sábado, 21 de junio de 2025

No se preocupen por el mañana (Mt 6, 24-34)

 P. Carlos Cardó SJ 

Lirios, óleo sobre lienzo de Vincent Van Gogh (1889), Museo Paul Getty, Los Ángeles, Estados Unidos

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Nadie puede servir a dos amos, porque odiará a uno y amará al otro, o bien obedecerá al primero y no le hará caso al segundo. En resumen, no pueden ustedes servir a Dios y al dinero. Por eso les digo que no se preocupen por su vida, pensando qué comerán o con qué se vestirán. ¿Acaso no vale más la vida que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Miren las aves del cielo, que ni siembran, ni cosechan, ni guardan en graneros y, sin embargo, el Padre celestial las alimenta. ¿Acaso no valen ustedes más que ellas? ¿Quién de ustedes, a fuerza de preocuparse, puede prolongar su vida siquiera un momento?
¿Y por qué se preocupan del vestido? Miren cómo crecen los lirios del campo, que no trabajan ni hilan. Pues bien, yo les aseguro que ni Salomón, en el esplendor de su gloria, se vestía como uno de ellos. Y si Dios viste así a la hierba del campo, que hoy florece y mañana es echada al horno, ¿no hará mucho más por ustedes, hombres de poca fe? No se inquieten, pues, pensando: ¿Qué comeremos o qué beberemos o con qué nos vestiremos?
Los que no conocen a Dios se desviven por todas estas cosas; pero el Padre celestial ya sabe que ustedes tienen necesidad de ellas. Por consiguiente, busquen primero el Reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas se les darán por añadidura. No se preocupen por el día de mañana, porque el día de mañana traerá ya sus propias preocupaciones. A cada día le bastan sus propios problemas". 

No se puede servir a Dios y al dinero, dice Jesús. Cuando se ambiciona el dinero o los bienes materiales como lo más importante en la vida, los valores superiores ya no interesan y se supeditan a la obtención de la mayor riqueza. Si servimos a Dios nos hacemos libres y ganamos la vida eterna, que se anticipa en el sentimiento de paz, alegría y satisfacción profunda que el Espíritu de Dios comunica. En cambio cuando se sirve al dinero, Dios pasa a un segundo plano, el rico cree que ya no lo necesita, porque pretende resolverlo todo con dinero, pero queda encerrado en su propio egoísmo, sin amor y generosidad, inquieto por aumentar su ganancia, frustrado por lo que el dinero no puede darle, insensible ante la necesidad o el dolor de los demás, capaz de manipular y doblegar, de sospechar de los demás y tratarlos con espíritu de competencia, sin mansedumbre ni dominio de sí. 

No se inquieten, no anden preocupados, dice Jesús. Cualquiera que sea la necesidad por la que estén pasando, han de procurar poner su vida en las manos de Dios y liberarse de la angustia que absorbe energías y quita vida en vez de darla. Detrás del ansia angustiosa por resolver las necesidades cotidianas está el miedo a la falta de lo necesario, reflejo del miedo a la muerte. La confianza en Dios libera de este miedo. Dios es el único que nos garantiza la vida, él nos la da y la alimenta. Andar ansiosos significa ignorar la presencia providente de Dios que sabe lo que necesitamos. 

Pero Jesús no hace el elogio de la pasividad, ni de la pereza y holgazanería. San Pablo dice: El que no quiera trabajar, que no coma (2 Tes 3,10). Jesús no contrapone a la responsabilidad en el trabajo una vida inactiva y pasiva. Él dice: No hagan del trabajo un ídolo que les quite el respiro. Hay que trabajar con dedicación, pero sin ansiedad. “El trabajo hay que hacerlo, las preocupaciones hay que quitarlas” (San Jerónimo). Es lo mismo que dice una máxima atribuida a San Ignacio de Loyola, que une responsabilidad personal con confianza en Dios: “Obra como si todo dependiese de ti y no de Dios, pero confía como si todo dependiese de Dios y no de ti”. 

Por consiguiente, en la base de nuestro empeño responsable en el trabajo, que muchas veces puede resultar duro y fatigoso, ha de mantenerse la actitud interior de libertad y confianza. Actitud de libertad para no dejarnos esclavizar ni mecanizar por el trabajo, para no incurrir en la adicción al trabajo que disfraza muchas veces una evasión de problemas no enfrentados, o una búsqueda de satisfacción de carencias inconscientes que han de ser resueltas de otra manera, o asumidas con realismo y serenidad. Y actitud de confianza también: porque quien se hace esclavo del trabajo sólo confía en sí mismo, piensa que todo depende de él y se vuelve desconfiado, hombre de poca fe. 

No se preocupen del mañana, que el mañana traerá su propia preocupación. Bástale a cada día su propia inquietud, dice Jesús. Y el poeta Paul Claudel añadía: “El mañana traerá consigo su propia labor y su propia gracia”. 

En la perspectiva del Reino la finalidad no es el tener sino el ser, no el acumular sino el compartir, no el dominar sino el concertar. Así mismo, el trabajo no es un fin en sí mismo, ni se ha de apreciar únicamente por su función económica o su fuerza productiva, sino por su sentido y orientación en favor de la vida humana. Por el trabajo, el hombre se trasciende a sí mismo, cultiva el mundo, lo humaniza, hace cultura, y se hace él mismo co-creador, continuador de la obra de Dios. 

Pero en la sociedad actual “eficacia, productividad y rentabilidad” son las palabras claves del éxito. Vale aquello que produce dinero. Obviamente sería absurdo desconocer la necesidad y deber social de producir bienes para poder asegurar a todos los seres humanos una vida digna, razón y meta de una economía verdaderamente humana. Pero aún desde el punto de vista moderno de la economía, hoy el descanso es una exigencia ineludible para el funcionamiento eficiente de una empresa bien administrada. A esto debemos añadir, desde el punto de vista espiritual, que en una sociedad que nos enferma de estrés y deshumaniza con la sobre exigencia y la competitividad, es imprescindible redescubrir el valor de lo gratuito, la ascesis del tiempo “perdido”, en el que no se produce directamente un beneficio económico, pero uno disfruta y cultiva lo que más vale en la vida: la propia interioridad, el trato con los seres queridos y con Dios.

viernes, 20 de junio de 2025

No amontonen tesoros (Mt 6, 19-23)

 P. Carlos Cardó SJ 

El avaro y la muerte, óleo sobre tabla de Frans Francken el Joven (1625), Museo da Cidade “Quiñones de León”, Vigo, España

Jesús dijo: "No junten tesoros y reservas aquí en la tierra, donde la polilla y el óxido hacen estragos, y donde los ladrones rompen el muro y roban. Junten tesoros y reservas en el Cielo, donde no hay polilla ni óxido para hacer estragos, y donde no hay ladrones para romper el muro y robar. Pues donde está tu tesoro, allí estará también tu corazón. Tu ojo es la lámpara de tu cuerpo. Si tus ojos están sanos, todo tu cuerpo tendrá luz; pero si tus ojos están malos, todo tu cuerpo estará en oscuridad. Y si tu fuente de luz se ha oscurecido, ¡cuánto más tenebrosas serán tus tinieblas!". 

No amontonen tesoros en esta tierra… Amontonar se opone a compartir. Amontonar en la tierra es caduco. Amontonen tesoros en el cielo significa actúen con los valores que no perecen, mirando siempre a Dios. No significa despreciar los bienes como si fueran malos ni descuidar el dinero. Significa usar los bienes materiales con la libertad de poder dejarlos cuando convenga. Es no depender del dinero ni poner toda la seguridad en él. Los bienes son medios, no absolutos. Pero hay una tendencia idolátrica en el hombre, que le lleva a sobrevalorar tanto las cosas, que acaba sometiéndose a ellas como a ídolos. Jesús inculca la buena disposición para compartir. Sin ella, los bienes dividen a los hermanos y se ofende al plan del Creador. 

Con el dinero, medio necesario para sostener la vida, podemos hacer el bien o hacer el mal. El dinero es malo cuando se adquiere injusta o inicuamente, cuando se emplea para fines malos o se acumula para el disfrute egoísta, sin tener en cuenta la suerte de aquellos que podrían beneficiarse también con él. La acumulación egoísta, abusiva e improductiva es contraria a la voluntad de Dios. Hay que administrar el dinero conforme a la voluntad de Dios. Así, mientras el rico egoísta se llena de enemigos, quien administra bien sus bienes para que sirvan al desarrollo de su pueblo, para que den trabajo a la gente y para resolver las necesidades de los pobres, esa persona es justa, se gana multitud de amigos y se le recordará por el bien que ha hecho. 

Tesoro en el cielo. Los judíos evitaban nombrar a Dios; preferían decir “cielo” para referirse a él; “amontonar tesoros en el cielo” quiere decir: procurar que Dios sea tu tesoro. El verdadero tesoro no es lo que tienes, sino lo que das y compartes. Quien da al pobre le hace un préstamo a Dios (Prov 19, 17). Los bienes y, más concretamente, el dinero, son medios que han de ser utilizados para fines buenos. Y la Iglesia, basada en la Escritura, siempre ha afirmado y defendido la finalidad social de los bienes creados. 

La persona justa y sabia se preocupa por adquirir los tesoros del cielo. Consciente de que aquello que se valora como el tesoro cautiva al corazón y se convierte en la motivación más profunda y dominante, se preocupará por poner a Dios por encima de todo y por guiarse en todos sus actos por la obediencia a la voluntad del Padre del cielo. 

Lámpara de tu cuerpo es el ojo. Del interior de la persona, de su corazón, salen las buenas intenciones, afectos y motivaciones que orientan la conducta. Si el ojo es puro, la persona mira, aprecia y busca lo bueno; sus juicios son justos. Si tu ojo está enfermo por la envidia, la doblez o la mala intención, tus decisiones serán malas o erróneas. El ojo sano refleja la luz de Dios, es iluminado por el Espíritu, cuyos efectos son: amor, alegría, paz, tolerancia, amabilidad, bondad, fe, mansedumbre y dominio de sí (Gal 5, 22). Cuando las intenciones del corazón son malas, y la luz interior de la persona se apaga, se oscurece su modo de ver las cosas, de pensar, valorar y obrar. ¡Qué grande será su oscuridad!, dice Jesús. Las malas intenciones le llevan a decisiones y comportamientos erróneos, que no reflejan amor a los demás ni búsqueda del bien común.

jueves, 19 de junio de 2025

La verdadera oración (Mt 6, 7-15)

 P. Carlos Cardó SJ 

Mujer en oración, grafito en papel texturizado de Pierre-Édouard Frère (1862), museo Walters, Baltimore, Estados Unidos

Cuando pidan a Dios, no imiten a los paganos con sus letanías interminables: ellos creen que un bombardeo de palabras hará que se los oiga. No hagan como ellos, pues antes de que ustedes pidan, su Padre ya sabe lo que necesitan. Ustedes, pues, recen así:
“Padre nuestro, que estás en el Cielo, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el Cielo. Danos hoy el pan que nos corresponde; y perdona nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores; y no nos dejes caer en la tentación, sino líbranos del Maligno”.
Porque si ustedes perdonan a los hombres sus ofensas, también el Padre celestial les perdonará a ustedes. Pero si ustedes no perdonan a los demás, tampoco el Padre les perdonará a ustedes." 

Al orar no hablen mucho, dice Jesús a sus discípulos, porque su Padre sabe lo que ustedes necesitan antes de que se lo pidan. Recomienda también orar en la habitación con la puerta cerrada para no ser vistos (Mt 6, 6). Pero no se trata de un encuentro con dos personas solitarias. El Señor siempre es Trinidad, comunidad de personas; y nosotros siempre somos también comunidad, Iglesia, mundo. Por eso, las tres primeras peticiones del Padrenuestro se refieren al Padre celestial aquí en la tierra, y las otras cuatro a la necesidad que tenemos de sus dones para vivir como hijos suyos y hermanos. 

Padre. Poder decir Abba a Dios es el gran don de Jesús. Al hacerlo, nos afirmarnos como hijos e hijas suyos, creados por amor, amados por sí mismos; más aún, amados con el amor que el Padre tiene por su Hijo. Quien, movido por el Espíritu de Jesús, se atreve a decir Abba a Dios, experimenta el amor que Dios le tiene: un amor misericordioso y propicio, que estará siempre con él; y esta experiencia afirmará su vida para siempre con una confianza básica que le hará capaz de decir en cualquier circunstancia: ¿Quién nos separará del amor de Cristo? (Rom 8, 32ss). 

Santificado sea tu nombre. Significa darle a Dios en la vida el lugar central que se merece. Jesús santificó su Nombre. Padre, yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo daré a conocer, para que el amor con que me has amado esté en ellos y yo en ellos (Jn 17,26). Santificamos el nombre de Dios cuando nos rendimos a él sin miedo a nuestras limitaciones ni a la muerte. Santificamos su nombre cuando reconocemos como un don de su paternidad lo que somos y tenemos. Quien no reconoce la paternidad de Dios pretende hacerse padre de sí mismo, y busca sólo su propia gloria. De esta ignorancia, raíz del pecado, nace el orgullo y la ambición, que nos aleja de él, nos divide y destruye la creación. 

Venga tu reino. Es la gran promesa de Dios, término seguro de la historia humana. Es la soberanía de Dios que trae consigo el triunfo de la verdad y de la vida, de la santidad y de la gracia, de la justicia, el amor y la paz en toda la creación. El reino “ha llegado” en Jesús para cuantos se conviertan y crean en el evangelio; y “vendrá” finalmente en su plenitud para revelar la gloria de su amor salvador. Está entre nosotros oculto como la semilla sembrada que crece y se hace un árbol (Lc 13,18s). Y es, en definitiva, Jesucristo resucitado, que vuelve de la misma manera como se le vio marcharse (Hech 1, 11). Nos toca pedirlo, buscarlo, acogerlo (Lc 18,17). La invocación apresura su venida mucho más que cualquier otra obra humana. 

Hágase tu voluntad. Su voluntad es el amor fraterno, la construcción de la fraternidad. Ahí es donde se cumple toda justicia y se participa de su santidad. La voluntad de Dios no puede ser sino el bien para sus hijos. Jesús la cumple porque entrega su vida por los hermanos. En el cielo, la voluntad divina se cumple por el amor que existe entre el Padre y el Hijo; en la tierra, por el Espíritu que nos hace vivir como hermanos y hermanas, partícipes del amor de Dios. 

Danos hoy nuestro pan. El pan es vida. Así como la vida biológica sirve para la vida eterna, el pan material sirve para el espiritual, que es la Palabra y la Eucaristía. Ambos panes pedimos y no por separado, sino en continuidad uno y otro. Por el pan material no debemos inquietarnos, pues el Padre sabe lo que necesitamos (Lc 12, 22-31). Quien tiene el pan espiritual, trabaja, recibe y comparte. Pedir el pan no significa forzar la mano de Dios, obligarlo; es reconocerlo como el principio de la propia vida y no vivir con el miedo a la muerte. Y es el pan nuestro, no mi pan, porque lo que Dios da se comparte. Si no es pan nuestro, si no se comparte, genera división. Quien no comparte no ve en el prójimo a un hermano y, por tanto, no tiene derecho a llamar Padre a Dios. 

Perdónanos nuestros pecados. El pan de la vida es el amor que Dios da (por gracia) a todos, incluso al que ha pecado. Per-donar es la acción intensa y completa del donar. Es regalar o ceder voluntaria y gratuitamente. Jurídicamente los latinos llamaban perdón a la acción del acreedor de ceder definitivamente al deudor aquello que le debía. Es lo que hace Dios con nosotros y, al hacerlo, nos hace capaces de perdonarnos. Porque somos perdonados, también perdonamos. El cristiano no es justo sino justificado; no es perfecto sino misericordioso; no es santo sino favorecido con la gracia del único Santo que es Dios; no es fuerte contra el mal sino compasivo con el que ha caído. Por eso no condena, sino perdona. 

No nos dejes caer en tentación. No pedimos que nos libre de la prueba –componente de la vida temporal–, sino que nos proteja para no sucumbir. La tentación viene de mis debilidades y del miedo a la necesidad que se alía con el egoísmo. Pero “Dios es fiel y no permitirá que sean tentados por encima de sus fuerzas, antes bien con la tentación recibirán fuerzas suficientes para superarla” (1 Cor 10,13). La gran tentación es la pérdida de confianza en el Padre, que nos arranca del amor de Dios. Pero “esta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe” (1 Jn 5,4).

miércoles, 18 de junio de 2025

La religiosidad verdadera (Mt 6, 1-6.16-18)

 P. Carlos Cardó SJ 

La oración de la hilandera, óleo sobre lienzo de Gerrit Dou (segunda mitad del siglo XVII), Pinacoteca de Arte de Múnich, Alemania

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Tengan cuidado de no practicar sus obras de piedad delante de los hombres, para que los vean. De lo contrario, no tendrán recompensa con su Padre celestial.
Por lo tanto, cuando des limosna, no lo anuncies con trompeta, como hacen los hipócritas en las sinagogas y por las calles, para que los alaben los hombres. Yo les aseguro que ya recibieron su recompensa. En cambio, cuando tú des limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha, para que tu limosna quede en secreto; y tu Padre, que ve lo secreto, te recompensará.
Cuando ustedes hagan oración, no sean como los hipócritas, a quienes les gusta orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para que los vea la gente. Yo les aseguro que ya recibieron su recompensa. Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora ante tu Padre, que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve lo secreto, te recompensará.
Cuando ustedes ayunen, no pongan cara triste, como esos hipócritas que descuidan la apariencia de su rostro, para que la gente note que están ayunando. Yo les aseguro que ya recibieron su recompensa. Tú, en cambio, cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara, para que no sepa la gente que estás ayunando, sino tu Padre, que está en lo secreto; y tu Padre, que ve lo secreto, te recompensará". 

Si algo debe ser auténtico y sincero, sin nada de hipocresía ni de dobles intereses, es la práctica de la fe. Para inculcar este principio fundamental, Jesús habla de la limosna, la oración y el ayuno, que son como los tres pilares de la religión. Definen las relaciones con los otros (limosna), con Dios (oración) y con las cosas (ayuno). El modo como se viven, define una existencia de hermanos que ven unos por otros o se desentienden de la necesidad de su prójimo, que buscan honrar a Dios con sus actos religiosos o que los demás los alaben, que son libres para usar o dejar las cosas cuanto convenga, o se esclavizan a ellas. 

Lo que se dice de la limosna se repetirá para la oración y el ayuno: las prácticas religiosas han de ser en secreto, no para ser visto y recibir gloria vana de los hombres. Que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha. 

Limosna: El dar al necesitado no es una buena acción que está por encima o va más allá de lo obligatorio (supererogación), sino una obligación de justicia. Somos hijos de un mismo Padre, somos hermanos, la suerte de mi hermano me tiene que afectar. No podemos amar a Dios si no amamos a quien vemos (1Jn 4, 20). El Hijo nos reconocerá o no si lo atendemos o no en el hermano que pasa necesidad. La solidaridad con los pobres –sean marginados, desocupados, sin techo, enfermos o ancianos– es expresión de la justicia social distributiva, mediante la cual se da cumplimiento a la destinación social que tienen los bienes de este mundo para que sirvan al sostenimiento de todos. La solidaridad impulsa a buscar el bien de todas las personas, por el hecho mismo de que todos son iguales en dignidad, gracias a la realidad de la filiación divina. Sin ello, no hay fraternidad. El Antiguo Testamento está lleno de las bendiciones y recompensas que acompañan a la limosna: Quien da al pobre le hace un préstamo a Dios (Pr 19,17). El que da al pobre nunca sufrirá necesidad, pero el que cierra sus ojos tendrá muchas maldiciones (Pr 28,27). 

La oración. La vida espiritual se expresa y alimenta por medio de la oración. Ese tiempo “perdido” que detiene las actividades y corta con el bullicio cotidiano es un reconocimiento de que el Señor es el dueño, el centro de todo, y el que realiza lo que debemos hacer por encima de cuanto podemos. No somos asalariados sino amigos, y debemos aprender a combinar trabajo y descanso. No todo se ha de guiar por criterios de eficacia y productividad, hay que aprender el sentido de lo gratuito. Concretamente, debemos aprender a estar con el Señor, como un amigo con su amigo, o un hijo con su padre. Y para que este diálogo sea verdadero, el Señor nos alienta a presentarnos ante él tal como somos. No es un encuentro verdadero el que se hace para ser vistos por los demás; no podemos ir a la oración para parecer buenos ante la gente o ante Dios, ni siquiera ante mí mismo; ni puedo orar para sentir que cumplo con lo que está mandado. Nada de esto tiene sentido en la amistad y el amor. 

El ayuno en la tradición espiritual judía estaba asociado al estudio de la Torá (Dt 8), porque agudiza el ingenio y hace ver que no sólo de pan vive el hombre. Aparte del ayuno obligatorio en el día de expiación (Yom Kippur), los judíos practicaban ayunos privados por devoción. Daban fama de persona piadosa. A Jesús le preguntan: por qué tus discípulos no ayunan (9,14). Jesús les contesta que su venida inaugura la fiesta anunciada por los profetas (Is 61, 1-3) y no tiene sentido entristecerse. El perdón no depende del ayuno penitencial y expiatorio, sino de la adhesión personal a Dios y de la nueva actitud que uno asume frente a los demás por sentirse acogido por él. Si su motivación brota del corazón, el ayuno se convierte en lo que Dios quiere que sea: El ayuno que yo quiero es éste: que sueltes las cadenas injustas, que desates las correas del yugo, que dejes libres a los oprimidos, que acabes con todas las opresiones, que compartas tu pan con el hambriento, que hospedes a los pobres sin techo, que proporciones ropas al desnudo y que no te desentiendas de tus semejantes. Entonces brillará tu luz como aurora… y te seguirá la gloria del Señor” (Is 58, 6-8).

martes, 17 de junio de 2025

Amar a los enemigos (Mt 5, 43-48)

 P. Carlos Cardó SJ 

Prendimiento de Cristo, óleo sobre lienzo de Giovanni Francesco Barbieri, Il Guercino (1621), Museo Fitzwilliam, Cambridge, Reino Unido

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Han oído ustedes que se dijo: Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo; yo, en cambio, les digo: Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian y rueguen por los que los persiguen y calumnian, para que sean hijos de su Padre celestial, que hace salir su sol sobre los buenos y los malos, y manda su lluvia sobre los justos y los injustos. Porque si ustedes aman a los que los aman, ¿qué recompensa merecen? ¿No hacen eso mismo los publicanos? Y si saludan tan sólo a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? ¿No hacen eso mismo los paganos? Ustedes, pues, sean perfectos, como su Padre celestial es perfecto". 

Toda la enseñanza moral de Jesús se resume en: Ama a tu prójimo como a ti mismo. Ama a tu prójimo tal como es porque tú y él son iguales hijos e hijas queridos de Dios. 

Quien no ama a su hermano no ama a Dios. Esto se ve de manera particular en lo referente al respeto que se debe tener a la vida del otro. No puede nombrar a Dios como Padre ni tomar parte en el banquete de la fraternidad quien primero no perdona a su hermano o no hace lo posible para restablecer la relación que se ha roto. 

Para llegar a estos principios morales Israel tuvo que recorrer un largo camino. En la Biblia Dios habla en lenguaje humano, se adapta al proceso de maduración de su pueblo y emplea una pedagogía gradual para educarlo y, por medio de él, iluminar a toda la humanidad. Se parte del principio de la reciprocidad: si Abraham, padre de la raza, fue un extranjero de origen pagano, por ello Israel tiene que abrirse al amor al extranjero. Debe imitar a Dios en su amor misericordioso. El libro de Jonás describe vivamente lo difícil que fue para los hebreos aceptar la universalidad del mensaje de salvación. Y la culminación del largo recorrido hacia el amor universal se alcanza con la enseñanza del profeta Isaías, concretamente con el horizonte que él despliega para el deseo y el empeño práctico en favor de la paz: llegará el día en que todos los pueblos acogerán la palabra del Señor, de la que Israel es portador, aceptarán el señorío de Dios sobre todas las naciones y entonces de sus espadas forjarán arados y de sus lanzas podaderas. Ya no alzará la espada nación contra nación, ni se entrenarán más para la guerra. (Is 2,4). El amor universal hecho norma de vida conduce a establecer relaciones de justicia a todos los niveles, de las que nace la paz, el desarme mundial y la conversión de los gastos de guerra en inversiones para el desarrollo humano. 

El amor a todos los semejantes, hasta al enemigo, es una característica esencial del cristianismo frente a otras religiones. Es una tendencia común a todo grupo social el emplear el odio y aversión al enemigo como medio para reforzar la conciencia colectiva, definir la identidad común y reforzar la solidaridad entre sus miembros: se ataca y condena a los extraños, se defiende y apoya a los que son del grupo. Por esta razón el amor a los enemigos, predicado por Jesús, debió significar para sus contemporáneos judíos una exigencia radical. La primitiva iglesia la recogió íntegramente y con la teología de Juan dejó establecido que, conforme al pensamiento de Jesús, el amor universal, sin excepciones, significa haber conocido a Dios.  Si no se ama, no se tiene fe (Cf. 1Jn 4, 7-8; 3, 11-17). La lenta y progresiva comprensión bíblica del amor de Dios a todos alcanza en el Nuevo Testamento su culminación: Dios no tiene enemigos sino hijos; el cristiano no tiene enemigos, sino hermanos. Una religión que no llegue a esto, aún tiene camino por recorrer. Matar en nombre de Dios es la más abominable acción criminal porque va contra el hermano y contra Dios. Lo propio del cristianismo es morir perdonando, como Esteban el primer mártir. 

Todos podemos emplear mal nuestra libertad y hacer sufrir con nuestras decisiones. Más aún, todos –desde Caín– tenemos una cierta inclinación a la maldad y la hemos cometido, grande o pequeña alguna vez. Pero es innegable que el odio es una enfermedad del alma. Sin embargo, nos podemos acostumbrar al mensaje que los medios de comunicación, sobre todo, las películas, nos transmiten acerca de la venganza como virtud; se enaltece al vengador, se da por sentado que la venganza resuelve el mal cometido, y eso no es verdad porque muchas veces genera una pendiente por la que es casi inevitable deslizarse. Allí donde se desencadena el odio y la sed de venganza como reacción a frente a una violencia, un ultraje, o una injusticia padecida, allí triunfa el mal. La víctima inocente se ha dejado afectar por la enfermedad del mal y lo devuelve, generándose la espiral de la violencia. Refiriéndose al odio y a la venganza dice Etty Hillesum, la mártir judía de Auschwitz que acogió en su corazón el mensaje del cristianismo: “No veo más solución, sino que cada cual se examine retrospectivamente su conducta y extirpe y aniquile en sí todo cuanto crea que hay que aniquilar en los demás. Y convenzámonos de que el más pequeño átomo de odio que añadamos a este mundo lo vuelve más inhóspito de lo que ya es” (Journal, p. 205). 

Personas así se han aventurado en “un camino que es más excelente que todos los demás” (1Cor 12,31): el del amor incondicional a este mundo, a la humanidad pecadora y sufriente y al Dios de infinita misericordia. Imitarlo a él es tender a la perfección. Sean perfectos como su Padre celestial, dice San Mateo. Sean misericordiosos como el Padre, dice San Lucas.

lunes, 16 de junio de 2025

Devolver bien por mal (Mt 5, 38-42)

P. Carlos Cardó SJ 

Detalle de la imagen de la Divina Misericordia, óleo sobre lienzo de Adolfo Hyla (1944), capilla de la Divina Misericordia, Cracovia, Polonia

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Ustedes han oído que se dijo: Ojo por ojo, diente por diente; pero yo les digo que no hagan resistencia al hombre malo. Si alguno te golpea en la mejilla derecha, preséntale también la izquierda; al que te quiera demandar en juicio para quitarte la túnica, cédele también el manto. Si alguno te obliga a caminar mil pasos en su servicio, camina con él dos mil. Al que te pide, dale; y al que quiere que le prestes, no le vuelvas la espalda". 

Los criterios de conducta que Jesús transmite en el discurso del monte revelan cómo juzga Dios, quiénes entrarán en su reino. Pero son criterios normativos que nos pueden hacer pensar: duro es este lenguaje, quién podrá cumplirlo. Estamos condicionados por la lógica del mundo. Por eso nos cuesta tanto el devolver bien por mal, porque estamos continuamente bombardeados por la ideología de la venganza que los medios, el cine sobre todo, propagan con el falso presupuesto de que con ella se vence al mal y se da una justa reparación a los perjudicados. Pero no es así. 

Jesús reacciona contra la antigua ley del talión (ojo por ojo, diente por diente) que pretendía restablecer el orden poniendo un límite a la sed de venganza mediante la búsqueda de una cierta paridad (Gen 4,23). En el fondo había la creencia de que al mal se le vence mediante el miedo a un castigo equivalente o incluso mayor que el daño causado con la ofensa. Pero la aplicación de tal norma no resuelve el mal; lo que consigue en todo caso es duplicarlo. 

Jesús se sitúa en otra óptica, en la de Dios, su Padre, cuya justicia está siempre cargada de misericordia. En el plano humano, la búsqueda de ese horizonte de la justicia perfecta se cumple en el mandamiento del amor, que extrae el bien de todas las formas del mal. Esta justicia es la que llevará al Hijo de Dios a cargar sobre sí en la cruz la maldad de sus hermanos para vencerla mediante el amor que triunfa sobre la muerte, último reducto y logro del mal en el mundo. 

Atacar al mal, no al malvado, es lo que se ha de buscar. El mal, en efecto, hace daño en primer lugar a quien lo comete, es su primera víctima. Y ese malvado que me ha hecho daño es, a pesar de todo, hermano mío, a quien debo amar como tal. Hasta ahí extiende su comprensión el amor cristiano. Comprende sí, no condena. Tiene en cuenta que son muchos y muy complejos los factores que intervienen en la conducta humana. Por ello la Iglesia ha repetido tantas veces que hay estructuras sociales de pecado que influyen en las personas volviéndolas malas, a veces sin que se den cuenta. Así, detrás de un delito cometido se puede comprobar muchas veces una historia personal de frustración, humillación, abandono, o exclusión. Y el hombre que ha vivido así hasta dar con su vida en el horror del delito cometido es mi hermano. Quiero, por tanto, que el mal no triunfe ni en mí ni en él, que no triunfe en nadie. 

La lógica del mundo, en cambio, me incita a la venganza. Me lleva a no darme cuenta de que al pedir el mal contra el que me ha ofendido, y desear incluso su muerte, permito que el mal dirija mis sentimientos y actitudes; quiero hacerle al otro el mal que condeno en él, le doy a la acción mala categoría de bien necesario, opto por el mal al odiar a quien lo ha cometido. El odio y el deseo de venganza es connivencia con el mal que se intenta resolver. 

Jesús nos invita a superar esa manera de pensar: él ama al pecador y odia el mal, lucha contra él y no quiere que triunfe en ninguno de sus hermanos. Por eso, la gente de mal vivir y los excluidos fueron objeto de su compasión. Para nosotros, en cambio, son objeto de reprobación: ¡lo que ellos han hecho, hay que hacérselo! Pero eso no resuelve nada y puede hacer incluso que el mal se propague. Ocurre así en todos los niveles de las relaciones humanas: el matrimonio, la amistad, toda asociación de personas se rompen si lo que se busca es hacer sentir al ofensor el mismo dolor que él infringió. 

Por eso, todo ha de intentarse: diálogo, acuerdo, negociación, discusión incluso y reprensión, todo menos usar el mal contra el mal. Y convenzámonos, hasta que la misma administración de justicia, no sea capaz de integrar en sus juicios el “principio misericordia”, para buscar el bien de la persona y no sólo el castigo, nunca será posible la regeneración o la reeducación de los sentenciados. 

Y así, por el bien mayor que se puede desear, para que triunfe el amor que rehabilita, para que la fraternidad llegue a normar la vida en sociedad, y para desmentir la lógica de la venganza, el cristiano que sigue con radicalidad a su Señor se hace capaz de renunciar aun a su propio derecho, muestra la otra mejilla, entrega capa y manto, y camina con el otro no una milla sino dos.

domingo, 15 de junio de 2025

Domingo de la Santísima Trinidad - Dios Trinidad (Jn 16, 12-15)

 P. Carlos Cardó SJ 

La trinidad, óleo sobre lienzo de Domenikos Theotokopoulos, El Greco (1577-1579), Museo del Prado, Madrid, España

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Aún tengo muchas cosas que decirles, pero todavía no las pueden comprender. Pero cuando venga el Espíritu de la verdad, él los irá guiando hasta la verdad plena, porque no hablará por su cuenta, sino que dirá lo que haya oído y les anunciará las cosas que van a suceder.
Él me glorificará, porque primero recibirá de mí lo que les vaya comunicando.
Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho que tomará de lo mío y se lo comunicará a ustedes". 

Celebramos la fiesta de la Santísima Trinidad. Pedimos la gracia de conocer este gran misterio. Pero recordemos que “misterio” no es una suerte de enigma que no se puede comprender. Para los cristianos, misterio es una verdad revelada, es decir, que conocemos porque alguien, en quien confiamos plenamente, nos la ha comunicado y que, una vez acogida, no deja de dársenos a conocer, produciendo efectos en nuestra vida. No es una idea abstracta sino una verdad que transforma la vida, dándole sentido y calidad. 

En esta fiesta, la liturgia propone este texto de Juan en el que aparece quién es y cómo actúa Dios. Es un Dios que ama a este mundo y se preocupa por nosotros, tanto que, por medio de su Espíritu, envió a su Hijo para salvarnos, vinculando nuestro destino al suyo. Desde la venida del Hijo al mundo, Dios ya no es un ser lejano; está a nuestro lado, nos trae vida, nos libra de todo mal y nos asegura una felicidad para siempre. El Dios Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo ama al mundo, ama a todos los seres humanos y sólo quiere el bien para nosotros; no es vengativo ni rencoroso, responde a nuestra confianza y nos asegura el logro pleno de nuestra vida en él, para siempre. 

Dios no es un ente abstracto y lejanísimo. Por ser Trinidad es comunidad de personas, es vida y fuente de vida, es relación y fundamento de toda relación personal. Dios es amor, define san Juan, poniendo justamente de relieve la unión interna que constituye el ser de Dios: el que ama (el Padre), el que es amado (el Hijo) y el amor con que se aman y se unen (el Espíritu Santo). Incluso en la teología más tradicional, la distinción de las tres “personas”, se refiere a su relación interna (ab intra). Quiere decir que hay distinción entre ellas, sólo cuando se relacionan entre sí. Cuando la relación es con la creación (ad extra), no hay distinción ninguna; actúan siempre como UNO. A nosotros solo llega la Trinidad, no cada una de las “personas” por separado. No estamos hablando de tres en uno sino de una única realidad que es relación. 

Guiados por los profetas, los israelitas fueron intuyendo progresivamente a lo largo de su historia, y siempre de manera velada y fragmentaria, el misterio del único Dios en tres personas. Vieron a Dios como Padre, creador y señor, que por pura benevolencia había escogido a su pueblo de Israel para desde él ofrecer a la humanidad el don de la salvación. Experimentaron también el misterio de Dios al sentir la fuerza, que como fuego o viento impetuoso (espíritu) sostiene y orienta la creación, ilumina las mentes, dispone los corazones para el amor e instruye en el recto obrar conforme a la Ley moral. Y finalmente llegaron a intuir que, en el tiempo fijado, Dios enviaría un Salvador, el Mesías, el Señor. Anunciado como luz de las naciones, pastor, maestro y servidor, el Mesías haría posible la máxima cercanía de Dios con los hombres, y sería llamado Emmanuel, Dios con nosotros. 

Pero podemos afirmar que sólo en Jesús de Nazaret, en su palabra y en sus actitudes, en su vida y en su muerte, se abrió para la humanidad el camino al conocimiento de Dios Trinidad. Ante la revelación de Dios en Jesús de Nazaret, las antiguas intuiciones de los profetas quedan opacadas. Podemos decir que sin Jesús, difícilmente habríamos podido conocer que, en efecto, Dios realiza la unidad de su ser en tres personas: como el Padre a quien Jesús ora y se entrega hasta la muerte y es quien lo resucita; como el Hijo que está junto al Padre, nos transmite todo su amor liberador y en quien el mismo Dios se hace presente entre nosotros al modo humano; y como el Espíritu Santo que es la presencia continua del amor de Dios en nosotros y en la historia. 

Jesús mantuvo con Dios una singular relación de cercanía e intimidad, que él expresaba con el lenguaje con que un hijo se dirige a su padre llamándole: Abbá. Mantuvo con él la más absoluta confianza: Tú siempre me escuchas, decía en su oración; mi alimento es hacer la voluntad de mi Padre; mi Padre me ha enviado y yo vivo por él; las palabras que les digo se las he oído a mi Padre; mi padre y yo somos una misma cosa. Al explicarnos esto, Jesús nos enseñó cómo y por qué Dios es Padre, suyo y nuestro. 

Asimismo, Jesús reclamó para sí la plena posesión del Espíritu divino. Se aplicó, sin temor a ser tenido por pretencioso y blasfemo, las palabras de Isaías: El Espíritu del Señor está sobre mí porque me ha consagrado; me ha enviado a anunciar la buena nueva a las naciones... (Lc 4, 18-19; Is 61, 1-2). Y después de su resurrección, envió desde el Padre al Espíritu Santo a fin de llevar a plenitud su obra en el mundo. Por este mismo Espíritu tenemos acceso a Jesucristo, lo adoramos como Dios y hombre verdadero. Por él también tenemos acceso al Padre como hijos e hijas, liberados de toda opresión y temor. Por él formamos entre todos una familia especial, más allá de toda diferencia, la Iglesia en la que Cristo se prolonga por toda la historia. Este es el núcleo central de nuestra fe: un solo Dios que en cuanto Padre crea familia, que en cuanto Hijo crea fraternidad y en cuanto Espíritu Santo crea comunidad. Lo que experimentaron los primeros cristianos es que Dios podía ser a la vez: Dios que es origen, principio, (Padre); Dios que se hace uno de nosotros (Hijo); Dios que se identifica con cada uno de nosotros (Espíritu). Nos hablaron de Dios que no está encerrado en sí mismo, sino que se relaciona dándose totalmente a todos y a la vez permaneciendo Él mismo. Jesús nos enseñó que, para experimentar a Dios, el hombre tiene que mirar dentro de sí mismo (Espíritu), mirar a los demás (Hijo) y mirar a lo trascendente (Padre). 

De este modo, el misterio de la Trinidad se convierte en nuestro propio misterio: nos realizamos a imagen de Dios no como individuos aislados sino formando comunidad. Por haber sido creados a su imagen y semejanza, los seres humanos alcanzamos nuestro pleno desarrollo en nuestra relación de hijos e hijas para con Dios y de hermanos y hermanos entre nosotros. 

Misterio de comunión, la Trinidad nos hace apreciar esta verdad que da sentido a la vida: la verdad de la unión fraterna, de la solidaridad, del respeto y la mutua comprensión, del afecto y la bondad, en una palabra, la verdad del amor. Por eso, la fe en Dios Trinidad encuentra en el amor humano su expresión más cercana y sugerente. En la unión amorosa del hombre y de la mujer, de la que nace el niño, podemos tener una continua fuente de inspiración para nuestra oración y para nuestro empeño diario por hacer de este mundo un verdadero hogar. 

El misterio de la Trinidad Santa no es, pues, una teoría ni un dogma racional. Es una verdad que ha de ser llevada a la práctica. Porque quien confiesa a Dios como Trinidad, vive la pasión de construir comunidad. La Trinidad le inspira sus acciones y decisiones para que todo contribuya a crear una sociedad en la que sea posible sentir a Dios como Padre, a Jesucristo como hermano que da su vida por nosotros, y al Espíritu como fuerza del amor que une los corazones para formar entre todos una sola familia. 

En este día, lo mejor que podemos hacer es procurar sentir la presencia de nuestro buen Padre Dios, que protege la vida que nos ha dado; sentir en nuestros hombros la mano fraterna de Jesucristo, que nos sostiene; y en nuestros corazones la fuerza y valentía que inspira el Espíritu Santo.

sábado, 14 de junio de 2025

Prohibición de los juramentos (Mt 5, 33-37)

 P. Carlos Cardó SJ 

Rostro de Cristo, óleo sobre lienzo de Georges Rouault (1939), Museo del Hermitage, San Petersburgo, Rusia

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Han oído que se dijo a los antiguos: No jurarás en falso y le cumplirás al Señor lo que le hayas prometido con juramento. Pero yo les digo: No juren de ninguna manera, ni por el cielo, que es el trono de Dios; ni por la tierra, porque es donde Él pone los pies; ni por Jerusalén, que es la ciudad del gran Rey. Tampoco jures por tu cabeza, porque no puedes hacer blanco o negro uno solo de tus cabellos. Digan simplemente sí, cuando es sí; y no, cuando es no. Lo que se diga de más, viene del maligno". 

En el mundo judío del tiempo de Jesús eran muy frecuentes los juramentos y se juraba por cualquier cosa, pero como el mandamiento de la Ley prohíbe pronunciar el santo nombre de Dios en vano, se juraba por la cabeza, por la tierra, por el cielo, por Jerusalén. Jurar por Dios estaba prohibido, junto con el perjurio. Se suponía que la persona justa y sabia no necesita jurar porque lleva a Dios en sí, y el juramento supone rebajarlo, haciéndolo intervenir en asuntos humanos. 

También en otros pueblos el juramento fue considerado contrario a los principios éticos. Los filósofos griegos inculcaban la idea de que el hombre debe inspirar confianza por sí mismo y no ha de basar la credibilidad de su palabra en ninguna autoridad. Consideraban superflua la invocación de los dioses, porque lo decisivo es la fiabilidad de la persona. 

Jesús apoya la enseñanza moral tradicional, que se expresaba en el mandamiento: No jurarás en falso, sino que cumplirás lo que prometiste al Señor con juramento (Ex 20, 7; Num 30, 3; Deut 23,22), pero no se queda en eso, sino que enseña algo mucho más radical: él prohíbe el juramento porque exige, a cambio, la veracidad absoluta de la palabra humana. Para Jesús, la persona no debe tener una doble palabra: la verdadera y la que puede no serlo. Él no quiere que vivamos desconfiando unos de otros, suponiendo siempre que lo que el otro dice puede ser mentira. Quiere quitar ese presupuesto que rige muchas veces las relaciones interpersonales, es decir, quiere sanar la devaluación de la palabra, que genera desconfianza. 

Jesús va más allá de la condena categórica de la mentira. Su preocupación más honda, en la línea espiritual más pura de Israel, era el respeto a la santidad del nombre de Dios y la majestad de Dios. Con su alusión al juramento ilustra lo que es la veracidad, pero reprueba el juramento porque en él se apela al nombre de Dios, se le pone de testigo de los propios actos y se le hace intervenir en asuntos mundanos. 

Mucho hay que trabajar, sobre todo en la educación de los niños, para inculcar la buena actitud de suponer siempre en el otro rectitud, veracidad y buena voluntad, mientras no se demuestre lo contrario. Pero como la confiabilidad de toda persona depende de las demostraciones que dé de su rectitud y transparencia, desde la infancia se debe aprender el sentido del valor de la palabra dada o empeñada, la veracidad en el hablar y en el actuar, y la necesidad de refrendar la credibilidad de la propia palabra con la rectitud e integridad de la conducta. Si es así, no hay necesidad de estar jurando. Todos reprobamos la corrupción pública y privada, y lamentamos que no se pueda confiar muchas veces en las instituciones y las personas. Deberíamos comenzar a cambiar esta realidad con el ejemplo personal de que la veracidad que pide el Señor es la única forma humana de vivir en sociedad: que cuando digan sí, sea un sí y cuando digan no, sea un no; porque lo que pasa de ahí viene del maligno.

viernes, 13 de junio de 2025

Adulterio y divorcio (Mt 5, 27-32)

 P. Carlos Cardó SJ 

La petición de matrimonio, óleo sobre lienzo de Pavel Fedotov (1848), Academia de las Artes de San Petersburgo, Rusia

Ustedes han oído que se dijo: «No cometerás adulterio.» Pero yo les digo: Quien mira a una mujer con malos deseos, ya cometió adulterio con ella en su corazón. Por eso, si tu ojo derecho te está haciendo caer, sácatelo y tíralo lejos; porque más te conviene perder una parte de tu cuerpo y no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno. Y si tu mano derecha te lleva al pecado, córtala y aléjala de ti; porque es mejor que pierdas una parte de tu cuerpo y no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno.
También se dijo: «El que se divorcie de su mujer, debe darle un certificado de divorcio.» Pero yo les digo: Si un hombre se divorcia de su mujer, fuera del caso de unión ilegítima, es como mandarla a cometer adulterio: el hombre que se case con la mujer divorciada, cometerá adulterio. 

Lo que busca Jesús en estos versículos del sermón del monte es inculcar el respeto a ese bien fundamental del ser humano que es su vida de pareja, en la que se realiza como persona a imagen de Dios. Jesús prohíbe no sólo el adulterio físico sino también el del corazón. Y exhorta a ser decididos, y no querer entrar en componendas con el mal. 

Conviene advertir que por la desigualdad existente entre el varón y la mujer en la cultura judía del tiempo de Jesús, quien tenía derecho a repudiar era el varón. Por eso Mateo, que escribe a judíos, se refiere sólo a él. Marcos, en cambio, que escribe a cristianos venidos del paganismo, tiene en cuenta que en esos países también la mujer se podía divorciar (cf. Mc 9,43-47). 

También cabe notar que ya en el Antiguo Testamento el matrimonio era mucho más que la “tenencia” de la mujer, como si ésta fuera un bien comparable a los otros bienes: la unión del varón y de la mujer los hacía ser una sola carne –un solo ser– a imagen de Dios. Por eso, romper esta unión equivalía a romper la imagen de Dios. 

Jesús va más allá del matrimonio físico. Para él, según la cultura hebrea, el ojo lleva al corazón: seduce y cautiva. Porque al corazón le interesa lo que el ojo admira y lo toma para sí. Una fidelidad puramente exterior, que no sea a la vez del ojo y del corazón, será una hipocresía, un sepulcro blanqueado. 

El ojo es para desear y la mano para tomar. Aquí está el origen de todo bien y de todo mal, no sólo del adulterio. Decía Simone Weil, filósofa judía que aunque no fue bautizada es considerada como una mística cristiana: “El gran dolor de la vida humana es que mirar y comer sean dos operaciones diferentes (…) Quizá los vicios, las depravaciones y los crímenes, casi siempre o incluso siempre, sean en esencia intentos de comer la belleza, comer lo que únicamente hay que mirar. Eva fue la que empezó” (A la espera de Dios, Paris 1950). Como en el evangelio, se critica aquí la tendencia que lleva a no admirar nada sin querer enseguida adquirirlo, consumirlo. Jesús nos exhorta a cuidar esa tendencia para que ni el ojo con que deseamos ni la mano con que agarramos sean para el mal propio o del prójimo. La decisión ha de ser firme, sin componendas. Por eso el lenguaje hiperbólico: arráncate el ojo, córtate la mano, si son ocasión de pecado. 

A continuación, habla Jesús de la indisolubilidad del matrimonio. Como todo en su sermón del monte, no la propone como una ley más dura que la antigua, sino como el don de Dios al corazón humano. Dios es quien da un corazón nuevo, capaz de amar con fidelidad. Dios te ama fielmente para que aprendas a amar con ese amor. Jesús dirá: Ámense como yo los he amado. Permanezcan en mi amor. La fidelidad se recibe como gracia, se lleva a la práctica en obediencia y madura con la educación del amor. Hay que educar para el amor fiel y hay que mantener ese amor, hacerlo madurar. Es evidente que por no hacer madurar su amor, muchas parejas se divorcian. Dejan que se entibie y se apague el primer amor. 

Siempre, sin embargo, cabe preguntarse ante un matrimonio fracasado: ¿fue verdadero matrimonio, válida y lícitamente celebrado? Esta pregunta impone la necesidad de discernir para salvar no sólo los principios sino las personas, que siempre serán pecadores perdonados. Antes, la ley mantenía junta a la pareja a toda costa, aunque se odiasen. Formación, acompañamiento, comprensión y discernimiento pueden lograr lo que ninguna ley es capaz de lograr, devolviéndole al matrimonio su pureza original de libre donación de amor. Pero ¡ay de los pastores duros, legalistas y castigadores, que no conocen la misericordia! Hay que buscar lo que más ayuda al débil para que tenga fe y pueda crecer en su amor. No basta saber y conocer leyes y cánones; hay que saber usarlos.

jueves, 12 de junio de 2025

Para que el mundo crea – Jesucristo sumo y eterno sacerdote (Jn 17, 1-2.9.14-26)

 P. Carlos Cardó SJ 

Cristo y sus apóstoles, mosaico bizantino de autor anónimo (siglo IV), iglesia de Santa Prudenziana, Roma

Jesús elevó los ojos al cielo y exclamó: «Padre, ha llegado la hora: ¡glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te dé gloria a ti! Tú le diste poder sobre todos los mortales, y quieres que comunique la vida eterna a todos aquellos que le encomendaste».
«Yo ruego por ellos. No ruego por el mundo, sino por los que son tuyos y que tú me diste. Yo les he dado tu mensaje, y el mundo los ha odiado, porque no son del mundo como tampoco yo soy del mundo. No te pido que los saques del mundo, sino que los defiendas del Maligno. Ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Conságralos mediante la verdad: tu palabra es verdad. Así como tú me has enviado al mundo, así yo también los envío al mundo, y por ellos ofrezco el sacrificio, para que también ellos sean consagrados en la verdad. No ruego sólo por éstos, sino también por todos aquellos que creerán en mí por su palabra. Que todos sean uno como tú, Padre, estás en mí y yo en ti. Que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la Gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí. Así alcanzarán la perfección en la unidad, y el mundo conocerá que tú me has enviado y que yo los he amado a ellos como tú me amas a mí. Padre, ya que me los has dado, quiero que estén conmigo donde yo estoy y que contemplen la Gloria que tú ya me das, porque me amabas antes que comenzara el mundo. Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te conocía, y éstos a su vez han conocido que tú me has enviado. Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me amas esté en ellos y también yo esté en ellos». 

A esta oración que Jesús dirige a su Padre en la última cena se la ha llamado desde tiempos antiguos “oración sacerdotal” por su carácter de acción de gracias y de mediación. Es también un testamento y una instrucción para la comunidad. Ésta debe tener siempre presente que lo que el Señor espera de ella ha sido el objeto de su oración al Padre antes de entrar en su pasión. 

El tema dominante de la oración sacerdotal de Jesús es la unidad, que corresponde a la gloria del Hijo reflejada en la Iglesia. La vida de la Iglesia ha de reflejar el misterio de donación y comunión que constituye la unidad del Dios Trinidad, concretamente el amor del Padre, la obediencia y entrega del Hijo y la comunión del Espíritu Santo. 

A la Iglesia, comunidad formada por los discípulos de Jesús y por los que creerán en el él por el testimonio y la predicación de ellos, Jesús le ha hecho participar de la gloria que ha recibido del Padre. En su cena, pide para que puedan contemplar esa gloria en toda su plenitud cuando estén todos reunidos con él junto al Padre. 

Sabemos ya que la gloria que Cristo ha recibido del Padre y desea para su Iglesia no tiene nada que ver con el triunfalismo. Consiste en la manifestación victoriosa del amor que sirve, se entrega y salva, del amor que, en definitiva, constituye el ser mismo de Dios. Jesús no retiene para sí la gloria, la prodiga en el amor con que procura el bien de los demás, sana sus dolencias, los libera de toda opresión y les da vida eterna. Esa es la gloria que da a sus discípulos y que ellos deberán transparentar en un amor mutuo semejante al suyo. 

Se entiende, entonces, que la práctica del amor que sirve y se entrega (el mandamiento del Señor) es lo que les ha de mantener unidos, pues en eso consiste la unidad verdadera de los que son de Cristo. Yo les he dado la gloria que tú me diste, de modo que puedan ser uno, como nosotros somos uno. 

La Iglesia está fundada para reproducir y hacer presente en la historia la obediencia de Jesucristo al Padre, por la cual no vivió para sí, no vino a ser servido sino a servir y dio su vida. En el ejercicio de su misión, la Iglesia ha de reproducir ese mismo dinamismo de amor, entrega y servicio que en la persona y actuación de Jesús aparece como la gloria que ha recibido de su Padre. Por consiguiente, el éxito de la labor evangelizadora de la Iglesia no reside en la grandeza de sus instituciones y de sus obras, sino en su capacidad de hacer sentir a la gente el amor con que Jesús amó a su Padre y a sus hermanos. 

La unidad es don de Dios, por eso Jesús la pide para nosotros. La división, en cambio, es obra del pecado. La unión que hay entre el Padre y el Hijo es fuente de la unión en la comunidad de los cristianos y modelo que deben procurar imitar. En la vida trinitaria, las tres personas divinas, manteniendo sus características y funciones propias, forman un solo ser divino. En la comunidad cristiana no se puede buscar una unidad en la uniformidad, sino en el respeto de la diversidad, que es riqueza de la misma Iglesia. 

Hay además un dinamismo de presente y futuro, de algo ya realizado, pero que todavía no ha alcanzado su plenitud. Jesús ha recibido ya la gloria del Padre porque le ha amado desde antes de la creación del mundo, pero espera ser glorificado en la hora de su muerte y resurrección. De modo semejante, la unidad de la Iglesia –en la que se muestra la gloria de Cristo– es una realidad actual, ya transmitida por él mismo, pero su plena realización es objeto de esperanza porque aún no se ha realizado plenamente. Cuando Cristo sea todo en todos y seamos congregados por él en su reino, entonces se alcanzará la unidad perfecta. Mientras tanto, la unidad de los cristianos es una tarea y un anhelo continuo pues tiene que ser visible para que el mundo crea.