lunes, 2 de julio de 2018

La radicalidad del seguimiento (Mt 8, 18-22)

P. Carlos Cardó SJ
Sacrificio de Abraham, óleo sobre lienzo de Laurent De La Hire (1650), Museo de Saint Denis, Reims, Francia
Al verse rodeado de tanta gente, Jesús mandó a sus discípulos que cruzaran a la otra orilla.  Entonces se aproximó un escriba y le dijo: "Maestro, te seguiré adonde vayas". Jesús le respondió: "Los zorros tienen sus cuevas y las aves del cielo sus nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza".Otro de sus discípulos le dijo: "Señor, permíteme que vaya antes a enterrar a mi padre". Pero Jesús le respondió: "Sígueme, y deja que los muertos entierren a sus muertos".
Jesús ha realizado una serie de milagros que han llenado de admiración a la gente y muchos han visto en ellos un poder superior que podía hacer de Jesús el libertador tan esperado de Israel. Se han puesto a seguirlo por diversas motivaciones y aun entre sus discípulos más cercanos, las expectativas son igualmente variadas.
Jesús entonces comienza a plantear las condiciones que debe cumplir quien se anime a seguirlo. Todas ellas tienen que ver con la adhesión personal que deben profesar hacia Él y la disposición para seguirlo de manera radical, hasta sus últimas consecuencias. Quienes lo sigan tendrán que asumir su estilo de vida, estar siempre en camino, con Él delante, prontos a partir, sin estar apegados a nada que los detenga ni les haga ambicionar riquezas o poder como consecuencia de la misión que él les va a confiar.
Tres escenas presentan las exigencias de libertad y determinación.
Primera escena. Aparece un escriba, experto en religión y moral, y dice a Jesús: Yo te seguiré adondequiera que vayas. Es él quien ha tomado la iniciativa, como si todo dependiese de su voluntad; pero seguir a Jesús no puede ser una simple pretensión humana. Él es quien llama y da la gracia. La respuesta de Jesús obliga al escriba a  confrontar su deseo con la realidad. Los zorros tienen madrigueras…, el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza. Le hace ver que la regla de juego pide un desasimiento de aquello que da seguridad, sobre todo los bienes de este mundo. El que sigue a Jesús tendrá que poner su seguridad sólo en Dios.
Segunda escena. Un miembro del grupo de Jesús, un discípulo suyo, dice: Déjame primero que vaya a enterrar a mi padre. Parece no caer en la cuenta de que Dios ha de ser lo primero y que su voluntad ha de prevalecer sobre cualquier otra cosa.
El sepultar al padre es indudablemente un deber de piedad filial (Dt 20,12; Lev 19,3), pero que no es “lo primero”. Todo afecto, aun el más sublime, debe orientarse a Dios y no ser obstáculo a su voluntad. Jesús exige libertad frente a afectos y deberes de relación. Las relaciones familiares no son el absoluto. Dios ha de estar por encima de todo. Abraham no opuso el amor a su único hijo Isaac, sino que se mostró disponible a entregarlo, y por esta voluntad suya, Dios lo hizo padre de los creyentes.
Todo amor verdadero procede del amor de Dios, tiene en él su fuente,  y a él tiene que llevar. Se ve en el plano humano: si un hijo no logra autonomía frente a sus padres no se hace adulto, no será capaz de emprender nada por sí mismo. Así también en el plano de la fe si no ordenamos todo afecto hacia Dios, que es para nosotros el horizonte de nuestra libertad, los afectos se desordenan y nos hacen menos libres. Dios es el único absoluto; frente a Él, hasta el deber de enterrar al padre cede su prioridad. Dios es lo más importante; si no, no es Dios. Aquello que para ti es lo más importante, eso es tu Dios. 
En el evangelio de San Lucas hay una tercera escena. Otro le dijo: Te seguiré, Señor, pero déjame primero ir a despedirme de mi familia. Y Jesús contestó: El que pone la mano en el arado y vuelve la vista atrás, no es digno de mí. San Pablo dirá: Olvido lo que dejé atrás y me lanzo hacia la meta… (Fil 3, 13). 
Se trata de dejar atrás, posponer, tres seguridades: materiales, afectivas y personales. Pero en el fondo se trata de la disponibilidad frente a uno mismo, para poner la confianza en Dios. Mirar atrás es mirarse a sí mismo, buscar seguridades en sí mismo, en lo que soy, en lo que he conquistado o en lo que represento. De todo nos puede liberar el Señor para hacernos ver que la garantía única está en lo que Él –y sólo Él– es capaz de hacer de mí.

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