martes, 5 de agosto de 2025

La tempestad calmada (Mt 14, 22-36)

 P. Carlos Cardó SJ 

Cristo camina sobre las aguas, óleo sobre lienzo de Phillip Otto Runge (1806), Galería de Arte de Hamburgo, Alemania

Inmediatamente después Jesús obligó a sus discípulos a que se embarcaran; debían llegar antes que él a la otra orilla, mientras él despedía a la gente. Jesús, pues, despidió a la gente, y luego subió al cerro para orar a solas. Cayó la noche, y él seguía allí solo.
La barca en tanto estaba ya muy lejos de tierra, y las olas le pegaban duramente, pues soplaba el viento en contra. Antes del amanecer, Jesús vino hacia ellos caminando sobre el mar.
Al verlo caminando sobre el mar, se asustaron y exclamaron: «¡Es un fantasma!» Y por el miedo se pusieron a gritar.
En seguida Jesús les dijo: «Animo, no teman, que soy yo».
Pedro contestó: «Señor, si eres tú, manda que yo vaya a ti caminando sobre el agua».
Jesús le dijo: «Ven».
Pedro bajó de la barca y empezó a caminar sobre las aguas en dirección a Jesús. Pero el viento seguía muy fuerte, tuvo miedo y comenzó a hundirse. Entonces gritó: «¡Señor, sálvame!».
Al instante Jesús extendió la mano y lo agarró, diciendo: «Hombre de poca fe, ¿por qué has vacilado?». Subieron a la barca y cesó el viento, y los que estaban en la barca se postraron ante él, diciendo: «¡Verdaderamente tú eres el Hijo de Dios!».
Terminada la travesía, desembarcaron en Genesaret. Los hombres de aquel lugar reconocieron a Jesús y comunicaron la noticia por toda la región, así que le trajeron todos los enfermos. Le rogaban que los dejara tocar al menos el fleco de su manto, y todos los que lo tocaron quedaron totalmente sanos. 

Después de la multiplicación de los panes (Mt 14,13-22), Jesús despide a la gente y ordena a sus discípulos que suban a una barca y crucen el lago, mientras él se retira solo a un monte para orar. Se retiraba a menudo a rezar. Era consciente de que vivía en plena comunión con Dios, su Padre, pero sabía reservarse en medio de su actividad momentos determinados para estar a solas con él. El solo recuerdo de la importancia que daba Jesús a la oración en su vida personal debería bastarnos para dedicar nosotros también un tiempo diario a la oración, aunque andemos llenos de actividades y preocupaciones. La fe cristiana no es una ideología, ni una simple moral, sino una experiencia de amistad y amor que Dios ofrece y que debemos acoger y cultivar. Por medio de la oración, fe irá dando coherencia y sentido a lo que somos y hacemos, irá configurando nuestro ser con el de Jesucristo. 

Mientras Jesús ora, los discípulos reman trabajosamente en medio del “mar”, es ya noche y están solos. Soplan el viento y la barca es zarandeada por las olas todavía muy lejos del lugar a donde se dirigen. Se sienten suspendidos sobre las aguas que se los pueden tragar. Jesús les había hablado en una de sus parábolas del viento que es capaz de derrumbar una casa que no está bien construida (Mt 7, 27). Asimismo, en la Biblia, que ellos conocen, el mar representa el peligro más temible, el lugar en el actúan las fuerzas caóticas amenazadoras (Jn 1,4-16), el abismo donde habitan los monstruos feroces (Dn 7,2ss). 

De madrugada Jesús va a su encuentro andando sobre el agua. Su silueta, apenas visible por la bruma, les parece un fantasma. Atemorizados, se ponen a gritar. Pero Jesús los tranquiliza: ¡Ánimo, soy yo, no tengan miedo! La presencia de Jesús, sus palabras “YO SOY” y su exhortación a la confianza, evocarían en ellos escenas bíblicas de revelación de Dios (Ex 3,14; Dt 32,39; Is 43,10-12). Jesús aparecía ante ellos como su salvación. 

Pedro, impetuoso como siempre, le pide llegar hasta él caminando sobre el agua. Jesús se lo concede, pero un golpe de viento lo hace tambalear, comienza a hundirse y grita: Señor, sálvame. Jesús le dice: Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste? Subieron juntos a la barca, el viento amainó y todos se postraron ante Jesús confesando: Realmente eres Hijo de Dios. 

El miedo paraliza y confunde. Es una experiencia que todos hemos tenido en mayor o menor grado. Aquí tiene un contenido eclesial, porque la barca de Pedro con los discípulos simboliza a la Iglesia. En ella nos puede sobrevenir el temor y la duda de fe cuando no podemos compaginar esas dos imágenes bíblicas de la Iglesia: la de la casa construida sobre roca, que sugiere estabilidad y seguridad, y la de la barca, que se mueve y navega no siempre por mares tranquilos sino encrespados, golpeada por los vientos. A veces en la Iglesia las cosas no son como deberían ser, y podemos olvidar que es la casa de Cristo, construida sobre roca, y la barca en la está siempre Jesús a pesar de las tormentas. 

El relato hace referencia también al camino de la fe, en general, que no es un camino llano sino sembrado a veces de agitaciones, dudas y caídas. La duda está en medio entre la incredulidad y la fe. Y de una u otra forma todos pasamos por ella. 

La experiencia de Pedro se reproduce igualmente en nuestro camino de fe. Como él, hemos oído el llamamiento del Señor y lo hemos seguido. Como él, confiando en la gracia del Señor hemos podido avanzar a pesar de obstáculos y dificultades. Pero como Pedro también sentimos a veces la necesidad de agarrarnos del Señor, o incluso la necesidad de implorar: ¡Señor, sálvame! Reconocemos que sólo el Señor puede librarnos y esta experiencia abre en nuestro interior el espacio para que su gracia actúe. 

Jesús, que camina sobre las aguas, vencedor de todas las fuerzas del mal, está con nosotros en su palabra y su pan. Pero lo podemos sentir como ausente o interpretar su presencia como si fuera un fantasma, y no nos fiamos de su palabra. Mantener el sentido de su presencia y confiar en él es elevarse por encima de toda adversidad y superarla. 

¡Ánimo, soy yo, no tengan miedo!, es el mensaje central de Jesús en este evangelio. Cualesquiera que sean los problemas, miedos y fantasmas que nos envuelvan hasta hacer tambalear nuestra fe, siempre nos llegan sus palabras de aliento: ¡Ánimo, Yo soy, no tengan miedo! Entonces tenemos que agarrarnos a él. Y tenemos también que alargar la mano y ayudar a tantas personas que nos necesitan.

lunes, 4 de agosto de 2025

Multiplicación de los panes (Mt 14, 13-21)

 P. Carlos Cardó SJ 

Alimentación de los cinco mil, fresco de autor anónimo (1260 aprox.), Basílica Santa Madre Sofía (Hagia Sofía), Estambul, Turquía

En aquel tiempo, al enterarse Jesús de la muerte de Juan el Bautista, se marchó de allí en barca, a un sitio tranquilo y apartado.
Al saberlo la gente, lo siguió por tierra desde los pueblos. Al desembarcar, vio Jesús el gentío, le dio lástima y curó a los enfermos.
Como se hizo tarde, se acercaron los discípulos a decirle: "Estamos en despoblado y es muy tarde, despide a la multitud para que vayan a las aldeas y se compren de comer".
Jesús les replicó: "No hace falta que vayan, dadles vosotros de comer".
Ellos le replicaron: "Si aquí no tenemos más que cinco panes y dos peces".
Les dijo: "Traédmelos".
Mandó a la gente que se recostara en la hierba y, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos; los discípulos se los dieron a la gente.
Comieron todos hasta quedar satisfechos y recogieron doce cestos llenos de sobras. Comieron unos cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños. 

El pan es el símbolo con el que Jesús quiso identificarse en lo más característico de su persona y de su obra por nosotros: hombre para los demás, entrega su vida por la vida del mundo como pan de vida eterna. Al mismo tiempo, el pan es el alimento en nuestra vida temporal y la garantía del banquete eterno, que Dios nuestro Padre celebrará con nosotros cuando su reino se haya realizado plenamente. 

Los primeros cristianos consideraron especialmente importante el pasaje de la multiplicación de los panes y, por la forma como lo redactaron, hicieron ver a través de él la importancia que tenía para ellos la Eucaristía, signo realizador de su unión con Cristo y de la unión que debía existir entre ellos. Por eso el texto emplea palabras de la Eucaristía. Jesús tomó los panes, levantó los ojos al cielo, los bendijo, los partió y se los dio a los discípulos para que los repartieran. 

La comunidad tiene su centro en la Eucaristía. Vive del don de su Señor, ofrecido y recibido como el pan de vida. Vive también el anhelo del Señor de servir a los demás y ayudar a resolver el problema de la vida, significado en el hambre de la multitud: hambre de pan y de evangelio. Todo el ser de Jesús y su mensaje, todo lo que nosotros creemos y esperamos, se sintetiza en el gesto compartir con los demás lo que uno tiene y lo que uno es. Eso significa partir juntos el pan. El pan está hecho para ser compartido. Cuando el pan se acumula en pocas manos y se queda gente con hambre, ahí la celebración de la Eucaristía está incompleta. Por eso, cuando los primeros cristianos celebraban la Cena del Señor, hacían que en su única e indivisible celebración se efectuara la distribución de los bienes –para que no hubiera pobres entre ellos (Hech 4,32-35) – y el comer juntos el Cuerpo del Señor, pan de la unidad, que les hacía tener “un solo corazón y una sola alma” (Hech 4,32). Por eso, “no se puede separar el sacramento del Cuerpo de Cristo del sacramento del hermano” (Papa Benedicto XVI). 

Mezclados entre la multitud hambrienta, mostrémonos dispuestos a recibir el pan que Jesús nos da manifiesta en el milagro de los panes. Y dejemos que Jesús nos señale el camino que debemos dar a nuestras vidas. Conmovido por el hambre de la gente, Jesús nos dirá: Denles ustedes de comer. No podemos decir como los discípulos: “que vayan y se compren” lo que necesitan para sobrevivir. En las palabras de Jesús hay un imperativo a sus discípulos de entonces y de ahora a identificarse con él, que es cuerpo entregado, pan, alimento que se recibe y se comparte. 

El relato tiene 3 escenas:

La primera escena es la presentación de Jesús misericordioso que, movido a compasión, toma la iniciativa para resolver el problema de la vida, representado en el hambre de la multitud. Al ver al gentío, se le conmovieron las entrañas. La misericordia es cualidad fundamental del ser de Dios, que es amor, amor de padre y de madre. 

En la segunda escena, los discípulos piden a Jesús que despida a la gente para que se busquen qué comer. Ellos siguen pensando con la lógica del comprar y del poder. Jesús les ordena pasar a la lógica del compartir: que traigan lo que tienen. Y aunque los medios con que cuentan son insuficientes (no tenemos más que cinco panes y dos peces), Jesús se valdrá de ellos para que a nadie le falte. 

En la tercera escena, Jesús toma los panes de la comunidad, hace que la comunidad participe. Pronuncia sobre ellos la bendición, es decir, hace que baje sobre el pan de la comunidad la gracia de Dios. Con ella, los bienes se transforman y readquieren la finalidad para la que el Creador los hizo, que es la de servir al sostenimiento de todos. Entonces, esos panes, ya dispuestos para ser compartidos, se los da Jesús a los discípulos para que los repartan. Pongamos lo nuestro a disposición de quien lo necesite y veremos que alcanza hasta sobrar: Con lo que sobró llenaron doce canastas. 

Los primeros de la primitiva Iglesia partían el pan en las casas y repartían sus bienes para que a nadie le faltara nada y no hubiera pobres entre ellos. Ese ideal de la Eucaristía de los primeros cristianos, de comulgar en el ser mismo del Señor y manifestarlo en el amor fraterno y en el servicio a los demás es la dirección fundamental que hacia la que han de apuntar nuestros trabajos, nuestro estilo de vida y nuestras decisiones.

domingo, 3 de agosto de 2025

Domingo XVIII del Tiempo Ordinario – La necedad del rico (Lc 12, 13-21)

 P. Carlos Cardó SJ 

Parábola del rico necio, óleo sobre lienzo de David Tenier el joven (1648), Galería Nacional de Londres

Uno de entre la gente pidió a Jesús: "Maestro, dile a mi hermano que me dé mi parte de la herencia". Él le contestó: "Amigo, ¿quién me ha nombrado juez o repartidor entre ustedes?!". Después dijo a la gente: "Eviten con gran cuidado toda clase de codicia, porque aunque uno lo tenga todo, no son sus posesiones las que le dan vida". A continuación les propuso este ejemplo: "Había un hombre rico, al que sus campos le habían producido mucho. Pensaba: ¿Qué voy a hacer? No tengo dónde guardar mis cosechas. Y se dijo: Haré lo siguiente: echaré abajo mis graneros y construiré otros más grandes; allí amontonaré todo mi trigo, todas mis reservas. Entonces yo conmigo hablaré: Alma mía, tienes aquí muchas cosas guardadas para muchos años; descansa, come, bebe, pásalo bien". Pero Dios le dijo: "¡Pobre loco! Esta misma noche te reclaman tu alma. ¿Quién se quedará con lo que has preparado?" Esto vale para toda persona que amontona para sí misma, en vez de acumular para Dios". 

El uso de los bienes materiales y del dinero es un tema importante en el evangelio: no sólo porque son necesarios para vivir, sino porque tienen un enorme poder de seducción. El evangelio libera a la persona humana de toda tendencia idolátrica, que la lleve a someterse a las cosas, hasta perder su libertad frente a ellas y sacrificar en su honor los valores que ennoblecen y guían la vida. El cristiano ha de poner su confianza en Dios por encima de todo, ha de obrar con libertad responsable en el uso las cosas de este mundo y demostrar solidaridad fraterna. 

Con el dinero se puede hacer el bien o hacer el mal. El dinero es malo cuando es mal adquirido, o cuando se emplea para fines malos, o se acumula para el disfrute egoísta, sin tener en cuenta la suerte de aquellos que podrían beneficiarse también con él. La acumulación infecunda y egoísta genera desigualdades injustas y divide a los hermanos. Hay que administrar el dinero conforme al plan de Dios. Así, mientras el rico egoísta se llena de enemigos, quien administra bien sus bienes para que sirvan al desarrollo de su pueblo, para que den trabajo a la gente y para resolver las necesidades de los pobres, esa persona es justa, crece en dignidad. En palabras del Papa Francisco: “La vocación de un empresario es una noble tarea, siempre que se deje interpelar por un sentido más amplio de la vida; esto le permite servir verdaderamente al bien común, con su esfuerzo por multiplicar y volver más accesibles para todos los bienes de este mundo” (Evangelii Gaudium, 203). 

El texto de San Lucas comienza con la intervención de un hombre anónimo que, en medio de la multitud, le pide a Jesús que haga de árbitro para que su hermano reparta con él la herencia. Jesús se niega a responder en términos jurídicos como lo hacían los rabinos y expertos en la ley, y prefiere ir a la raíz misma del conflicto entre los hermanos: la avidez insaciable. Lo que los divide es justamente lo que debería unirlos: el legado que el padre les ha dejado para ayudarlos a vivir. Pero el amor desordenado al dinero lleva a querer apropiarse de él, sustituye al amor del Padre y crea enemistad con el hermano. Es un hecho evidente que las relaciones humanas pueden romperse fácilmente cuando están de por medio el dinero y los bienes materiales, cuando los hombres actúan movidos por la avaricia y la ambición. 

Para ilustrar este principio general Jesús propone luego una parábola. El protagonista es un rico, un agricultor afortunado que, no obstante, es calificado de torpe o insensato porque sólo piensa en sí y no tiene más interés en la vida que programarse un futuro seguro y feliz mediante la acumulación de bienes. La forma de pensar de este hombre, que no ve más allá de su mundo solitario, se observa claramente en el modo como se expresa: habla de mi cosecha, mis graneros, mi trigo, mis bienes. En su horizonte está él solo, sin su padre Dios y sin sus hermanos los hombres. No quiere reconocer que los bienes que Dios da han de ser repartidos. Su afán de seguridad (otra cara del miedo a la muerte) lo impulsa a acumular riquezas para sí, hasta hacer depender la vida de lo que tiene y no de lo que es. Pero la verdad de la existencia es otra: aunque se nade en la abundancia, la vida no depende de las riquezas y quien hace depender su vida de lo que tiene, echa a perder lo que es: hijo de Dios y hermano de su prójimo. Ya no tiene a Dios como padre, los demás dejan de ser hermanos para convertirse en competidores y las mismas cosas, que eran medios para el sostenimiento y desarrollo de su vida, pasan a ser causa de su desgracia. Por eso le dice Dios: ¡Torpe! Esta misma noche te pedirán el alma. ¿Para quién será todo lo que has almacenado? 

Necio o torpe en la Biblia es el hombre que no tiene en cuenta a Dios ni le preocupa la suerte de los demás; el hombre vacío y fatuo que pone su confianza en cosas inseguras. Un antiguo escrito judío dice: “El amor al dinero conduce a la idolatría, porque cuando los pervierte el dinero, los hombres invocan como dioses a cosas que no son dioses, y eso los lleva hasta la locura” (Testamentos de los XII Patriarcas, 19,1). Asimismo el salmo 39,7 dice: El hombre es como un soplo que desaparece, como una sombra que pasa; se afana por cosas transitorias, acumula riquezas y no sabe para quién serán. Y el profeta Jeremías expresa el lamento de Dios por sus hijos que, al olvidarse de él, dejan de ver el justo valor de la vida y de lo que de veras cuenta para su realización y felicidad plena: Dos maldades ha cometido mi pueblo: me abandonaron a mí, fuente de aguas vivas, para ir a cavarse cisternas, cisternas agrietadas que no pueden contener el agua (Jer 2,13).

sábado, 2 de agosto de 2025

Muerte de Juan Bautista (Mt 14, 1-12)

 P. Carlos Cardó SJ 

Degollación de San Juan Bautista y banquete de Herodes, óleo sobre lienzo de Bartlomiej Strobel (1630 – 1833), Museo Nacional del Prado, Madrid, España

En aquel tiempo, oyó el virrey Herodes lo que se contaba de Jesús y dijo a sus ayudantes: "Ése es Juan Bautista, que ha resucitado de entre los muertos, y por eso los poderes actúan en él." Es que Herodes había mandado prender a Juan y lo había metido en la cárcel encadenado, por motivo de Herodías, mujer de su hermano Filipo; porque Juan le decía que no le estaba permitido vivir con ella. Quería mandarlo matar, pero tuvo miedo de la gente, que lo tenía por profeta. El día del cumpleaños de Herodes, la hija de Herodías danzó delante de todos, y le gustó tanto a Herodes que juró darle lo que pidiera. Ella, instigada por su madre, le dijo: "Dame ahora mismo en una bandeja la cabeza de Juan Bautista." El rey lo sintió; pero, por el juramento y los invitados, ordenó que se la dieran; y mandó decapitar a Juan en la cárcel. Trajeron la cabeza en una bandeja, se la entregaron a la joven, y ella se la llevó a su madre. Sus discípulos recogieron el cadáver, lo enterraron, y fueron a contárselo a Jesús. 

La actividad de Juan Bautista y la de Jesús estuvieron muy relacionadas. La muerte cruenta de Juan anticipa la de Jesús. Ambos sufren el mismo destino de los grades profetas. En su martirio, el enviado de Dios demuestra que su vida ha estado configurada con la palabra que recibió de lo alto y que él ha transmitido con todas sus consecuencias; manifiesta así el valor de la causa a la que se ha entregado. Hay valores que valen más que la vida; esta verdad se hace patente en la muerte del profeta. 

Herodes, el asesino de Juan Bautista, es junto con Pilato prototipo de hombre falaz e inconsecuente. Dice de él San Mateo que había oído hablar de Jesús. La fe se inicia por el oído, creemos porque hemos oído, la fe se transmite. Herodes había oído, pero está incapacitado para alcanzar la verdad, como todos aquellos que oprimen la verdad con la injusticia y causan la indignación de Dios (Rom 1, 18). El modo de vivir no deja oír la verdad, la diluye con la frivolidad, la censura con la prepotencia. El modo de vida de Herodes aparece implícitamente descrito: el adulterio, la  venalidad y la violencia. Todos estos ingredientes aparecen ostentosamente en el banquete que el rey se organiza por su cumpleaños. Fiesta de los poderosos sobre el dolor de los inocentes. Fiesta de cumpleaños con sabor a muerte. 

Destaca en el festín la figura de Herodías, concubina de Herodes. Simboliza el placer que él cree poder darse porque todo lo puede, incluso quitarle la mujer a su hermano Filipo con toda desfachatez.  La mayor torpeza del corrupto es creerse omnipotente. Esta omnipotencia le hace exhibir sin temor alguno su adulterio. Pero el santo profeta lo encara: ¡No te es lícito! Como ocurre con frecuencia en los casos de corrupción, la denuncia pone al culpable en la encrucijada: o vida o muerte. La decisión es inevitable. No se puede ser una cosa y al mismo tiempo su contraria. Pero el malvado elige la muerte del que lo acusa. Por eso Herodes quería matarlo. Quien obra el mal siente como una amenaza las palabras de quien lo corrige. Y al no hallar razones, quiere acabar con él, pensando que así quedará tranquilo. Pero no procede por miedo al pueblo que aprecia al profeta. 

La ocasión se produce con el banquete. Belleza, arte y placer aporta la hija de Herodías. Danza ante el rey y la corte, y encanta.  Belleza, arte y placer, son buenos en sí; pero el mal se sirve de ellos; la belleza se torna mal gusto, el arte vulgaridad y el placer se prostituye: ya no dan vida sino muerte. Pide lo que quieras, le dice el que se cree capaz de todo. Incluso juró darle lo que pidiera, quedando obligado a cumplir su promesa insensata. Es muy común este quedar entrampado el sujeto en sus propias contradicciones. Y por su parte la belleza, bajo el influjo de la necedad, es capaz de llegar a causar el horror. La muchacha, instigada por su madre, pidió que le diera en una bandeja la cabeza del Bautista. 

Herodes se entristeció. Rápido se esfumaron belleza y placer. La tristeza puede ser buena –advierte Ignacio de Loyola para acertar en el discernimiento– porque hace recapacitar, induce al arrepentimiento. Pero ocurre muchas veces que el hombre no puede salirse del enredo en que se ha metido, quedando preso del qué dirán. Y por eso, por la pura veleidad de no quedar mal ante los palaciegos, ordenó que le cortaran la cabeza a Juan. Herodes se pone así entre los primeros de la larga serie de necios que han creído y creen poder hacer lo que les viene en gana, hasta despreciar la vida del inocente por cálculo político, por mantener renombre, autoridad y dominio. 

El relato concluye con una nota de piedad: vinieron sus discípulos (de Juan), recogieron el cuerpo, le dieron sepultura y fueron a contárselo a Jesús. 

El historiador Flavio Josefo (Antigüedades judías, XVIII) se fija en el motivo político del asesinato. Herodes podía temer que, a consecuencia de la predicación del Bautista, se armase un movimiento popular que podría traerle problemas con los romanos, de quien era vasallo. Los evangelios prefieren resaltar la dimensión moral del arresto y decapitación del santo y situarlo como precursor, aun en su muerte, del Mesías Jesús.