viernes, 27 de julio de 2018

Explicación de la parábola del sembrador (Mt 13, 18-23)

P. Carlos Cardó SJ
El sembrador, óleo sobre lienzo de Vincent Van Gogh (1888), Fundación Van Gogh, Arles, Francia
Jesús dijo: «Escuchen ahora la parábola del sembrador: Cuando uno oye la palabra del Reino y no la interioriza, viene el Maligno y le arrebata lo que fue sembrado en su corazón. Ahí tienen lo que cayó a lo largo del camino. La semilla que cayó en terreno pedregoso, es aquel que oye la Palabra y en seguida la recibe con alegría. En él, sin embargo, no hay raíces, y no dura más que una temporada. Apenas sobreviene alguna contrariedad o persecución por causa de la Palabra, inmediatamente se viene abajo. La semilla que cayó entre cardos, es aquel que oye la Palabra, pero luego las preocupaciones de esta vida y los encantos de las riquezas ahogan esta palabra, y al final no produce fruto. La semilla que cayó en tierra buena, es aquel que oye la Palabra y la comprende. Este ciertamente dará fruto y producirá cien, sesenta o treinta veces más.»
Jesús explica a sus discípulos el sentido de su parábola del sembrador. Les habla de distintas tierras en las que cae la semilla del evangelio que Él difunde. Solo en una el trabajo del sembrador tiene éxito. Son distintas clases de tierra, no tipos de hombres; son cuatro niveles o formas de escucha de la Palabra que pueden convivir en nosotros en diferentes grados de intensidad según las circunstancias.
La semilla caída en tierra del borde del camino corresponde a la situación que vivimos cuando escuchamos la Palabra del Señor, pero no la entendemos y no podemos hacerla nuestra. Nuestras formas de pensar, costumbres y prejuicios la opacan y nos impiden comprenderla, incluso nos impiden prestarle la atención que se merece, creemos que no tenemos nada que aprender, ni cambiar. La semilla del evangelio no arraiga.
La semilla en terreno pedregoso corresponde a la situación que vivimos cuando escuchamos el mensaje y lo acogemos con alegría, pero las presiones y tensiones internas y externas impiden que eche raíces en nosotros y se seca. Podemos ser superficiales e inconstantes en nuestro compromiso, con buenos sentimientos y deseos, que se quedan en eso, sin obras, ni compromiso efectivo y concreto.
La semilla caída en tierra llena de zarzas ocurre cuando permitimos que la Palabra arraigue y crezca, pero las preocupaciones no evangélicas, los criterios antievangélicos que asimilamos y el engaño de lo que el mundo nos ofrece como felicidad sofocan en nuestro interior las aspiraciones más altas. Son los "afanes de la vida" y la "atracción de las riquezas"; falsos dioses, ídolos que seducen. La persona queda cautivada, asentada en una vida estéril, que no beneficia a nadie sino al propio interés y provecho.
La tierra buena que da fruto corresponde a aquellas situaciones en las que aflora lo mejor nuestro, aquello que nos honra y hace sentir realmente bien: cuando somos capaces de gestos de generosidad y amor. Entonces, nos hacemos disponibles como María a lo que el Señor nos pide.
Mantenernos como tierra buena no es tarea de un día; es proceso lento y constante. Pero es esfuer­zo sostenido por la confianza en Dios. A pesar de las dificultades, Jesús nos asegura el resultado. Su Palabra es capaz de atravesar el espesor del mal en nuestro corazón y convertirnos a Él.
Hay aquí una invitación a observar las resistencias que oponemos al mensaje evangélico, no para abatirnos sino para reconocer dónde y cómo el mismo Señor lucha con nosotros para tomar posesión de nuestro corazón. 
El texto evangélico nos abre los ojos a la acción sostenida de la gracia en nuestros corazones. Pablo la sentía como la paciencia que Dios tenía con él para convertirlo en un instrumento suyo realmente eficaz: Cristo Jesús me tuvo compasión, para demostrar conmigo toda su paciencia, dando un ejemplo a los que habrían de creer y conseguir la vida eterna (1 Tim 1, 16). El fruto de la palabra sembrada en nuestro interior es de Dios, es Dios que se nos da. A nosotros nos toca analizar nuestras resistencias y pedir liberarnos de ellas para acoger lo que lo que Dios nos da. Es pedir fidelidad al amor que ha sido derramado en nuestros corazones.

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