miércoles, 2 de abril de 2025

Jesús hace las obras del Padre (Jn 5, 17-30)

 P. Carlos Cardó SJ 

La bendición de Cristo, técnica mixta sobre tabla de Fernando Gallego (1494 – 1496), Museo del Prado, Madrid, España

En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: "Mi Padre sigue actuando, y yo también actúo."
Por eso los judíos tenían más ganas de matarlo: porque no sólo abolía el sábado, sino también llamaba a Dios Padre suyo, haciéndose igual a Dios.
Jesús tomó la palabra y les dijo: "Os lo aseguro: El Hijo no puede hacer por su cuenta nada que no vea hacer al Padre. Lo que hace éste, eso mismo hace también el Hijo, pues el Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que él hace, y le mostrará obras mayores que ésta, para vuestro asombro. Lo mismo que el Padre resucita a los muertos y les da vida, así también el Hijo da vida a los que quiere. Porque el Padre no juzga a nadie, sino que ha confiado al Hijo el juicio de todos, para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo no honra al Padre que lo envió. Os lo aseguro: Quien escucha mi palabra y cree al que me envió posee la vida eterna y no se le llamará a juicio, porque ha pasado ya de la muerte a la vida. Os aseguro que llega la hora, y ya está aquí, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que hayan oído vivirán. Porque, igual que el Padre dispone de la vida, así ha dado también al Hijo el disponer de la vida. Y le ha dado potestad de juzgar, porque es hijo de hombre. No os sorprenda, porque viene la hora en que los que están en el sepulcro oirán su voz: los que hayan hecho el bien saldrán a una resurrección de vida; los que hayan hecho el mal, a una resurrección de juicio. Yo no puedo hacer nada por mí mismo; según le oigo, juzgo, y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió. 

Los judíos han decidido matar a Jesús por no respetar el sábado y hacerse igual a Dios. Pero él sigue hablando públicamente de su misión y afirma que él hace lo que hace Dios, su Padre. Pues el Padre ama al Hijo y le manifiesta todas sus obras. Con estas palabras, reivindica para sí una peculiarísima relación recíproca con Dios, que le hace situarse ante él y percibirse a sí mismo como su Hijo único, que se hizo hombre por obra del Espíritu divino. Por ese mismo Espíritu se nos comunica el amor-vida de Dios y la Trinidad santa permanece en nosotros. Los tres, Padre, Hijo, Espíritu son idénticos en el ser, entender, juzgar y obrar. Los tres realizan la misma acción: aman, se manifiestan, dan vida, envían, oyen, elevan y resucitan. Y son esas las acciones divinas que Jesús realiza para darnos su vida. 

Al mismo tiempo, que Jesús desvela la identidad de Dios, revela también la identidad del ser humano, por haber sido creado a imagen y semejanza de su Creador. De modo que de la idea que se tiene de Dios sale la idea que se tiene de la persona humana. De la identidad de Dios como Padre, que Jesús nos transmite, sale nuestra identidad de hijos e hijas, y por tanto de hermanos y hermanas entre nosotros. Jesús nos revela un Dios que no es un ser solitario, sino una comunidad de personas; correlativamente nos revela que el ser humano, imagen de Dios, no realiza su vida en solitario sino en amor, fraternidad, solidaridad. 

La obra que el Padre realiza por medio de su Hijo Jesucristo consiste en crear fraternidad entre sus hijos. Esa obra se convierte en la norma del que sigue a Jesús y supera el ordenamiento moral establecido en la Ley dada a Moisés. Quien cree en él, adhiriéndose en la práctica a su modo de ser y de obrar, tiene vida eterna. 

La fe en Jesús y la aceptación vital de su mensaje se convierte para el creyente en una forma de vida que tiene una calidad, un valor de eternidad más allá de la muerte. Quien la asume ha pasado ya de muerte a vida. La muerte para él será el paso al nivel de vida plena, salvada, resucitada, que sólo puede darse en Dios. El texto resalta dos prerrogativas exclusivas de Dios: resucitar/dar vida y juzgar. Esas prerrogativas el Padre se las da al Hijo y éste las realiza en quien cree en él. Por eso dice: Yo les aseguro que quien acepta lo que yo digo y cree en el que me envió, tiene la vida eterna; no sufrirá un juicio de condenación, sino que ha pasado de la muerte a la vida. 

Finalmente, el texto de Juan habla del juicio o del dictar sentencia. Jesús tiene el poder de regenerar como hijos de Dios a los que lo acogen y creen en él. Asimismo, ha recibido de su Padre el poder de dar vida y resucitar. Por eso, quien rechaza a Jesús y su palabra, rechaza el don de salvación que Dios ofrece por medio de su Hijo, se impide ser beneficiario de su voluntad y de su poder de darle vida eterna. Se puede decir, entonces, que el juicio, el dar sentencia, no es un acto judicial como el que los hombres realizamos en nuestros tribunales, sino la manifestación del amor, cercanía y unión a Dios que hay en los que están a favor de Jesús o, al contrario, la manifestación del rechazo, distancia y separación de quienes han obrado en contra de Jesús y de su enseñanza y, por tanto, en contra de los hermanos. El juicio se realiza ahora, en la toma de posición y confrontación de cada uno con la Palabra de Jesús. Honrar y escuchar al Hijo es salvarse, pasar de la muerte a la vida plena. A la hora de la muerte caerá el velo y se hará patente la verdad de cada uno.

martes, 1 de abril de 2025

Curación del paralítico de la piscina (Jn 5, 1-16)

 P. Carlos Cardó SJ 

Curación del paralítico en Bethesda, óleo sobre lienzo de Pieter Aertsen (1575), Museo Nacional de Ámsterdam (Rijksmuseum), Países Bajos

Pasado algún tiempo, celebraban los judíos una fiesta, y Jesús subió a Jerusalén.
Hay en Jerusalén, junto a la puerta de los Rebaños, una piscina llamada en hebreo Betesda, con cinco soportales. Yacía en ellos una multitud de enfermos, ciegos, cojos y lisiados, que aguardaban a que se removiese el agua. Había allí un hombre que llevaba treinta y ocho años enfermo.
Jesús lo vio acostado y, sabiendo que llevaba así mucho tiempo, le dice: ¿Quieres sanarte?
Le contestó el enfermo: "Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se agita el agua. Cuando yo voy, otro se ha metido antes".
Le dice Jesús: "Levántate, toma tu camilla y camina".
Al punto se sanó aquel hombre, tomó su camilla y echó a andar. Pero aquel día era sábado; por lo cual los judíos dijeron al que se había sanado: "Hoy es sábado, no puedes transportar tu camilla".
Les contestó: "El que me sanó me dijo que tomara mi camilla y caminara".
Le preguntaron: ¿"Quién te dijo que tomaras tu camilla y caminaras"?
El hombre sanado no sabía quién era, porque Jesús se había retirado de aquel lugar tan concurrido.
Más tarde lo encuentra Jesús en el templo y le dice: "Mira que te has sanado. No vuelvas a pecar, no te vaya a suceder algo peor".
El hombre fue y dijo a los judíos que era Jesús quien lo había sanado. Por ese motivo perseguían los judíos a Jesús, por hacer tales cosas en sábado. 

Cristo suscita en nosotros todas las posibilidades de una vida verdaderamente libre, haciéndonos capaces de superar lo que nos detiene y paraliza. Por eso podemos esperar en él aun cuando las circunstancias que vivimos nos hagan sentir como el paralítico tendido junto a la piscina, sin ningún recurso para cambiar las cosas. 

Jesús estaba en Jerusalén en un día de fiesta, dice el texto. La presencia de Jesús inaugura la fiesta definitiva, el tiempo nuevo en que se rinde al Dios de la vida el verdadero culto en espíritu y en verdad, del que habló a la Samaritana (Jn 4, 23). Con Jesús, el triunfo de la vida se ha hecho posible. 

Las condiciones para su triunfo no serán fáciles. No obstante, Jesús toma la iniciativa, aun sabiendo que habrá oposición. Jesús, viéndolo postrado y sabiendo que llevaba mucho tiempo así, dice al paralítico: ¿Quieres curarte? Por haber dicho esto se ha expuesto a ser reprobado, pues la ley prohíbe hacer estas cosas en sábado. Pero se trata de salvar la vida de un hombre y Jesús no duda en poner las prescripciones legales en un segundo lugar. La vida del hombre está por encima. No es el hombre para el sábado, sino el sábado para el hombre (Mc 2,27). Jesús, pues, asume las consecuencias. Y a partir de aquel día, como señala el evangelista, los dirigentes judíos empezaron a perseguir a Jesús, porque hacía tales cosas en sábado. 

El beneficiario de la obra de Jesús es un pobre enfermo, que está en el límite de sus posibilidades, lleva treinta y ocho largos años sin poder moverse. Su imagen se reproduce en cierto modo en toda situación adversa que no se ha podido cambiar a pesar de los esfuerzos hechos. En tales circunstancias puede sobrevenir la desolación, la falta de ánimo, la desilusión y el desengaño. Pero hay que recordar que el Señor está pronto a tomar la iniciativa, reavivando el deseo – ¿Quieres quedar sano?–, y con él las energías de vida. 

El símbolo del agua tiene importancia clave en este relato. Los milagros que trae el evangelio de Juan tienen relación con la gracia que se nos transmite por medio de los sacramentos de la Iglesia. Aquí, la alusión al bautismo es clara: el paralítico yace junto a la piscina donde se mueve el agua que sana. El agua de nuestro bautismo nos curó y dio inicio a nuestra vida de fe, por el Espíritu Santo infundido en nuestros corazones. Se cumplió entonces en nosotros lo anunciado por Jesús: El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva (Jn 7, 38). 

En resumen, el texto nos invita a estar atentos a las iniciativas que el Señor toma en favor nuestro para despertar nuestras energías de vida, librándonos de nuestras parálisis. Nos invita también a apreciar lo que hacen nuestros hermanos y hermanas para ayudar a su prójimo a andar con dignidad. Como Pedro, también nosotros podemos decir: “No tenemos plata ni oro pero te damos lo que tenemos: En nombre de Jesucristo Nazareno, camina” (Hech 3, 6). El pasaje evangélico nos puede hacer pensar también en los riesgos y dificultades que debemos asumir, como Jesús, para llevar a la práctica nuestra fe con nuestras acciones de solidaridad. Y finalmente el símbolo del agua, presente en el relato, nos lleva a pensar en nuestra pertenencia a la Iglesia que, a pesar de su pecado, no deja de ser la Esposa por quien Cristo, su Esposo, “se ha sacrificado a sí mismo para santificarla, purificándola con el baño del agua en virtud de la palabra” (Ef 5, 25).

lunes, 31 de marzo de 2025

Curación del hijo de un funcionario (Jn 4, 43-54)

 P. Carlos Cardó SJ 

Cristo y el centurión, óleo sobre lienzo de Charles-Michell Ange Challe (1758), iglesia de San Roque, París, Francia

Pasados los dos días, Jesús partió de allí para Galilea. Él había afirmado que un profeta no es reconocido en su propia tierra. Sin embargo, los galileos lo recibieron muy bien al llegar, porque habían visto todo lo que Jesús había hecho en Jerusalén durante la fiesta, pues ellos también habían ido a la fiesta.
Jesús volvió a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino. Había un funcionario real en Cafarnaún que tenía un hijo enfermo. Al saber que Jesús había vuelto de Judea a Galilea, salió a su encuentro para pedirle que fuera a sanar a su hijo, que se estaba muriendo.
Jesús le dio esta respuesta: «Si ustedes no ven señales y prodigios, no creen».
El funcionario le dijo: «Señor, ten la bondad de venir antes de que muera mi hijo».
Jesús le contestó: «Puedes volver, tu hijo está vivo».
El hombre creyó en la palabra de Jesús y se puso en camino. Al llegar a la bajada de los cerros, se topó con sus sirvientes que venían a decirle que su hijo estaba sano. Les preguntó a qué hora se había mejorado el niño, y le contestaron: «Ayer, a la una de la tarde, se le quitó la fiebre».
El padre comprobó que a esa misma hora Jesús le había dicho: «Tu hijo está vivo». Y creyó él y toda su familia. Esta es la segunda señal milagrosa que hizo Jesús. Acababa de volver de Judea a Galilea. 

El texto tiene su paralelo en el relato de la curación del hijo de un centurión romano de Mt 8 y Lc 7. Aquí se trata de un funcionario del rey Herodes Antipas. Juan quiere poner énfasis en la relación que existe entre Palabra, fe y vida. El funcionario creerá en la palabra del Señor y se irá convencido de que ha escuchado su súplica. 

El hecho sucede en Caná, donde Jesús dio comienzo a sus signos que llevan a creer (“creyeron en él”), y viene después del diálogo con la mujer samaritana, a la que le dijo: si conocieras el don de Dios…, refiriéndose al don de la fe que salta como agua viva hasta la vida eterna. 

Este don se ofrece ahora al funcionario del rey. Su figura representa a todos los llamados a creer sin haber visto. Él cree de inmediato a la palabra de Jesús que le dice: Regresa a tu casa, tu hijo ya está bien. No espera a ver primero para creer que Jesús ha oído su súplica en favor de su hijo. Como Abraham que, sin ver, creyó en la palabra de Yahvé que le prometía una posteridad bendecida. Por eso, la intención del evangelista con este relato se centra en demostrar que son felices los que sin haber visto han creído (Jn 20, 29). San Pedro dirá que una alegría inefable y radiante tienen los que aman al Señor sin haberlo visto y creen en él, aunque de momento no puedan verlo (1Pe 1, 8). 

El verdadero prodigio se realiza en el padre del niño enfermo y es la fe por la escucha de la Palabra. La vida restituida al hijo no es más que imagen de la vida verdadera, que gana el padre por su fe en Jesús. La fe no exige ver signos y prodigios para tener la certeza del amor del Señor; le basta su Palabra que refiere todo lo que él ha hecho por nosotros. La confianza es base de la fe y del amor. No exige pruebas ni demostraciones para verificar la credibilidad del otro. 

Un dato importante del relato es el hecho de que se trata del hijo único de un funcionario real. Éste puede tener bienes y gozar de la mejor posición social y económica en su país; pero su verdadera riqueza es su hijo y se le está muriendo. Por eso su súplica apremiante: ¡Señor, ven pronto, antes de que muera! Se siente impotente, no sabe qué más hacer. Frente a la muerte no hay riqueza que valga. Es el trance supremo en que se pone de manifiesto la radical impotencia del ser humano. Y de eso sólo Dios salva. 

Finalmente, es interesante observar el proceso que vive este hombre, marcado por los progresivos nombres que el evangelista le atribuye: primero es designado como funcionario real (v.46), cuando se manifiesta su preocupación y angustia por el problema que vive. Luego, se convierte en hombre (el hombre creyó en lo que Jesús le había dicho, v.50), es decir, se transforma en hombre por la fe. Y finalmente es llamado padre (El padre comprobó…, y creyó en Jesús él y toda su familia”, v. 53). En la transformación de este hombre, como un signo, se revela el ser mismo de Dios que es padre. Por la fe, vamos dejando atrás imágenes falsas o recortadas de Dios y alcanzamos lo que es, Padre; asimismo nosotros dejamos nuestra vieja condición de imágenes rotas de Dios y alcanzamos lo que debemos ser, hijos e hijas.

domingo, 30 de marzo de 2025

IV Domingo de Cuaresma - El hijo pródigo (Lc 15, 1-32)

P. Carlos Cardó SJ 

Regreso del hijo pródigo, óleo sobre lienzo de Leonello Spada (1600 aprox.), Museo del Louvre, París, Francia

En aquel tiempo, se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores para escucharlo. Por lo cual los fariseos y los escribas murmuraban entre sí: "Éste recibe a los pecadores y come con ellos".
Jesús les dijo entonces esta parábola: "Un hombre tenía dos hijos, y el menor de ellos le dijo a su padre: ‘Padre, dame la parte de la herencia que me toca’. Y él les repartió los bienes.
No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se fue a un país lejano y allá derrochó su fortuna, viviendo de una manera disoluta. Después de malgastarlo todo, sobrevino en aquella región una gran hambre y él empezó a pasar necesidad. Entonces fue a pedirle trabajo a un habitante de aquel país, el cual lo mandó a sus campos a cuidar cerdos. Tenía ganas de hartarse con las bellotas que comían los cerdos, pero no lo dejaban que se las comiera. Se puso entonces a reflexionar y se dijo: ¡Cuántos trabajadores en casa de mi padre tienen pan de sobra, y yo, aquí, me estoy muriendo de hambre! Me levantaré, volveré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo. Recíbeme como a uno de tus trabajadores’.
Enseguida se puso en camino hacia la casa de su padre. Estaba todavía lejos, cuando su padre lo vio y se enterneció profundamente. Corrió hacia él, y echándole los brazos al cuello, lo cubrió de besos. El muchacho le dijo: ‘Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo’.
Pero el padre les dijo a sus criados: ¡Pronto!, traigan la túnica más rica y vístansela; pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies; traigan el becerro gordo y mátenlo. Comamos y hagamos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado’. Y empezó el banquete.
El hijo mayor estaba en el campo y al volver, cuando se acercó a la casa, oyó la música y los cantos. Entonces llamó a uno de los criados y le preguntó qué pasaba. Éste le contestó: ‘Tu hermano ha regresado y tu padre mandó matar el becerro gordo, por haberlo recobrado sano y salvo’. El hermano mayor se enojó y no quería entrar.
Salió entonces el padre y le rogó que entrara; pero él replicó: ¡Hace tanto tiempo que te sirvo, sin desobedecer jamás una orden tuya, y tú no me has dado nunca ni un cabrito para comérmelo con mis amigos! Pero eso sí, viene ese hijo tuyo, que despilfarró tus bienes con malas mujeres, y tú mandas matar el becerro gordo’.
El padre repuso: ‘Hijo, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo. Pero era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado’ ". 

El cap. 15 del evangelio de Lucas contiene las parábolas de la misericordia, o parábolas de “lo perdido” que Dios recupera: la oveja perdida, la moneda perdida y el hijo perdido. Su mensaje central es que Dios nos ama en Cristo de modo incondicional, no porque seamos buenos, sino porque él es bueno y fuente de misericordia. 

La parábola del hijo pródigo –uno de los textos más bellos del evangelio– debería llamarse del Padre misericordioso o parábola del amor del Padre. Él es el protagonista y, en función de él, se nos muestran los comportamientos del hijo pródigo y del hijo mayor. Su valor central reside en la nueva figura de Dios que presenta, tan nueva que resulta escandalosa para los fariseos de todos los tiempos: un Dios padre, fiel hasta el final a su ser padre, con una misericordia incondicional, abierta, ilimitada, que no sólo se vuelca sobre el hijo arrepentido, sino también sobre el intransigente hijo mayor. En este sentido, la parábola sintetiza el núcleo del mensaje de Jesús: las puertas del Reino se abren al pecador arrepentido por la magnanimidad de Dios.

El hijo menor, que despilfarra la herencia, representa simbólicamente toda ruptura del hombre con Dios, que trae, como consecuencia, ruina. Pierde todos sus bienes y acaba perdiendo hasta su identidad de hijo. Se siente indigno de llamarse así: Volveré junto a mi Padre y le diré: he pecado, trátame como a uno de tus jornaleros. Sabe que en justicia eso es lo que merece y acepta tener que ganarse la vida trabajando como un peón. Pero siempre será un hijo porque nada puede borrar ni anular o cambiar esta relación. Por su parte el padre siempre será un padre, aunque su hijo sea un pródigo. El amor del Padre supera las normas de la justicia. El amor restablece y eleva. Por eso su prontitud para acogerlo y la fiesta que manda celebrar, que le parece excesiva al hijo mayor y le despierta celos y envidia. Para el padre es evidente que su hijo perdido no sólo ha malgastado su patrimonio sino que ha perdido aun la auténtica idea y valoración de sí mismo. Por eso dice: Había que hacer fiesta y alegrarse porque este hermano tuyo estaba muerto y ha resucitado, se había perdido y ha sido hallado. 

En su libro-entrevista, El nombre de Dios es misericordia, el Papa Francisco recuerda que etimológicamente misericordia significa abrir el corazón al miserable. Y, hablando del Señor, añade: “misericordia es la actitud divina que abraza, es la entrega de Dios que acoge, que se presta a perdonar. Por eso se puede decir que la misericordia es el carné de identidad de Dios. Dios es misericordioso”.

Al igual que el hijo pródigo, el hijo mayor de la parábola tampoco imagina que un padre, por el amor que tiene a su hijo, sea capaz de ir más allá de lo que la justicia establece, es decir,  de “darle su merecido”. Por eso, lleno de resentimiento, se niega a participar en la fiesta. Ya no ve al pródigo como hermano y reprocha a su padre la acogida que le ha brindado, mientras que a él, que siempre se ha portado bien, nunca lo haya premiado. Hace ya muchos años que te sirvo sin desobedecer jamás tus órdenes y nunca me diste un cabrito para celebrar una fiesta con mis amigos. Pero llega ese hijo tuyo, que se ha gastado tus bienes con prostitutas, y le matas el ternero gordo. Este hijo tiene también que cambiar de actitud para con su padre y con su hermano. El banquete que su padre tiene dispuesto para todos los de casa no será del todo feliz, porque no será la fiesta de la familia completa. Tiene que pacificar su corazón, reconocer agradecido lo que su padre significa para él y, reconciliado con él y con su hermano, disponerse a disfrutar de la fiesta del reencuentro. 

Todos nos podemos ver también en este hijo mayor. El pensar sólo en mí mismo, el entristecerme porque a otros les vaya bien y, peor aún, llenarme de enojo porque otros que son diferentes a mí sean admitidos en la asamblea de la Iglesia, todas esas actitudes excluyentes me hacen olvidar que Dios es padre de todos, y me impiden disfrutar de la alegría de fiesta que se siente por el triunfo del amor de Dios en nuestra historia personal. 

En definitiva, el hijo pródigo, que desea volver a sentir el abrazo del padre, somos cada uno de nosotros cuando descubrimos que nuestra vida puede cambiar. El hijo mayor somos también nosotros cuando advertimos que podemos servir de manera desinteresada y fomentar la unión sin egoísmos, ni celos ni prejuicios.