sábado, 26 de julio de 2025

Trigo y cizaña (Mt 13, 24-43)

 P. Carlos Cardó SJ 

El sembrador de cizaña, grabado en madera sobre papel de Sir John Everett Millais (1864), publicada en “Ilustraciones de las Parábolas de Nuestro Señor”, edición de 1924 de Gilbert Daziel

Jesús les refirió otra parábola, diciendo: El reino de los cielos puede compararse a un hombre que sembró buena semilla en su campo. Pero mientras los hombres dormían, vino su enemigo y sembró cizaña entre el trigo, y se fue.
Cuando el trigo brotó y produjo grano, entonces apareció también la cizaña. Y los siervos del dueño fueron y le dijeron: «Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿Cómo, pues, tiene cizaña?».
Él les dijo: «Un enemigo ha hecho esto». Y los siervos le dijeron: «¿Quieres, pues, que vayamos y la recojamos?». Pero él dijo: «No, no sea que al recoger la cizaña, arranquéis el trigo junto con ella. Dejad que ambos crezcan juntos hasta la siega; y al tiempo de la siega diré a los segadores: “Recoged primero la cizaña y atadla en manojos para quemarla, pero el trigo recogedlo en mi granero”».
Les refirió otra parábola, diciendo: El reino de los cielos es semejante a un grano de mostaza, que un hombre tomó y sembró en su campo, y que de todas las semillas es la más pequeña; pero cuando ha crecido, es la mayor de las hortalizas, y se hace árbol, de modo que las aves del cielo vienen y anidan en sus ramas.
Les dijo otra parábola: El reino de los cielos es semejante a la levadura que una mujer tomó y escondió en tres medidas de harina hasta que todo quedó fermentado.
Todo esto habló Jesús en parábolas a las multitudes, y nada les hablaba sin parábola, para que se cumpliera lo dicho por medio del profeta, cuando dijo: Abriré mi boca en parábolas; hablare de cosas ocultas desde la fundación del mundo.
Entonces dejó a la multitud y entró en la casa. Y se le acercaron sus discípulos, diciendo: Explícanos la parábola de la cizaña del campo. Y respondiendo Él, dijo: El que siembra la buena semilla es el Hijo del Hombre, y el campo es el mundo; y la buena semilla son los hijos del reino, y la cizaña son los hijos del maligno; y el enemigo que la sembró es el diablo, y la siega es el fin del mundo, y los segadores son los ángeles. Por tanto, así como la cizaña se recoge y se quema en el fuego, de la misma manera será en el fin del mundo
El Hijo del Hombre enviará a sus ángeles, y recogerán de su reino a todos los que son piedra de tropiezo y a los que hacen iniquidad; y los echarán en el horno de fuego; allí será el llanto y el crujir de dientes. Entonces los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre. El que tiene oídos, que oiga. 

El Señor siembra la buena semilla, pero su crecimiento siempre va a encontrar obstáculos. El bien aparecerá mezclado con el mal que no actúa sólo fuera, sino dentro de la comunidad cristiana y en el interior de cada uno. 

El creyente sabe que el triunfo del bien sólo acontecerá al final, por obra de Dios. Antes tiene que transcurrir el tiempo de la espera, tiempo de la fortaleza y de la resistencia. El mal no lo puede abatir; debe llevarlo más bien a exaltar el bien. Enfrentado como Jesús, el mal puede dar paso al bien que niega. Para los que aman a Dios, todo contribuye al bien (Rm 8,28). Y donde abunda el pecado, allí sobreabunda la gracia (Rom 5,20). 

La fe cristiana no ofrece teorías explicativas del misterio del mal ni intenta darnos el consuelo fácil de la resignación. En todo caso nos hace más sensibles al sufrimiento humano y nos lleva hasta la consternación que sienten tantos inocentes injustamente perjudicados en su cuerpo o en su alma. La fe lo que hace es enseñarnos a asumir y superar el mal en cualquiera de sus formas, fijos los ojos en Jesús que, ante la maldad y la violencia del mundo, no intentó vencer al mal con el mal, ni dio paso a los sentimientos de venganza, ni a la desesperación. Lo que hizo fue llenar con su amor llevado hasta el extremo aquella situación que tipifica y condensa todo el mal y pecado del mundo, confiando absolutamente en el poder del amor y bondad de su Padre que vence al mal y a la muerte. 

Desde esta perspectiva, podemos leer todos los acontecimientos en los que el mal parece triunfar y la fe es puesta a prueba. Pero de manera particular la parábola nos hace mirar con ojos de fe lo que nos ha tocado vivir en la Iglesia. Ella es el campo del Señor, en el que se mezclan el buen trigo y la mala hierba. Divina y humana de arriba abajo, es al mismo tiempo “sacramento” de la comunión de Dios con la humanidad en Jesucristo, “cuerpo” y “esposa” de Cristo, lugar indestructible de su presencia que sostiene y difunde la verdad del Espíritu de Dios en el mundo. Pero esto no siempre resulta obvio porque la Iglesia es “santa y necesitada al mismo tiempo de continua purificación”. Por eso, a nadie le es lícito volverse insensible a los escándalos y espectáculos decepcionantes que, de mil maneras distintas, siempre han dado los hombres de iglesia. Al mismo tiempo, sin embargo, no pidamos el cielo sobre la tierra. Y es justo reconocer que todos hemos experimentado de alguna manera la pureza, verdad y bondad de Cristo y de su obra entre nosotros por medio de esta misma Iglesia. En definitiva, lo que sostiene nuestra fe en la Iglesia es nuestra fe en Cristo, y sólo reconociendo que no la abandona nunca (Mt 28, 20) podemos superar la desconfianza, el escepticismo, el distanciamiento o la crítica malsana. No puedo amar a Cristo y no amar a la Iglesia; ella es su cuerpo y su esposa. Puedo así tener la seguridad de que jamás le retirará su santo Espíritu, y me hará capaz de descubrir los signos (a veces tan ocultos) del buen trigo que crece a pesar de la cizaña. 

Las pequeñas parábolas del granito de mostaza y de la levadura en la masa hablan del desarrollo del reino de Dios. El granito de mostaza subraya el aspecto de la pequeñez. Remite al modo de actuar de Dios que quiso aparecer en el Niño de Belén y mostrarse luego como el pequeño carpintero de Nazaret. Entrar por los caminos del Señor, asumir su lógica, significa convencerse de que quien quiera ser grande ha de hacerse el más pequeño para servirlos a todos (Mt 20, 26). 

La parábola de la levadura nos habla asimismo de una realidad que queda escondida, pero no inactiva. De manera callada y oculta la levadura que una mujer mezcla con la harina la va fermentando desde dentro. Así actúa Dios moviendo el interior de las personas. El silencio y la pobreza de medios caracterizan la presencia modesta de Jesús, el mesías que actúa lejos de las expectativas de poder y de riqueza. Frente a los poderes del mundo que se le oponen, él se sitúa en la falta de poder y desde ahí pone de manifiesto la verdad y el poder salvador de Dios que triunfa en la debilidad. Nos enseña, pues, a fiarnos de la fuerza transformadora que tiene el evangelio proclamado al mundo, a no dejarnos escandalizar por el mal y a procurar siempre vencerlo a fuerza de bien (Rom 12, 21).

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