viernes, 31 de agosto de 2018

Las muchachas previsoras y las descuidadas (Mt 25,1-13)

P. Carlos Cardó SJ
Las vírgenes sabias y las tontas, óleo sobre lienzo de Peter von Cornelius (1813), Museo Palacio de Arte de Düsseldorf, Alemania 
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos esta parábola:"El Reino de los cielos se parece a diez doncellas que tomaron sus lámparas y salieron a esperar al esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco eran sensatas. Las necias, al tomar las lámparas, se dejaron el aceite; en cambio, las sensatas se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas. El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron. A medianoche se oyó una voz: "¡Que llega el esposo, salid a recibirlo!"
Entonces se despertaron todas aquellas doncellas y se pusieron a preparar sus lámparas. Y las necias dijeron a las sensatas: "Dadnos un poco de vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas".
Pero las sensatas contestaron: "Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis".
Mientras iban a comprarlo llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas y se cerró la puerta. Más tarde llegaron también las otras doncellas, diciendo: "Señor, señor, ábrenos". Pero él respondió: "Os lo aseguro: no os conozco".
Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora".
Esta parábola recoge el ceremonial típico de las bodas de Palestina en tiempos de Jesús. Al caer la tarde, la novia con corona en la cabeza y traje de gala esperaba al novio en casa de sus padres, en compañía de una corte de muchachas que llevaban lámparas encendidas en sus manos. Solían ser lámparas de aceite, de llama tenue que había que proteger del viento. Con la llegada del novio comenzaba la fiesta que duraba varios días. Al final, el cortejo de las muchachas acompañaba a la pareja a su nueva casa. Después de cantar himnos y plegarias, se les dejaba para que dieran inicio a su vida de esposos.
La Biblia es el libro del amor de Dios por la humanidad. Para describirlo, emplea frecuentemente el símbolo de la unión conyugal. Dios es el esposo de Israel, que representa a toda la humanidad. De comienzo a fin, pero sobre todo en las más bellas páginas poéticas del Cantar, de Isaías y de Jeremías, la Biblia nos llena de admiración ante la pasión de Dios por cada una de sus criaturas: tú vales mucho para mí y yo te amo (Is 43, 4).
De esta experiencia del amor de Dios, brota la actitud de búsqueda de su presencia, que se expresa en la metáfora del salir a su encuentro: estar despiertos y disponibles para recibir al Señor, alimentar la fe y no dejar que se apague, pues no sabemos cuándo será aquel día.
Jesús nos hacer ver que el encuentro con Dios se realiza en lo cotidiano, y que es en la vida de todos los días donde se decide el futuro en términos de estar con Él, o estar lejos de Él. San Pablo, por su parte, insiste en la idea de que la fe ilumina la realidad que vivimos y mueve a responsabilidad, no permite el sueño de la pasividad, nos despierta: La noche está avanzada y el día se acerca; despojémonos de las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz… Revístanse de Jesucristo (Rom 13, 11-14).
La parábola trae esta advertencia. Las personas previsoras, representadas en las muchachas prudentes que mantienen sus lámparas bien preparadas, se muestran atentas a las llamadas del Señor, se guían por las inspiraciones de su Espíritu, Espíritu del amor, y gastan sus vidas sirviendo a los demás.
Las jóvenes descuidadas, en cambio, no cumplen las exigencias del amor, no buscan al Señor ni lo reconocen cuando pasa a su lado. Sus vidas son un vaso vacío, lleno de frivolidad y egoísmo, sin amor. En vez de acercarse al Señor, se alejan, hasta ya no oír su voz. Por eso, Él les dirá: ¡No las conozco!, manifestando con estas palabras la respuesta que ellas mismas le han dado. El final no es otra cosa que lo que se ha venido dando en lo cotidiano.
Por tanto, estén preparados, porque no saben ni el día ni la hora, es la conclusión de la parábola. Jesús nos la dice no para meternos miedo respecto al futuro, sino para que seamos responsables del presente. Si el Señor nos habla con palabras graves de la posibilidad de echar a perder la vida, si con tanta insistencia advierte en su evangelio que hay trigo y cizaña, peces diversos, invitados con traje de bodas o sin él, criados buenos y malos, no es para que le temamos, sino para que asimilemos de manera más decidida sus enseñanzas.
Porque nos ama, no quiere que perezca ninguno de los que el Padre le ha dado. Porque la vida es un regalo precioso que debemos cuidar, Jesús nos advierte: ¡Estén preparados! Es como si nos dijese: No juegues con tu vida, ¡vale tanto para mí! Mira, ahora se te concede adquirir el aceite necesario para que toda tu persona brille con la luz verdadera que ni la muerte podrá extinguir. Contemplar al Señor es quedar radiantes, dice el Salmo 32.
La voz que anuncia: ¡Ya llega el esposo, salgan a su encuentro!, nos mueve a examinar si estamos con las lámparas encendidas aguardando y sirviendo al Señor. Discernir sus incesantes venidas y estar vigilantes para el encuentro definitivo significa compromiso efectivo, práctica de la fe. Lo contrario es llevar en las manos lámparas sin aceite; su pequeña luz se apagará. Si buscamos incesantemente al Señor, Él no nos ocultará su rostro. Nos dirá aquello que oyó San Agustín en su interior: “Consuélate, tú no me buscarías si tú no me hubieses encontrado”.

jueves, 30 de agosto de 2018

Mt 13, 31-35 El grano de mostaza y la levadura

P. Carlos Cardó SJ
Santa Rosa de Lima, óleo sobre lienzo de Bartolomé Esteban Murillo (1670), Museo Lázaro Galdiano, Madrid, España
En aquel tiempo, Jesús les propuso esta parábola: «El Reino de los Cielos es semejante a un grano de mostaza que tomó un hombre y lo sembró en su campo. Es ciertamente más pequeña que cualquier semilla, pero cuando crece es mayor que las hortalizas, y se hace árbol, hasta el punto de que las aves del cielo vienen y anidan en sus ramas.»Les dijo otra parábola: «El Reino de los Cielos es semejante a la levadura que tomó una mujer y la metió en tres medidas de harina, hasta que fermentó todo.»
Jesús había anunciado la buena noticia de la venida del reino. Su predicación debió suscitar una gran expectativa de la gente y de sus propios discípulos, que creyeron poder asistir al esplendor de su reinado. Pero pronto observaron que no había nada glorioso en la persona de Jesús y en su actuación; al contrario, se situaba fuera de las esferas de poder político y religioso y actuaba con sencillez, casi en anonimato, en aldeas y pequeñas ciudades de la región pobre de Galilea. Muchos se desilusionaron y le dieron la espalda descontentos. No veían nada del esplendor del mesías tal como ellos se lo imaginaban. Frente a esta reacción de la gente, Jesús toma posición clara con esta parábola.
La parábola compara el reino de Dios a la semilla de mostaza, que tiene una proverbial característica: siendo pequeñísima puede llegar a medir dos o tres metros de altura y se cuenta entre las mayores hortalizas.
Los oyentes de Jesús debieron quedar sorprendidos, porque la grandeza del reino de Dios, que traería consigo el triunfo sobre los enemigos de Israel y el restablecimiento de la monarquía de David, sugería más bien la imagen de un árbol frondoso y no la de una pequeña semilla. De hecho así aparece en Ez 17,22-24: Dice el Señor: Tomaré la copa de un cedro y de la punta de sus ramas un tallo y lo plantaré en un monte elevado; lo plantaré en un monte alto de Israel, y echará ramas y dará frutos y se hará cedro magnifico. Toda clase de pájaros anidarán en él.
Evidentemente, en la parábola Jesús habla de su propia actividad. El reino que Él anuncia se hace presente con las curaciones de enfermos y los signos que realiza para sanar los corazones afligidos, no con la movilización de los ejércitos celestiales y el derrocamiento de los romanos.
Este comienzo nada grandioso tendrá un desarrollo  inesperado. Jesús invita a la confianza y a un cambio de mentalidad, concretamente de las ideas corrientes sobre el reino de Dios en Israel. El señorío de Dios ha comenzado realmente con Él y se están viviendo ya los tiempos mesiánicos. Sin embargo, es como una realidad que no ha desplegado aún toda su potencialidad y riqueza. Es una semilla plantada, una realidad incipiente, apenas perceptible, pero que irá creciendo y sólo al final alcanzará su plenitud.
Ahora, su presencia está como escondida, es pobre, parcial e imperfecta, pero entre el presente y el futuro último hay una continuidad fundamental irreversible. La justicia, la paz y todos los bienes prometidos se van realizando de manera parcial pero segura, como garantía de la esperanza, en la pobreza de la predicación de Jesús y de sus discípulos. En ella, como en el granito de mostaza está contenida la grandeza del arbusto.
Desde otra perspectiva, la pequeñez de la semilla hace pensar en Cristo, grano caído en tierra. En Él se cumple plenamente el designio de Dios y su modo de ser y de actuar: un Dios que se abaja hasta aparecer en la pequeñez de nuestra carne, en la indefensión del niño nacido en Belén.
No cabe desilusión alguna. Se impone un cambio de mente para comprender el misterio de un mesías pobre y humilde y de su reino que viene de su misma debilidad. Es una invitación a entrar por los caminos de Dios, por la lógica de su reino: según la cual, el mayor es quien se ha hecho el más pequeño de todos (Lc 9,48; 22,26ss). Toda la esperanza cristiana como espera del futuro tiene su fundamento y justificación en el obrar de Dios en la persona y palabra de Jesús.
Muy similar a la anterior, la parábola de la levadura contiene el mismo mensaje: la semilla y la pequeña porción de levadura muestran la fuerza transformadora que tiene la persona y predicación de Cristo con relación al mundo para instaurar en él el reino de Dios. Lo que se destaca es que la levadura se oculta en la harina, pero hace fermentar calladamente toda la masa. Así ocurre con el reino de Dios: se desarrolla ocultamente en un proceso incesante hasta su plenitud.
Jesús realiza su actividad en lo escondido, sin el esplendor triunfal que se esperaba del mesías. Sin embargo, en Él despunta el germen de la realeza de Dios y del nacimiento de una nueva humanidad liberada. Dios se pierde, se oculta, se mezcla hasta cargar con la debilidad y el pecado en su Hijo entregado. Tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades (Is 53, 4; Mt 8,17). Cristo se ha hecho para nosotros levadura (Gal 3,13; 2Cor 5,21), cordero que carga el mal de este mundo (Jn 1,29). 
Deber de los cristianos es descubrir y transmitir la verdad oculta (10, 26s; cf. 5, 13-16). Así harán fermentar el mundo.

miércoles, 29 de agosto de 2018

La muerte de Juan Bautista (Mc 6, 17-29)

P. Carlos Cardó SJ
El banquete de Herodes, fresco de Lippi Fra Filippo (1460 – 1464), Catedral de San Esteban, Prato, Italia
En aquel tiempo, Herodes había mandado apresar a Juan el Bautista y lo había metido y encadenado en la cárcel.Herodes se había casado con Herodías, esposa de su hermano Filipo, y Juan le decía: "No te está permitido tener por mujer a la esposa de tu hermano". Por eso Herodes lo mandó encarcelar.
Herodías sentía por ello gran rencor contra Juan y quería quitarle la vida, pero no sabía cómo, porque Herodes miraba con respeto a Juan, pues sabía que era un hombre recto y santo, y lo tenía custodiado. Cuando lo oía hablar, quedaba desconcertado, pero le gustaba escucharlo.La ocasión llegó cuando Herodes dio un banquete a su corte, a sus oficiales y a la gente principal de Galilea, con motivo de su cumpleaños.
La hija de Herodías bailó durante la fiesta y su baile les gustó mucho a Herodes y a sus invitados. El rey le dijo entonces a la joven: "Pídeme lo que quieras y yo te lo daré". Y le juró varias veces: "Te daré lo que me pidas, aunque sea la mitad de mi reino".Ella fue a preguntarle a su madre: "¿Qué le pido?".
Su madre le contestó: "La cabeza de Juan el Bautista".Volvió ella inmediatamente junto al rey y le dijo: "Quiero que me des ahora mismo, en una charola, la cabeza de Juan el Bautista".El rey se puso muy triste, pero debido a su juramento y a los convidados, no quiso desairar a la joven, y enseguida mandó a un verdugo que trajera la cabeza de Juan. El verdugo fue, lo decapitó en la cárcel, trajo la cabeza en una charola, se la entregó a la joven y ella se la entregó a su madre.Al enterarse de esto, los discípulos de Juan fueron a recoger el cadáver y lo sepultaron.
La muerte de Juan anticipa la de Jesús. En su martirio, el profeta revela la verdad de la causa a la ha entregado su vida; demuestra que hay valores que valen más que la vida.
La fama de Jesús se había extendido y el rey Herodes oyó hablar de él. La fe se transmite por la palabra. Pero Herodes no es capaz de alcanzarla: escucha cosas pero no las entiende y queda confundido. Se destaca este rasgo de su personalidad: es un confundido, voluble, influenciable. Le llegan las distintas opiniones que circulan sobre Jesús, y él cavila: ¿será Juan Bautista a quien yo mandé matar?
Respetaba a Juan, lo tenía por santo y lo protegía, pero lo que decía lo dejaba confundido, y al final se dejará influenciar por el qué dirán y por su mujer, y lo mandará matar. Pablo hablará de los que ocultan la verdad por las cosas malas que hacen (Rom 1,18). Estas cosas malas en el caso de Herodes son su escandalosa unión con la mujer de su hermano, la opulencia que exhibe en su corte y el despotismo con que gobierna.
¡No te es lícito tener la mujer de tu hermano!, le había dicho Juan. Por eso Herodías lo odiaba y quería matarlo, pero no podía. Los corruptos sienten como una amenaza a todo aquel que les hace ver su delito. Al no hallar la forma de desmentir la denuncia, querrán acabar con él, pensando que así quedarán tranquilos. Es lo que quiere Herodías pero no puede porque el rey respeta a Juan.
La oportunidad se presentó cuando Herodes, en su cumpleaños, ofreció un banquete. El banquete en la Biblia es uno de los más bellos símbolos de la unión definitiva de Dios con sus hijos. El banquete de Herodes, en cambio, es la fiesta del mundo, en la que la belleza y el placer, representados en la muchacha y en su danza, ya no dan vida sino producen muerte. La mentalidad de Herodes todo lo pervierte. Celebra el aniversario de su nacimiento dando muerte al inocente.
Por eso Jesús pondrá en guardia a sus discípulos para que no se dejen contaminar por la levadura de los fariseos y de Herodes (Mc 8, 15), porque esa mentalidad tiene un fuerte impacto social. Se difunde hasta hoy.
La hija de Herodías bailó y dejó embelesados a Herodes y a los invitados. Pídeme lo que quieras y te lo daré, le dijo el rey, y añadió: Te daré hasta la mitad de mi reino. Movido por el engaño de su torcido corazón, o por inconsciencia o mala voluntad, el hombre se cree obligado a cumplir sus promesas erradas. Es muy común este quedar entrampado el sujeto en sus contradicciones.
La muchacha, instigada por su madre, le pidió la cabeza del Bautista. La búsqueda desordenada de la propia seguridad, del mantenimiento de la posición adquirida y de los intereses individuales ciegan el corazón de las personas y las induce al crimen.
El proceder de los tres personajes que focalizan la escena –el rey, la hija y la madre– tipifican los horrores de muerte que causa la corrupción en la sociedad. La joven, sin personalidad, incapaz de decidir por sí misma, encuentra su seguridad en endosarle a la madre la decisión a tomar: ¿qué pido?
La madre instrumentaliza pérfidamente a su hija para lograr su cometido de mantener la relación escandalosa con el rey. La ceguera del corazón pone el propio interés por encima de la vida de un inocente.
Y el rey, finalmente, queda entrampado en sus propias dependencias: cegado por su sensualidad, que ha quedado incitada por la belleza de la joven, comete la insensatez de prometerle hasta la mitad de su reino; esclavo de su poder y prestigio, no puede desairar a la joven ni dejar de cumplir el juramento hecho ante los convidados; sometido a su mujer, acatará su voluntad asesina a pesar de la tristeza que siente.
Queda patéticamente contrapuesta la grandeza de Juan Bautista, que muere por su libertad de palabra y por su fidelidad a la misión recibida, y la bajeza de Herodes y los suyos, cuya falta de conciencia les lleva a pisotear los valores más fundamentales.
El relato concluye con una nota de piedad, que señala, además, el epílogo de la vida y misión del Bautista: vinieron sus discípulos, recogieron su cuerpo, le dieron sepultura…
Finalmente puede verse aludido en el pasaje el tema de la ética política que aporta el cristianismo. El cristiano fiel a sus principios nunca podrá dejar de tener una postura crítica frente a las maniobras injustas de los poderosos y las actuaciones corruptas de gobiernos en los que reinan muchas veces la hipocresía, el sometimiento servil al gobernante y las alianzas para delinquir. Muchos, con razón, señalan que el delito de Juan Bautista –que se prolonga en el de muchos cristianos hoy– consistió en no quedarse con la boca cerrada.

martes, 28 de agosto de 2018

La hipocresía de los fariseos (Mt 23, 23-26)

Carlos Cardó SJ
El Fariseo, ilustración publicada en La Biblia en Pinturas, editada por M. Bihn y J. Bealings (1922)
En aquel tiempo, Jesús dijo a los escribas y fariseos: "¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, porque pagan el diezmo de la menta, del anís y del comino, pero descuidan lo más importante de la ley, que son la justicia, la misericordia y la fidelidad! Esto es lo que tenían que practicar, sin descuidar aquello. ¡Guías ciegos, que cuelan el mosquito, pero se tragan el camello! ¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que limpian por fuera los vasos y los platos, mientras que por dentro siguen sucios con su rapacidad y codicia! ¡Fariseo ciego!, limpia primero por dentro el vaso y así quedará también limpio por fuera".
Jesús critica la hipocresía de los fariseos, vicio que constituye un peligro en todas las religiones y movimientos espirituales. En particular, Jesús critica la hipocresía subyacente a la actitud de muchos guías ciegos que convierten la religión en un conjunto de prácticas reglamentadas, de cuyo cumplimiento se obtiene fama de justo.
Este afán de justificarse el hombre por sus obras, llevaba a querer asegurarse la salvación con el legalismo. La ley mosaica se había desmenuzado en centenares de normas que regulaban la vida cotidiana hasta en lo más mínimo, pero que llevaban al mismo tiempo a olvidar lo más importante: la justicia, la misericordia, la fidelidad.
Por eso los recrimina el profeta Isaías: Así dice el Señor: Este pueblo… me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí y el culto que me rinden es puro precepto humano, simple rutina” (Is 29,13).  A esto se refiere Jesús al decir: ¡Ay de ustedes, maestros de la ley y fariseos hipócritas, que pagan el diezmo de la menta, del anís y del comino, pero descuidan lo más importante de la ley: la voluntad de Dios, la misericordia y la fe!
Frente a ello, Jesús propone el amor al Padre y a los hermanos, que si es verdadero llevará al hombre a actuar siempre con delicadeza, teniendo cuidado de lo pequeño, pero sin caer en el escrúpulo, ni en la manía ritualista.
¡Guías ciegos que cuelan un mosquito pero se tragan un camello! Legalismo absurdo que hace prestar atención al detalle pero impide ver el conjunto. La liturgia y la vida espiritual se mecanizan con el detallismo ritualista.
Critica también Jesús la religiosidad de la pura apariencia, que había llevado a la obsesión por la limpieza y purificación aun de los utensilios domésticos, vasos y platos, con olvido de la purificación interior de la persona, que es lo importante. Bajo una exterioridad cuidada al máximo, se oculta rapiña y corrupción.
Hay que purificar primero el interior de la persona. La obra de Dios consiste en la purificación del corazón, en la creación de un espíritu nuevo, participación de su mismo espíritu: Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, renueva dentro de mí un espíritu firme; no me arrojes de tu presencia, no retires de mí tu santo espíritu; devuélveme la alegría de tu salvación, fortaléceme con tu espíritu generoso (Sal 51, 12-14). Espíritu firme, santo y generoso. Así puede el hombre tener un corazón como el de Dios, ser misericordioso como el Padre es misericordioso (Lc 6, 36).
El fariseísmo es una amenaza constante a la vida cristiana porque tienta bajo apariencia de bien: convierte el evangelio en ley, en vez de buena noticia del amor salvador del Señor, se fija solamente en los mandatos y prohibiciones.  Lleva así a confiar más en la ley, que en la gracia-amor que se nos da y es la que salva. Conduce a la vanagloria por los méritos propios y al rechazo de los otros, a no comportarse como hermano. 
Bajo apariencia de bien. El mal puede venir de transgredir la ley, sin duda; pero también, y más sutilmente, puede venir disfrazado con la máscara de la observancia. Entonces es difícil reconocerlo. Es la hipocresía de quien se sirve de la Palabra (de la Iglesia, de las instituciones religiosas, de los roles y funciones, etc.) para obtener beneficio propio, aprobación, vanagloria, no gloria de Dios.

lunes, 27 de agosto de 2018

Invectivas contra fariseos y maestros de la ley (Mt 23, 13-22)

P. Carlos Cardó SJ
¡Ay de ustedes escribas y fariseos!, acuarela opaca sobre grafito en papel tejido gris de James Tissot (entre 1886 y 1894), Museo de Brooklyn, Nueva York
En aquel tiempo, Jesús dijo a los escribas y fariseos: "¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, porque les cierran a los hombres el Reino de los cielos! Ni entran ustedes ni dejan pasar a los que quieren entrar. ¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que recorren mar y tierra para ganar un adepto y, cuando lo consiguen, lo hacen todavía más digno de condenación que ustedes mismos! ¡Ay de ustedes, guías ciegos, que enseñan que jurar por el templo no obliga, pero que jurar por el oro del templo, sí obliga! ¡Insensatos y ciegos! ¿Qué es más importante, el oro o el templo, que santifica al oro? También enseñan ustedes que jurar por el altar no obliga, pero que jurar por la ofrenda que está sobre él, sí obliga. ¡Ciegos! ¿Qué es más importante, la ofrenda o el altar, que santifica a la ofrenda? Quien jura, pues, por el altar, jura por él y por todo lo que está sobre él. Quien jura por el templo, jura por él y por aquel que lo habita. Y quien jura por el cielo, jura por el trono de Dios y por aquel que está sentado en él".
El texto es continuación del discurso contra la hipocresía de los fariseos y escribas. Al leerlo conviene pensar qué posible aplicación tiene al día de hoy, pues el fariseísmo sigue siendo un peligro para todas las religiones y para la Iglesia. Fariseo significa puro; eso se creían los miembros de este partido. Jesús pone en guardia contra el peligro de convertir su comunidad en una secta de puros.
Asimismo, el fariseísmo aparece cuando se dictan normas para que otros las cumplan y cuando no se pone en práctica lo que se enseña. Fariseísmo es servirse de la Palabra (de la Iglesia, de las instituciones religiosas, incluso de las normas morales) para obtener algún beneficio propio, aprobación y gloria vana según el mundo, pero no la gloria de Dios.
Los fariseos de todos los tiempos exhiben su religiosidad o su saber de las cosas de religión y moral para aparecer como grandes, doctos, eruditos que están para enseñar pero no para aprender. El fariseísmo se infiltra bajo apariencia de bien, disfrazado con la máscara de la observancia de las normas y preceptos; presenta el evangelio como ley, no como lo que es: buena noticia de la comunicación y comunión entre Dios y sus hijos e hijas.
Las contradicciones que Jesús desenmascara en este discurso son: la hipocresía del decir y no hacer, el celo por buscar prosélitos para asemejarlos a ellos y no llevarlos a Dios, el legalismo y la falta de discernimiento, el ser intachable en lo exterior pero perverso en su interior (sepulcros blanqueados), la dureza para juzgar a los demás y la incapacidad para soportar el juicio de la verdad.
El «ay» profético que Jesús pronuncia seis veces por el mal proceder de los fariseos y escribas, no es de lamento por una situación triste, sino de advertencia severa del fin desastroso al que se encaminan por confundir a la gente. Son los enemigos de Jesús, responsables directos de que la mayoría del pueblo de Israel no creyera en Él. Es como un ajuste de cuentas decisivo a los malos dirigentes. Seis veces los llama «hipócritas», por vivir en contradicción entre lo que dicen y lo que hacen. Son lo contrario de lo que deben ser los discípulos de Jesús que escuchan la palabra de Dios que Él les comunica y la llevan a la práctica (cf 7,24-27).  
El primer «ay» es porque los maestros de la ley y los fariseos, haciéndose los jueces de vivos y muertos, cierran la puerta del reino de los cielos, es decir, de la salvación, a los que se les antoja, sin advertir que haciendo eso ellos mismos se condenan. Pedro, como representante de la comunidad cristiana, recibió las llaves para, en nombre de Cristo, abrir a los fieles las puertas del reino de los cielos (Mt 16, 19) mediante la transmisión oficial y normativa de los contenidos de la fe cristiana.
Los letrados y fariseos, en cambio, considerados los intérpretes oficiales de la ley, centraban su práctica en la búsqueda de la pureza exterior, dejando de lado el núcleo más importante de la ley: la misericordia, el derecho y la fidelidad. Obrando así ellos mismos quedaban fuera de la justicia del reino y confundían a la gente en vez de guiarla a cumplir lo que Dios quiere.
El segundo “ay” amplía la denuncia anterior. Los letrados y fariseos, que no permiten entrar a las personas en el reino de los cielos, realizan sin embargo una tenaz actividad proselitista para convertir a la fe de Israel y a la observancia rigorista de la ley a gentes de otras naciones. Pero una vez convertidos los volvían más fanáticos aún que ellos mismos y por ello doblemente merecedores de la perdición. La expresión que se emplea es exagerada, pues los fariseos no recorrían “mar y tierra” para “hacer un solo prosélito”, pero sí hacían enormes esfuerzos para lograrlo.
El tercer “ay” es para los mismos leguleyos a quienes califica de torpes y ciegos porque se valen de triquiñuelas para exonerar a quienes les interesa de las obligaciones morales que han contraído con sus promesas y juramentos. Estos “guías ciegos” mantenían a las personas en su ceguera. Son, por tanto, el polo opuesto del único Maestro, Jesús, que abolió los juramentos y los sustituyó por la veracidad de la palabra dada, que compromete totalmente a la persona. 
Aunque estas formulaciones evangélicas no son fáciles de comprender en su literalidad, queda clara a los lectores de hoy la enseñanza de Jesús acerca de la honestidad personal y la necesidad de refrendar con la propia conducta la fe que se profesa. Por lo demás, la labor evangelizadora de la Iglesia no ha de tener como objetivo el buscar prosélitos, sino crear fraternidad y promover de manera integral a las personas para que sean libres y responsables. 

domingo, 26 de agosto de 2018

Homilía del Domingo XXI del Tiempo Ordinario - Sólo tú tienes palabras de vida eterna (Jn 6, 60-69)

P. Carlos Cardó SJ
Sagrada cena, óleo sobre lienzo de Alonso Vásquez (1558 aprox.), Museo de BellasArtes de Sevilla, España
Muchos de los discípulos que lo oyeron comentaban: “Este discurso es bien duro: ¿quién podrá escucharlo?”.Jesús, conociendo por dentro que los discípulos murmuraban, les dijo: “¿Esto os escandaliza? ¿Qué será cuando veáis a este Hombre subir a donde estaba antes? El Espíritu es el que da vida, la carne no vale nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida. Pero hay algunos de vosotros que no creen”.Desde el comienzo sabía Jesús quiénes no creían y quién lo iba a traicionar.
Y añadió: "Por eso os he dicho que nadie puede acudir a mí si el Padre no se lo concede".
Desde entonces muchos de sus discípulos se echaron atrás y ya no andaban con él. Así que Jesús dijo a los Doce: “¿También vosotros queréis marcharos?”.Simón Pedro le contestó: "Señor, ¿a quién iremos? Tú dices palabras de Vida Eterna. Nosotros hemos creído y reconocemos que tú eres el Consagrado de Dios".
Las palabras de Jesús sobre la necesidad de comer su cuerpo y beber su sangre para tener vida eterna han escandalizado a sus oyentes judíos y han chocado también con la incomprensión de sus propios discípulos. Han quedado desilusionados al ver que su Maestro no corresponde a la imagen de mesías que ellos tenían.
La insinuación que les ha hecho de que el final de su obra consistirá en la entrega de su persona en una muerte sangrienta les ha resultado insoportable. No podían imaginar un amor que llega a la entrega de la propia vida. Y lo que les resulta aún más temible es que con sus palabras “comer su carne y beber su sangre”, Jesús les advierte que ellos también están llamados a hacer suya esa actitud de entrega, si es verdad que creen en él y lo siguen. Entonces  se produce la deserción, el cisma. Muchos de los discípulos abandonan a Jesús, protestando: Este lenguaje es inadmisible, ¿quién puede admitirlo?
En esos momentos, Jesús, que conoce el interior de cada ser humano y es consciente de la situación, se vuelve a sus más íntimos, a los Doce, y les hace ver que ha llegado la hora de la verdad, tienen que decidir si aceptan o rechazan su oferta: ¿También ustedes quieren irse?
Como en otras ocasiones, Pedro toma la palabra. Su respuesta contiene una profesión de fe y quedará para siempre como el recurso de todo creyente que, en su camino de fe, experimente como los discípulos la dificultad de creer, el desánimo en el compromiso cristiano, la sensación de estar probado por encima de sus fuerzas. Entonces, como Pedro, el discípulo se rendirá a su Señor con una confianza absoluta: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Sólo Tú tienes  palabras de vida eterna y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por  Dios.
La confianza de Pedro en su Señor se basa en la convicción, que resuelve toda duda e inseguridad, de que sólo la forma de vida que Jesús ofrece dignifica la existencia, porque en Él se muestra la santidad a la que todos estamos llamados.
Lo que aconteció en la comunidad de los Doce acontece también en nuestra vida personal y en nuestra comunidad. Llega un momento en que la crisis se hace presente y no hay más remedio que optar y asirse con la más entera confianza a ese amor incondicional e indefectible de Dios por nosotros que se nos ha revelado en Jesús, la persona más digna de confianza, autor y perfeccionador de nuestra fe (Hebr 12, 2). Y sea cual sea la dificultad o crisis por la que pasemos, surgirá de nosotros la confianza de Pedro: Señor, ¿a quién iremos? Sólo tú tienes palabras de vida eterna y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios.
Venir a la Eucaristía, recibir en ella el cuerpo del Señor, nos compromete a hacer sentir a todos aquellos con quienes tratamos la misma confianza que nos da la entrega de Jesucristo por nosotros. En un mundo afectado cada vez más por la desconfianza en las relaciones interpersonales, la eucaristía nos compromete a crear espacios en los que sea posible confiar por la credibilidad a la que todos aspiran con su vida coherente, honesta y virtuosa.
La eucaristía hace que la Iglesia sea realmente un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz para que todos encuentren en ella un motivo para seguir confiando. 

sábado, 25 de agosto de 2018

Las actitudes de los fariseos (Mt 23,1-12)

P. Carlos Cardó SJ
Imprecaciones contra los fariseos, acuarela sobre grafito en papel tejido de James Tissot (1886 y 1894), Museo de Brooklyn, Nueva York
En aquel tiempo, Jesús dijo a las multitudes y a sus discípulos: "En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y fariseos. Hagan, pues, todo lo que les digan, pero no imiten sus obras, porque dicen una cosa y hacen otra. Hacen fardos muy pesados y difíciles de llevar y los echan sobre las espaldas de los hombres, pero ellos ni con el dedo los quieren mover. Todo lo hacen para que los vea la gente. Ensanchan las filacterias y las franjas del manto; les agrada ocupar los primeros lugares en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; les gusta que los saluden en las plazas y que la gente los llame `maestros’.Ustedes, en cambio, no dejen que los llamen ‘maestros’, porque no tienen más que un Maestro y todos ustedes son hermanos. A ningún hombre sobre la tierra lo llamen ‘padre’, porque el Padre de ustedes es sólo el Padre celestial. No se dejen llamar ‘guías’, porque el guía de ustedes es solamente Cristo. Que el mayor de entre ustedes sea su servidor, porque el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido".
El fariseísmo es una tentación en cualquier religión: practicar las buenas obras, orar, asistir a los oficios religiosos, cumplir con las tradiciones piadosas, todo puede dar pie a la búsqueda de aprecio y alabanza, o a la fatuidad de una piedad exterior que no va acompañada de la rectitud interior y del testimonio de una vida verdaderamente honesta. Por eso, fariseísmo es sinónimo de hipocresía.  
En la cátedra de Moisés se han sentado los maestros de la ley y los fariseos. Ustedes hagan lo que ellos digan pero no imiten su ejemplo porque no hacen lo que dicen. Jesús no ataca a la autoridad magisterial que, desde Moisés hasta los escribas y rabinos (muchos de los cuales eran de la secta de los fariseos) se ejercía en la “cátedra” de las sinagogas.
Lo que Él censura es la incoherencia, el decir y no hacer, el predicar una doctrina buena y llevar una conducta que deja que mucho que desear. Palabras, sermones, cartas, pronunciamientos son necesarios, y atacarlos en bloque sería una necedad. Lo censurable es la incoherencia entre lo que se predica y lo que se vive. No basta predicar, es necesario practicar; entonces la enseñanza se hace creíble. Cuando las obras no corresponden a las palabras, se da un antitestimonio que, en vez de hacer el bien, escandaliza, confunde y desanima.
Fariseísmo es también equiparar la fe a una teoría que se aprende y se transmite, pero que no cambia a la propia persona. Se pude saber mucho de religión y no practicarla. Además, el evangelio no es algo que se dice para que otros lo cumplan, sino para, en primer lugar, aplicárselo a sí mismo y luego transmitirlo. Sólo así la enseñanza es eficaz.
Fariseísmo es sinónimo también de legalismo. Ocurre cuando se propone el evangelio como un conjunto de deberes y no como lo que es: buena noticia, don del amor de Dios que capacita para amar a los demás como Él nos ama. Contra este fariseísmo actúa el Espíritu que hace ver las leyes y normas morales y religiosas no como un fin, sino como medios para realizar lo que Él nos inspira.
Sin el Espíritu que da vida, la ley mata, se convierte en hipocresía, pervierte la fe, tranquiliza la conciencia y da la falsa seguridad de sentirse salvado. La ley de Cristo es el corazón nuevo que Dios crea en nosotros: el amor que hace cumplir la voluntad de Dios. Esta ley está inscrita en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado. Guiado por ella, el cristiano distingue en su interior las variadas formas de egoísmo con que puede engañarse y discierne la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto (Rom 12, 2).
Fariseísmo es buscar la seguridad de las normas y de lo que está mandado. Se puede, sí, aparecer como fervoroso, observante y “seguro”, pero se corre el riesgo de envanecerse con la propia fidelidad hasta despreciar a los demás, actuar por el deber y no con la gratuidad del amor y, lo que es peor, creerse autor de su propia santidad.
Desde el inicio de su predicación, en el sermón del monte (Mt 6, 1-18),  Jesús reprobó la ostentación farisaica. Lo hizo al enseñar el verdadero sentido de la oración, el ayuno y la limosna –tres pilares de la religión– que pueden convertirse en exhibicionismo espiritual para ganar fama entre la gente. Es lo que hacen los fariseos que alargan sus filacterias y distintivos religiosos y les gustan los primeros puestos en los banquetes y asambleas.
Jesús ha venido a revelarnos que Dios es Padre y que todos somos hijos y hermanos. Él nos hace ver como bueno lo que ayuda a vivir como hijos de Dios y hermanos entre nosotros, y como malo lo que lo impide. Por eso aconseja no llamar a nadie maestro, padre o jefe.
Y aunque no se trata de quedarnos en la literalidad de su enseñanza, pues de hecho Pablo se llama padre (1 Cor 4,15) y doctor y maestro de los gentiles (1 Tim 2, 2 Tim 1), es ridículo ufanarse de los títulos clericales o religiosos y confundir respeto a la autoridad con el uso de tratamientos que, por lo demás, ya nadie entiende.
Lo que hay que procurar es humildad y no orgullo, modestia y no vanidad, sencillez y no ostentación, servicio y no dominio o afán de poder. Hoy la “cultura mediática” exige quizá más que antes el cuidado de la imagen y siempre habrá que velar para que “la mujer del César sea no sólo honesta sino que lo parezca”. Pero mucho mayor cuidado hay que tener con las relaciones basadas en convencionalismos y con las apariencias que enmascaran malas conductas. El evangelio exige no dejarnos contaminar por este ambiente de la apariencia y mentira.

viernes, 24 de agosto de 2018

Transmisión de la experiencia de fe (Jn 1, 45-51)

P. Carlos Cardó SJ
San Bartolomé apóstol, óleo sobre lienzo de Gregorio Bausá (Siglo XVII), Museo de Bellas Artes de Valencia, España
En aquel tiempo, Felipe se encontró con Natanael y le dijo: "Hemos encontrado a aquel de quien escribió Moisés en la ley y también los profetas. Es Jesús de Nazaret, el hijo de José".Natanael replicó: "¿Acaso puede salir de Nazaret algo bueno?".Felipe le contestó: "Ven y lo verás".Cuando Jesús vio que Natanael se acercaba, dijo: "Éste es un verdadero israelita en el que no hay doblez".
Natanael le preguntó: "¿De dónde me conoces?".Jesús le respondió: "Antes de que Felipe te llamara, te vi cuando estabas debajo de la higuera".Respondió Natanael: "Maestro, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el rey de Israel".
Jesús le contestó: "Tú crees, porque te he dicho que te vi debajo de la higuera. Mayores cosas has de ver". Después añadió: "Yo les aseguro que verán el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre". 
La experiencia de fe no se queda como algo íntimo, se comparte. Y en el compartir, la fe se transmite. Dios se vale de personas que se han encontrado con Él para que otras también lo conozcan o descubran su voluntad. Las palabras humanas disponen a la escucha de la Palabra.
Este dinamismo comunicativo de la fe aparece en el texto y nos invita a recordar –agradecidos– las mediaciones humanas de la gracia en nuestra propia historia, personas concretas gracias a las cuales nos vino la fe, maduramos en ella, o pudimos conocer la voluntad de Dios en nuestra vida. Dice el pasaje evangélico que Andrés conduce a su hermano Simón a vivir la experiencia del encuentro con Jesús. Felipe invita a Natanael a ir y ver por sí mismo quién es Jesús de Nazaret.
Natanael no figura en la lista de los Doce, puede ser Bartolomé según la tradición. Su amigo Felipe, entusiasmado, le dice que han encontrado al Mesías, de quien hablaron  Moisés y los profetas, y que es Jesús, el hijo de José, de Nazaret.
Pero a Natanael, como a cualquier judío, no podía pasarle por la mente que el Mesías pudiese venir de Nazaret, pueblecito sin importancia que ni siquiera se menciona en todo el Antiguo Testamento. Se aguardaba a un descendiente de la casa y familia real de David, cuya ciudad fue Belén de Judea. Se entiende, pues, que Natanel muestre su desconfianza: ¿De Nazaret puede salir algo bueno?
Pero Felipe le replica señalando aquello que es fundamental en la fe: el salir de uno mismo para experimentar el encuentro con Dios. Ven y lo verás. Hay que ir y situarse donde está el Señor, establecer un contacto personal con Él y entonces todo quedará iluminado con una luz nueva, tendrá la luz de la vida (Jn 8,12).
Jesús ve venir a Natanael. Lo conoce sin que nadie le haya hablado de él. Ve el interior de las personas y las conoce más que nadie, con un conocimiento, además, lleno de estima de lo mejor que hay en cada uno. Natanael debió ser un judío virtuoso. Por eso Jesús lo alaba: Ahí tienen a un israelita auténtico en quien no hay engaño. El engaño y la mentira destruyen lo que la religión puede producir en una persona.
¿De dónde me conoces?, pregunta Natanael sorprendido. Si en ese momento hubiese obrado en él la fe, habría recordado tal vez las palabras del Salmo 139: Tú me sondeas y me conoces…desde lejos conoces mis pensamientos. El saberse conocido por Dios inspira confianza. Por eso el mismo salmo termina pidiéndole: Conoce mi corazón y ponme a prueba.
Jesús le dice: Cuando estabas debajo de la higuera, yo te vi. Los exegetas se esfuerzan por descubrir el significado de esta frase, pero hasta ahora sólo han conseguido especulaciones. Lo más probable es que se refiera a Natanael como figura simbólica del acercamiento de Israel a Dios por medio de la lectura y estudio de las Escrituras. En las tradiciones judaicas, en efecto, la higuera, árbol ubérrimo en dulces frutos, era símbolo del conocimiento y de la felicidad, que se logra principalmente con el estudio de la Ley. Pero conocer la Ley no basta para el encuentro con el Mesías; por eso quizá las resistencias iniciales de Natanael respecto a Jesús.
Rabí, tu eres el Hijo de Dios, tú eres el rey de Israel, confiesa Natanael, reconociendo la filiación divina de Jesús, maestro y rey de Israel. Sus palabras son un anticipo de todo lo que el evangelio anunciará: la revelación del Hijo.
¡Cosas mayores verás!, le dice Jesús. Verán el cielo abierto y a los ángeles de Dios subiendo y bajando sobre el Hijo del hombre. Verás que Jesús es aquel por quien se abren definitivamente los cielos y sobre quien desciende el Espíritu. Jesús será el “lugar”, el espacio de las relaciones auténticas con Dios, el verdadero templo y puerta entre Dios y los hombres, realidad que fue apenas vislumbrada en la visión de la escala de Jacob en Betel, terrible lugar y puerta del cielo (Gen 28,17). Jesús es la verdadera escala, que une al cielo con la tierra: Dios se comunica al hombre y el hombre entra en comunicación con Dios.

jueves, 23 de agosto de 2018

Los invitados a la boda (Mt 22, 1-14)

P. Carlos Cardó SJ
Parábola del banquete de bodas del hijo del rey, óleo sobre tabla de Abel Grimmer (1611 aprox.), Museo del Prado, Madrid, España
En aquel tiempo, volvió Jesús a hablar en parábolas a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo, diciendo: "El Reino de los cielos es semejante a un rey que preparó un banquete de bodas para su hijo. Mandó a sus criados que llamaran a los invitados, pero éstos no quisieron ir. Envió de nuevo a otros criados que les dijeran: ‘Tengo preparado el banquete; he hecho matar mis terneras y los otros animales gordos; todo está listo. Vengan a la boda’. Pero los invitados no hicieron caso. Uno se fue a su campo, otro a su negocio y los demás se les echaron encima a los criados, los insultaron y los mataron. Entonces el rey se llenó de cólera y mandó sus tropas, que dieron muerte a aquellos asesinos y prendieron fuego a la ciudad. Luego les dijo a sus criados: ‘La boda está preparada; pero los que habían sido invitados no fueron dignos. Salgan, pues, a los cruces de los caminos y conviden al banquete de bodas a todos los que encuentren’. Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos, y la sala del banquete se llenó de convidados. Cuando el rey entró a saludar a los convidados, vio entre ellos a un hombre que no iba vestido con traje de fiesta y le preguntó: ‘Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin traje de fiesta?’ Aquel hombre se quedó callado. Entonces el rey dijo a los criados: ‘Átenlo de pies y manos y arrójenlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y la desesperación’. Porque muchos son los llamados y pocos los escogidos".
El núcleo de la incomprensión y rechazo que muestran los sacerdotes y fariseos frente a Jesús es la nueva imagen de Dios que Él transmite con su palabra y con sus acciones. En las parábolas anteriores a este pasaje, ha presentado diversos aspectos de esa nueva imagen de Dios. En la del padre que envió a sus hijos a trabajar en su viña, lo presentó como un padre que nos da la vida; en la del propietario que pidió cuentas a sus empleados, aparece como el creador y señor de la tierra que nos alimenta; ahora, en la parábola del banquete de bodas, es el rey que nos hace ser libres como él es libre.
Las bodas son la más bella imagen de nuestra relación con Dios. Por eso, en el Antiguo Testamento, la alianza de Dios con su pueblo se expresaba con el símbolo de la unión matrimonial (Isaías, Ezequiel, Oseas, Cantar de los Cantares). Y en el Nuevo Testamento a Cristo se le llama el esposo (Mt 9,15; Jn  3,29; Ef 5,25ss; Ap 19,7; 22,17), que consuma las nupcias entre el Creador y la humanidad.
Dice la parábola que un rey envió a sus siervos a llamar a los que había invitado para celebrar la boda de su hijo. Representa a Dios que envió a los profetas con la misión de preparar un pueblo bien dispuesto (Lc 1,17) para la venida de su Hijo como Salvador. Los primeros invitados fueron los hijos del pueblo de Israel, pero no quisieron asistir.
El rey, a pesar de eso, repite la invitación y de manera apremiante: ya tengo preparado el banquete, he matado terneros y reses… Los nuevos siervos enviados son los apóstoles. Pero lamentablemente otra vez los invitados rechazan el ofrecimiento, alegando que tienen mucho que hacer en sus tierras o en sus negocios. Les importan más el dinero y sus propiedades, disfrutan más con ellos y los consideran más provechosos.
Finalmente se menciona a los demás invitados que capturaron a los enviados, los maltrataron y mataron. Son los peores, su rechazo a la invitación del señor es cruel: su cerrazón de corazón los conduce no sólo a la afrenta y al deprecio sino hasta la violencia y el crimen. El rey irritado manda a su ejército, que liquida a los asesinos y arrasa su ciudad. Esa gente no era digna: se creían superiores por ser ricos, no necesitaban nada, no les interesaba el banquete, menospreciaron la llamada insistente del señor.
El banquete, sin embargo no se suspende; todo lo contrario, ahora más bien la invitación se hace extensiva a todos, malos y buenos. Los criados salen a llamar a cuantos encuentran en su camino. La vocación del pueblo escogido de Israel es ahora vocación universal y la sala se llenó de invitados.
En la comunidad de los llamados por Jesús, en su Iglesia, hay buenos y malos, justos y pecadores (Mt 13, 41-43), peces buenos y malos (Mt 13,47-50), trigo y cizaña (Mt 13,29-30), que sólo serán separados al final de la historia. La Iglesia no es todavía el reino de Dios, donde los justos resplandecerán como el sol; la Iglesia está en camino, es a la vez santa y necesitada de continua purificación. Somos pecadores tocados por la gracia del Señor, que debemos acoger dócilmente para que transforme nuestras vidas.
Por eso, continúa la parábola, al advertir el rey que hay uno sin vestido de fiesta, le dice: Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin traje de boda? Él se quedó callado. Entonces el rey dijo a sus servidores: Átenlo de pies y manos y échenlo fuera a las tinieblas.
En la Biblia el vestido representa las cualidades de la persona, el vestido de la salvación y el manto de la justicia (Is 61,10). Lleva el traje de fiesta quien, sintiéndose pecador, acoge la invitación, es perdonado y vive del perdón. Estaba desnudo y ha sido revestido de Cristo (Gal 3,27). Revístanse de Cristo y no fomenten los apetitos desordenados, dice San Pablo (Rom 13,14).
Quien no lleva el traje de fiesta, aunque esté en la sala del banquete, de hecho está fuera, en las tinieblas exteriores. Jesús no dice esto para infundirnos temor, sino para movernos al cambio de actitud y no estar en la situación de quienes rechazaron su invitación. Si reconocemos nuestra pobreza, podemos revestirnos del vestido nuevo.
La clave de lectura de la parábola está en la contraposición: muchos son los llamados y pocos los elegidos. Las llamadas a Israel fueron muchas, pero Israel no respondió, no escuchó a los profetas, rechazó a Jesús el enviado definitivo, portador de la salvación. Por eso la llamada al “banquete” se hace universal y llega a nosotros. Pero exige un comportamiento práctico. No basta “inscribirse” en la Iglesia, y vivir en ella con una pertenencia puramente sociológica, exterior y descomprometida.
Al banquete se va con “vestido de fiesta”, es decir, con el estilo de vida cristiano, bien visible por las obras de la fe. A todos llama el Señor porque quiere que todos se salven. Los elegidos estuvieron fuera, sin el traje nupcial, pero decidieron cambiar su vieja condición y se abrieron a la misericordia de Dios. Participan del banquete que los une a todos como hermanos.

miércoles, 22 de agosto de 2018

Los trabajadores de la viña (Mt 20,1-16)

P. Carlos Cardó SJ
Parábola de los trabajadores de la viña, óleo sobre lienzo de Rembrandt van Rijn (1637), Museo del Hermitage, San Petersburgo, Rusia
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos esta parábola: "El Reino de los cielos es semejante a un propietario que, al amanecer, salió a contratar trabajadores para su viña. Después de quedar con ellos en pagarles un denario por día, los mandó a su viña. Salió otra vez a media mañana, vio a unos que estaban ociosos en la plaza y les dijo: ‘Vayan también ustedes a mi viña y les pagaré lo que sea justo’.Salió de nuevo a medio día y a media tarde e hizo lo mismo. Por último, salió también al caer la tarde y encontró todavía a otros que estaban en la plaza y les dijo: `¿Por qué han estado aquí todo el día sin trabajar?’ Ellos le respondieron: ‘Porque nadie nos ha contratado’. Él les dijo: `Vayan también ustedes a mi viña’.Al atardecer, el dueño de la viña le dijo a su administrador: ‘Llama a los trabajadores y págales su jornal, comenzando por los últimos hasta que llegues a los primeros’. Se acercaron, pues, los que habían llegado al caer la tarde y recibieron un denario cada uno.Cuando les llegó su turno a los primeros, creyeron que recibirían más; pero también ellos recibieron un denario cada uno. Al recibirlo, comenzaron a reclamarle al propietario, diciéndole: ‘Esos que llegaron al último sólo trabajaron una hora, y sin embargo, les pagas lo mismo que a nosotros, que soportamos el peso del día y del calor’.Pero él respondió a uno de ellos: ‘Amigo, yo no te hago ninguna injusticia. ¿Acaso no quedamos en que te pagaría un denario? Toma, pues, lo tuyo y vete. Yo quiero darle al que llegó al último lo mismo que a ti. ¿Qué no puedo hacer con lo mío lo que yo quiero? ¿O vas a tenerme rencor porque yo soy bueno?’ De igual manera, los últimos serán los primeros, y los primeros, los últimos".
Los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos. De ninguna manera esta frase alienta la incompetencia y la mediocridad. Los talentos que Dios da hay que hacerlos producir. Procurar mejorar en todo, perfeccionarse en los estudios, progresar profesionalmente, es lo que toda persona debe hacer por su propio bien y el de la sociedad.
Pero si la motivación para lograrlo no es la de servir mejor, sino únicamente el lucro, la autocomplacencia y el provecho egoísta, desde el punto de vista cristiano eso no sirve para nada. Lo dice San Pablo: Ya puedo yo hablar las lenguas de hombres y de los ángeles, pero si no tengo amor soy como un bronce que suena o unos platillos que hacen ruido (1Cor 13,1); en otras palabras, ya puedo ser un triunfador según el mundo pero si no actúo por amor no merezco ninguna alabanza.   
La parábola es sencilla, el dueño de la viña, que representa al Padre del cielo, contrata a toda clase de obreros y a todos les paga un mismo jornal. Unos van a trabajar a primera hora, otros al mediodía y otros cuando la jornada ya concluye; cada uno cuando lo llama el Señor. A todos, en el tiempo propicio, cuando el Señor así lo dispone, nos toca la gracia.
Jesús toma distancia de la justicia humana, que a veces puede ser parcial y deficiente. El “dar a cada uno lo suyo” puede fomentar las desigualdades cuando exigimos desde nuestros derechos adquiridos, buscando incrementar lo que ya tenemos, sin pensar primero en asegurar las necesidades más urgentes que otros padecen. La justicia de Jesús es de otro orden: para Él, los últimos han de ser tratados como los primeros. La caridad y la misericordia coronan la justicia. Dios no se rige tanto por la justicia del derecho sino por la gracia.
Sin darnos cuenta podemos trasladar a nuestra relación con Dios la lógica contable y lucrativa que rige los intercambios económicos. La relación con Dios no se basa en inversiones y ganancias, méritos y recompensas. Dios es amor gratuito y sobrea­bundante. Y su modo de obrar nos debe mover a ser agradecidos y desinteresados.
Querer llevar una vida recta y hacer obras buenas para asegurarnos un premio aquí o en el más allá, es obrar como los primeros trabajadores de la viña que se quejan de que los últimos reciban igual salario; ellos quieren recibir más por sus méritos propios, no por gracia del Señor. No han conocido la justicia del reino, no han aprendido la lección de la gratuidad, núcleo central del amor.
Así se portó Jonás cuando vio que Dios perdonaba a los habitantes de Nínive, que él creía merecedores de castigo. Así se portó también el hijo mayor que se quejó contra su padre porque mandó celebrar un banquete por el regreso del hijo pródigo. Lo mismo ocurría en la primitiva Iglesia con los cristianos procedentes del judaísmo que se quejaban porque los venidos del paganismo tenían en la Iglesia igual rango y derechos que ellos.
Jesús mismo tuvo que enfrentar esta dificultad: los judíos no podían comprender que Dios ofreciera el don de la salvación a judíos y no judíos. Por eso declaró: Vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos, mientras que los hijos del reino serán echados fuera, a la tiniebla (Mt 8,11-12).
Finalmente, esta página del evangelio nos abre los ojos a una realidad siempre actual: muchos, por el cargo que ocupan o por las buenas obras que practican, adquieren relevancia y llegan a creerse superiores a los demás. Pero la verdad es que ante Dios no podemos esgrimir derechos adquiridos ni exhibir méritos, pues los que consideramos “últimos” pueden estar delante de nosotros ante Dios. 
Seguir a Jesús pobre y humilde, venido no a que lo sirvan sino a servir, significa superar todo espíritu de rivalidad y codicia, desterrar todo “exclusivismo”, alegrarse con el éxito y cualidades de los demás, admitir con gozo que otros sean favorecidos por el Señor, que ama a todos sin distinción y gratuitamente, es decir, sin esperar nada a cambio.