martes, 5 de agosto de 2025

La tempestad calmada (Mt 14, 22-36)

 P. Carlos Cardó SJ 

Cristo camina sobre las aguas, óleo sobre lienzo de Phillip Otto Runge (1806), Galería de Arte de Hamburgo, Alemania

Inmediatamente después Jesús obligó a sus discípulos a que se embarcaran; debían llegar antes que él a la otra orilla, mientras él despedía a la gente. Jesús, pues, despidió a la gente, y luego subió al cerro para orar a solas. Cayó la noche, y él seguía allí solo.
La barca en tanto estaba ya muy lejos de tierra, y las olas le pegaban duramente, pues soplaba el viento en contra. Antes del amanecer, Jesús vino hacia ellos caminando sobre el mar.
Al verlo caminando sobre el mar, se asustaron y exclamaron: «¡Es un fantasma!» Y por el miedo se pusieron a gritar.
En seguida Jesús les dijo: «Animo, no teman, que soy yo».
Pedro contestó: «Señor, si eres tú, manda que yo vaya a ti caminando sobre el agua».
Jesús le dijo: «Ven».
Pedro bajó de la barca y empezó a caminar sobre las aguas en dirección a Jesús. Pero el viento seguía muy fuerte, tuvo miedo y comenzó a hundirse. Entonces gritó: «¡Señor, sálvame!».
Al instante Jesús extendió la mano y lo agarró, diciendo: «Hombre de poca fe, ¿por qué has vacilado?». Subieron a la barca y cesó el viento, y los que estaban en la barca se postraron ante él, diciendo: «¡Verdaderamente tú eres el Hijo de Dios!».
Terminada la travesía, desembarcaron en Genesaret. Los hombres de aquel lugar reconocieron a Jesús y comunicaron la noticia por toda la región, así que le trajeron todos los enfermos. Le rogaban que los dejara tocar al menos el fleco de su manto, y todos los que lo tocaron quedaron totalmente sanos. 

Después de la multiplicación de los panes (Mt 14,13-22), Jesús despide a la gente y ordena a sus discípulos que suban a una barca y crucen el lago, mientras él se retira solo a un monte para orar. Se retiraba a menudo a rezar. Era consciente de que vivía en plena comunión con Dios, su Padre, pero sabía reservarse en medio de su actividad momentos determinados para estar a solas con él. El solo recuerdo de la importancia que daba Jesús a la oración en su vida personal debería bastarnos para dedicar nosotros también un tiempo diario a la oración, aunque andemos llenos de actividades y preocupaciones. La fe cristiana no es una ideología, ni una simple moral, sino una experiencia de amistad y amor que Dios ofrece y que debemos acoger y cultivar. Por medio de la oración, fe irá dando coherencia y sentido a lo que somos y hacemos, irá configurando nuestro ser con el de Jesucristo. 

Mientras Jesús ora, los discípulos reman trabajosamente en medio del “mar”, es ya noche y están solos. Soplan el viento y la barca es zarandeada por las olas todavía muy lejos del lugar a donde se dirigen. Se sienten suspendidos sobre las aguas que se los pueden tragar. Jesús les había hablado en una de sus parábolas del viento que es capaz de derrumbar una casa que no está bien construida (Mt 7, 27). Asimismo, en la Biblia, que ellos conocen, el mar representa el peligro más temible, el lugar en el actúan las fuerzas caóticas amenazadoras (Jn 1,4-16), el abismo donde habitan los monstruos feroces (Dn 7,2ss). 

De madrugada Jesús va a su encuentro andando sobre el agua. Su silueta, apenas visible por la bruma, les parece un fantasma. Atemorizados, se ponen a gritar. Pero Jesús los tranquiliza: ¡Ánimo, soy yo, no tengan miedo! La presencia de Jesús, sus palabras “YO SOY” y su exhortación a la confianza, evocarían en ellos escenas bíblicas de revelación de Dios (Ex 3,14; Dt 32,39; Is 43,10-12). Jesús aparecía ante ellos como su salvación. 

Pedro, impetuoso como siempre, le pide llegar hasta él caminando sobre el agua. Jesús se lo concede, pero un golpe de viento lo hace tambalear, comienza a hundirse y grita: Señor, sálvame. Jesús le dice: Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste? Subieron juntos a la barca, el viento amainó y todos se postraron ante Jesús confesando: Realmente eres Hijo de Dios. 

El miedo paraliza y confunde. Es una experiencia que todos hemos tenido en mayor o menor grado. Aquí tiene un contenido eclesial, porque la barca de Pedro con los discípulos simboliza a la Iglesia. En ella nos puede sobrevenir el temor y la duda de fe cuando no podemos compaginar esas dos imágenes bíblicas de la Iglesia: la de la casa construida sobre roca, que sugiere estabilidad y seguridad, y la de la barca, que se mueve y navega no siempre por mares tranquilos sino encrespados, golpeada por los vientos. A veces en la Iglesia las cosas no son como deberían ser, y podemos olvidar que es la casa de Cristo, construida sobre roca, y la barca en la está siempre Jesús a pesar de las tormentas. 

El relato hace referencia también al camino de la fe, en general, que no es un camino llano sino sembrado a veces de agitaciones, dudas y caídas. La duda está en medio entre la incredulidad y la fe. Y de una u otra forma todos pasamos por ella. 

La experiencia de Pedro se reproduce igualmente en nuestro camino de fe. Como él, hemos oído el llamamiento del Señor y lo hemos seguido. Como él, confiando en la gracia del Señor hemos podido avanzar a pesar de obstáculos y dificultades. Pero como Pedro también sentimos a veces la necesidad de agarrarnos del Señor, o incluso la necesidad de implorar: ¡Señor, sálvame! Reconocemos que sólo el Señor puede librarnos y esta experiencia abre en nuestro interior el espacio para que su gracia actúe. 

Jesús, que camina sobre las aguas, vencedor de todas las fuerzas del mal, está con nosotros en su palabra y su pan. Pero lo podemos sentir como ausente o interpretar su presencia como si fuera un fantasma, y no nos fiamos de su palabra. Mantener el sentido de su presencia y confiar en él es elevarse por encima de toda adversidad y superarla. 

¡Ánimo, soy yo, no tengan miedo!, es el mensaje central de Jesús en este evangelio. Cualesquiera que sean los problemas, miedos y fantasmas que nos envuelvan hasta hacer tambalear nuestra fe, siempre nos llegan sus palabras de aliento: ¡Ánimo, Yo soy, no tengan miedo! Entonces tenemos que agarrarnos a él. Y tenemos también que alargar la mano y ayudar a tantas personas que nos necesitan.

lunes, 4 de agosto de 2025

Multiplicación de los panes (Mt 14, 13-21)

 P. Carlos Cardó SJ 

Alimentación de los cinco mil, fresco de autor anónimo (1260 aprox.), Basílica Santa Madre Sofía (Hagia Sofía), Estambul, Turquía

En aquel tiempo, al enterarse Jesús de la muerte de Juan el Bautista, se marchó de allí en barca, a un sitio tranquilo y apartado.
Al saberlo la gente, lo siguió por tierra desde los pueblos. Al desembarcar, vio Jesús el gentío, le dio lástima y curó a los enfermos.
Como se hizo tarde, se acercaron los discípulos a decirle: "Estamos en despoblado y es muy tarde, despide a la multitud para que vayan a las aldeas y se compren de comer".
Jesús les replicó: "No hace falta que vayan, dadles vosotros de comer".
Ellos le replicaron: "Si aquí no tenemos más que cinco panes y dos peces".
Les dijo: "Traédmelos".
Mandó a la gente que se recostara en la hierba y, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos; los discípulos se los dieron a la gente.
Comieron todos hasta quedar satisfechos y recogieron doce cestos llenos de sobras. Comieron unos cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños. 

El pan es el símbolo con el que Jesús quiso identificarse en lo más característico de su persona y de su obra por nosotros: hombre para los demás, entrega su vida por la vida del mundo como pan de vida eterna. Al mismo tiempo, el pan es el alimento en nuestra vida temporal y la garantía del banquete eterno, que Dios nuestro Padre celebrará con nosotros cuando su reino se haya realizado plenamente. 

Los primeros cristianos consideraron especialmente importante el pasaje de la multiplicación de los panes y, por la forma como lo redactaron, hicieron ver a través de él la importancia que tenía para ellos la Eucaristía, signo realizador de su unión con Cristo y de la unión que debía existir entre ellos. Por eso el texto emplea palabras de la Eucaristía. Jesús tomó los panes, levantó los ojos al cielo, los bendijo, los partió y se los dio a los discípulos para que los repartieran. 

La comunidad tiene su centro en la Eucaristía. Vive del don de su Señor, ofrecido y recibido como el pan de vida. Vive también el anhelo del Señor de servir a los demás y ayudar a resolver el problema de la vida, significado en el hambre de la multitud: hambre de pan y de evangelio. Todo el ser de Jesús y su mensaje, todo lo que nosotros creemos y esperamos, se sintetiza en el gesto compartir con los demás lo que uno tiene y lo que uno es. Eso significa partir juntos el pan. El pan está hecho para ser compartido. Cuando el pan se acumula en pocas manos y se queda gente con hambre, ahí la celebración de la Eucaristía está incompleta. Por eso, cuando los primeros cristianos celebraban la Cena del Señor, hacían que en su única e indivisible celebración se efectuara la distribución de los bienes –para que no hubiera pobres entre ellos (Hech 4,32-35) – y el comer juntos el Cuerpo del Señor, pan de la unidad, que les hacía tener “un solo corazón y una sola alma” (Hech 4,32). Por eso, “no se puede separar el sacramento del Cuerpo de Cristo del sacramento del hermano” (Papa Benedicto XVI). 

Mezclados entre la multitud hambrienta, mostrémonos dispuestos a recibir el pan que Jesús nos da manifiesta en el milagro de los panes. Y dejemos que Jesús nos señale el camino que debemos dar a nuestras vidas. Conmovido por el hambre de la gente, Jesús nos dirá: Denles ustedes de comer. No podemos decir como los discípulos: “que vayan y se compren” lo que necesitan para sobrevivir. En las palabras de Jesús hay un imperativo a sus discípulos de entonces y de ahora a identificarse con él, que es cuerpo entregado, pan, alimento que se recibe y se comparte. 

El relato tiene 3 escenas:

La primera escena es la presentación de Jesús misericordioso que, movido a compasión, toma la iniciativa para resolver el problema de la vida, representado en el hambre de la multitud. Al ver al gentío, se le conmovieron las entrañas. La misericordia es cualidad fundamental del ser de Dios, que es amor, amor de padre y de madre. 

En la segunda escena, los discípulos piden a Jesús que despida a la gente para que se busquen qué comer. Ellos siguen pensando con la lógica del comprar y del poder. Jesús les ordena pasar a la lógica del compartir: que traigan lo que tienen. Y aunque los medios con que cuentan son insuficientes (no tenemos más que cinco panes y dos peces), Jesús se valdrá de ellos para que a nadie le falte. 

En la tercera escena, Jesús toma los panes de la comunidad, hace que la comunidad participe. Pronuncia sobre ellos la bendición, es decir, hace que baje sobre el pan de la comunidad la gracia de Dios. Con ella, los bienes se transforman y readquieren la finalidad para la que el Creador los hizo, que es la de servir al sostenimiento de todos. Entonces, esos panes, ya dispuestos para ser compartidos, se los da Jesús a los discípulos para que los repartan. Pongamos lo nuestro a disposición de quien lo necesite y veremos que alcanza hasta sobrar: Con lo que sobró llenaron doce canastas. 

Los primeros de la primitiva Iglesia partían el pan en las casas y repartían sus bienes para que a nadie le faltara nada y no hubiera pobres entre ellos. Ese ideal de la Eucaristía de los primeros cristianos, de comulgar en el ser mismo del Señor y manifestarlo en el amor fraterno y en el servicio a los demás es la dirección fundamental que hacia la que han de apuntar nuestros trabajos, nuestro estilo de vida y nuestras decisiones.

domingo, 3 de agosto de 2025

Domingo XVIII del Tiempo Ordinario – La necedad del rico (Lc 12, 13-21)

 P. Carlos Cardó SJ 

Parábola del rico necio, óleo sobre lienzo de David Tenier el joven (1648), Galería Nacional de Londres

Uno de entre la gente pidió a Jesús: "Maestro, dile a mi hermano que me dé mi parte de la herencia". Él le contestó: "Amigo, ¿quién me ha nombrado juez o repartidor entre ustedes?!". Después dijo a la gente: "Eviten con gran cuidado toda clase de codicia, porque aunque uno lo tenga todo, no son sus posesiones las que le dan vida". A continuación les propuso este ejemplo: "Había un hombre rico, al que sus campos le habían producido mucho. Pensaba: ¿Qué voy a hacer? No tengo dónde guardar mis cosechas. Y se dijo: Haré lo siguiente: echaré abajo mis graneros y construiré otros más grandes; allí amontonaré todo mi trigo, todas mis reservas. Entonces yo conmigo hablaré: Alma mía, tienes aquí muchas cosas guardadas para muchos años; descansa, come, bebe, pásalo bien". Pero Dios le dijo: "¡Pobre loco! Esta misma noche te reclaman tu alma. ¿Quién se quedará con lo que has preparado?" Esto vale para toda persona que amontona para sí misma, en vez de acumular para Dios". 

El uso de los bienes materiales y del dinero es un tema importante en el evangelio: no sólo porque son necesarios para vivir, sino porque tienen un enorme poder de seducción. El evangelio libera a la persona humana de toda tendencia idolátrica, que la lleve a someterse a las cosas, hasta perder su libertad frente a ellas y sacrificar en su honor los valores que ennoblecen y guían la vida. El cristiano ha de poner su confianza en Dios por encima de todo, ha de obrar con libertad responsable en el uso las cosas de este mundo y demostrar solidaridad fraterna. 

Con el dinero se puede hacer el bien o hacer el mal. El dinero es malo cuando es mal adquirido, o cuando se emplea para fines malos, o se acumula para el disfrute egoísta, sin tener en cuenta la suerte de aquellos que podrían beneficiarse también con él. La acumulación infecunda y egoísta genera desigualdades injustas y divide a los hermanos. Hay que administrar el dinero conforme al plan de Dios. Así, mientras el rico egoísta se llena de enemigos, quien administra bien sus bienes para que sirvan al desarrollo de su pueblo, para que den trabajo a la gente y para resolver las necesidades de los pobres, esa persona es justa, crece en dignidad. En palabras del Papa Francisco: “La vocación de un empresario es una noble tarea, siempre que se deje interpelar por un sentido más amplio de la vida; esto le permite servir verdaderamente al bien común, con su esfuerzo por multiplicar y volver más accesibles para todos los bienes de este mundo” (Evangelii Gaudium, 203). 

El texto de San Lucas comienza con la intervención de un hombre anónimo que, en medio de la multitud, le pide a Jesús que haga de árbitro para que su hermano reparta con él la herencia. Jesús se niega a responder en términos jurídicos como lo hacían los rabinos y expertos en la ley, y prefiere ir a la raíz misma del conflicto entre los hermanos: la avidez insaciable. Lo que los divide es justamente lo que debería unirlos: el legado que el padre les ha dejado para ayudarlos a vivir. Pero el amor desordenado al dinero lleva a querer apropiarse de él, sustituye al amor del Padre y crea enemistad con el hermano. Es un hecho evidente que las relaciones humanas pueden romperse fácilmente cuando están de por medio el dinero y los bienes materiales, cuando los hombres actúan movidos por la avaricia y la ambición. 

Para ilustrar este principio general Jesús propone luego una parábola. El protagonista es un rico, un agricultor afortunado que, no obstante, es calificado de torpe o insensato porque sólo piensa en sí y no tiene más interés en la vida que programarse un futuro seguro y feliz mediante la acumulación de bienes. La forma de pensar de este hombre, que no ve más allá de su mundo solitario, se observa claramente en el modo como se expresa: habla de mi cosecha, mis graneros, mi trigo, mis bienes. En su horizonte está él solo, sin su padre Dios y sin sus hermanos los hombres. No quiere reconocer que los bienes que Dios da han de ser repartidos. Su afán de seguridad (otra cara del miedo a la muerte) lo impulsa a acumular riquezas para sí, hasta hacer depender la vida de lo que tiene y no de lo que es. Pero la verdad de la existencia es otra: aunque se nade en la abundancia, la vida no depende de las riquezas y quien hace depender su vida de lo que tiene, echa a perder lo que es: hijo de Dios y hermano de su prójimo. Ya no tiene a Dios como padre, los demás dejan de ser hermanos para convertirse en competidores y las mismas cosas, que eran medios para el sostenimiento y desarrollo de su vida, pasan a ser causa de su desgracia. Por eso le dice Dios: ¡Torpe! Esta misma noche te pedirán el alma. ¿Para quién será todo lo que has almacenado? 

Necio o torpe en la Biblia es el hombre que no tiene en cuenta a Dios ni le preocupa la suerte de los demás; el hombre vacío y fatuo que pone su confianza en cosas inseguras. Un antiguo escrito judío dice: “El amor al dinero conduce a la idolatría, porque cuando los pervierte el dinero, los hombres invocan como dioses a cosas que no son dioses, y eso los lleva hasta la locura” (Testamentos de los XII Patriarcas, 19,1). Asimismo el salmo 39,7 dice: El hombre es como un soplo que desaparece, como una sombra que pasa; se afana por cosas transitorias, acumula riquezas y no sabe para quién serán. Y el profeta Jeremías expresa el lamento de Dios por sus hijos que, al olvidarse de él, dejan de ver el justo valor de la vida y de lo que de veras cuenta para su realización y felicidad plena: Dos maldades ha cometido mi pueblo: me abandonaron a mí, fuente de aguas vivas, para ir a cavarse cisternas, cisternas agrietadas que no pueden contener el agua (Jer 2,13).

sábado, 2 de agosto de 2025

Muerte de Juan Bautista (Mt 14, 1-12)

 P. Carlos Cardó SJ 

Degollación de San Juan Bautista y banquete de Herodes, óleo sobre lienzo de Bartlomiej Strobel (1630 – 1833), Museo Nacional del Prado, Madrid, España

En aquel tiempo, oyó el virrey Herodes lo que se contaba de Jesús y dijo a sus ayudantes: "Ése es Juan Bautista, que ha resucitado de entre los muertos, y por eso los poderes actúan en él." Es que Herodes había mandado prender a Juan y lo había metido en la cárcel encadenado, por motivo de Herodías, mujer de su hermano Filipo; porque Juan le decía que no le estaba permitido vivir con ella. Quería mandarlo matar, pero tuvo miedo de la gente, que lo tenía por profeta. El día del cumpleaños de Herodes, la hija de Herodías danzó delante de todos, y le gustó tanto a Herodes que juró darle lo que pidiera. Ella, instigada por su madre, le dijo: "Dame ahora mismo en una bandeja la cabeza de Juan Bautista." El rey lo sintió; pero, por el juramento y los invitados, ordenó que se la dieran; y mandó decapitar a Juan en la cárcel. Trajeron la cabeza en una bandeja, se la entregaron a la joven, y ella se la llevó a su madre. Sus discípulos recogieron el cadáver, lo enterraron, y fueron a contárselo a Jesús. 

La actividad de Juan Bautista y la de Jesús estuvieron muy relacionadas. La muerte cruenta de Juan anticipa la de Jesús. Ambos sufren el mismo destino de los grades profetas. En su martirio, el enviado de Dios demuestra que su vida ha estado configurada con la palabra que recibió de lo alto y que él ha transmitido con todas sus consecuencias; manifiesta así el valor de la causa a la que se ha entregado. Hay valores que valen más que la vida; esta verdad se hace patente en la muerte del profeta. 

Herodes, el asesino de Juan Bautista, es junto con Pilato prototipo de hombre falaz e inconsecuente. Dice de él San Mateo que había oído hablar de Jesús. La fe se inicia por el oído, creemos porque hemos oído, la fe se transmite. Herodes había oído, pero está incapacitado para alcanzar la verdad, como todos aquellos que oprimen la verdad con la injusticia y causan la indignación de Dios (Rom 1, 18). El modo de vivir no deja oír la verdad, la diluye con la frivolidad, la censura con la prepotencia. El modo de vida de Herodes aparece implícitamente descrito: el adulterio, la  venalidad y la violencia. Todos estos ingredientes aparecen ostentosamente en el banquete que el rey se organiza por su cumpleaños. Fiesta de los poderosos sobre el dolor de los inocentes. Fiesta de cumpleaños con sabor a muerte. 

Destaca en el festín la figura de Herodías, concubina de Herodes. Simboliza el placer que él cree poder darse porque todo lo puede, incluso quitarle la mujer a su hermano Filipo con toda desfachatez.  La mayor torpeza del corrupto es creerse omnipotente. Esta omnipotencia le hace exhibir sin temor alguno su adulterio. Pero el santo profeta lo encara: ¡No te es lícito! Como ocurre con frecuencia en los casos de corrupción, la denuncia pone al culpable en la encrucijada: o vida o muerte. La decisión es inevitable. No se puede ser una cosa y al mismo tiempo su contraria. Pero el malvado elige la muerte del que lo acusa. Por eso Herodes quería matarlo. Quien obra el mal siente como una amenaza las palabras de quien lo corrige. Y al no hallar razones, quiere acabar con él, pensando que así quedará tranquilo. Pero no procede por miedo al pueblo que aprecia al profeta. 

La ocasión se produce con el banquete. Belleza, arte y placer aporta la hija de Herodías. Danza ante el rey y la corte, y encanta.  Belleza, arte y placer, son buenos en sí; pero el mal se sirve de ellos; la belleza se torna mal gusto, el arte vulgaridad y el placer se prostituye: ya no dan vida sino muerte. Pide lo que quieras, le dice el que se cree capaz de todo. Incluso juró darle lo que pidiera, quedando obligado a cumplir su promesa insensata. Es muy común este quedar entrampado el sujeto en sus propias contradicciones. Y por su parte la belleza, bajo el influjo de la necedad, es capaz de llegar a causar el horror. La muchacha, instigada por su madre, pidió que le diera en una bandeja la cabeza del Bautista. 

Herodes se entristeció. Rápido se esfumaron belleza y placer. La tristeza puede ser buena –advierte Ignacio de Loyola para acertar en el discernimiento– porque hace recapacitar, induce al arrepentimiento. Pero ocurre muchas veces que el hombre no puede salirse del enredo en que se ha metido, quedando preso del qué dirán. Y por eso, por la pura veleidad de no quedar mal ante los palaciegos, ordenó que le cortaran la cabeza a Juan. Herodes se pone así entre los primeros de la larga serie de necios que han creído y creen poder hacer lo que les viene en gana, hasta despreciar la vida del inocente por cálculo político, por mantener renombre, autoridad y dominio. 

El relato concluye con una nota de piedad: vinieron sus discípulos (de Juan), recogieron el cuerpo, le dieron sepultura y fueron a contárselo a Jesús. 

El historiador Flavio Josefo (Antigüedades judías, XVIII) se fija en el motivo político del asesinato. Herodes podía temer que, a consecuencia de la predicación del Bautista, se armase un movimiento popular que podría traerle problemas con los romanos, de quien era vasallo. Los evangelios prefieren resaltar la dimensión moral del arresto y decapitación del santo y situarlo como precursor, aun en su muerte, del Mesías Jesús.

viernes, 1 de agosto de 2025

El hijo del carpintero (Mt 15, 54-58)

 P. Carlos Cardó SJ 

El joven carpintero, óleo sobre lienzo de Herbert John Rogers (1847), Biblioteca del Arte de Bridgeman, Nueva York, Estados Unidos

En aquel tiempo, Jesús llegó a su tierra y se puso a enseñar a la gente en la sinagoga, de tal forma, que todos estaban asombrados y se preguntaban: "¿De dónde ha sacado éste esa sabiduría, y esos poderes milagrosos? ¿Acaso no es éste el hijo del carpintero? ¿No se llama María su madre y no son sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas? ¿Qué no viven entre nosotros todas sus hermanas? ¿De dónde, pues, ha sacado todas estas cosas?". Y se negaban a creer en Él. Entonces, Jesús les dijo: "Un profeta no es despreciado más que en su patria y en su casa". Y no hizo muchos milagros allí por la incredulidad de ellos. 

Con este relato, San Mateo pone fin a la actividad pública de Jesús en Galilea. Se conoce este momento como la “crisis galilea”. El pueblo que lo había seguido por los milagros que realizaba y por la sabiduría con que enseñaba, cambió, le dio la espalda, rehusó su llamada a la conversión. Se decepcionaron de él porque no correspondía su modo de ser y de actuar al del mesías que ellos esperaban. 

Jesús va a su ciudad, Nazaret, y como era su costumbre se pone a enseñar en la sinagoga. Sus paisanos lo oyen con estupor. Se preguntan sobre el origen de su sabiduría y de sus milagros. ¿De dónde le viene todo eso? ¿Son facultades humanas suyas propias o son poderes divinos que actúan en él? Así formulan sus dudas, pero en realidad lo que les impide dar el paso de la fe y adherirse a él es su misma persona. El texto de Mateo lo afirma explícitamente: se escandalizaban a causa de él (v.57). El misterio de la persona de Jesús actúa en ellos como un obstáculo y frente a él se cierran en la incredulidad. La razón es que no se muestran dispuestos a deponer sus propias seguridades y reconocer que Dios puede actuar de manera distinta a como ellos piensan que debe actuar, el mesías tiene que ser como ellos lo piensan, la salvación tiene que coincidir con lo que ellos ansían lograr. Por esto, no son capaces de ver en Jesús más que al hijo del carpintero. Ha crecido entre ellos, lo conocen de sobra. Además, su madre, María, y sus hermanos y hermanas son gente conocida de Nazaret, sin nada extraordinario. El mesías, libertador de Israel, no puede tener orígenes tan humildes. 

Jesús responde a sus paisanos citando un proverbio, probablemente conocido por ellos, con el que les hace ver la experiencia que le están haciendo vivir: Un profeta sólo es despreciado en su pueblo y entre los suyos. El desprecio de los nazarenos anticipa lo que se hará realidad más tarde para todo el pueblo, su «no» a Jesús, su incredulidad. 

Los parientes de Jesús no sólo no lo apoyaron sino que, como refiere Marcos, intentaron sacarlo de circulación porque lo veían como un loco (Mc 3,21); sus paisanos de Nazaret, que lo vieron crecer, se negaron a aceptar que pudiera ser más que un simple carpintero; en su propio grupo de íntimos hubo un traidor; los sumos sacerdotes y expertos en religión pidieron su muerte; y sus discípulos lo dejaron solo. Se puede estar muy cerca de Jesús y no aceptarlo; mejor dicho, por estar cerca de él, se le puede desvalorizar o no tener en cuenta. Se hace de él y de su mensaje algo ya tan conocido, que la costumbre le priva de su fuerza transformadora. Puede ocurrir también que otros atractivos e intereses personales o de grupo releguen a un segundo plano lo que él ofrece: otros valores se superponen a los de su evangelio y los ahogan. La comunidad cristiana en sus representantes puede actuar a veces como un grupo o espacio social de gente que sabe cómo debe actuar Dios y se niegan a la novedad y al cambio que con su pobreza y humildad el pequeño carpintero de Nazaret les propone. Se quiere un mesías conforme al propio gusto, una salvación feliz que ahorre el esfuerzo de la continua purificación, una realidad divina sobrenatural y trascendente que haga olvidar los dolores y sufrimientos del mundo. Siempre ha sido un escándalo la realidad humana de Jesús, la encarnación de Dios y la sabiduría de la cruz.

jueves, 31 de julio de 2025

La parábola de la red (Mt 13, 47-53)

 P. Carlos Cardó SJ 

Pescadores transportando sus redes en el mar, óleo sobre lienzo montado en cartón de Georges Jean-Marie Haquette (siglo XIX), colección privada Hanover, Alemania

Jesús les dijo: "Aquí tienen otra figura del Reino de los Cielos: una red que se ha echado al mar y que recoge peces de todas clases. Cuando está llena, los pescadores la sacan a la orilla, se sientan, escogen los peces buenos y los echan en canastos, y tiran los que no sirven. Así pasará al final de los tiempos: vendrán los ángeles y separarán a los malos de entre los buenos, y los arrojarán al horno ardiente. Allí será el llorar y el rechinar de dientes".
Preguntó Jesús: "¿Han entendido ustedes todas estas cosas?".
Ellos le respondieron: "Sí".
Entonces Jesús dijo: "Está bien: cuando un maestro en religión ha sido instruido sobre el Reino de los Cielos, se parece a un padre de familia que siempre saca de sus armarios cosas nuevas y viejas".
Cuando Jesús terminó estas parábolas, se marchó de allí, se dirigió a su ciudad y se puso a enseñarles en su sinagoga. 

Lo que subraya la parábola es que la red recoge toda clase de peces. En este sentido, tiene semejanza con la de la cizaña y el trigo. En ambas se destaca la idea de la mezcla inevitable de trigo y mala hierba en una, y de peces de toda clase en otra. En ambas, la elección queda para el final. Una vez llena… seleccionan los buenos y tiran los malos. 

La red estará llena cuando la historia alcance la meta de la instauración del reino de Dios. Entonces y sólo entonces se hará la selección y Cristo presentará a todos a su Padre. Hoy es el tiempo de la pesca y de la indulgencia. El futuro es el tiempo del juicio, en el que seremos medidos según la misericordia con que hayamos actuado. Por su parte, el Señor espera pacientemente que nos convirtamos y no niega a nadie su tiempo oportuno. 

¿Han entendido todas estas cosas? “Entender” es fundamental en la vida del discípulo. Continuamente Jesús llama la atención de los suyos para que entiendan y denuncia la falta de entendimiento que muestran los fariseos y escribas por la dureza de su corazón. Además, sabemos que el “entender” propio de la fe no es sólo una operación racional, sino que abraza y compromete a toda la persona transformándola desde el corazón. Por eso el entender es condición para dar frutos. De manera concreta la pregunta que hace Jesús a los discípulos se refiere a su entendimiento de las parábolas del reino y de su relación con la vida. Los valores del reino y el modo como han de configurar un estilo de vida propio, es el entendimiento al que está llamado todo discípulo. 

Jesús mismo enseñó a entender así a sus discípulos y ellos, a diferencia de la multitud, fueron aprendiendo a distinguir la novedad de la realidad secreta del reino de Dios. Ahora están llamados a transmitir lo aprendido y hacer discípulos en todos los pueblos (cf. Mt 28, 19s). Son como los nuevos maestros de la nueva y definitiva revelación del plan de salvación de Dios que se cumple en Jesús. El evangelista Mateo los compara a un padre de familia que administra bien sus arcas y sabe sacar de ellas lo antiguo y lo nuevo según sea necesario. Lo “antiguo” es la revelación contenida en el Antiguo Testamento, lo “nuevo”  es el evangelio de Jesús sobre el reino de Dios. Los antiguos maestros se quedaban en la enseñanza de la ley y de los profetas, pero los nuevos han recibido los secretos del Reino, “escondidos desde el comienzo”, que enlazan con lo antiguo, pero lo superan, llevándolo a plenitud, como el mismo Jesús había dicho: No piensen que he venido a abolir las enseñanzas de ley los profetas, no he venido a abolirlas sino a llevarlas a cumplimiento (Mt 5, 17). Lo “nuevo” es prioritario; pero la tarea específica de los discípulos de Jesús es la de combinar lo “nuevo” con lo “viejo”. 

Todos nos podemos ver en esos maestros de la ley que se han hecho discípulos del reino de los cielos. A todos nos toca transmitir con inteligencia y honestidad el contenido del tesoro que hemos recibido. La parábola de la red hace comprender que el Señor a todos llama y capacita para que alcancen la felicidad que andan buscando, y que apunta a la perfección de la alegría en su reino. Las alusiones a los nuevos maestros de la ley convertidos en discípulos del reino de los cielos y al padre de familia que administra bien su tesoro, señalan nuestra responsabilidad de conocer cada vez más el tesoro de nuestra fe, que es Cristo, para amarlo más y darlo a conocer. En él están todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento (Col 2,3). Por eso la fe es a la vez conocimiento y práctica, don y responsabilidad, inspiración y descubrimiento junto con búsqueda y discernimiento.

miércoles, 30 de julio de 2025

Tesoro escondido y perla preciosa (Mt 13, 44-52)

 P. Carlos Cardó SJ 

El tesoro escondido, acuarela opaca sobre grafito en papel tejido gris de James Tissot (entre 1886 y 1894), Museo de Brooklyn, Nueva York

Jesús les dijo: «El Reino de los Cielos es como un tesoro escondido en un campo. El hombre que lo descubre, lo vuelve a esconder; su alegría es tal, que va a vender todo lo que tiene y compra ese campo.
Aquí tienen otra figura del Reino de los Cielos: un comerciante que busca perlas finas. Si llega a sus manos una perla de gran valor, se va, vende cuanto tiene, y la compra.
Aquí tienen otra figura del Reino de los Cielos: una red que se ha echado al mar y que recoge peces de todas clases. Cuando está llena, los pescadores la sacan a la orilla, se sientan, escogen los peces buenos y los echan en canastos, y tiran los que no sirven. Así pasará al final de los tiempos: vendrán los ángeles y separarán a los malos de entre los buenos, y los arrojarán al horno ardiente. Allí será el llorar y el rechinar de dientes».
Preguntó Jesús: «¿Han entendido ustedes todas estas cosas?».
Ellos le respondieron: «Sí».
Entonces Jesús dijo: «Está bien: cuando un maestro en religión ha sido instruido sobre el Reino de los Cielos, se parece a un padre de familia que siempre saca de sus armarios cosas nuevas y viejas». 

La gracia de llevar una vida conforme a los valores del reino de Dios, la compara Jesús al descubrimiento de un tesoro escondido y de una perla de gran valor. El campesino de la parábola vende todo lo que tiene para poder adquirir el campo, donde ha hallado el tesoro, y quedarse con él según las leyes judías. Asimismo, el mercader de perlas finas que encuentra una de gran valor, vende todo lo que tiene y la compra. 

La decisión de ambos es lo central de la parábola. Quien encuentra el tesoro o la perla decide venderlo todo y adquirir esos bienes porque valen más que lo que tiene. El valor de la decisión está en que permite adquirir el bien mayor. El acento se pone en “venderlo todo” porque el Reino de Dios –simbolizado en el tesoro y la perla– vale mucho más. Frente a él todo queda relativizado. 

Pero no se trata de una obligación impuesta desde el exterior que se asume a regañadientes, sino de una decisión fruto de la alegría: Por la alegría que le da… vende todo. Decisiones así se producen en el campo del amor humano: quien encuentra a la persona que andaba buscando y que lo llena de alegría, la prefiere por encima de las demás. Ocurre también con el amor a Dios: quien lo ama de verdad relativiza frente a él todas las cosas del mundo. No porque pierdan valor o atractivo, sino porque sólo tienen sentido en función de lo que se ama. El Evangelio no dice que el campesino del tesoro y el mercader de la perla echen todo a rodar, sino que invierten lo que poseen para adquirir lo que vale más. Uno no “pierde” nada; más bien lo gana todo. Dios no quita nada; más bien Dios lo da todo. Es la razón por la cual, para seguir a Jesús, los discípulos dejan redes y barca, esposa, hijos, campos. Pablo dirá que, ante la “sublimidad del conocimiento de Cristo”, todo lo que antes era para él ganancia, lo considera pérdida (Fil 3, 8). 

Tarde o temprano todos nos enfrentamos con la necesidad de decidir y elegir algo que puede marcar la vida para siempre y que implica necesariamente dejar de lado otras posibles opciones que no dejan de atraer. Pero el hecho es que no se pueden aprehender a la vez ambas cosas, aunque no siempre queramos reconocerlo. La tentación fundamental consiste en pensar que no necesito realmente renunciar a nada, que puedo hacerlo todo, mantener lo que antes tenía y lo que ahora me propongo realizar, aunque se le oponga… Pero, sin embargo, esto es falso, irreal. 

En este sentido las parábolas del tesoro encontrado y de la perla preciosa nos hacen comprender que el amor de Dios, su reino, la persona de Jesús y su mensaje, una vez descubiertos como el valor supremo, llenan a la persona de una alegría tan íntima (“alegría inefable y gloriosa”, dice San Pedro – 1Pe 3,8) que se determina a adoptarlo como el sentido orientador de su vida, aunque haya otros caminos que le ofrecen otras formas de ser feliz.

martes, 29 de julio de 2025

Diálogo de Marta y Jesús (Jn 11, 19-27)

 P. Carlos Cardó SJ 

Marta, hermana de Lázaro, encuentra a Jesús yendo a su casa, óleo sobre lienzo de Nikolai Gé (1864), Museos Estatales de Rusia, San Petersburgo

Muchos judíos habían ido a la casa de Marta y de María para consolarlas por la muerte de su hermano.
Apenas Marta supo que Jesús llegaba, salió a su encuentro, mientras María permanecía en casa.
Marta dijo a Jesús: «Si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Pero aun así, yo sé que puedes pedir a Dios cualquier cosa, y Dios te lo concederá».
Jesús le dijo: «Tu hermano resucitará».
Marta respondió: «Ya sé que será resucitado en la resurrección de los muertos, en el último día».
Le dijo Jesús: «Yo soy la resurrección (y la vida). El que cree en mí, aunque muera, vivirá. El que vive, el que cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?».
Ella contestó: «Sí, Señor; yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo». 

El texto forma parte de la sección dedicada a la resurrección de Lázaro. En ella el evangelio de Juan da respuesta al anhelo de felicidad eterna, proclamando uno de los contenidos centrales del mensaje cristiano: la victoria de Cristo –y la nuestra– sobre el último enemigo del ser humano, la muerte (1 Cor 15,26). 

Además, el evangelio de Juan expresa reiteradamente la convicción de que la resurrección consiste en creer en Jesús: quien cree en él, aunque muera, vivirá (v.25), no morirá para siempre (v.26). Creer en Jesús es participar, ya aquí en la tierra, de la vida de Dios, que es amor. Por eso, en su primera Carta, añade Juan: Y nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a nuestros hermanos. Quien no ama, ya está muerto (1 Jn 3,14). 

Desde esta perspectiva, se puede decir, pues, que el milagro en sí de la vuelta de Lázaro a la vida no es lo más importante en el relato de Juan, porque su interés se centra más bien en lo que experimentan sus hermanas Marta y María. Como comentaba acertadamente el Card. Carlo M. Martini, Lázaro sale temporalmente del sepulcro, para volver a él años después. Las hermanas, en cambio, salen de su aldea de Betania (que en hebreo significa casa del afligido), donde reinaba el llanto y el luto, para encontrar allí mismo, en esa misma tierra, al Señor de la vida. El hermano vuelve a su vida mortal de antes, sus hermanas alcanzan la fe en Jesús y con ello pasan a la vida inmortal, a la vida que resucitará de la muerte y se mantendrá en comunión con Dios en su eternidad. 

Esta parte del relato de Lázaro vuelto a la vida resalta la figura de Marta. Mientras María se queda en casa –sentada, dice el texto, para señalar su estado de aflicción–, Marta sale al encuentro de Jesús para acogerlo y recibir su condolencia. Al verlo, le dirige una súplica cargada de fe en el poder divino que obra en él y, al mismo tiempo, un reconocimiento de su propia incapacidad para evitar la muerte de su hermano. Es la pobre que sabe que sólo Dios puede cambiar las cosas, no por sus méritos sino por el amor que él tiene a sus amigos. 

Ya se lo habían mandado decir las hermanas cuando Lázaro estaba grave: Señor, el que amas está enfermo. Ahora, cuando ya no hay nada que hacer y a pesar del aparente desinterés mostrado por Jesús, Marta reconoce que él hubiese sido capaz de librar a su amigo de la muerte: Señor, su hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano. Pero, aun así, yo sé que todo lo que pidas a Dios, él te lo concederá. Ella no ha perdido la fe, pero ha sido puesta a prueba por la realidad inexorable de la muerte. Jesús la alienta a reafirmarla, haciéndole ver que la resurrección, esperada para el lejano futuro de los últimos tiempos, puede hacerse ver ahora por la fe. Para ello, Jesús la corrige y la orienta. Marta debe dar el paso de la fe propiamente cristiana, que contiene, en primer lugar, la certeza de que la resurrección nos viene por Jesucristo: Yo soy la resurrección y la vida…”, y, en segundo lugar, la posibilidad de experimentar –por la misma fe– la realidad ya presente de la resurrección. La vida eterna no es sólo futura sino presente. La forma de vida, que la fe promueve, contiene ya el germen de aquella vida que crecerá y alcanzará su plenitud después de la muerte. 

Marta cree que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios que ha venido al mundo. Con ello afirma lo central de la fe cristiana: que con Jesucristo ha venido la vida que vence a la muerte y puede ser vivida ya en este mundo. Dios, vida nuestra, no está fuera del mundo; nos ha venido en Jesús y está con nosotros.

lunes, 28 de julio de 2025

La Visita de María a Isabel (Lc 1, 39-47)

 P. Carlos Cardó SJ 

La visitación, fresco de Jiacopo Carrucci Pontormo (1514), Claustro de Votos de la Basílica de la Santísima Anunciación, Florencia, Italia

Por entonces María tomó su decisión y se fue, sin más demora, a una ciudad ubicada en los cerros de Judá. Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel.
Al oír Isabel su saludo, el niño dio saltos en su vientre. Isabel se llenó del Espíritu Santo y exclamó en alta voz: «¡Bendita tú eres entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Cómo he merecido yo que venga a mí la madre de mi Señor? Apenas llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de alegría en mis entrañas. ¡Dichosa tú por haber creído que se cumplirían las promesas del Señor!».
María dijo entonces: Proclama mi alma la grandeza del Señor, y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador. 

San Lucas quiere con este pasaje dar a conocer el significado que tiene Israel en la historia de la salvación. Para ello, hace que los personajes tengan un carácter de símbolo de la relación que tiene el Antiguo Testamento con el Nuevo Testamento. 

Por medio de María, Dios visita a su pueblo y hace que su pueblo, simbolizado en Isabel y en el hijo que lleva en su seno, lo reconozca. Llega así a su fin la larga espera de dos mil años: Israel ve cumplidos sus anhelos, Dios se demuestra fiel a su promesa. Isabel y María se saludan, promesa y cumplimiento se besan. En Cristo Salvador, Dios y la humanidad se unen. Israel (Isabel) y María (la Iglesia) se encuentran, Dios en María viene a visitar a su pueblo y en él a toda la humanidad. 

Se ven también en el pasaje las dos actitudes más características de María: su servicio y su fe. Dice Lucas que María va de prisa, movida por la caridad, para ofrecer a Isabel la ayuda que en esos casos necesita una mujer en avanzado estado de gravidez, y para compartir con ella la alegría que cada una, a su modo, ha tenido de la grandeza de Dios. María va de prisa, no para comprobar las palabras del ángel, pues ella cree en lo que se le ha dicho sobre Isabel; va a ayudar. Y el servicio que María aporta a Isabel integra el anuncio de Jesús, comporta la salvación prometida: Isabel quedó llena del Espíritu Santo” y “el niño que llevaba en su seno saltó de gozo. 

¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! es el saludo de Isabel a María.  Bendita entre las mujeres era el saludo de Israel a las grandes mujeres de su historia, que jugaron un gran papel en la victoria de Israel sobre sus enemigos (ver el libro de los Jueces, cap. 4, y el de Judit, cap.13). María, con su obediencia a la Palabra, contribuye a la victoria sobre el enemigo de la humanidad: lleva en su seno al fruto de la descendencia de Eva, que pisotea la cabeza de la serpiente, como estaba predicho en el relato del Génesis (cap. 3). 

En su respuesta, Isabel proclama a María: ¡Bienaventurada tú, que has creído! Es la primera bienaventuranza del Evangelio, que Jesús confirmará después, cuando diga: ¡Bienaventurados los que oyen la palabra de Dios y la llevan a cumplimiento¡ Éstos son mi madre y mis hermanos, los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen. Pocos títulos atribuidos a María expresan mejor que éste la función tan excepcional que le tocó desempeñar dentro del plan de salvación realizado en su Hijo Jesucristo: María es la creyente, “modelo” de todo creyente. Por eso es la llena de gracia, la Madre del Salvador, y también la Madre y figura de la Iglesia, comunidad de los creyentes. 

Al oír las palabras de Isabel, María dirigió la mirada a su propia pequeñez, y luego a la generosidad de Dios y entonó un canto de alabanza: Celebra mi ser la grandeza del Señor... María es consciente de que toda su persona, su ser mujer, es un don de Dios y a él lo devuelve en un canto de alabanza. Ella intuye que las generaciones la llamarán bienaventurada, no por sus méritos propios, sino por las obras grandes que el Poderoso ha hecho en su favor al darle la vida y elegirla para ser madre del Salvador. Por eso no duda en recalcar el contraste que hay entre su pequeñez de sierva y la grandeza, poder y misericordia de Dios, a quien ve como el santo, el todopoderoso, el misericordioso. En el canto de María laten los corazones agradecidos, que reconocen la acción de Dios en los acontecimientos de la propia historia personal y en la historia de la humanidad.

domingo, 27 de julio de 2025

Domingo XVII del Tiempo Ordinario – Enséñanos a orar (Lc 11, 1-13)

 P. Carlos Cardó SJ 

Parábola del amigo inoportuno, óleo sobre lienzo de William Homan Hunt (1895), Galería Nacional Victoria, Melbourne, Australia

Un día, Jesús estaba orando y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: "Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos".
Entonces Jesús les dijo: "Cuando oren, digan: ‘Padre, santificado sea tu nombre, venga tu Reino, danos hoy nuestro pan de cada día y perdona nuestras ofensas, puesto que también nosotros perdonamos a todo aquel que nos ofende, y no nos dejes caer en tentación’".
También les dijo: "Supongan que alguno de ustedes tiene un amigo que viene a medianoche a decirle: ‘Préstame, por favor, tres panes, pues un amigo mío ha venido de viaje y no tengo nada que ofrecerle’. Pero él le responde desde dentro: ‘No me molestes. No puedo levantarme a dártelos, porque la puerta ya está cerrada y mis hijos y yo estamos acostados’. Si el otro sigue tocando, yo les aseguro que, aunque no se levante a dárselos por ser su amigo, sin embargo, por su molesta insistencia, sí se levantará y le dará cuanto necesite. Así también les digo a ustedes: Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, toquen y se les abrirá. Porque quien pide, recibe; quien busca, encuentra, y al que toca, se le abre. ¿Habrá entre ustedes algún padre que, cuando su hijo le pida pescado, le dé una víbora? ¿O cuando le pida huevo, le dé un alacrán? Pues, si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¿cuánto más el Padre celestial dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidan?". 

Enséñanos a orar, le pide un discípulo a Jesús. Él le responde proponiendo el Padre nuestro, que más que una plegaria es un programa de vida, pues cada una de sus peticiones ha de ser llevada a la práctica. 

Poder llamar a Dios Padre nuestro es el gran don de Jesús. Al hacerlo nos reconocemos como hijos suyos, creados por amor. Tener a Dios como Padre es vivir con la certeza de que siempre estará con nosotros, y esto nos da una confianza inquebrantable: Nada podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro (Rom 8, 32ss). 

La oración, como toda nuestra vida, está orientada a santificar el Nombre de Dios. Esto significa tener a Dios en el lugar central que se merece. Jesús santificó continuamente el Nombre de Dios su Padre, amándolo y amando a los hermanos. Y así nos enseñó a vivir: “Padre, yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo daré a conocer, para que el amor con que me has amado esté en ellos y yo en ellos” (Jn 17,26). Santificamos el nombre de Dios cuando, como Jesús, procuramos hacer su voluntad, cuando nos confiamos a él en los momentos difíciles, cuando reconocemos como don suyo lo que tenemos y lo compartimos con los necesitados. Así, el Nombre de Dios es santificado. 

La oración que Jesús nos enseña despierta en nosotros el deseo del reino de Dios. Venga tu reino. Es nuestra esperanza: que la historia confluya en su reino como su término seguro y feliz, cuando Dios sea todo en todos (1 Cor 15,24.28) y sean creados cielos nuevos y tierra nueva en que habite la justicia. Sabemos que ese reino “ha llegado” ya en Jesús; que “viene” a nosotros cuando encarnamos en nuestra vida los valores del evangelio; y que “vendrá” plenamente cuando se superen las desigualdades injustas y se establezca la fraternidad entre los hijos e hijas de Dios. El reino está entre nosotros como semilla que crece sin que nos demos cuenta (Lc 13,18s). Y es Jesús resucitado, que vendrá finalmente para ser nuestro juez y también nuestra eterna felicidad. Por eso, expresamos nuestro deseo de la venida de su reino con estas palabras: Marana tha, ¡Ven Señor, Jesús! 

Al orar ponemos ante Dios lo que necesitamos: Danos hoy nuestro pan. El pan es vida. Necesitamos el pan material para nuestros cuerpos y el pan espiritual para nuestra vida en Dios. Y decimos pan nuestro, no mi pan, porque lo que Dios da tiene que compartirse. El pan que no se comparte genera división. El pan compartido es bendición, eucaristía. 

En la oración que Jesús nos dejó expresamos también la necesidad del perdón. Perdónanos nuestras ofensas. Dios no niega nunca su amor que rehabilita a todo hijo suyo, aunque sea un rebelde o un malvado. Como dice el Papa Francisco: Dios no se cansa de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón. Todos necesitamos perdón. El cristiano no es justo sino justificado; no es santo sino pecador tocado por la gracia divina que lo rehabilita y eleva; no es intolerante ni excluyente y se muestra compasivo con el que ha caído. Por eso no condena, sino perdona. 

La confianza en Dios nos lleva a asumir ante él nuestra radical deficiencia y debilidad, el riesgo de la vida: No nos dejes caer en tentación. No pedimos que nos libre de la prueba, porque forma parte de la existencia, sino que nos proteja para no sucumbir, seguros –como dice San Pablo– de que “Dios es fiel y no permitirá que sean tentados por encima de sus fuerzas, antes bien con la tentación recibirán la fuerza para superarla” (1 Cor 10,13). La gran tentación es la pérdida de confianza, que nos arranca del amor de Dios. 

Y para reforzar aún más esta confianza, Lucas añade dos pequeñas parábolas en las que Jesús pone como referencia el comportamiento de un amigo con su amigo y el de un padre con su hijo, para concluir que el amor de Dios es mucho más disponible y generoso que el de un amigo o el de un padre terreno. El amor de padre es en sí la verdadera parábola que usa Jesús para hacernos ver que Dios nos ama como el más paternal de los padres y la más maternal de las madres; ama gratuitamente, no por nuestros méritos; ama siempre, no unas veces sí y otras no; no puede dejar de amar, no engaña ni defrauda. ¿Qué padre hay tan malo que se atreva engañar a su hijo pequeñito dándole algo inservible o peligroso? Si esto es así con los padres de la tierra, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?  Queda claro, pues, que el don por excelencia que se obtiene con la oración es el Espíritu que nos libera, que inspira creatividad, empeño y fortaleza en las dificultades, claridad para ver los acontecimientos de la vida a la luz de Dios y poner amor en todo lo que vivimos.

sábado, 26 de julio de 2025

Trigo y cizaña (Mt 13, 24-43)

 P. Carlos Cardó SJ 

El sembrador de cizaña, grabado en madera sobre papel de Sir John Everett Millais (1864), publicada en “Ilustraciones de las Parábolas de Nuestro Señor”, edición de 1924 de Gilbert Daziel

Jesús les refirió otra parábola, diciendo: El reino de los cielos puede compararse a un hombre que sembró buena semilla en su campo. Pero mientras los hombres dormían, vino su enemigo y sembró cizaña entre el trigo, y se fue.
Cuando el trigo brotó y produjo grano, entonces apareció también la cizaña. Y los siervos del dueño fueron y le dijeron: «Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿Cómo, pues, tiene cizaña?».
Él les dijo: «Un enemigo ha hecho esto». Y los siervos le dijeron: «¿Quieres, pues, que vayamos y la recojamos?». Pero él dijo: «No, no sea que al recoger la cizaña, arranquéis el trigo junto con ella. Dejad que ambos crezcan juntos hasta la siega; y al tiempo de la siega diré a los segadores: “Recoged primero la cizaña y atadla en manojos para quemarla, pero el trigo recogedlo en mi granero”».
Les refirió otra parábola, diciendo: El reino de los cielos es semejante a un grano de mostaza, que un hombre tomó y sembró en su campo, y que de todas las semillas es la más pequeña; pero cuando ha crecido, es la mayor de las hortalizas, y se hace árbol, de modo que las aves del cielo vienen y anidan en sus ramas.
Les dijo otra parábola: El reino de los cielos es semejante a la levadura que una mujer tomó y escondió en tres medidas de harina hasta que todo quedó fermentado.
Todo esto habló Jesús en parábolas a las multitudes, y nada les hablaba sin parábola, para que se cumpliera lo dicho por medio del profeta, cuando dijo: Abriré mi boca en parábolas; hablare de cosas ocultas desde la fundación del mundo.
Entonces dejó a la multitud y entró en la casa. Y se le acercaron sus discípulos, diciendo: Explícanos la parábola de la cizaña del campo. Y respondiendo Él, dijo: El que siembra la buena semilla es el Hijo del Hombre, y el campo es el mundo; y la buena semilla son los hijos del reino, y la cizaña son los hijos del maligno; y el enemigo que la sembró es el diablo, y la siega es el fin del mundo, y los segadores son los ángeles. Por tanto, así como la cizaña se recoge y se quema en el fuego, de la misma manera será en el fin del mundo
El Hijo del Hombre enviará a sus ángeles, y recogerán de su reino a todos los que son piedra de tropiezo y a los que hacen iniquidad; y los echarán en el horno de fuego; allí será el llanto y el crujir de dientes. Entonces los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre. El que tiene oídos, que oiga. 

El Señor siembra la buena semilla, pero su crecimiento siempre va a encontrar obstáculos. El bien aparecerá mezclado con el mal que no actúa sólo fuera, sino dentro de la comunidad cristiana y en el interior de cada uno. 

El creyente sabe que el triunfo del bien sólo acontecerá al final, por obra de Dios. Antes tiene que transcurrir el tiempo de la espera, tiempo de la fortaleza y de la resistencia. El mal no lo puede abatir; debe llevarlo más bien a exaltar el bien. Enfrentado como Jesús, el mal puede dar paso al bien que niega. Para los que aman a Dios, todo contribuye al bien (Rm 8,28). Y donde abunda el pecado, allí sobreabunda la gracia (Rom 5,20). 

La fe cristiana no ofrece teorías explicativas del misterio del mal ni intenta darnos el consuelo fácil de la resignación. En todo caso nos hace más sensibles al sufrimiento humano y nos lleva hasta la consternación que sienten tantos inocentes injustamente perjudicados en su cuerpo o en su alma. La fe lo que hace es enseñarnos a asumir y superar el mal en cualquiera de sus formas, fijos los ojos en Jesús que, ante la maldad y la violencia del mundo, no intentó vencer al mal con el mal, ni dio paso a los sentimientos de venganza, ni a la desesperación. Lo que hizo fue llenar con su amor llevado hasta el extremo aquella situación que tipifica y condensa todo el mal y pecado del mundo, confiando absolutamente en el poder del amor y bondad de su Padre que vence al mal y a la muerte. 

Desde esta perspectiva, podemos leer todos los acontecimientos en los que el mal parece triunfar y la fe es puesta a prueba. Pero de manera particular la parábola nos hace mirar con ojos de fe lo que nos ha tocado vivir en la Iglesia. Ella es el campo del Señor, en el que se mezclan el buen trigo y la mala hierba. Divina y humana de arriba abajo, es al mismo tiempo “sacramento” de la comunión de Dios con la humanidad en Jesucristo, “cuerpo” y “esposa” de Cristo, lugar indestructible de su presencia que sostiene y difunde la verdad del Espíritu de Dios en el mundo. Pero esto no siempre resulta obvio porque la Iglesia es “santa y necesitada al mismo tiempo de continua purificación”. Por eso, a nadie le es lícito volverse insensible a los escándalos y espectáculos decepcionantes que, de mil maneras distintas, siempre han dado los hombres de iglesia. Al mismo tiempo, sin embargo, no pidamos el cielo sobre la tierra. Y es justo reconocer que todos hemos experimentado de alguna manera la pureza, verdad y bondad de Cristo y de su obra entre nosotros por medio de esta misma Iglesia. En definitiva, lo que sostiene nuestra fe en la Iglesia es nuestra fe en Cristo, y sólo reconociendo que no la abandona nunca (Mt 28, 20) podemos superar la desconfianza, el escepticismo, el distanciamiento o la crítica malsana. No puedo amar a Cristo y no amar a la Iglesia; ella es su cuerpo y su esposa. Puedo así tener la seguridad de que jamás le retirará su santo Espíritu, y me hará capaz de descubrir los signos (a veces tan ocultos) del buen trigo que crece a pesar de la cizaña. 

Las pequeñas parábolas del granito de mostaza y de la levadura en la masa hablan del desarrollo del reino de Dios. El granito de mostaza subraya el aspecto de la pequeñez. Remite al modo de actuar de Dios que quiso aparecer en el Niño de Belén y mostrarse luego como el pequeño carpintero de Nazaret. Entrar por los caminos del Señor, asumir su lógica, significa convencerse de que quien quiera ser grande ha de hacerse el más pequeño para servirlos a todos (Mt 20, 26). 

La parábola de la levadura nos habla asimismo de una realidad que queda escondida, pero no inactiva. De manera callada y oculta la levadura que una mujer mezcla con la harina la va fermentando desde dentro. Así actúa Dios moviendo el interior de las personas. El silencio y la pobreza de medios caracterizan la presencia modesta de Jesús, el mesías que actúa lejos de las expectativas de poder y de riqueza. Frente a los poderes del mundo que se le oponen, él se sitúa en la falta de poder y desde ahí pone de manifiesto la verdad y el poder salvador de Dios que triunfa en la debilidad. Nos enseña, pues, a fiarnos de la fuerza transformadora que tiene el evangelio proclamado al mundo, a no dejarnos escandalizar por el mal y a procurar siempre vencerlo a fuerza de bien (Rom 12, 21).