar impuestos para los romanos. 

El fariseo, puesto de pie, ora a Dios alabándose a sí mismo. Enumera sus buenas obras y no pide nada. Se declara superior a los «pecadores», y desprecia al publicano, juzgándolo de ladrón y estafador. Su oración consiste en demostrarle a Dios que sus buenas obras van más allá de lo que pide la ley porque ayuna dos veces por semana, mientras la ley prescribe sólo un día de ayuno anual (el día de la expiación), y paga el diezmo no sólo de las mercancías sometidas a esta ley (el grano, el vino y el aceite) sino de todas sus posesiones. Pretende aparecer con un extraordinario espíritu de sacrificio, pero desprecia a su prójimo. En realidad, no espera nada de Dios. 

El publicano, en cambio, se mantiene a distancia y ni siquiera se atreve a levantar los ojos al cielo. Pesa sobre él la exclusión social de que es objeto, y no sin razón. Los impuestos (sobre el suelo y per cápita) que las naciones conquistadas debían pagar a Roma eran cobrados por funcionarios que, generalmente, arrendaban su puesto al que más ofrecía. El publicano que obtenía así la mesa de los impuestos, cobraba para su bolsillo. Las tarifas estaban establecidas por ley, pero los publicanos, mediante artimañas, extorsionaban y estafaban al público. Por eso eran tenidos por ladrones y las personas decentes los evitaban. Además, se les consideraba incapaces de obtener el perdón de Dios, porque para ello tenían que restituir los bienes que habían obtenido estafando a la gente, más una quinta parte, tarea imposible de cumplir por trabajar siempre con público diferente. ¿Cómo podían saber a quién habían robado? Por todo esto la situación del publicano de la parábola y la de su familia es, de hecho, desesperada. Y no sólo su situación, sino también su petición de misericordia es desesperada. 

La parábola tuvo que ser desconcertante para los oyentes, sobre todo por la conclusión que saca Jesús: que el publicano volvió a su casa reconciliado con Dios, y el fariseo no. Los oyentes no podían dejar de pensar: ¿Qué de malo ha hecho el fariseo, que ayuna, da limosna y da gracias a Dios? Y el publicano, ¿qué ha hecho para reparar su culpa?, ¿puede un hombre como él salir justificado simplemente por reconocerse pecador? 

Jesús no responde directamente, se limita a hacerles entender que así es como juzga Dios: atiende al oprimido y está con los excluidos. El publicano ha orado con las primeras palabras del salmo 51: «Dios mío, ten compasión de mí», añadiendo «porque soy un pecador». Pero los judíos debían recordar que ese mismo salmo dice: «El sacrificio que agrada a Dios es un espíritu contrito; un corazón contrito y humillado tú, oh Dios, no lo desprecias». Así es Dios, viene a decir Jesús, perdona al pecador desesperado y rechaza al que se cree justo y ni siquiera pide perdón. Su misericordia con los de corazón quebrantado es ilimitada. Por eso Jesús se acerca a los perdidos que necesitan salvación. 

En esto radica el mensaje central de la parábola: la nueva idea de Dios, que Jesús propone, diametralmente opuesta a la que transmiten los fariseos. Jesús proclama la misericordia como atributo esencial del Dios-Amor y como valor fundamental del reino de Dios que sus oyentes deben encarnar en sus vidas: “Sean misericordiosos como su Padre celestial es misericordioso. No juzguen y no serán juzgados, no condenen y no serán condenados” (Lc 6,36-37). 

La parábola nos mueve a la aceptación sincera de lo que somos (“andar en la verdad” de nosotros mismos), al reconocimiento de la igualdad de todos los hijos e hijas de Dios, y a la lucha contra las diversas formas de fariseísmo, de exclusión y discriminación que aún existen en la sociedad.

viernes, 28 de marzo de 2025

Los dos mandamientos (Mc 12,28b-34)

 P. Carlos Cardó SJ 

El buen samaritano, óleo sobre lienzo de Giacomo Conti (siglo XVIII), Iglesia de la Medalla Milagrosa de la Casa de Acogida Messina, Italia

Un letrado que escuchó la discusión y al ver lo acertado de la respuesta, se acercó y le preguntó: ¿"Cuál es el precepto más importante"?
Jesús respondió: "El más importante es: Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es uno solo. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás al prójimo como a ti mismo. No hay precepto mayor que éstos".
El letrado le respondió: "Muy bien, maestro; es verdad lo que dices: el Señor es uno solo y no hay otro fuera de él. Que amarlo con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a uno mismo, vale más que todos los holocaustos y sacrificios".
Al ver Jesús que había respondido acertadamente, le dijo: "No estás lejos del reino de Dios".
Y nadie se atrevió a dirigirle más preguntas. 

Los rabinos fariseos en tiempo de Jesús enseñaban a la gente que había que cumplir 613 mandamientos (248 preceptos y 365 prohibiciones). Un maestro de la ley quiso saber a qué atenerse y fue a Jesús con la pregunta fundamental: cuál es el mandamiento principal, que ha de regir al creyente. Jesús le respondió como respondería un judío fiel, que lleva grabado en su corazón y recita cada mañana el “Schemá Israel”: Acuérdate, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas fuerzas”. Y añadió que el segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Ambos preceptos se encontraban ya en la Biblia, en el Dt 6,4-9 y en el Lev 19,18b, respectivamente. El primero confesaba la unicidad de Dios y la disposición a amarlo con todo el ser. El segundo, sobre el amor al prójimo, había quedado medio enterrado entre la enorme cantidad de preceptos (¡613!), ritos y tradiciones que los fariseos sacaban del libro del Levítico, como código de leyes sobre el culto. 

El mandamiento del Levítico era éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Jesús dice: Ámense los unos a los otros como yo los he amado (Jn 15,11). Con ello, afirma una verdad indiscutible acerca de nuestra capacidad de amar: uno es capaz de amar a Dios y a sus semejantes si es amado y uno sólo puede amarse a sí mismo si ha sido objeto de amor. Más aún, la experiencia de sentirnos amados por Dios nos da la medida que debemos tener en el amor a los demás. 

Ahora bien, nos cuesta entender y sentir que Dios nos ame de manera incondicional, gratuita y desinteresadamente, sin límite, sin restricción, sin depender de nuestros méritos o de nuestros defectos. No lo entendemos porque vemos demasiado amor interesado y de conquista, demasiada rivalidad y competencia, demasiado interés egoísta y lucrativo, demasiada agresividad y violencia en las relaciones entre las personas. Por eso, nos cuesta imaginar un amor absolutamente limpio, generoso y desinteresado. Pero hay algo que alcanza indefectiblemente a todo ser humano que viene a este mundo: Dios, amor y fuente del verdadero amor, lo ha amado a él personalmente con un amor fiel e incondicional y ese amor se lo ha manifestado en Jesús con tal claridad, que ya nada podrá separarlo de ese amor (Rom 8,35.39). Quien se acerca a Jesús siente el amor en su vida y siente que puede amar, cualesquiera que hayan sido las carencias o infortunios sufridos en su historia personal. 

En esto ha consistido la originalidad de Jesús: le preguntaron cuál es el mandamiento más importante, y él añadió un segundo, tan importante como el primero: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Levítico 19,18). Puso a ambos preceptos en el mismo nivel, porque deben ir siempre unidos. Para Jesús no se puede llegar a Dios por un camino individual e intimista, olvidando al prójimo. Dios y el prójimo son inseparables. Además, Jesús no unió los dos mandamientos, sino que nos amó y enseñó a amarnos unos a otros con hechos y gestos concretos en el servicio desinteresado, en el hacer a los demás lo que queremos que nos hagan, en reconocer y respetar la dignidad de toda persona, en encontrarnos y reunirnos gozosamente, en compartir lo que tenemos, en ver como propia la necesidad ajena y procurar resolverla, en ejercitar el perdón, incluso cuando el otro se ha convertido en mi enemigo, y en estar dispuestos incluso a dar nuestra vida por los demás si fuere necesario. En suma, Jesús nos enseña a vivir aquí y ahora de una manera diferente: con mirada limpia, no de competidor sino de hermano. Y esto trae consigo la felicidad íntima de sentirnos verdaderamente hijos de Dios y hermanos; esto nos humaniza y nos hace a la vez participar de la vida de Dios, que es amor. 

La respuesta que dio el escriba a Jesús revela el cambio profundo que Jesús trajo a la religión. Dijo el escriba: «Muy bien, Maestro; tienes razón al decir que Él es único y que no hay otro fuera de Él, y amarle con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios». Entendió, pues, que el amor al prójimo está por encima de los actos que se realizaban en el templo. En ese tiempo, al igual que hoy, muchos creyentes pensaban que a Dios se llega a través de actos de culto, peregrinaciones, ofrendas para el templo, sacrificios costosos de animales... Sin embargo, la verdad es que para llegar a Dios hay que tener en cuenta al prójimo, preocuparse por los pobres y oprimidos, buscar una sociedad justa. El escriba ha comprendido cuál es el camino para ir a Dios. 

Un texto de Santa Teresa Benedicta de la Cruz, Edith Stein, filósofa judía asesinada en el campo de concentración de Auschwitz ilumina mucho la unidad de los dos mandamientos:

“Si Dios está en nosotros y si Él es el Amor, no podemos hacer otra cosa que amar a nuestros hermanos. Nuestro amor a nuestros hermanos es también la medida de nuestro amor a Dios. Pero éste es diferente del amor humano natural. El amor natural nos vincula a tal o cual persona que nos es próxima por los lazos de sangre, por una semejanza de carácter o incluso por unos intereses comunes. Los demás son para nosotros “extraños”, “no nos conciernen” … Para el cristiano no hay “hombre extraño” alguno, y es ese hombre que está delante de nosotros quien tiene necesidad de nosotros, quien es precisamente nuestro prójimo; y da lo mismo que esté emparentado o no con nosotros, que lo “amemos” o dejemos de amarlo, que sea o no “moralmente digno” de nuestra ayuda”. (Edith Stein, filósofa crucificada, Sal Terrae, Santander 2000).)