domingo, 30 de noviembre de 2025

I Domingo de Adviento - Estén preparados (Mt 24, 37-44)

 P. Carlos Cardó SJ

 

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: ''Así como sucedió en tiempos de Noé, así también sucederá cuando venga el Hijo del hombre. Antes del diluvio, la gente comía, bebía y se casaba, hasta el día en que Noé entró en el arca. Y cuando menos lo esperaban, sobrevino el diluvio y se llevó a todos. Lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del hombre. Entonces, de dos hombres que estén en el campo, uno será llevado y el otro será dejado; de dos mujeres que estén juntas moliendo trigo, una será tomada y la otra dejada.
Velen, pues, y estén preparados, porque no saben qué día va a venir su Señor. Tengan por cierto que si un padre de familia supiera a qué hora va a venir el ladrón, estaría vigilando y no dejaría que se le metiera por un boquete en su casa. También ustedes estén preparados, porque a la hora que menos lo piensen, vendrá el Hijo del hombre".
 

Comenzamos el Adviento, preparación de la venida del Salvador. La liturgia se llena de oraciones, textos y símbolos de esperanza. Tres personajes sobresalen: Isaías, el profeta que guía al pueblo en su espera del liberador; Juan Bautista que señala al Mesías entre los hombres; y María que lo concibe en su seno y espera su nacimiento con inefable amor de madre. Los tres nos enseñan a esperar, a convertirnos y preparar los caminos del Señor. 

De manera inmediata, el Adviento nos prepara a celebrar con alegría el nacimiento de Jesús. Pero también nos recuerda que el Señor “de nuevo vendrá con gloria a juzgar a vivos y muertos y su Reino no tendrá fin”. Entre su primera y su segunda venida transcurre el tiempo de nuestra espera y de sus incesantes venidas: porque el Señor viene de continuo a nosotros, en la Iglesia, en la Eucaristía, en su Palabra, en los hermanos. 

Isaías (2, 1-5) abre el tiempo de Adviento infundiendo a su pueblo abatido la esperanza de tiempos nuevos de paz y concordia, simbolizados en la confluencia de todos los pueblos en monte del Señor, en Jerusalén, ciudad de la paz. El profeta señala los elementos en torno a los cuales ha de organizarse la convivencia humana pacífica y armoniosa. No basta con que los pueblos acudan a la Santa Ciudad para recibir las mismas enseñanzas éticas (Subamos al monte del Señor… porque de Sión saldrá la ley y de Jerusalén la palabra del Señor); también tienen que esforzarse por establecer unas relaciones sociales justas y equitativas. Y hace ver que el signo de la armonía en el género humano será la superación de la violencia: De sus espadas forjarán arados y de sus lanzas podaderas (v. 4b), es decir, convertirán sus armas en instrumentos para el desarrollo humano. La imagen del tiempo nuevo, motivo de esperanza y de esfuerzo, queda completada: no se prepararán ya para la guerra porque caminarán a la luz del Señor (v. 5).

 La segunda lectura (Rom 13, 11-14) nos recuerda que la fe no es una anestesia que nos ponemos para soportar los males presentes. La fe nos mueve a asumir nuestra realidad con responsabilidad si queremos que tenga un final positivo. No podemos estar pasivos como en una noche de sueño. “Ya es hora de que despierten del sueño… La noche está muy avanzada y el día se acerca; despojémonos de las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz… Revístanse de Jesucristo”. 

El evangelio de hoy, por su parte, nos trae este mensaje: “Estén atentos porque no saben a qué hora llegará el Señor”. Es la respuesta de Jesús a sus discípulos que le preguntan “cuándo” será el fin del mundo. Jesús nos hace ver que el “cuándo” es el tiempo de lo cotidiano. En nuestra existencia de todos los días se decide nuestro destino futuro en términos de salvación o perdición, de estar con el Señor él o estar lejos de él. Al final se recoge lo que se ha sembrado. 

Con una comparación y una parábola, el texto del evangelio nos hace ver en qué consiste la actitud de vigilancia. La comparación es la siguiente: En un mismo tiempo, haciendo las mismas cosas, se puede, como Noé, construir el arca que salva o ahogarse en las aguas del diluvio. Lo que se ha construido sobre la palabra de Dios resiste como el arca; lo que se ha construido sobre la insensatez, se derrumba, es arrasado por las aguas. Lo que ocurre al final no es otra cosa que lo cotidiano: comer, beber, casarse, trabajar. Todo eso  lo podemos realizar como entrega de nosotros mismos con amor, o lo podemos vivir como violencia, injusticia, daño de nosotros mismos o del prójimo, como vida o como muerte. 

Empleando otra imagen propia de la cultura de su tiempo, nos dice Jesús que dos hombres aran el campo y dos mujeres muelen granos. Se hace un mismo trabajo, pero el resultado puede ser distinto. A uno de los hombres se lo llevarán y se salvará, a otro lo dejarán y se perderá; a una de las mujeres se la llevarán, a otra la dejarán. Todo depende del comportamiento que se tiene en el presente. Lo determinante no es lo que hacemos, sino el cómo lo hacemos. No en acontecimientos extraordinarios, sino en los de cada día construimos o echamos a perder nuestra morada eterna. 

Así, pues, estar preparados y vigilantes es discernir lo que más nos ayuda para ver a Dios en la vida de todos los días. Quien lo busca, lo encuentra como el novio que viene a celebrar su fiesta. De lo contrario, es como el ladrón que desvalija la casa. 

Lo que se nos dice no es para asustarnos. El miedo y el sentimiento de culpabilidad cumplen una función orientadora de la conducta del yo, pero no bastan para construir una personalidad consistente. Jesús nos invita a la responsabilidad con nosotros mismos. Es como si nos dijese: no juegues con tu vida. Mirarlo a él es ver cómo se puede vivir una vida plena. De hecho, lo que llamamos juicio de Dios sobre nosotros no será otra cosa que la manifestación última del efecto que ha tenido en nuestra vida el juicio práctico que ahora hacemos de Jesús: lo aceptamos como norma de vida o lo negamos, lo servimos en los hermanos o pasamos de largo encerrados en nuestro egoísmo.

sábado, 29 de noviembre de 2025

El fin del mundo (Lc 21, 34-36)

 P. Carlos Cardó SJ 

Lamentaciones ante Cristo muerto, óleo sobre lienzo de Denys Calvaert (inicios del siglo XVII), Museo Nacional de Varsovia, Polonia

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: "Tengan cuidado: no se les embote la mente con el vicio, la bebida y los agobios de la vida, y se les eche encima de repente aquel día; porque caerá como un lazo sobre todos los habitantes de la tierra. Estén siempre despiertos, pidiendo fuerza para escapar de todo lo que está por venir y manténganse en pie ante el Hijo del Hombre". 

Se puede decir que, en cierto modo, Dios siempre está viniendo y que la vida humana es peregrinación, éxodo, camino siempre; y ambos, Dios y el ser humano, se encuentran en el tiempo, en la historia. Pero lo más sorprendente es comprobar, a la luz de la fe, que Dios por su encarnación no sólo se acerca a la humanidad sino que “se hace carne de nuestra carne, tierra de nuestra tierra, historia de nuestra historia”. 

Dios está siempre con nosotros, no abandona nunca este mundo por el cual su Hijo dio la vida. Al mismo tiempo, como meta de nuestro caminar nos aguarda al final de nuestro viaje en el tiempo. Cuando Jesús habló sobre el final del mundo y de la historia humana no reveló cosas extrañas y ocultas, sino que quiso quitarnos el velo, que nuestros miedos y errores nos ponen sobre los ojos, para que estemos atentos a la presencia de Dios y nos preparemos para el encuentro, sabiendo que la palabra última que él dice sobre el mundo, no es una palabra de destrucción y de muerte sino de creación y vida nueva. Marchamos, sí, hacia la disolución del mundo viejo pero, al mismo tiempo, al nacimiento del nuevo. Y hay una relación entre la meta y el camino que estamos llevando. Dios realiza su plan en la historia, no fuera de ella. En esta realidad nuestra con sus contradicciones y en la vida personal de cada uno, con sus caídas y sus esfuerzos, se desarrolla el misterio de la muerte y resurrección de Jesús, y el misterio del reino de Dios que crece sin que nos demos cuenta hasta alcanzar su plenitud. Jesús no quiere satisfacer nuestra curiosidad sobre el futuro, él quiere enseñarnos que el mundo tiene su origen y su fin en el Padre, y quiere invitarnos a vivir el presente desde esta perspectiva, la única que da sentido a la vida. 

Para que nuestro encuentro final con el Señor sea la liberación plena, la realización colmada y la felicidad perfecta que todos anhelamos, la condición es vivir en una actitud de vigilancia y atención. Jesús es claro y práctico en la advertencia que hace: hay que procurar que los corazones no se entorpezcan por el exceso de comida y por las borracheras, y por las preocupaciones de la vida, concretamente, por el dinero. En otras palabras, no esperamos adecuadamente la llegada del Hijo del Hombre si sólo buscamos el disfrute egoísta y acaparamos bienes materiales, sin tener en cuenta a los demás, sobre todo a los necesitados. 

Así, pues, a los primeros cristianos que preguntaban ansiosos cuándo iba a venir el fin del mundo, el evangelio les decía cómo debían esperarlo; a los cristianos de hoy que piensan con temor en el fin del mundo o viven como si no lo esperaran porque ya no les interesa, el evangelio les dice qué sentido tiene el esperarlo y cómo se debe esperar: procurando encaminar la historia actual hacia la verdadera esperanza, que no defrauda.

viernes, 28 de noviembre de 2025

La parábola de la higuera (Lc 21, 29-33)

 P. Carlos Cardó SJ 

La higuera, ilustración de Eugene Burnand en “Les Paraboles” de los editores franceses Berger y Levrault (1908)

En aquel tiempo puso Jesús una comparación a sus discípulos: "Fíjense en la higuera o en cualquier árbol: cuando echan brotes, basta verlos para saber que la primavera está cerca. Pues cuando vean que suceden estas cosas, sepan que está cerca el Reino de Dios. Les aseguro que, antes que pase esta generación, todo eso se cumplirá. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán". 

A las cuestiones que los discípulos se hacían sobre el fin del mundo, Jesús responde empleando imágenes que evocan las del género literario de la apocalíptica judía, y que proyectan una visión de la historia en la que se desarrolla el plan de salvación en etapas sucesivas: primero el juicio sobre Jerusalén, luego el tiempo de la Iglesia y finalmente el de la venida del Hijo del hombre y del establecimiento del reino de Dios. Ahora, con la parábola de la higuera, aclara sus palabras sobre lo que se le viene encima al mundo (Lc 21, 26) y sobre la inminencia de la liberación. Hace ver a sus discípulos que su actitud de espera no debe ser ni la de los fanáticos que esperan con impaciencia el fin, ni la de los escépticos y resignados que no esperan nada. 

La observación de los cambios que aparecen en la higuera le sirve a Jesús para enseñar a los discípulos a estar atentos a los acontecimientos de la historia y discernir en ella los signos que permiten intuir, ya ahora, el paso de la muerte a la vida, de la esclavitud a la libertad. Cuando la higuera empieza a echar brotes, se puede saber que el verano ya está cerca, los nuevos tallos y las hojas que aparecen anuncian las frutas de verano. De ahí Jesús saca esta conclusión: Aprendan a interpretar esas otras señales; cuando las vean, sabrán que el reino de Dios está cerca. 

Es necesario discernir su venida en lo ordinario de cada día. La historia tiene valor salvífico, en ella actúa el Señor, en ella se da el paso de la vieja a la nueva creación. La esperanza tiene el carácter de lo cotidiano, pues el cristiano tiene ya el Espíritu Santo que le permite vivir anticipada la vida eterna en las experiencias de fraternidad, justicia y equidad que se pueden promover aquí y ahora. Estas experiencias concretas sostienen la esperanza en el futuro, que traerá el don de Dios pleno y para siempre. Es la esperanza que Jesús quiere inculcar en los discípulos con expresiones de cuño apocalíptico como: les aseguro que no pasará esta generación hasta que todo esto suceda. No indica una fecha concreta ni permite un cómputo cronológico, pero asegura la venida del reino como el don por excelencia de lo alto. La historia, por la presencia del Resucitado en ella, contiene, como la yema de la higuera, el fruto de la futura resurrección. La parábola va contra las desviaciones del cristianismo que prometen una salvación futura sin relación con la historia. 

Actitud característica del cristiano es el discernimiento. Vive buscando en todo la presencia de Dios y su voluntad, para adaptar a ella su conducta. Sabe que en todo está Dios y que hay un contenido de esperanza en toda realidad. Por eso no se deja embotar la conciencia por la desconfianza o por la frivolidad que impiden ver más allá de lo sensible e inmediato. Su búsqueda continua en la oración lo libra también de la insatisfacción que sobreviene a quien sólo se interesa por las cosas transitorias del presente, porque no ve un futuro que le apasione y lo empuje a cambiar, a dar de sí, a crear. La esperanza anima, dinamiza, motiva con la satisfacción de la meta, con el gusto del fruto que despunta. El cristiano discierne por dónde viene el futuro nuevo y distinto que todos deseamos y aporta para su construcción todo lo que es y todo lo que tiene.

jueves, 27 de noviembre de 2025

Destrucción del templo y fin del mundo (Lc 21, 20-28)

 P. Carlos Cardó SJ 

Destrucción del templo de Jerusalén por los romanos, grabado de Morter Pierre van Luyken, publicado en Ámsterdam en 1729

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Cuando vean a Jerusalén sitiada por un ejército, sepan que se aproxima su destrucción. Entonces, los que estén en Judea, que huyan a los montes; los que estén en la ciudad, que se alejen de ella; los que estén en el campo, que no vuelvan a la ciudad; porque esos días serán de castigo para que se cumpla todo lo que está escrito.
¡Pobres de las que estén embarazadas y de las que estén criando en aquellos días! Porque vendrá una gran calamidad sobre el país y el castigo de Dios se descargará contra este pueblo. Caerán al filo de la espada, serán llevados cautivos a todas las naciones y Jerusalén será pisoteada por los paganos, hasta que se cumpla el plazo que Dios les ha señalado.
Habrá señales prodigiosas en el sol, en la luna y en las estrellas. En la tierra las naciones se llenarán de angustia y de miedo por el estruendo de las olas del mar; la gente se morirá de terror y de angustiosa espera por las cosas que vendrán sobre el mundo, pues hasta las estrellas se bambolearán. Entonces verán venir al Hijo del hombre en una nube, con gran poder y majestad. Cuando estas cosas comiencen a suceder, pongan atención y levanten la cabeza, porque se acerca la hora de su liberación". 

El texto de hoy es continuación del discurso apocalíptico de Jesús sobre el destino cósmico, el fin del mundo. Las imágenes que emplea –semejantes a las de los libros bíblicos del género literario de la apocalíptica– describen simbólicamente la victoria final de Dios sobre las fuerzas del mal. No revelan cosas extrañas y ocultas, sino el sentido profundo de nuestra realidad presente: nos quitan el velo, que nuestros miedos y errores nos ponen sobre los ojos, para que podamos ver aquella verdad que es la palabra última de Dios sobre el mundo (escatológico = que dice la última y definitiva palabra). El lenguaje apocalíptico es lleno de colorido, de trazos y tintes fuertes, de imágenes impactantes y paradojas. ¿Pero no es chocante y paradójica la realidad que muchas veces vivimos? 

El interés del evangelista es hacernos ver que vamos hacia la disolución del mundo viejo y, al mismo tiempo, al nacimiento del nuevo y que hay una relación entre la meta final y el camino que estamos llevando. Dios realiza su plan en la historia, no fuera de ella. En esta realidad nuestra con sus contradicciones y en la vida personal del discípulo, se desarrolla el misterio de la muerte y resurrección de Jesús, que culminará en nuestra participación en la plenitud del reino de Dios. Hacernos ver esto es la finalidad del discurso de Jesús, que por lo demás se niega a responder a la curiosidad por saber “cuándo” va ser el fin del mundo y cuáles van a ser las señales para reconocerlo. Él ha venido a enseñarnos que el mundo tiene su origen y su fin en Dios, que es nuestro Padre, y a invitarnos a vivir el presente desde esta perspectiva, que da sentido a la vida. 

Lucas escribe su evangelio entre los años 80-90 d.C. cuando ya se había vivido la destrucción de Jerusalén y del templo (66-70), en la que –según Flavio Josefo– murieron 1’1000,000 judíos y 97,000 fueron hechos esclavos. Las cifras pueden haber sido aumentadas, pero el hecho indudable es que aquello fue una pavorosa tragedia para Israel, tanto que la gente vio en ello el cumplimiento de la profecía de Daniel, cap. 8. Lucas usa concretamente ese acontecimiento catastrófico ya vivido para iluminar el presente y el futuro. Y hace una clara advertencia: se inicia el tiempo de las naciones, el tiempo de los judíos ya ha pasado. En Hechos de los Apóstoles, esto equivale a la difusión del cristianismo en las naciones paganas. En el relato de Lucas, los signos cósmicos vienen, pues, a continuación de los acontecimientos históricos y son leídos del mismo modo, como sucesos propios del transcurso de la historia. El texto está construido como en contrapunto: por un lado, los grandes trastornos cósmicos que llenan de terror a los hombres; por otro, la palabra del Señor que infunde confianza y garantiza el acontecimiento final de la liberación. La venida del Hijo del hombre traerá consigo la realización de todo anhelo. Por eso Pablo afirma que desea ser arrebatado al cielo para ir al encuentro de Cristo y estar para siempre con él; o ser liberado del cuerpo para estar con él (1 Tes 4; Fil 1). Quien ama al Señor no puede sino desear su venida y mantener el deseo supremo, que se expresa en la invocación: Marana-tha, Ven Señor. 

Cuando comiencen estas cosas, es decir, las guerras, el hambre, la destrucción de Jerusalén, las catástrofes cósmicas, el temor y la angustia, el Señor espera que sus discípulos y seguidores reconozcan que son cosas propias de la historia humana en el mundo, y son producto del mal que ha de desarrollarse misteriosamente junto al misterio de la salvación ganada para nosotros por la cruz del Redentor, y que habrá de revelarse al fin. 

Levántense, alcen la cabeza, dice el Señor. No se dejen abatir por el temor y la desesperanza cuando ocurran cosas así. Si la cruz es salvación del mundo, las tribulaciones darán paso a la liberación que ya se acerca. El cristiano, asociado a la pasión de Cristo, ve acercarse el Reino de Dios.

miércoles, 26 de noviembre de 2025

Las futuras persecuciones (Lc 21, 12-19)

 P. Carlos Cardó SJ 

Martirio de San Pedro, fresco de Miguel Ángel (1546- 1550), Capilla Paulina, Palacio Apostólico, El Vaticano, Roma

"Pero antes de que eso ocurra los tomarán a ustedes presos, los perseguirán, los entregarán a los tribunales judíos y los meterán en sus cárceles. Los harán comparecer ante reyes y gobernadores por causa de mi nombre, y ésa será para ustedes la oportunidad de dar testimonio de mí. Tengan bien presente que no deberán preocuparse entonces por su defensa, pues yo mismo les daré palabras y sabiduría, y ninguno de sus opositores podrá resistir ni contradecirles. Ustedes serán entregados por sus padres, hermanos, parientes y amigos, y algunos de ustedes serán ajusticiados. Serán odiados por todos a causa de mi nombre. Con todo, ni un cabello de su cabeza se perderá. Manténganse firmes y se salvarán". 

El discurso de Jesús continúa desarrollando, ya sin tintes apocalípticos, el tema del testimonio que habrán de dar sus seguidores y las persecuciones de que podrán sufrir por su Nombre, no sólo en el ámbito judío (en las sinagogas y en las cárceles), sino entre los paganos (reyes y gobernadores) y aun entre los propios parientes y amigos. 

Se señala que estas cosas sucederán antes de la destrucción de Jerusalén y del templo. El contexto en que Lucas escribe su evangelio y el libro de los Hechos de los Apóstoles es el de una Iglesia llena de enormes tensiones y angustias. Todo comenzó con las amenazas del Consejo de Ancianos contra Pedro y Juan para que no hablaran a nadie en nombre de Jesús (Hech 4, 16-18), siguió luego la persecución y flagelación de Pedro y los apóstoles (Hech 5, 17-42), y vinieron después las muertes de los primeros mártires Esteban y Santiago (Hech 7, 54-60 y 12, 1-3; cf. 1 Tes 2,14; Gal 1,13). 

Jesús anuncia a sus discípulos que el testimonio que darán de él los llevará a compartir su misma suerte. En el evangelio de Juan la advertencia es clara y directa: Si a mí me han perseguido, también los perseguirán a ustedes (Jn 12, 20). Llamados a prolongar la obra y mensaje de su maestro, los discípulos prolongarán también el misterio de su cruz. Sus vidas entregadas y su martirio final pondrán de manifiesto la verdad del evangelio. Las persecuciones, lejos de impedir o bloquear el anuncio de la venida del Reino, lo proclamarán y difundirán con una eficacia especial. Muy pronto se verá que “la sangre de los mártires es simiente de nuevos cristianos”, como afirmó Tertuliano, padre de la Iglesia de la segunda mitad del siglo II. 

En la perspectiva de las persecuciones que les aguardan, Jesús exhorta a los discípulos a no preocuparse por lo que van a decir para defenderse ante las autoridades judías o paganas, porque él mismo les inspirará a su tiempo lo que tendrán que decir. Ya antes se lo había prometido: Cuando los lleven a las sinagogas, y ante los jueces y autoridades, no se preocupen de cómo habrán de responder, o qué habrán de decir; porque el Espíritu Santo les enseñará en ese mismo momento lo que deben decir (Lc 12, 11-12). Las palabras que el Señor pondrá en su boca serán tales que sus enemigos serán incapaces de contradecirlas. La victoria final será de los discípulos de Cristo. 

Con esa confianza habrán de vencer todos los miedos, aun el de la muerte: No teman a los que matan el cuerpo, pero no pueden hacer nada más (Lc 12,4), les había dicho en otra ocasión. El miedo es mal consejero, puede llevar a la Iglesia a callar cuando debe hablar y a los discípulos a ocultarse y huir en los momentos críticos, como lo hicieron en la pasión del Señor. Guardarse la vida es echarla a perder. 

Además, Jesús advierte a quienes lo siguen que las incomprensiones y persecuciones les vendrán no sólo de los poderosos sino también de sus parientes y amigos, que podrán oponerse hasta de manera violenta a su compromiso cristiano y a los valores morales que encarnen en sus vidas. No resistirán que sus formas de vida sean contrariadas por otras formas de vida que se inspiran en Jesús y en sus enseñanzas. Todos los odiarán por mi causa. En el evangelio de Juan todas estas personas que odian a quienes viven de manera coherente su fe en Cristo son el mundo. Los odia porque no son del mundo (Jn 15). Si lo fueran no los vería como amenaza, no los odiaría. Y ¿qué pasaría si por librarse de problemas se dejasen asimilar por él? ¿Cómo devolverle el sabor a la sal? ¿Para qué serviría la luz puesta debajo del celemín? ¿Qué fecundidad puede tener el grano que no cae en tierra y muere? 

Para librarlos del desastre que sería pretender salvar su propia vida y negarse a perderla por él, Jesús ratifica su promesa de victoria con una frase tajante: No perderán ni un pelo de su cabeza. Y la razón es que con su constancia conseguirán la vida.  Se realizará en ellos el misterio de la semilla sembrada en tierra fértil, la suerte final de quienes, por haber escuchado la palabra con un corazón noble y generoso, lo retienen y dan fruto abundante (Lc 8,15).

martes, 25 de noviembre de 2025

Destrucción del templo y fin del mundo (Lc 21, 5-11)

 P. Carlos Cardó SJ 

Destrucción y saqueo del templo de Jerusalén, óleo sobre lienzo de Nicolás Poussin (1625 – 1626), Museo de Israel

En aquel tiempo, como algunos ponderaban la solidez de la construcción del templo y la belleza de las ofrendas votivas que lo adornaban, Jesús dijo: "Días vendrán en que no quedará piedra sobre piedra de todo esto que están admirando; todo será destruido".
Entonces le preguntaron: "Maestro, ¿cuándo va a ocurrir esto y cuál será la señal de que ya está a punto de suceder?".
Él les respondió: "Cuídense de que nadie los engañe, porque muchos vendrán usurpando mi nombre y dirán: 'Yo soy el Mesías. El tiempo ha llegado'. Pero no les hagan caso. Cuando oigan hablar de guerras y revoluciones, que no los domine el pánico, porque eso tiene que acontecer, pero todavía no es el fin".
Luego les dijo: "Se levantará una nación contra otra y un reino contra otro. En diferentes lugares habrá grandes terremotos, epidemias y hambre, y aparecerán en el cielo señales prodigiosas y terribles.
Pero antes de todo esto los perseguirán y los apresarán, los llevarán a los tribunales y a la cárcel, y los harán comparecer ante reyes y gobernadores, por causa mía. Con esto ustedes darán testimonio de mí.
Grábense bien que no tienen que preparar de antemano su defensa, porque yo les daré palabras sabias, a las que no podrá resistir ni contradecir ningún adversario de ustedes.
Los traicionarán hasta sus propios padres, hermanos, parientes y amigos. Matarán a algunos de ustedes, y todos los odiarán por causa mía. Sin embargo, ni un cabello de su cabeza perecerá. Si se mantienen firmes, conseguirán la vida". 

Esta página del evangelio forma parte del llamado discurso apocalíptico de Jesús. Se le llama así por sus semejanzas con los relatos bíblicos del género literario apocalíptico (por ejemplo, del libro de Daniel y de varios pasajes de Isaías, Ezequiel, Zacarías y Joel) que, en épocas particularmente críticas en la historia de Israel, especialmente de persecuciones, describían con símbolos e imágenes impactantes la victoria de Dios sobre el mal, con el propósito de sostener la esperanza del pueblo. “Apocalipsis” no significa catástrofe, sino revelación. Las palabras de Jesús no revelan cosas extrañas y ocultas, sino el sentido de nuestra realidad presente y cómo debemos vivirla. 

El contexto de este pasaje de Lucas es el siguiente. Jesús está en Jerusalén en las cercanías del templo, y escucha cómo la gente se admira de la belleza de su arquitectura, de sus piedras labradas y de la riqueza de las ofrendas que lo adornan. Hay que entrar en la mentalidad de los oyentes de Jesús para advertir el enorme significado que tenía para los judíos el templo de Jerusalén y el impacto que debieron causar en ellos las palabras de Jesús: ¡De esto que ustedes ven, no quedará piedra sobre piedra! Construido por Salomón (alrededor del año 960 a.C.), reconstruido por Zorobabel (entre el 536 y 516 a.C.) y ampliado por Herodes el Grande (hacia el 19 a.C.), el templo era el santuario más importante y el orgullo de la nación judía. Su destrucción, por tanto, no podía significar otra cosa que el fin del mundo. Pero Jesús hace ver que la caída de Jerusalén y la destrucción del templo no iban a ser el fin del mundo, sino un acontecimiento significativo, figura de todo momento de crisis, que para el creyente debe significar siempre un desafío. 

A partir de esta observación, Jesús hace ver a sus discípulos que la historia humana no se dirige hacia el “acabose” sino hacia “el final”. Marchamos hacia la disolución del mundo viejo y al nacimiento de un mundo nuevo. Dios conduce la historia hacia él. En nuestra existencia se desarrolla el misterio de la vida y la muerte, y nos inquieta el transcurrir del tiempo que nos frustra posibilidades, nos disminuye facultades y nos   hace pensar que todo pasa y todo muere. La inseguridad que esto origina, lleva a buscar seguridad en conocer el futuro y resolver la incógnita de “cuándo” se va a acabar todo y cuáles serán las señales para reconocerlo. Pero Jesús no nos da explicaciones sobre eso. Él nos enseña que el mundo tiene su origen y su fin en el Padre, y nos invita a vivir el presente desde la perspectiva de la esperanza en el del triunfo final del amor de Dios, que es lo que debemos preparar y saber acoger. 

Muchas cosas admiramos y en algunas de ellas ponemos nuestra confianza, porque nos gustan y nos producen gozo y placer, nos dan seguridad y poder, nos hacen sentir orgullosos y autosuficientes; son para nosotros como el templo de Jerusalén para los judíos, pero todo eso se puede venir abajo. Que nadie los engañe, nos dice Jesús, invitándonos a examinar dónde tenemos puesta nuestra confianza, nuestra felicidad, nuestro poder y nuestro orgullo. 

Asimismo, ninguna catástrofe, ni guerra ni revuelta social o política serán el fin; son cosas que han de suceder antes, son componentes de nuestra existencia anterior al fin. 

Vivimos un tiempo abrumado por violencias de todo tipo. Guerras y violencias había ya en tiempos de Jesús, y llevarían al gran desastre de la guerra judía de los años 66 a 70 d.C, que concluiría con la destrucción de Jerusalén. Las guerras y los conflictos marcan como hitos sangrientos la historia de la humanidad. Dios no las quiere, son los hombres los que las causan. Continúan y multiplican el crimen de Caín: el desprecio del Padre hasta la muerte del hermano. Frente a las guerras y violencias, el cristiano ejerce el discernimiento: descubre una llamada al cambio de actitudes y busca caminos efectivos para la paz sobre la base de la justicia propia del evangelio.

lunes, 24 de noviembre de 2025

La ofrenda de la viuda (Lc 21, 1-4)

 P. Carlos Cardó SJ 

El óbolo de la viuda, ilustración de Gustav Doré (1866), publicado en The Doré Bible Gallery

Jesús levantó la mirada y vio a unos ricos que depositaban sus ofrendas en el arca del tesoro del Templo. Vio también a una viuda muy pobre que echaba dos moneditas. Entonces dijo: «En verdad les digo que esa viuda sin recursos ha echado más que todos ellos, porque estos otros han dado de lo que les sobra, mientras que ella, no teniendo recursos, ha echado todo lo que tenía para vivir». 

Junto con los huérfanos, las viudas son en la Biblia el estamento social más pobre y necesitado. Dependen de los demás para poder subsistir. Dios las auxilia y escucha. Por eso se le alaba: Padre de huérfanos y defensor de viudas es el Señor en su santa morada (Sal 68, 6). El hace justicia al huérfano y a la viuda, y muestra su amor al extranjero dándole pan y vestido (Dt 10,18). Tan clara es esta actitud de Dios para con los necesitados, que el comportamiento moral propuesto por los profetas como característico de la religión judía se resumía en esto: Juzguen con rectitud y justicia; practiquen el amor y la misericordia unos con otros. No opriman a la viuda, al huérfano, al extranjero o al pobre, y no tramen nada malo contra el prójimo (Zac 7, 10). 

Por eso Jesús ha censurado duramente a los escribas, maestros de la ley, porque cometen una abominación que Dios no soporta: devoran los bienes de las viudas con el pretexto de largas oraciones y por eso tendrán un juicio muy riguroso (Lc 20, 47). Se refiere a las sumas de dinero que los fieles les daban, suponiendo que ofrecerían largas oraciones por ellos; y también a otra serie de acciones que cometían, como por ejemplo: asesoraban judicialmente a las viudas y les exigían estipendios aunque estaba prohibido; actuaban como fideicomisos para administrar el patrimonio que les dejaban sus maridos y las defraudaban; se hacían hospedar e invitar por ellas sin tener en cuenta sus escasos recursos. 

Después de ese discurso, Jesús –como señala el evangelio de Marcos– fue a sentarse frente a la Sala del Tesoro del templo y vio cómo muchos ricos echaban cantidades considerables en las arcas. De pronto observó algo que ni sus oyentes ni sus discípulos habían percibido: el contraste entre los ricos que echaban de lo que les sobraba y una viuda pobre que había depositado apenas unas moneditas, pero era todo lo que tenía para vivir. 

Jesús pondera la fe de la viuda, puesta de manifiesto en la generosidad con que actúa, pero, además, dado el acento social con que escribe el evangelista Lucas, se puede suponer que critica con esas mismas palabras al injusto sistema de recolección de fondos para el templo, que significaba una carga para la modesta economía del pueblo y podía conducir a la ruina a algunos, como aquella pobre viuda. Indudablemente la confianza con que esta mujer se abandona en las manos de Dios se contrapone diametralmente con la autosuficiencia de los ricos, que se limitan a dar únicamente de lo que les sobra y muchas veces para lograr el público reconocimiento. 

Aquella viuda se convierte en modelo de evangelio vivo y figura del mismo Jesús, de quien dirá Pablo que, siendo rico, por nosotros se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (2 Cor 8, 9). Él no tuvo dónde reclinar la cabeza pero no dudó en soportar fatigas y molestias para servir a los demás, aun quedándose sin tiempo para comer. Su generosidad fue espléndida, sin límites, como puede comprobarse en las acciones que realizaba en favor de las multitudes hambrientas y de los enfermos. Y después de una vida de servicio culminó su obra en el mundo con la entrega de su vida en la cruz. 

Los discípulos están advertidos: las instituciones religiosas pueden pervertirse cuando los métodos que emplean no tienen en cuenta la situación real de las personas y las obligaciones impuestas resultan gravosas a los pequeños y a los débiles. Y está también la lección que se debe sacar de esa pobre mujer que con su gesto de generosidad y confianza en Dios se yergue como la maestra que enseña a todos la lección más importante del evangelio. El mensaje cristiano se transmite principalmente por el ejemplo y testimonio de las personas que lo viven. Por eso muchas veces los pobres nos evangelizan y liberan a la Iglesia de todo intento de poder y de abundancia.

domingo, 23 de noviembre de 2025

Domingo XXXIV del Tiempo Ordinario. Fiesta de Cristo Rey – El buen ladrón (Lc 23, 35-43)

 P. Carlos Cardó SJ 

Vitral de Cristo Rey de la Iglesia Luterana de Nuestro Salvador, Belview, Minnesota, Estados Unidos

En aquel tiempo, las autoridades hacían muecas a Jesús, diciendo: "A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido".
Se burlaban de él también los soldados, ofreciéndole vinagre y diciendo: "Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo".
Había encima un letrero en escritura griega, latina y hebrea: "Éste es el rey de los judíos".
Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: "¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros".
Pero el otro lo increpaba: "¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo, porque recibirnos el pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha faltado en nada".
Y decía: "Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino".
Jesús le respondió: "Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso." 

En la Fiesta de Cristo Rey, la liturgia trae este texto de San Lucas del diálogo de Jesús con uno de los ladrones que fueron crucificados con él. Es un texto sobre la realeza de Cristo. Nos hace verlo elevado en la cruz, que es su trono. Desde ella juzga: perdona a sus enemigos porque no saben lo que hacen y concede su reino a los malhechores. Salta a la vista que su realeza no tiene nada que ver con los sistemas de gobierno de las naciones que se han sucedido en la historia. Jesús ejerce su autoridad en el servicio y demuestra su poder en su capacidad de amar hasta dar la vida. Y lo que ofrece como resultado de su gobierno no es lo que el mundo espera. Él ofrece un reinado universal, de verdad y vida eterna, de santidad y de gracia, de amor, unión y fraternidad, de felicidad plena, de justicia y paz inagotables. 

Sobre la cruz, Jesús realiza el reinado de Dios que había anunciado desde el inicio de su predicación. Ahora, en su extrema indefensión, perseguido y condenado, imparte su lección suprema de amor a los enemigos, perdona a sus verdugos y ofrece a todos la salvación. Ahora hace realidad lo que parecía imposible, aquello que había prometido: la felicidad de los pobres, de los hambrientos y de los afligidos, de los que son odiados y excluidos por su causa, porque de ellos es el Reino de Dios (Lc 6, 20-23). Así transforma nuestro mundo maltrecho en la casa común de la humanidad reconciliada. 

¿Es esto un sueño, una ilusión, una utopía…? “¿Quién puede creer este anuncio?”, se preguntaba ya el profeta Isaías al divisar a lo lejos el sacrificio redentor del Siervo de Yahvé (Is 53,1). ¿Quién puede creer que las promesas hechas por el Crucificado llegarán a cumplirse?, pensamos. Y la respuesta es que sólo lo puede aquel que, como el centurión pagano, al pie de su cruz, descubre su divinidad en su forma de morir. 

Y para que podamos creerlo o se arraigue en nosotros la esperanza, el evangelio de Lucas nos hace contemplar al Crucificado como el ejemplo del mártir que, con su sufrimiento, refrenda y certifica la verdad de su causa y el reconocimiento eterno que Dios hace de él como el portador de la vida verdadera. En la cruz del Señor se manifiesta el poder creador de Dios que cambia los corazones y lo transforma todo conforme a sus designios. Esta revelación es la que sostiene nuestro empeño en mejorar las cosas cada vez más porque nos asegura la esperanza, no de algo transitorio y temporal, sino de “cielos nuevos y tierra nueva en que habite la justicia” (2 Pe 3, 13; Apoc 21,1). 

No todos lo creen, ni lo esperan. Esta esperanza es para los humildes y sencillos, no para los sabios de este mundo (Lc 10,21; Mt 11,25), que cierran su corazón. Éstos aparecen en el relato de Lucas representados por las autoridades que se burlan de Jesús y gritan: “¡Sálvese a sí mismo!”. Su grito expresa la pretensión de quienes intentan calmar su miedo a la muerte, poniendo su vida a salvo a cualquier precio, sobre todo mediante el dinero y el poder. Lo único que esperan es no tener que morir. Pero Jesús no nos libra de la muerte (no dice al ladrón arrepentido: Tú no morirás). Jesús nos libera de la raíz de todo mal, que es el pecado, la afirmación ególatra, que lleva a los hombres a cerrarse en sí mismos, aprovecharse y disfrutar sin pensar en Dios ni en los demás, para acabar finalmente solos, vacíos y sin promesa, por no haber acogido ni amado realmente. De esa perdición nos libra el Crucificado, es la liberación más fundamental. Y lo hace mostrándose cercano a nosotros en nuestros padecimientos y en nuestra muerte. Acepta morir solo en la cruz, para que nadie se sienta abandonado ni muera solo en este mundo. De este modo, a la hora de nuestra muerte justamente, a la hora de ese trance que consideramos el de nuestra mayor soledad e impotencia, si nuestros ojos se fijan en la cruz, tendremos la certeza de que hallarán la felicidad eterna, que consiste en la compañía de Cristo a nuestro lado. Hoy estarás conmigo en el paraíso, nos dirá. 

El buen ladrón, convencido de su culpa y confiado en la misericordia del que ha sido crucificado con él, es el único hombre al que el mismo Jesús canoniza directamente, llevándolo consigo. Él es el prototipo de todos los santos y santas del Nuevo Testamento, pecadores salvados por la cruz del Señor. Sus palabras me enseñan a ver mi realidad de otra manera y a comprobar que, en efecto, Dios está aquí, conmigo, en mi pena, para que yo pueda estar con él. La cruz del Señor y mi cruz se hacen una porque el mismo Señor me concede estar juntamente crucificado con él (Gal 2,20) y comprobar cómo el amor puede transformar el sufrimiento. Cualquier otro milagro que Dios hiciera en mi favor no podría demostrarme tanto su poder sanante y liberador. Su cercanía a mí en el dolor –cualquiera que éste sea–, quita de mi mente todo engaño: Dios es amor y me ama, a mí, pecador. Puedo vivir y morir en paz porque estaré con él. El paraíso, la vida eterna, el cielo, como queramos llamarlo, será estar con él. “Tú estarás conmigo”, nos dice, porque yo, el Emmanuel, estoy siempre contigo.

sábado, 22 de noviembre de 2025

La resurrección de los muertos (Lc 20, 27-40)

 P. Carlos Cardó SJ 

Moisés y la zarza ardiendo, óleo sobre lienzo de Sebastian Bourdon (siglo XVII), colección de I. P. Balashov, Museo del Estado, Sann Petersburgo, Rusia

Se acercaron a Jesús algunos saduceos. Esta gente niega que haya resurrección, y por eso le plantearon esta cuestión: «Maestro, Moisés nos dejó escrito: Si un hombre tiene esposa y muere sin dejar hijos, el hermano del difunto debe tomar a la viuda para darle un hijo, que tomará la sucesión del difunto. Había, pues, siete hermanos. Se casó el primero y murió sin tener hijos. El segundo y el tercero se casaron después con la viuda. Y así los siete, pues todos murieron sin dejar hijos. Finalmente murió también la mujer. Si hay resurrección, ¿de cuál de ellos será esposa esta mujer, puesto que los siete la tuvieron?».
Jesús les respondió: «Los de este mundo se casan, hombres y mujeres, pero los que sean juzgados dignos de entrar en el otro mundo y de resucitar de entre los muertos, ya no toman marido ni esposa. Además, ya no pueden morir, sino que son como ángeles. Son también hijos de Dios, por haber nacido de la resurrección. En cuanto a saber si los muertos resucitan, el mismo Moisés lo dio a entender en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor: Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob. Él no es Dios de muertos, sino de vivos, y todos viven por él».
Intervinieron algunos maestros de la Ley, y le dijeron: «Maestro, has hablado bien.» Pero en adelante no se atrevieron a hacerle más preguntas. 

Unos saduceos plantearon a Jesús una pregunta teórica y capciosa sobre la resurrección. Los saduceos eran el partido de los terratenientes y comerciantes que se habían apoderado del ejercicio del sacerdocio para enriquecerse con los impuestos que los judíos pagaban para el templo y con la venta de animales para los sacrificios. Los fariseos, sus más inflexibles rivales, los criticaban por su inmoralidad y porque negaban la resurrección de los muertos. 

Lo que pretenden los saduceos al plantear a Jesús un caso hipotético y extremado es ridiculizar la fe en la resurrección, aluden a la ley del levirato, que dio Moisés para garantizar la descendencia de todo varón. Esta ley correspondía al sueño de todo judío de ver nacer al Mesías entre sus hijos o los hijos de sus hijos. Y esto interesaba incluso a quienes no esperaban nada después de la muerte, sino sólo dejar descendencia en este mundo. 

Jesús responde, primero, declarando que la fe en la resurrección no es absurda: lo que no tiene sentido es querer asegurar la propia pervivencia casándose y teniendo hijos, porque la vida humana no acaba con la muerte. Cuando los muertos resuciten no tendrán necesidad de casarse. A continuación, afirma que en la vida eterna los seres humanos serán como ángeles. Esta comparación tiene mucho contenido. Los ángeles son llamados “hijos de Dios” (Job 1,6; 2,1), porque reflejan su esplendor y su fuerza; nosotros también somos hijos e hijas de Dios y en la vida eterna alcanzaremos la plenitud de la filiación divina. Los ángeles son seres espirituales; nosotros por la resurrección tendremos un “cuerpo espiritual” como dice san Pablo (1 Cor 15,42). Los ángeles son “anunciadores” de la palabra de Dios; los creyentes somos testigos de la resurrección. Ellos son servidores y custodios; nosotros podemos serlo. 

Después de esto, Jesús hace ver que la resurrección estaba ya contenida implícitamente en el episodio de la zarza ardiente, en la que Dios se revela a Moisés como Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob (cf. Ex 3, 6). Si es Dios de ellos y ellos están muertos, quiere decir que resucitarán, pues de lo contrario no sería Dios de vivos sino de muertos, lo cual es absurdo. La fidelidad de Dios a los patriarcas y a su pueblo va más allá de la muerte. 

Israel llegó progresivamente a la fe en la resurrección, no a partir de reflexiones sobre la inmortalidad, sino por la experiencia del amor fiel de Dios que va más allá de la muerte. Esta revelación, fundada en el Pentateuco, se desarrolló con los profetas y los libros sapienciales. La resurrección es la acción que permite reconocer a Dios: Esto dice el Señor: Yo abriré sus tumbas, los sacaré de ellas, pueblo mío, y los llevaré a la tierra de Israel. Y cuando abra sus tumbas y los saque de ellas, reconocerán que yo soy el Señor. Infundiré en ustedes mi espíritu y vivirán (Ez 37,13ss). 

Para los cristianos, la fe tiene su inicio en la resurrección de Jesús. Porque, si Cristo no resucitó, la fe de ustedes no tiene sentido y siguen aún sumidos en sus pecados (1 Cor 15,17). La resurrección consiste en estar siempre con el Señor (1 Tes 4,17). Esa es la vida eterna que vivimos ya ahora por el don del Espíritu. Por eso dice Pablo: ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí (Gal 2,20). 

Esta fe promueve en nosotros el compromiso de ser testigos de la resurrección (Hech 1,22). Para ello es fundamental analizar la incidencia práctica que la fe en la resurrección ejerce en nuestro modo ordinario de proceder. Veremos entonces que es inherente a la fe cristiana la voluntad de construir nuestra vida de tal modo que lo más esencial que hay en ella (la libertad, la responsabilidad, el amor) demuestre que no marchamos hacia un final que nos hará sucumbir en la nada, sino hacia un Dios que nos garantiza nuestra realización plena. La fe en la resurrección hace buscar la unión y la paz en las relaciones con los demás; motiva el perdón que remite a Dios la regeneración del que nos ha ofendido; capacita para los grandes gestos de sacrificio por el bien de los seres queridos y por el progreso humano de la sociedad en que se vive; mueve a adoptar un estilo de vida sobrio, responsable, alejado de la banalidad frívola del mundo; mantiene firme la confianza aun cuando los logros del amor y de la justicia no resultan palpables y evidentes. Así se demuestra que la existencia humana trasciende lo material y temporal, porque su valor no se agota en la razón, el éxito o la dicha de este mundo.

viernes, 21 de noviembre de 2025

La purificación del templo (Lc 19, 45-48)

 P. Carlos Cardó SJ 

Jesús purificando el templo, óleo sobre lienzo de Jacobo Jordaens (1650 aprox.), Museo del Louvre, París

Después Jesús entró en el templo y se puso a echar a los mercaderes diciéndoles: "Está escrito que mi casa es casa de oración y vosotros la habéis convertido en cueva de asaltantes". A diario enseñaba en el templo. Los sumos sacerdotes, los letrados y los jefes del pueblo intentaban acabar con él; pero no encontraban cómo hacerlo, porque el pueblo en masa estaba pendiente de sus palabras. 

San Lucas no dice más que lo esencial: que Jesús entró en el templo y comenzó a expulsar a los vendedores y dijo: Está escrito: Mi casa será casa de oración, pero ustedes la han convertido en cueva de ladrones. Mateo (21, 12-17) añade el detalle de que tumbó las mesas de los cambistas y los puestos de los que vendían palomas. Marcos (11, 15- 19) dice que no permitía que nadie pasara por el templo llevando cosas. Y Juan (2, 13-22) sitúa el episodio al comienzo, en una fiesta de pascua, y es más prolijo en detalles descriptivos de la situación: habla del látigo que hace Jesús, del trato que da a unos vendedores y a otros y, sobre todo, incluye la profecía: Destruyan este templo y en tres días lo levantaré de nuevo. 

No es un simple arrebato de ira. Sin dejarse impresionar por la riqueza y poder del templo material, Jesús adopta la actitud valiente de los profetas que habían pretendido purificar la religión de Israel, denunciado las injusticias y la corrupción de las autoridades religiosas. Los negocios montados por los sumos sacerdotes en los atrios e inmediaciones del templo para la venta de los animales destinados a los sacrificios habían convertido el lugar santo en una especie de antro dedicado al culto a Mammón, personificación de la riqueza de iniquidad, que impide el culto al verdadero Dios. No pueden servir a Dios y a Mammón, había dicho Jesús (Lc 16, 13, Mt 6, 24). Ahora purifica el templo para que vuelva a brillar en él la gloria de Dios. 

Además, con su gesto profético, Jesús relativiza la importancia que el judaísmo atribuía al templo material. Ya Jeremías había declarado que no bastaba recurrir al templo para sentirse seguros si se mantenía una mala conducta: No confíen en palabras engañosas repitiendo: ¡El templo del Señor! ¡El templo del Señor! ¡El templo del Señor!… ¿Acaso piensan que pueden robar, matar, cometer adulterio, jurar en falso, incensar a Baal, correr detrás de otros dioses que no conocen, y luego venir a presentarse ante mí en esta casa consagrada a mi nombre, diciendo: “Ya estamos seguros”, para seguir cometiendo las mismas maldades? ¿Han convertido esta casa consagrada a mi nombre en una cueva de ladrones? (Jer 7, 4.8-10). Dios no soporta que se utilice su nombre para cometer inmoralidades, dividir, generar privilegios y sostener poderes indefendibles. Menos aún soporta que se le quiera comprar su amor salvador. La salvación, fruto de su amor, se recibe como gracia siempre inmerecida y se responde a ella con una vida de hijos que se aman unos a otros como son amados. 

Esta acción de Jesús que le hace aparecer como alguien superior al templo enardece los ánimos de las autoridades judías, que deciden matarlo: Los jefes de los sacerdotes, los maestros de la ley y los principales del pueblo buscaban matarlo. Pero no encontraban modo de hacerlo porque el pueblo entero estaba escuchándolo, pendiente de su palabra. Los poderosos y sabios de este mundo persiguen al portador del reino de Dios; los pobres y sencillos, en cambio, que escuchan su palabra, entrarán en él. Éstos formarán el nuevo pueblo, que el Señor va a adquirir cuando extienda sus brazos en la cruz, cumpliendo la voluntad de su Padre. Este pueblo nuevo, santificado por el Espíritu del Señor, será en el mundo el espacio que significa y produce la presencia de Cristo Resucitado. Sus miembros, como piedras vivas, irán construyendo un templo espiritual dedicado a un sacerdocio santo, para ofrecer, por medio de Jesucristo, sacrificios espirituales agradables a Dios (1 Pe 2,4-5). Ellos son el nuevo templo, en el que se ofrece el culto definitivo, en espíritu y en verdad (Jn 4, 24), con la ofrenda de sus personas, entregadas a la causa de Jesús y de su Reino (Rom 12,1-3).

jueves, 20 de noviembre de 2025

Jesús llora por Jerusalén (Lc 19, 41-44)

 P. Carlos Cardó SJ 

Jesús llora por Jerusalén, ilustración de Anton Robert Leinweber (fines del siglo XIX) para la edición de lujo de La historia de la Biblia de Hurlbut

Jesús, al acercarse y divisar la ciudad, dijo llorando por ella: "Si también tú reconocieras hoy lo que conduce a la paz. Pero eso ahora está oculto a tus ojos. Te llegará un día en que tus enemigos te rodearán de trincheras, te sitiarán y te cercarán por todas partes. Te derribarán por tierra a ti y a tus hijos dentro de ti, y no te dejarán piedra sobre piedra; porque no reconociste la ocasión de la visita divina". 

Las palabras con que Jesús expresa su dolor por la suerte futura de Jerusalén son como un eco de las lamentaciones del profeta Jeremías (Cf. Jr 8,18-23) ante la destrucción de la ciudad por Nabucodonosor, ocurrida en el año 586 a.C. Sin embargo, no se descarta que en su redacción final San Lucas haya tenido en cuenta la toma de Jerusalén por las legiones romanas de Tito en el año 70 d.C. 

Jesús ha entrado en Jerusalén en medio del júbilo del pueblo sencillo que lo ha reconocido como el rey enviado por Dios para traer la paz. Las autoridades han debido ver esa manifestación como un tumulto popular peligroso, una provocación de ese predicador y taumaturgo galileo que podría causarles problemas con los romanos. Jesús es consciente de ello, pero su interés se centra en el destino de la capital de su país, que no ha querido reconocer lo que conduce a la paz verdadera, contradiciendo incluso el significado de su nombre, Yeru-shalem, que evoca la paz. Ya antes había expresado el dolor que le causaba la impiedad de Jerusalén que mata a los profetas y apedrea a los que Dios le envía, frustrando así los planes de Dios; y había manifestado su deseo de protegerla, comparándose a la gallina que reúne a sus pollitos bajo sus alas (Lc 13, 34). Vuelve ahora a constatar la cerrazón con que Jerusalén lo rechaza como portador de la paz que Dios ofrece, y se conmueve hasta romper a llorar. 

Es un llanto de dolor por la oposición de que es objeto y por las consecuencias que puede tener para la ciudad el haber desaprovechado la oportunidad dada por Dios de jugar un papel ejemplar en el establecimiento de una existencia pacífica de la humanidad. Resuena en sus palabras la congoja del profeta que ve la ruina a la que se precipita su ciudad y su nación: Mis ojos se deshacen en lágrimas día y noche sin cesar porque un gran desastre viene sobre mi pueblo, y su herida es incurable… (Jer 14, 17). No es una amenaza ni un vaticinio de la destrucción futura de la ciudad como castigo divino. Él no ha hecho más que mostrar la misericordia de un Dios que perdona. Pero no es ciego a lo que su pueblo puede causarse a sí mismo por haberse negado a comprender lo que conduce a la paz. Quien obstinadamente rechaza la paz, atrae contra sí la guerra y la desgracia. 

Viniendo a nuestra situación, se puede decir que este pasaje evangélico mueve a discernir los signos de los tiempos para hallar en ellos la presencia del Señor y su ofrecimiento de paz personal, social y mundial. Jerusalén no ha reconocido en “en este día”, la venida del Señor y su salvación. También nosotros podemos ignorarla y no ver el presente como el tiempo para el encuentro con el Señor y con la existencia pacífica, fraterna y justa a la que nos invita. Esforcémonos, por tanto, por entrar en ese descanso y que nadie caiga siguiendo el ejemplo de la rebeldía, dice la carta a los Hebreos (4,11). Pero el día del Señor sigue ignorado, desaprovechado, las naciones no reducen sus gastos de armamento, los medios no hacen más que propalar la falacia de la eficacia de la violencia para resolver conflictos y como individuos mantenemos en nuestro interior resentimientos y hostilidades. No obstante, hoy es el tiempo favorable, hoy es el tiempo de la salvación, como dice San Pablo (2 Cor 6, 2), y sigue disponible para nosotros la gracia que nos hace constructores de la paz en las relaciones personales y en las instituciones que frecuentamos. Siempre nos es posible decir: Deseen la paz a Jerusalén… Por mis hermanos y compañeros voy a decir: ¡La paz contigo! Por la casa del Señor, nuestro Dios, te deseo todo bien (Sal 121, 6.8-9).

miércoles, 19 de noviembre de 2025

Parábola de las onzas de oro (Lc 19, 11-28)

 P. Carlos Cardó SJ 

Ricos y pobres, pintura flamenca de autor anónimo (siglo XVII), Museo del Pan de Ulm, Baden-Würtemberg, Alemania

Cuando Jesús estaba ya cerca de Jerusalén, dijo esta parábola, pues los que lo escuchaban creían que el Reino de Dios se iba a manifestar de un momento a otro.
"Un hombre de una familia noble se fue a un país lejano para ser nombrado rey y volver después. Llamó a diez de sus servidores, les entregó una moneda de oro a cada uno y les dijo: "Comercien con ese dinero hasta que vuelva".
Pero sus compatriotas lo odiaban y mandaron detrás de él una delegación para que dijera: "No queremos que éste sea nuestro rey". Cuando volvió, había sido nombrado rey. Mandó, pues, llamar a aquellos servidores a quienes les había entregado el dinero, para ver cuánto había ganado cada uno.
Se presentó el primero y dijo: "Señor, tu moneda ha producido diez más". Le contestó: "Está bien, servidor bueno; ya que fuiste fiel en cosas muy pequeñas, ahora te confío el gobierno de diez ciudades".
Vino el segundo y le dijo: "Señor, tu moneda ha producido otras cinco más". El rey le contestó: "Tú también gobernarás cinco ciudades".
Llegó el tercero y dijo: "Señor, aquí tienes tu moneda. La he guardado envuelta en un pañuelo porque tuve miedo de ti. Yo sabía que eres un hombre muy exigente: reclamas lo que no has depositado y cosechas lo que no has sembrado".
Le contestó el rey: "Por tus propias palabras te juzgo, servidor inútil. Si tú sabías que soy un hombre exigente, que reclamo lo que no he depositado y cosecho lo que no he sembrado, ¿por qué no pusiste mi dinero en el banco? Así a mi regreso lo habría cobrado con los intereses".
Y dijo el rey a los presentes: "Quítenle la moneda y dénsela al que tiene diez". "Pero, señor, le contestaron, ya tiene diez monedas". Yo les digo que a todo el que produce se le dará más, pero al que no tiene, se le quitará aun lo que tiene. En cuanto a esos enemigos míos que no me quisieron por rey, tráiganlos aquí y mátenlos en mi presencia".
Dicho esto, Jesús pasó adelante y emprendió la subida hacia Jerusalén. 

Puesta después del pasaje de Zaqueo, esta parábola es como un comentario al tema de la recta administración de los bienes dados por Dios. Asimismo, la alusión al rey que ha de venir a pedir cuentas mantiene el tema de la vigilancia y responsabilidad que se requiere para producir fruto según los dones recibidos de Dios. El señor que reparte las onzas de oro y se va a un país lejano no es sólo un hombre noble sino el heredero del trono real, y lo va a conseguir a pesar de que haya quienes no lo quieren por rey. Jesucristo, antes de alcanzar toda su gloria de Mesías, dejará de estar visiblemente en el mundo, pero volverá con poder y majestad (Lc 21, 27), no sabemos cuándo. Mientras tanto se abre para nosotros una época de espera, fidelidad y vigilancia. 

La parábola tiene mucho parecido con la de los talentos de Mt 25, 14-30. Aquí, lo que el señor reparte a cada empleado es una onza de oro, que se traduce también como mina, y es una suma pequeña equivalente a 1/60 de talento. Lo importante es que el señor tiene con ellos este gesto de confianza, al que ellos deben responder con lealtad y laboriosidad en su administración, de modo que la cantidad recibida se incremente. Todos hemos recibido tal misión. En la lógica del evangelio, todo es don recibido y todo ha de ser puesto al servicio de Dios y de los prójimos. Obrando así, uno actúa como Jesús, lo tendrá de su parte cuando vuelva y obtendrá de él vida eterna. En esto consiste lo central de la parábola. 

¿Quién es ese empleado que recibió la onza de oro y la tuvo guardada en un pañuelo sin hacerla producir? Representa a todo aquel que sabe el bien que hay que hacer, pero no lo hace. Su culpa consiste en no haber negociado con el dinero que se le confió y haberse limitado únicamente a procurar no perderlo. Es evidente que este empleado podía haber obrado con obediencia y responsabilidad como los dos primeros, pero obró con desobediencia e indolencia, por el juicio erróneo que se había formado sobre el carácter de su señor. El tono grosero con que le habla y le devuelve la onza de oro es una prueba de su mala conciencia. Por esto recibe del señor el calificativo de “malo”, no sólo de “negligente” (cf. Mt 25,26), porque se ha comportado como rebelde y desobediente. La falsa idea que tenía del señor le impidió dar de sí con generosidad y gratitud. Se mueve como Adán, que se esconde de un dios malo y se aleja hasta acabar en la muerte. En cambio, quien responde con generosidad a tanto bien recibido, se hace capaz de recibir más y de dar más. Experimenta lo que Jesús enseñó: Den, y se les dará; una buena medida, apretada, remecida y rebosante, vaciarán en su regazo. Porque con la medida con que midan, se los medirá (Lc 6. 38). 

El final de la parábola sorprende. El señor entrega como recompensa al primer empleado la onza que el tercero no había sido capaz de negociar. Los allí presentes juzgan arbitraria esta decisión y argumentan diciendo que ese empleado ya tiene diez onzas, pero la respuesta que reciben del señor señala que él actúa con absoluta soberanía y la benevolencia con que juzga y recompensa supera totalmente el modo humano de pensar. El señor ha sido extraordinariamente generoso con sus empleados, y a la hora de ajustar cuentas con ellos no sólo los recompensará por su trabajo, sino que lo hará de un modo que supera todas las expectativas y todos los cánones de merecimiento. 

La parábola es una invitación a examinar la idea que tenemos de Dios, pues de ella depende en gran medida la actitud con que servimos y el uso que damos a los bienes recibidos. Una relación con Dios contable, mercantil, no libre, no de hijo, sino de rival, lleva a la persona a actuar por pura obligación o por interés, de mala gana o procurando únicamente acumular méritos. No fue así la actitud de los dos primeros empleados, que modestamente se limitaron a mostrar al señor lo que habían conseguido con la administración responsable de lo que se les había confiado y fueron por ello recompensados magníficamente. Cada uno en el servicio a Dios y a los demás ha de hacer entrega de lo que ha recibido y ha de hacerlo por amor, gratuita y desinteresadamente. Según el evangelio no se realiza quien tiene, sino quien da de sí. Y lo que cuenta no es la cantidad sino la actitud con que uno pone en el servicio lo que tiene, consciente de que todo lo ha recibido.