domingo, 6 de abril de 2025

V Domingo de Cuaresma - La mujer adúltera (Jn 8, 1-11)

 P. Carlos Cardó SJ 

Cristo y la adúltera, óleo sobre lienzo de Valentín de Boulogne (1620 aprox.), Museo Paul Getty, Los Ángeles, Estados Unidos

Jesús se dirigió al monte de los Olivos.
Por la mañana volvió al templo. Todo el mundo acudía a él y, sentado, los instruía.
Los escribas y fariseos le presentaron una mujer sorprendida en adulterio, la colocaron en el centro, y le dijeron: "Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés ordena que dichas mujeres sean apedreadas; tú, ¿qué dices?".
Decían esto para ponerlo a prueba, y tener de qué acusarlo. Jesús se agachó y con el dedo se puso a escribir en el suelo.
Como insistían en sus preguntas, se incorporó y les dijo: "Quien de vosotros esté sin pecado tire la primera piedra".
De nuevo se agachó y seguía escribiendo en el suelo.
Los oyentes se fueron retirando uno a uno, empezando por los más ancianos hasta el último. Jesús quedó solo con la mujer, que permanecía allí de pie en el centro. Jesús se incorporó y le dijo: "Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado? ".
Ella contestó: "Nadie, Señor. Jesús le dijo: "Tampoco yo te condeno. Ve, y en adelante, no peques más". 

El Hijo de Dios no ha venido para condenar sino para salvar (Jn 3,17). Su modo de ser choca con el modo de ser de los que se creen puros y juzgan a los demás. 

Éstos, los fariseos y doctores de la ley, le traen a una mujer que han sorprendido en adulterio. Según la ley (Lev 20,10), era un delito que se castigaba con la pena de muerte. Pero lo que ellos quieren realmente es juzgar a Jesús. Por eso le preguntan: Señor, esta mujer ha sido atrapada en adulterio. ¿Qué dices sobre ello? Si Jesús se opone al castigo, desautoriza la ley de Moisés; si lo aprueba, echa por tierra toda su enseñanza sobre la misericordia y contradice la autoridad con que él mismo ha perdonado a los pecadores. Al mismo tiempo, si afirma que se debe apedrear a la mujer, entra en conflicto con los romanos que prohíben a los judíos aplicar la pena de muerte; y si se opone, aparece en contra de las aspiraciones de los judíos de ejercer con autonomía sus derechos. La pregunta era capciosa por donde se la viera. 

Pero Jesús hace presente a Aquel que da la ley y es la fuente de toda justicia. Con esa autoridad tiene que hacer ver que el amor misericordioso ha de ser la norma de todo comportamiento humano. Por eso guarda silencio y con su gesto de ponerse a escribir con el dedo en el suelo, parece no interesarse en la cuestión planteada. 

La mujer, por su parte, con su dignidad por los suelos, no puede aducir nada; sólo aguarda la terrible condena. Pero ella no imagina que a su lado está quien personifica la misericordia. Sabe, sí, que su vida está en manos de ese rabí galileo llamado Jesús, que recorre los pueblos haciendo el bien a la gente y es amigo de pecadores y publicanos. No puede adivinar que él la conoce mejor que quienes la acusan, que ya la ha mirado con profunda compasión y que está dispuesto incluso a dar su vida por ella, como el pastor bueno que sale a buscar a la oveja perdida. De pronto, se escucha la voz de Jesús: indulta a la mujer, le otorga la remisión de la pena que podría corresponderle. Aquel de ustedes que no tenga pecado, que le tire la primera piedra, dice a los escribas y fariseos. Y se van retirando uno tras otro, comenzando por los más viejos. 

Se quedan solos Jesús y la mujer. “Quedaron frente a frente la mísera y la misericordia”, dice San Agustín. ¿Mujer, dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te ha condenado?, pregunta Jesús. Ninguno, Señor, responde ella con estupor por lo sucedido. Tampoco yo te condeno, añade Jesús. Puedes irte, pero no vuelvas a pecar. Un futuro de dignidad, de vida rehecha y transformada se abre para ella. 

Hay que detenerse a contemplar esta imagen de Jesús. A todos nos conviene porque a veces podemos ser duros e insensibles. El amor está por encima de la intransigencia, resuelve el pecado, vence al castigo. El amor integra, no discrimina, no excluye. 

Pensando en la pobre Iglesia de los pecadores, el P. Karl Rahner dejó esta reflexión: «Esta Iglesia está ante Aquel al que ha sido confiada, ante Aquel que la ha amado y se ha entregado por ella para santificarla, ante Aquel que conoce sus pecados mejor que los que la acusan. Pero él calla. Escribe sus pecados en la arena de la historia del mundo que pronto se acabará y con ella su culpa. Calla unos instantes que nos parecen siglos. Y condena a la mujer sólo con el silencio de su amor, que da gracia y sentencia libertad. En cada siglo hay nuevos acusadores de ‘esta mujer’ y se retiran una y otra vez comenzando por el más anciano. Uno tras otro. Porque no había ninguno que estuviese sin pecado. Y al final el Señor estará solo con la mujer. Y entonces se levantará y mirará a la adúltera, su esposa, y le preguntará: ¿Mujer, dónde están los que te acusaban?, ¿ninguno te ha condenado? Y ella responderá con humildad y arrepentimiento inefables: Ninguno, Señor. Y estará extrañada y casi turbada porque ninguno lo ha hecho. El Señor empero irá hacia ella y le dirá: Tampoco yo te condenaré. Besará su frente y le dirá: Esposa mía, Iglesia santa». (Karl Rahner, Iglesia de los pecadores).

sábado, 5 de abril de 2025

Jesús, Mesías de Nazaret (Jn 7, 40-53)

 P. Carlos Cardó SJ 

Cristo y los fariseos, ilustración de Harold Copping publicada en The Bible Story Book (1923)

En aquel tiempo, algunos de los que habían escuchado a Jesús comenzaron a decir: "Éste es verdaderamente el profeta".
Otros afirmaban: "Éste es el Mesías".
Otros, en cambio, decían: "¿Acaso el Mesías va a venir de Galilea? ¿No dice la Escritura que el Mesías vendrá de la familia de David, y de Belén, el pueblo de David?".
Así surgió entre la gente una división por causa de Jesús. Algunos querían apoderarse de él, pero nadie le puso la mano encima.
Los guardias del templo, que habían sido enviados para apresar a Jesús, volvieron a donde estaban los sumos sacerdotes y los fariseos, y éstos les dijeron: "¿Por qué no lo han traído?".
Ellos respondieron: "Nadie ha hablado nunca como ese hombre".
Los fariseos les replicaron: "Acaso también ustedes se han dejado embaucar por él? ¿Acaso ha creído en él alguno de los jefes o de los fariseos? La chusma ésa, que no entiende la ley, está maldita".
Nicodemo, aquel que había ido en otro tiempo a ver a Jesús, y que era fariseo, les dijo: "¿Acaso nuestra ley condena a un hombre sin oírlo primero y sin averiguar lo que ha hecho?".
Ellos le replicaron: "¿También tú eres galileo? Estudia las Escrituras y verás que de Galilea no ha salido ningún profeta".
Y después de esto, cada uno de ellos se fue a su propia casa. 

Durante la Fiesta de Sucot o de las Cabañas, Jesús tiene una larga controversia con los judíos de Jerusalén sobre su origen e identidad. No podían negar que Jesús les hablaba con una autoridad y sabiduría muy superior a la de sus maestros y doctores del templo; pero, al mismo tiempo, les decepcionaba su realidad tan humana y su origen tan humilde. 

Por esto, muchos al oírlo, pensaron que era un farsante porque sabían que era galileo y el Mesías tenía que ser de la familia de David y nacido en Belén de Judea. Otros se quedaron a medio camino y creyeron ver en él al Profeta que, según el libro del Deuteronomio (capítulo 18) vendría como otro Moisés para hablarles de Dios mejor que nadie. Y otros, en fin, se adhirieron a Jesús, reconociéndolo como el Cristo que vendría a dar cumplimiento a las promesas de Dios y establecer su Reino. 

¿Un Mesías de Galilea? Desde el comienzo de su evangelio Juan pone esta cuestión como la dificultad que más sintieron los judíos para aceptar a Jesús. Uno de sus primeros discípulos, Natanael, se extrañó cuando su amigo Felipe le dijo que habían reconocido en Jesús de Nazaret a aquel de quien hablaron Moisés y los profetas, y exclamó: ¿De Nazaret puede salir algo bueno? (Jn 1,46). Según la concepción de la época, el Mesías tenía que aparecer en majestad, vinculado a lo más glorioso de la historia de la nación: la monarquía davídica. Por esto, en torno a esta cuestión se produjeron los mayores enfrentamientos entre los judíos –sobre todo del partido de los fariseos– con los primeros cristianos. La pretensión de éstos de proponer a Jesús como el Salvador del mundo les parecía insensata: ¿cómo podía haber sido el Mesías un hombre de orígenes tan humildes? 

En el fondo lo que escandalizaba era la humanidad del Hijo de Dios. No aceptaron un salvador de nuestra propia carne. No aceptaron que precisamente por ser de nuestra carne, es salvación de toda carne. Al negarse a ver en el hombre concreto, Jesús de Nazaret, la encarnación de Dios, les fue imposible ver la salvación a través de lo humano. Hoy también, al negarse a ver en la humanidad de Jesús el camino hacia su realización perfecta como personas, muchos niegan validez a los valores que su forma de ser hombre les exige. Prefieren una fe vacía, un cristianismo ideologizado, desencarnado,  falsamente espiritual, que no toca realmente la vida concreta de los humanos y la transforma. Pero Dios ha querido revelarse en nuestra realidad y elevarla. Es en lo humano donde podemos tener acceso a él. De otro modo, Jesucristo deja de ser mediador entre Dios y los hombres y Dios sigue siendo el gran desconocido, a quien nadie ha visto jamás, y cuyo mensaje no afecta para nada la vida de la gente y la situación del mundo. 

Desde su infancia, la vida de Jesús, y sobre todo su muerte en cruz, es signo de contradicción (Lc 2, 34), piedra de escándalo con la que chocan las diversas maneras de entender a Dios y de relacionarse el hombre con Dios. Jesús no se impone; no tienen sentido la fe y el amor impuestos. Pero su palabra y el ejemplo de su vida mueven a una definición: o se está con él o se está contra él. Él es la Palabra en la que Dios se nos dice. A cuantos la recibieron… les dio la capacidad de ser hijos de Dios (Jn 1, 12), es decir, de convertirse en lo que la Palabra es y participar de la vida divina como hijos en el Hijo. Esta Palabra habla en el corazón de todo ser humano, atrayéndolo al amor y a la justicia, todos pueden escucharla y responder a ella.

viernes, 4 de abril de 2025

Origen e identidad de Jesús (Jn 7, 1-2.10.25-30)

 P. Carlos Cardó SJ 

Jesús entre los doctores, óleo sobre lienzo de Giovanni Paolo Panini (1725 aprox.), Museo Nacional del Prado, Madrid, España

Después de esto, Jesús recorría la Galilea; no quería transitar por Judea porque los judíos intentaban matarlo.
Se acercaba la fiesta judía de las Tiendas. Sin embargo, cuando sus hermanos subieron para la fiesta, también él subió, pero en secreto, sin hacerse ver.
Algunos de Jerusalén decían: "¿No es este aquel a quien querían matar? ¡Y miren como habla abiertamente y nadie le dice nada! ¿Habrán reconocido las autoridades que es verdaderamente el Mesías?  Pero nosotros sabemos de dónde es este; en cambio, cuando venga el Mesías, nadie sabrá de dónde es".
Entonces Jesús, que enseñaba en el Templo, exclamó: "¿Así que ustedes me conocen y saben de dónde soy? Sin embargo, yo no vine por mi propia cuenta; pero el que me envió dice la verdad, y ustedes no lo conocen. Yo sí lo conozco, porque vengo de él y es él el que me envió".
Entonces quisieron detenerlo, pero nadie puso las manos sobre él, porque todavía no había llegado su hora. 

Jesús evita el conflicto. La hora de enfrentar a la maldad del mundo y vencerla en la cruz aún no ha llegado. Por eso no va todavía a Jerusalén y se queda predicando en Galilea. Se acercaba la fiesta de las tiendas de campaña (fiesta de sucot o sukkot) en la que, hasta hoy, los judíos recuerdan las vicisitudes que pasaron en el éxodo, teniendo que vivir en chozas en el desierto.  Sus hermanos le sugieren que vaya para que puedan ver allí las obras que haces, pero Jesús decide ir después de ellos y en privado. 

Llegado a Jerusalén, no duda en ponerse a predicar en el templo a la vista de todos. Los allí presentes, que saben que los dirigentes lo quieren matar, se sorprenden y se preguntan cómo le dejan hablar en público. Llegan a pensar que los fariseos y las autoridades del templo ya se convencieron de que Jesús es el Mesías, pero esto no resulta claro porque los orígenes del Mesías debían ser ocultos. Según la concepción de la época, el Cristo tenía que permanecer escondido y desconocido antes de aparecer gloriosamente en público. Su llegada estaría precedida por la venida de Elías (el mayor de los profeta) que lo daría a conocer. Esta manera de pensar lleva a muchos judíos a rechazar a Jesús como Mesías porque saben que viene del pueblo de Nazaret, en Galilea, y que es un simple carpintero convertido en un rabí itinerante. Pero se equivocan, en realidad no saben de dónde viene ni quién es. No saben que viene de Dios, que tiene en Dios su verdadero origen. 

Jesús oye estos comentarios y aborda el tema de su origen e identidad. Lo hace enérgicamente, levantando la voz. Su grito resuena hasta hoy. Su palabra, sus obras y su persona interpelan, suscitan hoy como entonces las mismas reacciones a favor o en contra de él, de acogida o rechazo, de aceptación o de hostilidad. Por un lado, la gente se admira de su autoridad y sabiduría; pero por otro, les decepciona su realidad tan humana y humilde, que no corresponde a la idea que tienen del Mesías. Por un lado, están los que dictan la manera como Dios debe actuar y pretenden hacerle decir lo que les conviene; por otro están los sencillos de corazón que confían en Dios, acogen su palabra y hacen su voluntad. Los primeros no están dispuestos a renunciar a sus convicciones, no permiten que Dios les cambie sus intereses egoístas; los segundos llegan a ver en el ejemplo de Jesús el camino que los conduce a la vida verdadera. 

Jesús habla de su origen. Él no ha venido por su propia cuenta, sino que ha sido enviado por aquel que dice la verdad. Es el Hijo, que está desde el principio con el Padre. La razón de no reconocerlo como el Enviado es que no conocen a Dios. Pero esta pretensión de provenir de Dios y de ser igual a él, les resulta insoportable. No advierten que desde el origen de la humanidad, los hombres han pretendido ser iguales a Dios (la tentación de Adán) por presunción orgullosa, mientras que Jesús llama Padre mío a Dios, porque vive un experiencia absolutamente peculiar de ser el Hijo, que todo lo recibe del Padre para darlo a los hermanos, realizando así la obra de Dios, que es ofrecer a todos el don de su amor salvador. 

Esta experiencia que tiene Jesús de su cercanía e intimidad con Dios, le hace no poder entenderse a sí mismo sino como el Hijo; no poder hablar sino con la convicción de que Dios se comunica en sus palabras; no poder actuar sino realizando obras en las que es Dios mismo quien sana y perdona. En la persona de Jesús, Dios se da a conocer de un modo humano. Ningún fundador de religión se ha atrevido a considerarse así; de haberlo hecho, habría sido considerado un loco, un blasfemo o un embustero. Y esto fue lo que pensaron de Jesús sus contemporáneos. Entonces los jefes de los sacerdotes, de acuerdo con los fariseos, enviaron guardias para que lo detuvieran. 

Tocamos aquí la tesis central del evangelio de San Juan, expresada ya en su prólogo: Jesús es la Palabra, la comunicación plena de Dios a la humanidad, que estaba desde el principio en Dios y era Dios. Estaba en el mundo, pero el mundo no la reconoció. Vino a los suyos, pero los suyos no la recibieron. A cuantos la recibieron, a todos los que creen en su nombre, les dio la capacidad de ser hijos e hijas de Dios. Nosotros lo hemos conocido y creemos en él. Nos toca demostrar nuestra capacidad de comportarnos como hijos e hijas de Dios.

jueves, 3 de abril de 2025

El testimonio válido sobre Jesús (Jn 5, 31-47)

 P. Carlos Cardó SJ 

Cristo Salvador, mosaico de autor anónimo del siglo XII, ábside de la Catedral de Monreale, Sicilia, Italia

Jesús les dijo: "Si yo hago de testigo en mi favor, mi testimonio no tendrá valor. Pero Otro está dando testimonio de mí, y yo sé que es verdadero cuando da testimonio de mí. Ustedes mandaron interrogar a Juan, y él dio testimonio de la verdad. Yo les recuerdo esto para bien de ustedes, para que se salven, porque personalmente yo no me hago recomendar por hombres. Juan era una antorcha que ardía e iluminaba, y ustedes por un tiempo se sintieron a gusto con su luz. Pero yo tengo un testimonio que vale más que el de Juan: son las obras que el Padre me encomendó realizar. Estas obras que yo hago hablan por mí y muestran que el Padre me ha enviado. Y el Padre que me ha enviado también da testimonio de mí. Ustedes nunca han oído su voz ni visto su rostro; y tampoco tienen su palabra, pues no creen al que él ha enviado. Ustedes escudriñan las Escrituras pensando que encontrarán en ellas la vida eterna, y justamente ellas dan testimonio de mí. Sin embargo, ustedes no quieren venir a mí para tener vida. Yo no busco la alabanza de los hombres. Sé sin embargo que el amor de Dios no está en ustedes, porque he venido en nombre de mi Padre, y ustedes no me reciben. Si algún otro viene en su propio nombre, a ese sí lo acogerán. Mientras hacen caso de las alabanzas que se dan unos a otros y no buscan la gloria que viene del Único Dios, ¿cómo podrán creer? No piensen que seré yo quien los acuse ante el Padre. Es Moisés quien los acusa, aquel mismo en quien ustedes confían. Si creyeran a Moisés, me creerían también a mí, porque él escribió de mí. Pero si ustedes no creen lo que escribió Moisés, ¿cómo van a creer lo que les digo yo?”. 

La controversia de Jesús con los fariseos y escribas acerca de la autoridad con que enseña y con que realiza signos milagrosos está presentada por el evangelista Juan como un juicio ante un tribunal. Por una parte, está Jesús el acusado y por otra los judíos, por un lado, la fe y por otra la incredulidad. Jesús es acusado y se defiende aportando testimonios válidos a su favor, el de Juan Bautista, su precursor, y, en definitiva, el del mismo Dios, su Padre, que habla a través de las Escrituras santas y actúa por medio de las obras que Jesús realiza. Argumentando así, Jesús pasa de acusado a acusador. Y consigue algo más: que la confrontación trascienda el espacio y el tiempo y llegue hasta nosotros hoy y nos concierna. 

Jesús pone de testigo en favor suyo a Juan Bautista, su autoridad y prestigio entre los judíos era innegable. Pero su testimonio no puede ser el definitivo pues, a fin de cuentas, era un hombre con una autoridad que le había sido dada de lo alto. Se le reconoce como una lámpara luminosa, pero no era la luz, sino el portador de la luz que le venía de Dios. Además, Juan Bautista correspondía al pasado. De modo que el único y auténtico testigo y garante de Jesús, antes y en el presente, sólo podía ser Dios, su Padre. 

En efecto, Dios había hablado por medio de las Escrituras y se podía ver que actuaba por medio de las obras que Jesús realizaba, pero no basta conocer las Escrituras y ver las obras, es preciso previamente amar incondicionalmente a Dios, respetar su libre actuar y aceptar su voluntad aunque contradiga el propio sentir o parecer. Cuando esto no ocurre, no se comprende al Hijo, no se le sigue y se le rechaza. De esto acusa Jesús a sus contemporáneos y al mundo. No aman a Dios, no comprenden ni acogen a su Hijo. Estudian las Escrituras, pero no para conocer a Dios y oír su palabra, sino para justificarse a sí mismos y procurarse gloria unos a otros. En ningún momento se han mostrado dispuestos a cambiar para poder conocer la voluntad de Dios y llevarla a la práctica. 

Los adversarios de Jesús, en el fondo, no tienen fe en él porque no han escuchado lo que dicen las Escrituras que muestran cómo el amor del Padre al Hijo es dado también a los hombres. Han preferido creer en sus tradiciones y costumbres religiosas, basadas en falsas interpretaciones de la ley, y para aparecer como fieles cumplidores de ella y de las tradiciones, se oponen a Jesús. Se hacen así los garantes del cumplimiento de la ley y obtienen fama de justos. No han sido capaces de reconocer que la ley encuentra su pleno cumplimiento en las enseñanzas de Jesús y que de él hablaron los profetas. 

Son muchas las resistencias que oponemos a la Palabra. No nos creemos el amor de Dios y nos cuesta reconocer que los caminos del Señor pueden ser distintos a nuestros caminos. En la raíz de todo está la falta de confianza en Dios, que lleva a poner la seguridad en sí mismo y en la gloria, fama o poder que se conquista. No amar y confiar en Dios es quedar esclavo del egoísmo. Eso conduce a desconocer la propia identidad de hijos o hijas, que lleva a su vez a desinteresarse del hermano y a querer usurpar el lugar de Dios. Sólo quien vive como hijo o hija reconoce que la vida es un don, y se realiza en la entrega a los demás y en la comunión con el prójimo. Toda la Escritura habla de esto: somos creados, criaturas, don del amor de Dios. Pero nos hacemos sordos a su palabra y dejamos que otras palabras entren en nosotros y nos convenzan.