domingo, 30 de septiembre de 2018

Homilía del Domingo XXVI del Tiempo Ordinario – Tolerancia y evitar escándalos (Mc 9, 38-43.45.47.48)

P. Carlos Cardó SJ
Redención, óleo sobre lienzo de Modesto Brocos (1895), Museo Nacional de Bellas Artes, Río de Janeiro, Brasil
En aquel tiempo, Juan le dijo a Jesús: "Hemos visto a uno que expulsaba a los demonios en tu nombre, y como no es de los nuestros, se lo prohibimos".Pero Jesús le respondió: "No se lo prohíban, porque no hay ninguno que haga milagros en mi nombre, que luego sea capaz de hablar mal de mí. Todo aquel que no está contra nosotros, está a nuestro favor. Todo aquel que les dé a beber un vaso de agua por el hecho de que son de Cristo, les aseguro que no se quedará sin recompensa. Al que sea ocasión de pecado para esta gente sencilla que cree en mí, más le valdría que le pusieran al cuello una de esas enormes piedras de molino y lo arrojaran al mar. Si tu mano te es ocasión de pecado, córtatela; pues más te vale entrar manco en la vida eterna, que ir con tus dos manos al lugar de castigo, al fuego que no se apaga. Y si tu pie te es ocasión de pecado, córtatelo; pues más te vale entrar cojo en la vida eterna, que con tus dos pies ser arrojado al lugar de castigo. Y si tu ojo te es ocasión de pecado, sácatelo; pues más te vale entrar tuerto en el Reino de Dios, que ser arrojado con tus dos ojos al lugar de castigo, donde el gusano no muere y el fuego no se apaga".
Los discípulos de Jesús vieron a uno expulsar demonios en su nombre y se lo prohibieron porque “no era de su grupo”. Querían tener la exclusiva. Este hecho se repite hoy. Hay personas que realizan obras buenas “en nombre de Jesús”, y hay personas que en vez de alegrarse de ello, las critican porque no pertenecen a su grupo. Como si el espíritu de Jesús actuara únicamente en ellos. Olvidan que es Él quien debe crecer y no mi grupo, mi corriente, mi modo de pensar.
No se trata de que los demás piensen y actúen como nosotros, sino que sigan a Jesucristo y obren el bien. Creer que sólo quienes piensan como nosotros tienen la verdad y actúan correctamente, eso es la raíz de todas las intolerancias y exclusiones, que dañan profundamente el ser de la Iglesia.
Por eso dice el Señor: Quien no está contra nosotros, está con nosotros. El evangelio nos cura de toda tendencia al ghetto, al círculo cerrado, a la crispación sectaria, a la postura intransigente y al gesto discriminador. Libre de todo aquello que divide y enfrenta a las personas, Jesús alienta en nosotros la verdadera tolerancia, que es amplitud de corazón, espíritu universal para respetar y estimar a todos los que buscan servir a los hermanos.
Tolerancia, amplitud de miras, respeto, diálogo, colaboración…, son pues virtudes esencialmente eclesiales. La unidad de la Iglesia sólo podrá lograrse si, movidos por el amor, permitimos al otro ser diferente, aunque no logre “comprenderlo” y mientras no se demuestra que su proceder es erróneo.
Después de esta enseñanza, dice Jesús: Todo el que les dé a beber un vaso de agua a ustedes en razón de que siguen a Cristo, no quedará sin recompensa. La tolerancia va siempre acompañada de la magnanimidad. Hasta los más pequeños gestos de atención y acogida del prójimo, como dar un vaso de agua, son significativos, tocan personalmente al mismo Cristo.
Viene luego una frase de gran severidad sobre aquello que constituye lo contrario del amor y del servicio: el escándalo. Escándalo es toda acción, gesto o actitud que induce a otro a obrar el mal. Los pequeños y la gente sencilla creen ya en Dios, pero las acciones y conducta de los mayores pueden hacerles difícil la fe. Nada hay más grave que inducir a pecar a los débiles. La advertencia es tajante: quienes no respetan a los pequeños y se convierten en sus seductores acaban de manera desastrosa.
Pero no solamente se puede escandalizar a otros, sino que uno puede también ser escándalo para sí mismo. En este sentido, Jesús nos exhorta a examinar dónde radican las posibles ocasiones de pecado, para evitarlas. 
Sus expresiones: Si tu mano, tu pie o tu ojo son ocasión de escándalo…, córtatelo”, obviamente no significan mutilación; son imágenes hiperbólicas, gráficas y de gran fuerza expresiva para movernos a una opción decisiva en favor de los valores del evangelio. Esto implica modificar el uso que damos a cosas que pueden ser muy apreciadas. Toda opción implica renunciar a otras posibilidades que no pueden mantenerse junto con el bien mayor que se ha elegido. No podemos leer estas advertencias de Jesús en clave moralista y ascética. Está de por medio la alegría que motiva y orienta hacia la plena realización de nuestra persona en Dios.

sábado, 29 de septiembre de 2018

Los ángeles de Dios (Jn 1, 47-51)

P. Carlos Cardó SJ
La Escalera de Jacob, lápiz, acuarela y tinta de William Blake (1805), Museo Británico, Londres, Reino Unido
En aquel tiempo, vio Jesús que se acercaba Natanael y dijo de él: «Ahí tienen a un israelita de verdad, en quien no hay engaño».  Natanael le contestó: «¿De qué me conoces? ».Le respondió Jesús: «Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi.» Le respondió Natanael: «Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel».Jesús le contestó: «¿Por haberte dicho que te vi debajo de la higuera, crees? Has de ver cosas mayores». Y añadió: «En verdad, en verdad os digo: veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre».
En la fiesta de los Santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael, la liturgia propone este texto de Juan, en el que aparecen los ángeles subiendo y bajando sobre el Hijo del hombre.
Es una promesa que hace Jesús a sus discípulos en el diálogo con Natanael y está relacionada con la visión que tuvo Jacob en Betel (Gen 28,12). En ella, Jacob –que después se llamará Israel– contempló una escalera que unía al cielo con la tierra y a unos ángeles de Dios que subían y bajan por ella.
El cielo y los ángeles significan la esfera de lo divino, donde refulge la gloria de Dios. Dicha esfera ha dejado de ser inaccesible; por Jesús, los cielos se abren y Dios desciende para morar entre nosotros. Dios no habita en un confín infinitamente lejano, la persona humana de Jesús nos lo ha acercado. Es éste un tema muy querido para Juan desde el prólogo de su evangelio. Jesús es el auténtico Betel, la casa de Dios y puerta del cielo; en Él puede contemplarse la presencia de Dios con nosotros, en Él se manifiesta su gloria que es plenitud de gracia y verdad; por eso Jesús es el verdadero templo y los ángeles lo rodean.
En los escritos bíblicos aparecen con cierta frecuencia los ángeles, seres espirituales  que cumplen de parte de Dios funciones diversas pero complementarias. En primer lugar aparecen como mensajeros de Yahveh y tal es el significado de su nombre.
En el Génesis, el ángel transmite a Agar, la esclava, la promesa de que será madre de una descendencia numerosa (Gen 16, 7-12), y la protege después en el desierto para que su hijo no muera de sed (Gen 21, 18). El ángel del Señor detiene la mano de Abraham para que no hiera a Isaac y le anuncia las bendiciones que le vendrán por su obediencia (Gen 22, 12. 15-18).
El ángel del Señor, bajo la apariencia de una llama de fuego que ardía en una zarza, llamó a Moisés (Ex 3, 2), dando inicio a su vocación y misión de libertador de Israel. El nacimiento de Sansón fue anunciado por el ángel a su madre Sorá, mujer estéril (Jue 13, 3-5), y el profeta Elías, amenazado de muerte y desfalleciente en su huida por el desierto, es fortalecido con el pan que le da el ángel, para poder andar su largo camino hasta la montaña de Dios (1 Re 19, 5-8).
Otra función que cumplen los ángeles es la de ayudar a percibir las intervenciones de Dios en la realidad en determinados momentos históricos. Donde están ellos, está Dios con su poder benévolo, providente y liberador. Por eso un ángel muestra a los hebreos en el éxodo la gloria y poder de Dios (Ex 14, 19), es enviado para guardar y conducir al pueblo a la tierra prometida (Ex 23, 20), y exterminará a sus enemigos, los asirios (2Re 19, 35).
Pero será en el Nuevo Testamento donde el mensajero de Dios anunciará la mayor de las maravillas de Dios en favor de la humanidad: la encarnación y el nacimiento del Hijo de Dios (Lc 1, 26-38; 2, 9-12). Finalmente, serán los ángeles del sepulcro vacío los anunciadores del triunfo de Cristo sobre la muerte (Lc 24, 4) y de su vida nueva, resucitada y eterna.
Los nombres mismos de los ángeles sugieren atributos y acciones de Dios en favor de la humanidad. Adquieren así un perfil más personalizado y un carácter marcadamente benévolo, son ángeles custodios, guardianes del bien y de la vida. Rafael significa Dios ha curado, o “medicina de Dios”: sana a Tobit y a Sara, acompaña y protege a Tobías en su viaje (Tob 3;5) y acaba presentándose como enviado de Dios, como uno de los siete ángeles que llevan ante Dios las plegarias de los hombres (Tob 12).
Miguel, (Mika-El) significa quién como Dios, manifiesta su grandeza y su poder, aparece en el libro de Daniel como el protector de Israel y príncipe de los ejércitos angélicos (Dan 10, 5ss; 12,1). Miguel vence, según el Apocalipsis, al dragón que aparece como Satán, tentador del mundo (Ap 12, 7s). Gabriel es  fuerza de Dios, que interpreta y muestra el curso de la historia (Dan 8, 16ss; 9, 21ss; 10, 10ss). Es el mensajero divino que anuncia el nacimiento de Juan Bautista y de Jesús (Lc 1, 5-19; 26-38). 
Les aseguro que verán el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre, dijo Jesús a Natanel. Por la fe sabemos que los cielos están abiertos para nosotros. Sabemos también que la bondad y providencia de Dios nos envuelve y protege con sus ángeles. El futuro humano está asegurado porque el Hijo del hombre muerto en la cruz por toda la humanidad ha hecho posible que triunfemos con Él sobre el pecado; resucitado y ascendido a los cielos llevó consigo a la humanidad y en Él todos hemos resucitado. Nuestro destino es estar con Él, contemplando su rostro, y en compañía de los ángeles cantar para siempre las misericordias de Dios.

viernes, 28 de septiembre de 2018

Declaración de Pedro (Lc 9, 18-22)

P. Carlos Cardó SJ
Rostro de Jesús, detalle del óleo sobre lienzo “Cristo y el joven Rico”, de Heinrich Hofmann (siglo XIX), Iglesia Baptista de Riverside, Nueva York
Estando Él una vez orando a solas, se le acercaron los discípulos y Él los interrogó: “¿Quién dice la multitud que soy yo?”.Contestaron: “Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros dicen que ha surgido un profeta de los antiguos”.
Les preguntó: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”.Respondió Pedro: “Tú eres el Mesías de Dios”.
Él les ordenó que no se lo dijeran a nadie. Y añadió: “Este Hombre tiene que padecer mucho, ser rechazado por los senadores, sumos sacerdotes y letrados, tiene que ser condenado a muerte y resucitar al tercer día”.
Este texto de Lucas viene a continuación del milagro de la multiplicación de los panes (9,10-17). Jesús inicia su camino a Jerusalén donde va a ser entregado. En este contexto, dice Lucas que Jesús se hallaba un día haciendo oración a solas cuando sus apóstoles se le acercaron. Él aprovecha la ocasión para prepararlos a lo que vendrá, dado que son los que han de continuar su obra. Por eso les pregunta:
¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos responden refiriendo las distintas opiniones de la gente. Unos, impresionados por la vida austera y la muerte del precursor de Jesús, dicen que es Juan Bautista que ha resucitado. Otros creen que se trata de Elías, que ha vuelto a la tierra para consagrar al Mesías (Mal 3, 23-24; Eclo 48, 10) y preparar la llegada del Reino de  Dios (Mt 11, 14; Mc 9,11-12; cf. Mt 17, 10-11). Otros, en fin, identifican a Jesús con un profeta, sin mayor concreción.
También hoy, si hiciéramos la misma pregunta, la gente daría muchas respuestas y seguramente todas muy positivas. Es un hecho incuestionable que Jesús sigue atrayendo con su personalidad, su mensaje y su obra. Jesús, generalmente, es admirado y amado. Es verdad que muchos no saben nada de Él, o tienen una imagen muy superficial. Pero si han escuchado sus enseñanzas y conocido sus acciones en favor de la humanidad, seguramente serían capaces de admirarlo y seguirlo.
Después de oír su respuesta, Jesús hace a sus discípulos otra pregunta: Y según ustedes, ¿quién soy yo? Entonces Pedro, tomando la palabra, le contesta: Tú eres el Mesías (en griego, Cristo). Pedro declara que Jesús es el Salvador enviado por Dios al mundo. Su declaración nos invita a responder quién es Jesús para nosotros, como si la pregunta de Jesús nos fuera dirigida a nosotros, aquí y ahora: “¿Quién soy yo para ti?”. ¿Cómo es mi relación con Jesús? ¿Qué es para mí seguir a Cristo? ¿Una ideología, una doctrina, una moral? ¿O es realmente una relación personal con Alguien, a quien amamos y queremos amar como Él nos ama?
Jesús, después de ordenar a los discípulos que no hablaran de Él porque la gente tenía una idea muy distinta de lo que había de ser el Mesías, empezó a enseñarles que tenía que sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley, que lo matarían y al tercer día resucitaría.
Habló de esto con claridad, haciendo ver que su misión era la del Mesías Siervo, que no se acredita con un triunfo según el mundo sino asumiendo el dolor y la culpa de sus hermanos. Con ello Jesús aceptaba como propia la voluntad de su Padre que ama tanto al mundo hasta entregar a su Hijo. Con ello demostraba que no hay mayor amor que el que da su vida por sus amigos

jueves, 27 de septiembre de 2018

Asombro de Herodes (Lc 9,7-9)

P. Carlos Cardó SJ
Jesús ante Herodes, óleo sobre lienzo de Miguel Cabrera (siglo XVII), Iglesia de la Profesa 
(Oratorio de San Felipe Neri), Ciudad de México
El virrey Herodes se enteró de todo lo que estaba ocurriendo, y no sabía qué pensar, porque unos decían: "Es Juan, que ha resucitado de entre los muertos"; y otros: "Es Elías que ha reaparecido"; y otros: "Es alguno de los antiguos profetas que ha resucitado".Pero Herodes se decía: "A Juan le hice cortar la cabeza. ¿Quién es entonces éste, del cual me cuentan cosas tan raras? ".Y tenía ganas de verlo.
El texto trata de la identidad de Jesús. Comienza con la palabra “escuchar” y termina con “ver”, los dos verbos de la experiencia de fe. La pregunta de Herodes: ¿Quién es éste de quien oigo semejantes cosas?, recuerda la que los discípulos se plantearon al ver que Jesús, con su palabra, calmó la tempestad (Lc 8,25: ¿ Quién es éste que manda incluso a los vientos y al agua, y lo obedecen?), y prepara la que Jesús hará a sus discípulos: ¿quién dice la gente que soy yo? (9, 18).
Se alude también a lo que la gente pensaba de Jesús: que podía ser Juan Bautista vuelto a la vida, o Elías, cuya venida se esperaba para el final de los tiempos como preparación inmediata del día del Señor, o podía ser también alguno de los profetas antiguos.
En el caso de Herodes, él es quien se hace la pregunta, pero sin querer realmente saber la respuesta. Gente como él no busca la verdad, está ya determinada por sus propios prejuicios, intereses y miedos.
El “rey” Herodes –que era un tetrarca; rey había sido su padre– había oído todo lo que estaba sucediendo y no sabía qué pensar de Jesús, es decir, estaba perplejo. Esta observación psicológica que hace el evangelista Lucas permite suponer que lo que le preocupa a Herodes son los comentarios de la gente más que el cruel asesinato que ha cometido y que reconoce diciendo: A Juan lo mandé yo decapitar; entonces, ¿quién es éste, de quien oigo tales cosas?
Intenta salir de su perplejidad con los grandes deseos de ver a Jesús, pero son una pura veleidad porque lo que quiere, en realidad, es presenciar un espectáculo, ver cómo es ese nazareno de quien ha oído que obra prodigios.
Había oído, sí,  y el oír es el principio de la fe, ya que creemos porque hemos oído; la fe se transmite, pero él es incapaz de alcanzar la verdad. El modo de vivir favorece o impide la recepción de la verdad. Y él es de los que oprimen la verdad con la injusticia (Rom 1, 18).
El adulterio, la prepotencia, la violencia que reinan en el mundo, y que están simbolizados en Herodes, impiden acoger el mensaje. Por eso, este rey adúltero y sanguinario, que encarcela y mata al profeta, se hace símbolo también del pueblo de Israel, que encarcela y mata a los profetas que le hablan de conversión. 
Herodes, por más que escuche lo que se dice de Jesús e intente verlo, lo único que hará finalmente es procurar matarlo. Quien obra el mal siente como una amenaza las palabras de quien lo corrige. Y al no hallar razones, quiere acabar con Él, pensando que así quedará tranquilo. El texto instruye sobre la manera como se hace imposible el conocimiento del Señor: a pesar de escuchar y de ver, no se reconoce el misterio cuando no se acepta la voz que invita a la conversión y se intenta sofocarla. 

miércoles, 26 de septiembre de 2018

Envío de los Doce (Lc 9, 1-6)

P. Carlos Cardó SJ
La curación del lisiado, fresco de Masolino (1424), capilla Brancacci sobre la vida de San Pedro, Iglesia de Santa María del Carmine, Florencia, Italia
Jesús reunió a los Doce y les dio autoridad para expulsar todos los malos espíritus y poder para curar enfermedades. Después los envió a anunciar el Reino de Dios y devolver la salud a las personas.
Les dijo: "No lleven nada para el camino: ni bolsa colgada del bastón, ni pan, ni dinero, ni siquiera vestido de repuesto. Cuando los reciban en una casa, quédense en ella hasta que se vayan de ese lugar. Pero donde no los quieran recibir, no salgan del pueblo sin antes sacudir el polvo de sus pies: esto será un testimonio contra ellos".
Ellos partieron a recorrer los pueblos; predicaban la Buena Nueva y hacían curaciones en todos los lugares.
No se puede seguir a Jesús  y escuchar su llamamiento si no se está dispuesto a colaborar con Él en su obra. Los discípulos están llamados a realizar la misma misión de su Maestro y a continuarla en la historia. La Iglesia existe para evangelizar: anunciar con hechos y palabras la presencia del amor salvador de Dios.
Ya Jesús había dicho a sus discípulos que a ellos se les había concedido el privilegio de conocer los secretos del reino de Dios (Lc 8,10) y que no hay nada oculto que no deba manifestarse (Lc 8,17). Ahora les da poder y autoridad para proclamar el reino y para ayudar a la gente en sus necesidades, tanto físicas como mentales. Se ve claramente lo que Jesús pretendía al escoger a los doce: hacerlos participar de su propia misión.
No los envía a exponer una vasta y compleja doctrina, sino a transmitir una forma de vida: reproducir el modo de ser del Maestro, que manifiesta el reino. Por eso, sus instrucciones no dicen lo que tendrán que decir, sino cómo deben presentarse para reproducir su estilo.
La orden que Jesús les da: No lleven nada para el camino, significa que no pueden poner como valor central de su vida los bienes materiales. Éstos son medios y deberán usarlos o dejarlos cuanto convenga. Si se olvida esto, los bienes en vez de ayudar a la misión evangelizadora, la estorban y desvían.
El lucro pervierte al discípulo. La gratuidad, en cambio, hace patente la acción de lo alto. Los discípulos se unen con Jesús compartiendo su vida pobre y su confianza en el Padre providente. Nada debe distraerlos de la misión. El no llevar bastón ni morral, ni pan ni dinero, ni dos túnicas podría parecer una actitud ascética de desprendimiento, pero es más que eso, es confianza en el amor providente de Dios para que la propia vida y el éxito de la tarea evangelizadora no dependa de los medios materiales sino de Dios, de quien provienen todos los bienes y es quien realiza en definitiva la obra de su reino.
Con esa libertad frente a todas las cosas, los apóstoles deberán aceptar la hospitalidad que les brinden y mostrarse agradecidos y contentos, sin estar pensando dónde podrían estar más cómodos. La acogida vale más que la comodidad y la casa siempre es importante para la puesta en práctica de la misión. En ella se crean lazos afectivos y se construye la fraternidad, que es signo del reino. Jesús no tenía dónde reclinar la cabeza, pero aceptaba de buen grado alojarse en la casa que lo recibía, aprovechándola para anunciar desde allí la buena noticia y educar a los discípulos en profundidad.
Pero así como deben aceptar la hospitalidad, deben también estar preparados al rechazo.  
Jesús respeta la libertad. No se puede obligar a nadie a aceptar el mensaje del evangelio. Éste sólo se acepta por el testimonio personal de quien lo anuncia y por el poder de la palabra misma que toca el corazón y promueve convencimiento interior. Habrá quienes no acepten; éstos contraerán una culpa que sólo Dios conoce.
Frente a esto, la reacción del apóstol ha de ser tajante: sacúdanse el polvo de los pies. Se trata de una acción simbólica, profética, que expresa corte, separación clara y definida de todo lo que va asociado a esa ciudad y, a la vez, testimonio contra ellos, es decir, prueba de que esa ciudad ha rechazado la buena noticia que se le ha anunciado. Lo que pase con esa ciudad, si se retracta o mantiene su rechazo del evangelio, eso ya no dependerá de los apóstoles.
Fue lo que hizo Pablo en Corinto: procuró con todos sus medios convencer a los judíos de que Jesús era el Mesías, pero como ellos se oponían y no dejaban de insultarlo, sacudió su ropa en señal de protesta y les dijo: Ustedes son los responsables de cuando les suceda. Mi conciencia está limpia. En adelante, pues, me dedicaré a los paganos (Hech 18, 5s).
No obstante, siempre cabe esperar el tiempo propicio que el Señor dispondrá para que se conviertan porque, como dice el apóstol Pedro: No es que el Señor se retrase en cumplir su promesa (del retorno) como algunos creen, sino que simplemente tiene paciencia con ustedes, porque no quiere que nadie se pierda sino que todos se conviertan (2 Pe 3, 9).
Los apóstoles partieron y fueron recorriendo los pueblos, anunciando la buena noticia y sanando enfermos por todas partes. Todos recibimos este encargo dado a los Doce de proclamar el reino, liberar a la sociedad de los poderes demoníacos y curar las enfermedades. 
Los valores del evangelio y la fuerza eficaz que Jesús transmite a los que continúan su obra hacen posible la construcción de un mundo más humano. El cristiano cree en la eficacia del bien y en las posibilidades de mejorar la calidad de la vida humana en todo orden; por eso apoya todo lo que se emprende en esa dirección porque por allí viene a nosotros el reino de Dios. 

martes, 25 de septiembre de 2018

Éstos son mi madre y mis hermanos… (Lc 8,19-21)

P. Carlos Cardó SJ
Cristo en el arrabal, aguafuerte de Georges Rouault (1920), Museo de Arte Bridgestone, Tokio, Japón
En aquel tiempo, vinieron a ver a Jesús su madre y sus hermanos, pero con el gentío no lograban llegar hasta él.Entonces le avisaron: "Tu madre y tus hermanos están fuera y quieren verte."
Él les contestó: "Mi madre y mis hermanos son éstos: los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen."
Estos versículos completan la instrucción de Jesús sobre la escucha de la palabra (Lc 8, 1-18). Señalan el paso de una fe imperfecta a una fe que se vive como parentesco y familiaridad con Jesús; una fe que se mueve por el deseo continuo de estar relacionado a Él con vínculos muy profundos.
Esta fe sólo se alcanza mediante la actitud de escucha atenta de su palabra y la determinación de llevarla a la práctica con perseverancia, tal como ha sido descrita por el mismo Jesús en la parábola de la semilla de la palabra de Dios caída en la tierra buena, que corresponde a los que, después de escuchar el mensaje con corazón noble y generoso, lo retienen y dan fruto por su constancia (Lc 8, 11.15).
La fe, en efecto, no pone al ser humano frente a una teoría o doctrina religiosa o a una normativa moral, sino frente a sus semejantes, con los cuales debe hacerse prójimo (aproximarse), y a los que debe amar como hermanos y hermanas, dentro de un sistema nuevo de relaciones que tiene su centro de cohesión en el hermano mayor, Jesús, palabra de Dios que hay que escuchar y llevar a la práctica. La fe como acogida de la palabra es, pues, fe en Jesús, que es la comunicación plena y definitiva de Dios.  
En ese sentido se produce el parentesco con Jesús. Ser de sus parientes, ser para él su madre y sus hermanos o hermanos, es tener “el aire”, el parecido propio de los miembros de una misma familia. Es estar con Él, en su casa, reunidos en torno a Él para escucharlo y vivir con Él. La familia es un asunto del corazón, establece una comunión profunda de intereses, un continuo compartir lo que uno es, hace o posee. Ser miembro de una familia es compartir suerte y reputación, honrar y hacer respetar el nombre que se lleva, amar y apoyar siempre a quienes lo llevan.
Pero la familia de Jesús no es cerrada. Hacerse miembro de ella es una posibilidad abierta a todos, pues a todos llega la misericordia de Dios en Jesús, incluso a los pecadores y a los que se sienten alejados, extraños a “la casa de Dios”. Nadie es extraño para el Señor y por eso ningún grupo puede reivindicar el privilegio de ser los únicos allegados a Dios.
En el texto se ve que hay personas que no pueden estar cerca de Jesús a causa del gentío, entre los cuales están su madre y sus parientes. Pero también estos son invitados a entrar mediante la escucha obediente de su palabra.
No se menciona con su nombre a la madre de Jesús, pero es obvio que la acogida obediente de la palabra asemeja al discípulo a María, modelo y prototipo del creyente y de la Iglesia que acoge la palabra y la lleva a cumplimiento; ella es bienaventurada porque cree y su maternidad verdadera consiste en escuchar y realizar la Palabra.
Lo importante, pues, no es estar como lo primeros en el gentío, físicamente próximos. Ni siquiera cuenta el estar entre los que comen y beben con Él (Lc 13,26), sino el pasar como María de un parentesco físico a un parentesco según el Espíritu, que se funda en la escucha y puesta en práctica de la palabra. Es lo que dice Pablo: Aunque hemos conocido a Cristo según la carne, ahora no lo conocemos así, sino según el Espíritu (2 Cor 5,16).
Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la Palabra de Dios y la cumplen. Habría que leer esta frase junto con la de Juan: En esto conocerán que son mis discípulos: Si se aman los unos a los otros. Ámense como yo los he amado. La conclusión puede ser: el distintivo característico, la nota familiar del cristiano es ante todo la práctica del mandamiento del Señor, el amor al prójimo.
Tienen derecho a llevar el nombre de Jesús quienes aman a su prójimo. Ellos viven en su corazón aquello que fue lo más nuclear y distintivo de la persona de Jesús: su amor universal y misericordioso, gratuito y desinteresado, que le hizo dar su vida. 
De modo semejante se pude decir que la pertenencia a la Iglesia es un asunto “de familia”. Pertenecen a ella los que se reúnen en torno a la Palabra y la hacen suya, conforman con referencia ella a su vida, y anuncian con el testimonio de sus personas el nombre de Jesús. Como la pertenencia a una familia, el ser miembro de la Iglesia es un asunto del corazón: sólo se es de la familia cuando se la ama, escucha y sirve hasta estar disponible a dar la vida por ella.

lunes, 24 de septiembre de 2018

Luz del mundo y saber escuchar (Lc 8, 16-18)

P. Carlos Cardó SJ
La luz del mundo, óleo sobre lienzo y madera de William Holman Hunt (1853 - 1854), capilla del Keble College, Universidad de Oxford, Reino Unido
En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: "Nadie enciende un candil y lo tapa con una vasija o lo mete debajo de la cama; lo pone en el candelero para que los que entran tengan luz. Nada hay oculto que no llegue a descubrirse, nada secreto que no llegue a saberse o a hacerse público. Pongan atención a cómo me escuchan: al que tiene se le dará, al que no tiene se le quitará hasta lo que cree tener."
En el evangelio de Lucas el ser luz viene como conclusión de la parábola de la semilla: cuando la Palabra cae en tierra buena, produce fruto, y la responsabilidad entonces consiste en hacer público y notorio lo oculto y secreto de la semilla, que se ha escuchado y acogido. La palabra transforma a la persona, le da una nueva identidad y cuando está asimilada se deja ver, se trasluce, resalta. Cristo es la luz, que ilumina la vida de quienes lo siguen y les hace dar luz a los demás.
Nadie enciende una lámpara y la cubre con una vasija o la oculta debajo de la cama, sino que la pone en un candelero, para que todos los vean. El cristiano no puede desentenderse del impacto que produce su estilo de vida y su modo de pensar y de hablar. Los valores que le ha transmitido el anuncio del evangelio no son un discurso privado para una élite cerrada en sí misma o pusilánime y temerosa a la hora de demostrar su fe.
Esta responsabilidad, además, supone una gran atención al modo como debe transmitirse, ante todo con el ejemplo de vida, el mensaje del evangelio para que sea creíble, respetado y tenido en cuenta.
Evidentemente no se trata de buscar sobresalir, brillar, hacerse ver. Jesús advierte: Cuidado con practicar las buenas obras para ser vistos por la gente…, no vayas pregonándolo como lo hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles para que los alaben los hombres (Mt 6, 1-2). Se trata de ser con sencillez lo que debemos ser: auténticos, consecuentes con nuestra fe, con identidad cristiana clara  y manifiesta.
No se puede esconder, se trasluce, brilla; es consecuencia. Esto es de capital importancia en el evangelio de Lucas: la característica del cristiano es su función de “testigo”. Precisamente porque el cristiano maduro conserva la palabra de Dios con constancia y perseverancia, se convierte en luz para “los demás”. El desarrollo de esta temática se verá de comienzo a fin en el libro de los Hechos de los Apóstoles. Para ello Jesucristo resucitado se apareció a sus discípulos, los instruyó y les dijo: Ustedes recibirán la fuerza del Espíritu Santo; el vendrá sobre ustedes para que sean mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta lo extremo de la tierra (Hech 1, 8).
La máxima: Nada hay oculto que no se descubra ni secreto que no se conozca, se une a la precedente, y completa una serie de contrastes luz/tinieblas, secreto/público, oculto/manifiesto. Todo esto se cumple primero en Jesús, que es la luz pero actúa en lo oculto como la semilla en tierra. Asimismo el misterio de su reino se desarrolla en medio de dificultades. Pero es el mismo Señor quien compromete a sus discípulos a difundir la luz del conocimiento de su persona y a divulgar los secretos del reino que Él les ha hecho conocer.
La formulación posterior de esta responsabilidad (en Lc 12, 2)  será una exhortación a rechazar la hipocresía e inconsecuencia propia de los fariseos, a hablar con toda franqueza sin dejarse reprimir por las opiniones de los demás, pues no hay nada escondido que no llegue a manifestarse ni nada secreto que no vaya a saberse.
Por eso pongan atención a cómo escuchan, dice finalmente Jesús. Si escuchamos con atención, descubrimos el sentido de la palabra, que ilumina toda realidad oscura. Lo oculto queda al descubierto. La medida de la fe es la actitud de escucha y acogida de la palabra, entonces se recibe el don de conocer el misterio cada vez más.
En cambio, quien no sabe escuchar se cierra al don que se le ofrece e irá perdiendo aun lo que tiene; lo perderá todo por no saber escuchar. Fue lo que ocurrió con el pueblo judío. No aceptó la revelación plena que trajo Jesucristo, no tuvo fe; por ello lo que tenía (ser pueblo elegido, vinculado a Dios con una alianza de predilección, receptor de obras maravillosas y portador de la promesa de salvación), lo perdió. 
Los seguidores de Jesús, en cambio, aun los paganos, alcanzaron por la fe el don de lo alto y se convirtieron en el nuevo Israel de Dios, descendencia elegida, reino de sacerdotes y nación santa, pueblo adquirido en posesión para anunciar las grandezas del que los llamó de la oscuridad a su luz admirable (1Pe 2, 9). 

domingo, 23 de septiembre de 2018

Homilía del Domingo XXV del Tiempo Ordinario – Hacerse como niños (Mc 9, 30-37)

P. Carlos Cardó SJ
Jesús con los niños, óleo sobre lienzo de Bernaert  van der Stockt (1510 - 1520 aprox.), Catedral de Granada, España
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos atravesaban Galilea, pero Él no quería que nadie lo supiera, porque iba enseñando a sus discípulos. Les decía: "El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; le darán muerte, y tres días después de muerto, resucitará".Pero ellos no entendían aquellas palabras y tenían miedo de pedir explicaciones.
Llegaron a Cafarnaúm, y una vez en casa, les preguntó: "¿De qué discutían por el camino?". Pero ellos se quedaron callados, porque en el camino habían discutido sobre quién de ellos era el más importante.
Entonces Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo: "Si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos".Después, tomando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: "El que reciba en mi nombre a uno de estos niños, a mí me recibe. Y el que me reciba a mí, no me recibe a mí, sino a aquel que me ha enviado".
Jesús instruye a sus discípulos sobre su destino de cruz, pero no lo entienden. Se ponen más bien a discutir quién es el más importante en el grupo. El deseo de ser apreciado es natural; su realización asegura la confianza que la persona necesita para progresar y perfeccionarse. Más aún, Dios quiere que los talentos que Él nos da fructifiquen en las mejores formas de servicio que podemos ofrecer. Pero sobre este deseo natural y esta voluntad de Dios, se puede montar el afán de sobresalir, el arribismo, que ya no busca el mejor servicio sino la propia gloria y el propio beneficio.
Jesús aprovecha la ocasión para enseñar el modo como se ha de ejercer la autoridad. Sólo es lícito ejercerla como servicio, nunca para dominar a los demás, lucrar o servirse a sí mismo. A los ojos de Dios el primero es el que mejor sirve. Y si este servicio se hace a los débiles y a los últimos de la sociedad, tanto mejor. Así se comportó Jesús y en su modo de actuar nos mostró cómo actúa Dios. Esta lógica del servicio, que invierte los valores del mundo, adquiere toda su densidad de significado en el hecho palpable de que Jesús, siendo el primero, prefiere aparecer y ser tenido como el último y el servidor de todos
A continuación Jesús ilustra la relación que hay entre el poder y la salvación con el gesto de poner a un niño en el centro y afirmar: El que acoge a un niño como éste en mi nombre, a mí me acoge. En la sociedad judía, el huérfano, la viuda, el extranjero y el niño, estaban privados de derechos; para Jesús, son los más importantes. Los niños nada poseen. Son y llegan a ser lo que se les da. A los niños y a quienes se les asemejan, les pertenece el Reino. Porque no tienen su seguridad en sí mismos y viven sin ambiciones, su vida está pendiente del don de Dios. Por no tener nada y necesitarlo todo, los niños son los últimos. Porque todo en sus vidas depende de Dios, son los primeros en su corazón. Nada poseen; Dios es todo para ellos. Por eso Jesús se identifica con los pequeños de este mundo: Quien acoge a uno de estos pequeños, a mí me acoge.
La lección es clara: La persona vale no por el poder que tiene, sino por su amor y servicio, sobre todo a los que más necesitan de su ayuda en la sociedad. Quienes así actúan tienen como norma de vida el ejemplo de Jesús, que manifestó una atención preferencial para con los enfermos, los pobres y los pecadores y una especial predilección por los pequeños. Y convenzámonos: no hay nada más satisfactorio que saber que nuestra vida está entregada al bien de los demás. Por eso, quien quiera ser el mayor, que se sitúe en su familia, en su centro de trabajo, en la sociedad donde mejor pueda servir, porque muchos primeros serán últimos y muchos últimos serán primeros (Mc 10,31).
En la Iglesia, sobre todo allí donde ella es más lo que Cristo quiso, es decir, en la celebración de la Eucaristía, nos reunimos. Allí no hay —no puede haber— diferencias de rango ni de poder. Partimos juntos el pan y cobramos fuerzas para resistir a los escándalos que observamos en el ejercicio corrupto de la autoridad; nos ratificamos en nuestro rechazo a todas las concepciones de la autoridad que desde la familia, la escuela, la empresa, el Estado y aun la misma Iglesia, generan abusos y sufrimientos; y aprendemos a fiarnos del Espíritu que transforma nuestros corazones en el amor fraterno.
Por el camino venían discutiendo acerca de quién era el más importante. Jesús les dijo: El que quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos. Mucho hay que trabajar –como el Papa Francisco lo hace y nos exhorta– para reparar lo que la mentalidad del mundo ha dañado en la Iglesia, para recuperar aquello que se ha alejado del evangelio, para purificar o fortalecer lo que se ha corrompido o debilitado, para cambiar todo lo que sea necesario a fin de que la Iglesia sea en verdad la comunidad de hermanos y hermanas que Cristo quiere.

sábado, 22 de septiembre de 2018

La parábola de la semilla (Lc 8, 4-15)

P. Carlos Cardó SJ

Parábola del sembrador, grabado de Jan Luyken (1840 aprox.) publicado en La Biblia de Bowyer, Museo Bolton, Manchester, Inglaterra

Se reunió un gran gentío y se añadían los que iban acudiendo de una ciudad tras otra. Entonces les propuso una parábola:“Salió el sembrador a sembrar la semilla. Al sembrar, unas semillas cayeron junto al camino; las pisaron y las aves del cielo se las comieron. Otras cayeron sobre piedras; brotaron y se secaron por falta de humedad. Otras cayeron entre cardos, y al crecer los espinos con ellas, las ahogaron. Otras cayeron en tierra fértil y dieron fruto al ciento por uno”. Dicho esto, exclamó: “Quien tenga oídos que escuche”.
Los discípulos le preguntaron el sentido de la parábola.
Él les respondió: “A vosotros se os concede conocer los secretos del reinado de Dios; pero a los demás se les habla en parábolas: Así, pues, mirando no ven, y oyendo, no comprenden. El sentido de la parábola es el siguiente: La semilla es la Palabra de Dios. Lo que cayó junto al camino son los que escuchan; pero enseguida viene el diablo y les arranca del corazón la Palabra, para que no crean y se salven. Lo que cayó entre piedras son los que al escuchar acogen con gozo la Palabra, pero no echan raíces; ésos creen por un tiempo, pero al llegar la prueba se echan atrás. Lo que cayó entre cardos son los que escuchan, pero con las preocupaciones, la riqueza y los placeres de la vida se van ahogando y no maduran. Lo que cae en tierra fértil son los que escuchan la Palabra con un corazón bien dispuesto, la retienen y dan fruto con perseverancia”.
Lucas presenta la parábola de la semilla en forma más concisa y fluida, pero subrayando algunos elementos que combinan mejor con el conjunto de su obra y responden a las necesidades de la comunidad a la que escribe su evangelio.
Jesús anuncia su mensaje a todos, la gente que le escucha viene de todas partes. De igual manera, el sembrador esparce en todas partes su semilla, sin escoger los terrenos donde pueda caer. Esto significa que buena parte de la semilla puede caer inútilmente en tierras que no son aptas, están llenas de obstáculos o no están preparadas, y se secará sin dar fruto.
Pero el sembrador trabaja con esperanza porque sabe que habrá un tierra buena en la que el fruto podrá llegar a ser hasta de cien por uno. En este sentido, la parábola transmite una visión positiva que debe alentar a los cristianos en su labor de anuncio de la palabra del evangelio, frente al aparente fracaso que pueden ver en su obra. Y al mismo tiempo contiene una exhortación a todos los creyentes para que se conviertan y lleguen a ser terreno bueno, acogiendo el mensaje cristiano con corazón noble y generoso, y manteniéndose firmes y perseverantes.
Jesús hace ver a sus discípulos que el anuncio de la palabra, es decir, la revelación de los misterios del reino, supone una actitud de escucha, acogida y adhesión interior para que sea eficaz. En eso consiste el conocimiento que Dios les concede, no por su capacidad o cualidades personales, sino por pura iniciativa suya: A ustedes se les concede conocer los misterios de su reino; a los demás, en cambio, todo les resulta enigmático. Más adelante Jesús los llamará dichosos porque ven lo que ni los profetas ni los reyes pudieron ver (Cf. Lc 10, 23-24; 12, 32).
Este don recibido de lo alto no es para guardárselo simplemente como un bien particular y privado; trae consigo la responsabilidad de conformar la propia vida con el mensaje que han escuchado y difundirlo por todas partes. A nadie niega el Señor el don de su mensaje de salvación –a todas partes llega su pregón y hasta los confines del orbe sus palabras (Sal 19,5) –, pero el resultado dependerá de que quienes lo escuchen, tanto los discípulos como “los demás” respondan de la mejor manera. Estos últimos, que representan al pueblo de Israel, y a “los otros” en general tienen siempre abierta la posibilidad de convertirse, es decir, de dejar de mirar sin ver y oír sin entender.
¿Por qué unos ven y entienden y otros no? Es la cuestión de fondo, que probablemente preocupaba a la comunidad cristiana a la que Lucas dirige su obra. ¿A qué se debe que la misión evangelizadora no tenga éxito o se produzcan deserciones o haya cristianos que no llegan a madurar? La parábola responde por medio de la alegoría de los diversos tipos de tierras, que aluden a los diversos obstáculos, dificultades y riesgos que encuentra el anuncio del evangelio.
El primer tipo de tierra corresponde a los que no acogen con fe el anuncio de la palabra. Ocurre en ellos lo que a la semilla que cae al borde de camino. El mensaje no cala en ellos, no porque no les haya llegado, sino porque se ven afectados por influjos diametralmente opuestos que les llegan de fuera. Así, la semilla no puede arraigar en ellos, apenas los roza y es arrancada de sus corazones.
Los que desertan en el momento de la prueba se equiparan a la semilla que cayó en terreno pedregoso. Tienen fe pero por poco tiempo. Falla la perseverancia, sobre todo en la adversidad. Pusilánimes o superficiales, abrazan el mensaje cristiano pero mientras les conviene para sus propios intereses y su comodidad personal.
Los que escuchan la palabra, pero no llegan a madurar, son los que abren el corazón al mensaje, pero las preocupaciones de la vida diaria, las riquezas y los placeres ahogan su actitud de escucha, impidiéndoles alcanzar la madurez cristiana.
Finalmente viene la tierra buena, el tipo de oyentes de la palabra en quienes el anuncio del evangelio produce las más valiosas reacciones del ser humano: nobleza de espíritu, generosidad y coherencia plena. Son los que conservan la palabra en su corazón y no interrumpen su crecimiento, son perseverantes hasta producir un fruto abundante. En este grupo, la palabra de Dios logra su cometido: el ciento por uno. El secreto es la perseverancia y la constancia, distintivo de las personas justas. 

viernes, 21 de septiembre de 2018

Vocación de Mateo y comida con pecadores (Mt 9, 9-13)

P. Carlos Cardó SJ
El llamado de San Mateo, óleo sobre lienzo de Hendrick ter Brugghen (1616), Centraal Museum, Ultrecht, Países Bajos
Al irse Jesús, vio a un hombre llamado Mateo en su puesto de cobrador de impuestos, y le dijo: "Sígueme".Mateo se levantó y lo siguió.
Como Jesús estaba comiendo en casa de Mateo, un buen número de cobradores de impuestos y otra gente pecadora vinieron a sentarse a la mesa con Jesús y sus discípulos. Los fariseos, al ver esto, decían a los discípulos: "¿Cómo es que su Maestro come con cobradores de impuestos y pecadores?".Jesús los oyó y dijo: "No es la gente sana la que necesita médico, sino los enfermos. Vayan y aprendan lo que significa esta palabra de Dios: Misericordia quiero, no sacrificios. Pues no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores".      
Tres temas importantes de la tradición cristiana aparecen unidos en un solo relato: el llamamiento de Mateo publicano (llamado Leví en Mc 9,14 y en Lc 5,27), la comida de Jesús con gente de mal vivir, y la frase que sintetiza la misión para la que ha sido enviado: No he venido a llamar a los justos sino a los pecadores.
Mateo (o Leví) ejercía un oficio despreciable: era cobrador de los impuestos (sobre el suelo y per capita) que los romanos obligaban a pagar a los pueblos dominados. Los funcionarios del Estado encargados de ello solían arrendar sus mesas al mejor postor y, generalmente eran los publicanos los que las obtenían por las ganancias que les reportaban. Se valían de artimañas para explotar al público, alteraban las tarifas oficiales, adelantaban el dinero a quienes no podían pagar, para después cobrárselo con usura. Por eso, pero sobre todo porque colaboraban con los romanos, eran tenidos por traidores y ladrones, no poseían derechos civiles entre los judíos y la gente los evitaba.
Jesús ve las cosas de otra manera, Él trae consigo la misericordia que extrae el bien de todas las formas de mal y regenera al que no tiene quien le ayude a cambiar. Pasa delante de Mateo, lo ve y le dice: Sígueme. Sin más, sin siquiera esperar su cambio de profesión y, sobre todo, la reparación que debía hacer y consistía en restituir la cantidad defraudada, aumentada en una quinta parte. Pero ¿cómo puede saber Mateo a quién ha robado todo? Ciertamente ni él ni los allí presentes se lo esperaban. Y por eso, sin más trámite, se levantó y lo siguió; es decir, inició un camino de transformación que hará de él una persona nueva.
A continuación Jesús realizó un gesto público que debió resultar tanto o más chocante porque al no dudar en irse a comer con Mateo y permitir que tomaran parte también en la mesa muchos recaudadores de impuestos y pecadores públicos, estaba realizando una acción atrevida, provocadora desde el punto de vista religioso.
Era un signo profético, con el que Jesús venía a declarar que la comunión de mesa del banquete del reino de los cielos no estaba reservada únicamente a los justos cumplidores de la ley y miembros de la raza escogida, sino que está abierta también a los excluidos, a los despreciados, a los no practicantes, incluso a los traidores porque el Dios que obra en Jesús a nadie excluye, y está dispuesto a perdonar a quienes más necesitan de su misericordia. Ellos son los primeros receptores de su amor, que transforma sus vidas y los hace personas nuevas.
En consecuencia, en la comunidad cristiana no puede haber discriminaciones ni exclusiones. La frase de Jesus condensa la manera como Él ve su misión recibida del Padre y hace tomar conciencia a los cristianos de que ellos, los primeros, son los pecadores que han sido tocados por la misericordia de Dios y han sido llamados a su servicio. No he venido a llamar a los justos sino a los pecadores. Es un tema central en la predicación de Jesús y se puede ver en sus parábolas del hijo pródigo, de los viñadores homicidas, de los invitados a las bodas...
Cada miembro de la comunidad cristiana puede verse en Mateo, o entre los pecadores invitados a la mesa de Jesús. Cada uno puede sentirse objeto de misericordia, acogido a la mesa. También puede sentirse llamado a aprender qué quiere decir: misericordia quiero y no sacrificios. Lo que espera Dios de nosotros son gestos solidaridad y misericordia, más que actos religiosos externos. Jesús da ejemplo, poniéndose a la mesa con pecadores, cumple la voluntad divina de buscar a esa gente y ofrecer a todos la posibilidad de rehabilitarse.
Y esto es lo más importante del pasaje evangélico: la nueva imagen y experiencia de Dios que Jesús revela y transmite en contraposición con la idea de Dios discriminador que transmitían los rabinos fariseos. 
Jesús revela a un Dios que muestra su grandeza y su amor salvador como misericordia, no quiere que nadie se pierda y a todos acoge porque es padre. Jesús aparece no sólo como maestro de misericordia sino como encarnación misma del amor misericordioso que es la esencia de Dios. Su comunidad, por tanto, no puede ser otra cosa que un espacio acogedor y fraterno en el que se refleje el rostro del Dios de Jesús.