martes, 26 de junio de 2018

No profanar lo “santo” y la Regla de Oro (Mt 7, 6.12-14)

Carlos Cardó SJ
Fraternidad universal, mural de Diego Rivera (1928), Secretaría de Educación Pública, Ciudad de México
No den las cosas sagradas a los perros, ni arrojen sus perlas a los cerdos, no sea que las pisoteen y después se vuelvan contra ustedes para destrozarlos. Todo lo que deseen que los demás hagan por ustedes, háganlo por ellos: en esto consiste la Ley y los Profetas. Entren por la puerta estrecha, porque es ancha la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que van por allí. Pero es angosta la puerta y estrecho el camino que lleva a la Vida, y son pocos los que lo encuentran.   
Para los hebreos, perros y cerdos eran animales impuros y abominables. Así aparecen en varios pasajes de la Escritura (1Sam 17,43; 24,15; 2Sam 3,8; 9,8; 16,9; Prov 26,11; 2Pe 2,22).  Lo santo tenía relación con el culto, concretamente con la carne de los sacrificios que no podía darse a los perros. Por otra parte, dar perlas a los cerdos sería absurdo. En contexto cristiano, lo santo y las perlas hacen referencia a los dones más preciados de la comunidad cristiana: la palabra de Dios y al pan de la eucaristía.
Situada en este contexto, la frase recuerda a los discípulos que no conviene ofrecer el don santo del evangelio y del pan eucarístico a quienes no sólo no los van a aceptar sino que harían de ello escarnio y mofa. Se debe proteger el evangelio, la moral cristiana, la comunión eclesial, el bautismo, la eucaristía y los demás sacramentos de toda profanación posible.
Pero, obviamente, no se puede interpretar la frase como prohibición del anuncio del evangelio a todas las naciones, tarea que el mismo Jesús mandó realizar a los discípulos: Vayan y hagan discípulos a todos los pueblos… (Mt 28, 19).
La experiencia de la Iglesia confirma la necesidad de actuar gradualmente o con prudencia en la tarea evangelizadora, procurando adaptar el mensaje a la situación de los pueblos y respetando siempre sus culturas. Querer imponer las verdades evangélicas a la fuerza cuando el auditorio no está preparado para comprenderlas sería inútil; más aún, podría producir reacciones violentas o contrarias a lo que se pretende. Por lo demás, si no juzgo a los otros de buenos y malos y reconozco que el mal actúa también en mí, podré saber lo que conviene hacer por el bien del prójimo.
La frase siguiente de Jesús es la llamada “regla de oro”: Traten a los demás como quieren que ellos los traten, porque en esto consiste la ley y los profetas. Es como un compendio de la enseñanza moral cristiana y la norma para llevar a la práctica el mandamiento del amor. En Tobías 4,15 esta regla aparece en negativo: No hagas a nadie lo que no quieres que te hagan a ti. La forma positiva en que la propone Jesús representa un nivel moral más elevado. De lo que me agrada o me duele en la manera como los demás se comportan conmigo, puedo sacar la medida segura para mi propia manera de portarme con los demás.
El amor se ha de mostrar en obras, dice san Ignacio de Loyola. El amor siempre produce un hacer en favor del otro. Todos sabemos cuáles son nuestros derechos, aspiraciones y deseos. El amor lleva a considerar los derechos del otro como deberes para mí y las aspiraciones del otro como mis aspiraciones; debo procurar contribuir a la realización de sus justos deseos. En esto consiste el amor. El yo deja de ser el centro.
Todas las enseñanzas de la Biblia (la ley y los profetas) se condensan en el mandamiento del amor, que encuentra, a su vez, en la regla de oro el modo eficaz de llevarlo a la práctica. Todo lo que el amor y los preceptos de Jesús exigen, hay que hacerlo a nuestros prójimos. En este sentido, la regla de oro es como la síntesis del sermón de la montaña.
La frase de Jesús sobre la puerta ancha y la estrecha hace referencia al medio para llegar a Dios y a su reino. Jesucristo es la puerta, el mediador entre Dios y nosotros. En Él tenemos acceso a la vida divina. Su palabra es la vía estrecha que conduce a su reino, meta de nuestro peregrinar en este mundo y realización plena de todas nuestras esperanzas. La puerta ancha y el camino amplio corresponden a nuestras falsas maneras de buscar la felicidad a impulsos únicamente de nuestras tendencias.
Pero si Jesús advierte que la puerta y el camino verdaderos son estrechos no lo hace para desanimarnos sino para estimularnos a empeñarnos más y tener cuidado. La puerta del reino es estrecha y la vía del seguimiento de Cristo angosta, pero nos dan acceso a la vida filial y fraterna, nos abren a la anchura y longitud, la altura y profundidad del amor (Ef 3, 18).
Puerta ancha es hacer lo que me da la gana sin mirar los efectos que ello puede tener en los demás y en mí mismo. Camino amplio es el de la búsqueda del propio amor, querer e interés, dando la espalda a las necesidades y angustias de los pobres. Puerta ancha es también la religión hecha de prácticas y obras que pueden ser sorprendentes – ¡puedo repartir mis bienes entre los pobres y aun dejarme quemar vivo!, dice San Pablo (1Cor 13, 2) –, pero que de nada valen porque no se hacen con verdadero amor ni conllevan la entrega de lo que Dios más quiere: el corazón del hombre. 
El cristianismo vivido en su radicalidad siempre nos va a parecer difícil. Hace falta empeño, sí, pero más importante es la apertura a la gracia, el caminar humildemente y confiar. 

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