sábado, 30 de junio de 2018

Curación del criado del centurión romano y de la suegra de Pedro (Mt 8, 5-13)

P. Carlos Cardó SJ

Curación de la suegra de Pedro, óleo sobre lienzo de John Bridges (1839), Museo de Arte de Birmingham, Alabama, Estados Unidos

Al entrar en Cafarnaún, se le acercó un centurión, rogándole: "Señor, mi sirviente está en casa enfermo de parálisis y sufre terriblemente".Jesús le dijo: "Yo mismo iré a curarlo".Pero el centurión respondió: "Señor, no soy digno de que entres en mi casa; basta que digas una palabra y mi sirviente se sanará. Porque cuando yo, que no soy más que un oficial subalterno, digo a uno de los soldados que están a mis órdenes: 'Ve', él va, y a otro: 'Ven', él viene; y cuando digo a mi sirviente: 'Tienes que hacer esto', él lo hace".Al oírlo, Jesús quedó admirado y dijo a los que lo seguían: "Les aseguro que no he encontrado a nadie en Israel que tenga tanta fe. Por eso les digo que muchos vendrán de Oriente y de Occidente, y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob, en el Reino de los Cielos. En cambio, los herederos del Reino serán arrojados afuera, a las tinieblas, donde habrá llantos y rechinar de dientes".Y dijo al centurión: "Ve, y que suceda como has creído".
Y el sirviente se curó en ese mismo momento. Cuando Jesús llegó a la casa de Pedro, encontró a la suegra de este en cama con fiebre. Le tocó la mano y se le pasó la fiebre. Ella se levantó y se puso a servirlo.Al atardecer, le llevaron muchos endemoniados, y él, con su palabra, expulsó a los espíritus y curó a todos los que estaban enfermos, para que se cumpliera lo que había sido anunciado por el profeta Isaías: El tomó nuestras debilidades y cargó sobre sí nuestras enfermedades.
El milagro del siervo del centurión tiene su paralelo en Lc 7, 1-10 y en Jn 4,43-54, donde se trata de un funcionario (subalterno) del rey Herodes Antipas; aquí es un centurión, oficial romano de la guarnición de Cafarnaum. Se trata, pues, de un personaje que goza de una buena posición social y económica, pero que ante la enfermedad de su criado, al que aprecia mucho, se siente impotente. Ante la realidad de la enfermedad y de la muerte se pone de manifiesto la radical impotencia del hombre. De eso sólo Dios salva.
El relato pone de relieve la relación entre Palabra, fe y vida, y la oferta del don de la salvación a todas las naciones. Los milagros de Jesús en el evangelio son signos naturales que tienen un significado espiritual. Jesús enseña con su palabra y también con sus obras. El signo visible de la curación del enfermo es importante, incluso necesario, pero más importante es lo que significa.
Por eso, como en varios otros relatos, la narración del hecho prodigioso es sólo el cuadro exterior de lo que más interesa, que es la enseñanza que contiene. Es de notar que quien enseña aquí es un  centurión pagano: enseña a creer confiadamente en la persona de Jesús y en el poder de su palabra. Se dirige a él llamándolo Señor, no por simple cortesía, sino porque ha reconocido la autoridad y poder de Dios en su persona y en su palabra. Por eso cree antes de ver el signo realizado en favor de su criado. Todavía no ha ido Jesús a curarlo y ya él proclama: Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero basta que digas una sola palabra y mi criado quedará sano.
La fe no necesita ver signos y prodigios para tener la certeza del amor del Señor; le basta la Palabra que refiere lo que Él ha hecho por nosotros. La confianza es base de la fe y del amor.
La inserción de un texto profético (tomado de Is 49, 12; 59, 19; Mal 1,11) subraya la otra enseñanza del pasaje: el anuncio de la admisión de los paganos a la salvación, simbolizada en el banquete celestial, en compañía de los patriarcas, y del cual quedan excluidos los judíos, que eran los destinatarios primeros. A ese pueblo que lo rechaza, Jesús propone el modelo de fe que les da un pagano.
Como Abraham que era un extranjero y que, sin ver, creyó en la palabra de Yahvé y fue constituido padre en la fe de una posteridad bendecida, así también el centurión romano que, sin ver, cree en el poder divino de Jesús, viene a ser modelo de esa fe que hace extensiva la bendición de Abraham a todas las familias de la tierra.
Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para que mi criado quede sano. La humildad  es otro componente de la fe. Repetimos las palabras del centurión creyente cuando nos acercamos a recibir el Cuerpo del Señor. No somos dignos, lo que se nos da no depende de nuestros méritos. Todo es don y gracia.
La gratuidad del amor se muestra en el episodio que sigue a continuación, la curación de la suegra de Pedro. Nadie la pide, es Jesús quien toma la iniciativa, entra en la casa, ve a la enferma, la toma de la mano y la fiebre desaparece. La acción de la gracia de Cristo nos precede y se nos anticipa.
Se subraya, a pesar de la brevedad del texto, la reacción de la mujer curada: se levantó y se puso a servirle. En este gesto se condensa el fruto de la enseñanza de Jesús. Todo está ahí. La mujer lo ha hecho suyo. El favor recibido ha sido por puro amor y gracia; ella, como modelo de discípula, lo retribuye con su amor y servicio. Así esta pobre mujer se convierte en maestra del verdadero seguimiento de Jesús. 
A continuación, Mateo pone un breve sumario de la actividad sanante y liberadora de Jesús. La intención parece ser introducir un texto de Isaías sobre la figura del Siervo de Dios, que carga consigo los dolores y sufrimientos del pueblo (Is 53, 4). Jesús, el Siervo, asume como propias nuestras flaquezas y enfermedades, que se convierten en el lugar de nuestro encuentro y unión con Él. 

viernes, 29 de junio de 2018

¿Quién dicen que soy yo? (Mt 16,13-19)

P. Carlos Cardó SJ
Cristo entregando las llaves a san Pedro, óleo sobre tabla de Vincenzo Catena (1520), Museo del Prado, Madrid
Al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: «¿Qué dice la gente sobre el Hijo del hombre? ¿Quién dicen que es?». Ellos le respondieron: «Unos dicen que es Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, Jeremías o alguno de los profetas».«Y ustedes, les preguntó, ¿quién dicen que soy? ». Tomando la palabra, Simón Pedro respondió: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo». Y Jesús le dijo: «Feliz de ti, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo. Y yo te digo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder de la Muerte no prevalecerá contra ella. Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos. Todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo».
Van camino de Jerusalén y Jesús tiene con sus apóstoles un diálogo íntimo pero cargado de tensión porque han quedado desconcertados con el anuncio de su pasión. En este contexto, Jesús les pregunta: ¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos responden refiriendo las opiniones que circulan sobre él. Unos, impresionados por la vida austera y la muerte del precursor de Jesús, dicen que es Juan Bautista vuelto a la vida.
Otros lo identifican con Elías, vuelto a la tierra para consagrar al Mesías (Mal 3, 23-24; Eclo 48, 10) y preparar el Reino de  Dios (Mt 11, 14; Mc 9,11-12; cf. Mt 17, 10-11). Otros lo ven como Jeremías, el profeta que quiso purificar la religión y fue martirizado por los dirigentes del pueblo. Otros, en fin, dicen que es un profeta más.
Pero Jesús quiere saber qué piensan y qué esperan de Él los que van a continuar su obra. De lo que sientan en su corazón dependerá su fortaleza o debilidad para soportar el escándalo de la cruz. Por eso les pregunta: Y según ustedes, ¿quién soy yo?
Pedro, actuando en nombre de los Doce, le contesta: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Estas palabras, con las que proclama que reconoce a Jesús como Mesías divino, no han podido nacer de su genial perspicacia; como las demás los discípulos él es un hombre sin mayor instrucción, un pobre pescador de Galilea. Sus palabras han sido fruto de una gracia especial.
Por eso le dice Jesús: “¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque esto no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo”. Ahora ya todo cambia, Jesús puede manifestarles claramente el misterio de su persona y del destino que le aguarda. Él es el enviado del Padre, el Mesías Salvador, que entregará su vida por nosotros, será crucificado y resucitará por la fuerza de Dios su Padre.
Pedro tiene el germen de esa fe que irá madurando en él hasta que, vuelto de sus pruebas, sea capaz de confirmar a sus hermanos (cf. Lc 22, 31).  Por eso Jesús le dice: Tú serás llamado piedra, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia, dándole como misión el servicio de la unidad, sobre la base de la conservación de la común fe revelada y el vínculo de la caridad.
¿Quién dicen ustedes que soy yo? La pregunta llega hasta nosotros. De la respuesta que se dé se seguirán las diversas formas de concebir y vivir la fe cristiana. Un ideal ético de valores y actitudes que ayuda a vivir humanamente bien consigo mismo y con los demás; una conciencia social que empeña a la persona en la lucha por la justicia; un referente sobrenatural más o menos mítico o mágico, al que se remiten las propias incógnitas e inseguridades; una cosmovisión filosófica –enunciados y argumentos­– que dan razón de la causa y del sentido de la realidad existente; un conjunto de prácticas religiosas, oraciones, invocaciones y ceremonias de alabanza y súplica que ordenan los días del año con descansos y festividades fijadas por la costumbre del grupo cultural al que se pertenece…
Todo eso puede ser más o menos bueno, más o menos humanizador, pero ahí no hay una relación con alguien, no hay un cara a cara, en el que se conoce a Jesucristo cada vez más internamente y se le ama hasta desear ir tras él. No ocurre lo que dice San Pedro: que se le ama aunque no se le haya visto, se confía en Él aunque de momento no se le pueda ver, y eso mantiene en el interior una alegría indescriptible y radiante (1Pe 1,8).
Nuestra respuesta a la pregunta de Jesús: ¿Quién dices ustedes que soy yo?, no puede ser otra que la que le dieron sus verdaderos discípulos que, dejando redes y barca, se decidieron a seguirlo. Ellos creyeron y llegaron a conocer que Jesús era Salvador, consagrado por Dios (Jn 6, 68), el Cristo, Hijo de Dios vivo (Mt 16, 16).
En su forma humana de ser y en lo que hizo por nosotros, hemos conocido y creído el amor que Dios nos tiene y hemos confiado en él (1 Jn 4, 16). Su ejemplo y sus enseñanzas iluminan y dan sentido a la existencia, y por eso es lo central y más importante en la vida, hasta el punto de poder decir con San Pablo: Si con él morimos, viviremos con él; si con él sufrimos, reinaremos con él; si lo negamos, también él nos negará; si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede contradecirse a sí mismo  (2 Tim 2,11-13).

jueves, 28 de junio de 2018

La casa sobre roca y la casa sobre arena (Mt 7,21-29)

P. Carlos Cardó SJ
Castillo construido sobre una pequeña isla de rocas en Dublin, Irlanda
Jesús dijo a sus discípulos: «No son los que me dicen: 'Señor, Señor', los que entrarán en el Reino de los Cielos, sino los que cumplen la voluntad de mi Padre que está en el cielo. Muchos me dirán en aquel día: 'Señor, Señor, ¿acaso no profetizamos en tu Nombre? ¿No expulsamos a los demonios e hicimos muchos milagros en tu Nombre?'. Entonces yo les manifestaré: 'Jamás los conocí; apártense de mí, ustedes, los que hacen el mal'. Así, todo el que escucha las palabras que acabo de decir y las pone en práctica, puede compararse a un hombre sensato que edificó su casa sobre roca. Cayeron las lluvias, se precipitaron los torrentes, soplaron los vientos y sacudieron la casa; pero esta no se derrumbó porque estaba construida sobre roca. Al contrario, el que escucha mis palabras y no las practica, puede compararse a un hombre insensato, que edificó su casa sobre arena. Cayeron las lluvias, se precipitaron los torrentes, soplaron los vientos y sacudieron la casa: esta se derrumbó, y su ruina fue grande». Cuando Jesús terminó de decir estas palabras, la multitud estaba asombrada de su enseñanza,  porque él les enseñaba como quien tiene autoridad y no como sus escribas.
Estas palabras de Jesús se dirigen a personas creyentes que escuchan la doctrina del evangelio, pero no la llevan a la práctica. Son personas que pueden hacer cosas buenas, pero no cumplen la voluntad de Dios.
El evangelista Mateo tiene ante sí una comunidad cristiana entusiasta, rica en cualidades naturales y sobrenaturales. Celebran el culto, oran, incluso realizan profecías, milagros y exorcismos, pero descuidan lo cotidiano: el hacer la voluntad del Padre, amando y sirviendo a los demás en las cosas de cada día. Si no tienen amor, de nada les sirven  sus prácticas religiosas y los dones extraordinarios que poseen (cf. 1 Cor 13, 1-3).
No basta con orar ostensiblemente, invocar a Dios con aparente sinceridad. La oración nos debe llevar a conocer lo que el Padre quiere de nosotros, y disponernos a ponerlo en práctica. Ahora bien, la voluntad de Dios se expresa claramente en el mandamiento del amor. Por eso, es precisamente en la práctica del servicio a los demás por amor donde se demuestra la autenticidad de la oración.
No basta decir “Señor, Señor”. La verdadera oración pasa por el corazón y se verifica en el amor a los demás, en especial a los más necesitados. En su oración, Jesús se encuentra con su Padre, escucha su voluntad y decide practicarla, aunque le cueste sangre el hacerlo (Mt 26,39 par; Jn 12,27). Por eso, en el día del juicio sólo recibirá el beneplácito divino quien ha cumplido la voluntad del Padre de los cielos.
Para reforzar esta enseñanza, Jesús propone la parábola de dos hombres que construyen su casa de diferente manera. El primero, considerado “prudente”, edifica firmemente sobre roca, de modo que cuando vienen las tormentas, las crecidas de los ríos y los fuertes vientos, la casa resiste por sus buenos cimientos. El segundo en cambio, es un “necio” que construye en terreno arenoso, sin las debidas precauciones, y el resultado es lamentable porque la casa no soporta el embate de los fenómenos atmosféricos y se viene abajo. Los valores y enseñanzas de Jesús son el fundamento firme para una vida bien construida; no tenerlos en cuenta es echarla a perder, “desgracia grande”.  
En la predicación y, sobre todo, en el ejemplo de vida de Jesús se delinea una ética bien concreta, un modo recto de proceder, que vale tanto para los cristianos como para toda persona que aspire a forjarse una vida verdaderamente valiosa para sí y para los demás (Mt 28,19s).  
Jesús hace ver que para ello es importante interiorizar los valores, asumirlos con el corazón, de lo contrario la persona no podrá actuar con convicción cuando esté sometida a la presión de los propios impulsos, o se vea envuelta por la multitud de “voces” que desde el exterior impactan en su conciencia y pugnan por dirigir su conducta.
Jesús no busca únicamente que la persona sepa cuál debe ser la recta ordenación moral de sus actos, sino que aprecie la validez de sus enseñanzas, ponga en ellas el afecto de su corazón (es decir, procure que movilicen su afectividad y sus sentimientos) desde su interior y no como imposiciones externas. Esta persona sabrá discernir en cada circunstancia cuál ha de ser su modo de proceder y sabrá mantener un estilo de vida coherente y ejemplar.
Hoy ya no se cree –sobre todo entre los jóvenes– en doctrinas y discursos,  y se ha perdido confianza en las instituciones. Lo que convence es la coherencia y autenticidad de las personas, más que las declaraciones de principios. Y eso fue lo que Jesús demostró. No enseñó nada que primero Él no cumpliera. Nadie halló engaño en su boca (1 Pe 2,22), buscó servir y no ser servido (Mt 20,28), y su integridad de vida fue tan patente, que hasta sus adversarios reconocieron ante él: Maestro, sabemos que eres sincero, que enseñas con verdad el camino de Dios y no te dejas influenciar por nadie, pues no te fijas en las apariencias de las personas (Mt 22,16).
Con razón pudo decir a sus discípulos, después de lavarles los pies –gesto que sintetiza lo más característico de su persona–: Ejemplo les he dado para que hagan lo mismo que yo he hecho con ustedes” (Jn 13,15). 
La parábola de las dos casas interpela al lector, le induce a confrontarse con una y otra para tomar conciencia de la vida que se está construyendo. 

miércoles, 27 de junio de 2018

El árbol bueno da frutos buenos (Mt 7, 15-20)

P. Carlos Cardó SJ
El árbol de la vida, pintura de autor anónimo del siglo XVII, Palacio de los Kanes de Shaki, Seki, Azerbaiyán
Jesús dijo a sus discípulos: «Tengan cuidado de los falsos profetas, que se presentan cubiertos con pieles de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los reconocerán. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos o higos de los cardos? Así, todo árbol bueno produce frutos buenos y todo árbol malo produce frutos malos. Un árbol bueno no puede producir frutos malos, ni un árbol malo, producir frutos buenos. Al árbol que no produce frutos buenos se lo corta y se lo arroja al fuego. Por sus frutos, entonces, ustedes los reconocerán».
Una experiencia perturbadora vivida por las primeras comunidades cristianas fue, sin duda, la que aquí apunta el evangelio de Mateo: la presencia de los falsos profetas o maestros que aparecen como pacíficos e indefensos pero destruyen la comunidad. San Pedro habla de falsos maestros, que introducen encubiertamente herejías destructoras (2Pe 2,1-2). San Pablo alerta a los cristianos de Roma para que se fijen en los que causan divisiones y tropiezos en contra del mensaje cristiano y para que se aparten de ellos (Rom 16,17).
Entre estos falsos profetas y maestros, los que mayor preocupación le causaron al Apóstol fueron los judaizantes, que actuaban para ser vistos como fieles a ley de Dios (Gal 6, 12-17), pero en realidad eran una levadura malsana (Gal 5,7-12) que le quitaba a la cruz de Cristo su valor redentor.
Junto a ellos ponía también Pablo a aquellos que, con su vida licenciosa, no pensaban más que en las cosas de la tierra y propagaban malas costumbres (Fil 3, 18-9). Todos ellos son los “asalariados” de la parábola del Buen Pastor en el evangelio de Juan (Jn 10,12) y los “lobos rapaces” a los que alude Pablo en su despedida de Mileto: Yo sé  que, después de mi partida, se introducirán entre ustedes lobos rapaces que no perdonarán el rebaño; y también entre ustedes mismos se levantarán hombres que hablarán cosas perversas para arrastrar a los discípulos detrás de sí (Hech 20,29).
Esta experiencia, que subyace al texto que comentamos, no es cosa del pasado. Apunta a todos aquellos que seducen al pueblo con apariencias de bien y de verdad, pero persiguiendo fines interesados. No sólo son gentes que predican falsas doctrinas, sino que se atribuyen la función de maestros inspirados por Dios o sabios conocedores de las cosas espirituales, pero que no lo son en realidad. Su disfraz en piel de oveja significa que se presentan como inofensivos miembros del “rebaño” y hacen mucho daño a los desprevenidos.
Mateo da a la comunidad una norma para poder reconocer a estos falsos profetas y maestros: saber discernir lo bueno y lo malo en lo que proponen. Es la primera regla del discernimiento espiritual: al árbol se le conoce por sus frutos. Todo árbol bueno da frutos buenos; pero el árbol malo da frutos malos. Sus palabras y su modo de comportarse pueden parecer acertados y correctos, son su disfraz. Pero su verdadero ser, en contradicción con la voluntad de Dios, no puede quedar oculto a pesar de todas sus apariencias externas. Descubrir a dónde pretenden llevar a la comunidad es la finalidad del discernimiento. Hermanos queridos, no crean a cualquiera que pretenda poseer el Espíritu. Hagan más bien un discernimiento para ver si pertenece a Dios  (1Jn 4,1).
A todo esto, san Ignacio de Loyola en sus famosas reglas para el discernimiento espiritual añade algo muy certero, que vale no sólo para distinguir los buenos de los malos maestros, sino también las buenas y malas inspiraciones, deseos, tendencias que pueden surgir en nosotros “bajo apariencia” de bien y pueden engañarnos, llevándonos a tomar malas decisiones. 
Nos dice que debemos analizar el desarrollo que tienen tales deseos o pensamientos que nos vienen porque si en su origen, en el medio o en el fin al que nos llevan todo es bueno o inclinado al bien, eso es señal de que proceden del buen espíritu; pero si al comienzo, al medio o al fin encuentro algo malo, o menos bueno de lo que me había propuesto hacer, o debilita mi vida espiritual, me inquieta y perturba, quitándome la paz, tranquilidad y quietud que antes tenía, eso es clara señal de que procede del mal espíritu, con el cual no voy a poder tomar buenas decisiones (Ejercicios Espirituales, 333).

martes, 26 de junio de 2018

No profanar lo “santo” y la Regla de Oro (Mt 7, 6.12-14)

Carlos Cardó SJ
Fraternidad universal, mural de Diego Rivera (1928), Secretaría de Educación Pública, Ciudad de México
No den las cosas sagradas a los perros, ni arrojen sus perlas a los cerdos, no sea que las pisoteen y después se vuelvan contra ustedes para destrozarlos. Todo lo que deseen que los demás hagan por ustedes, háganlo por ellos: en esto consiste la Ley y los Profetas. Entren por la puerta estrecha, porque es ancha la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que van por allí. Pero es angosta la puerta y estrecho el camino que lleva a la Vida, y son pocos los que lo encuentran.   
Para los hebreos, perros y cerdos eran animales impuros y abominables. Así aparecen en varios pasajes de la Escritura (1Sam 17,43; 24,15; 2Sam 3,8; 9,8; 16,9; Prov 26,11; 2Pe 2,22).  Lo santo tenía relación con el culto, concretamente con la carne de los sacrificios que no podía darse a los perros. Por otra parte, dar perlas a los cerdos sería absurdo. En contexto cristiano, lo santo y las perlas hacen referencia a los dones más preciados de la comunidad cristiana: la palabra de Dios y al pan de la eucaristía.
Situada en este contexto, la frase recuerda a los discípulos que no conviene ofrecer el don santo del evangelio y del pan eucarístico a quienes no sólo no los van a aceptar sino que harían de ello escarnio y mofa. Se debe proteger el evangelio, la moral cristiana, la comunión eclesial, el bautismo, la eucaristía y los demás sacramentos de toda profanación posible.
Pero, obviamente, no se puede interpretar la frase como prohibición del anuncio del evangelio a todas las naciones, tarea que el mismo Jesús mandó realizar a los discípulos: Vayan y hagan discípulos a todos los pueblos… (Mt 28, 19).
La experiencia de la Iglesia confirma la necesidad de actuar gradualmente o con prudencia en la tarea evangelizadora, procurando adaptar el mensaje a la situación de los pueblos y respetando siempre sus culturas. Querer imponer las verdades evangélicas a la fuerza cuando el auditorio no está preparado para comprenderlas sería inútil; más aún, podría producir reacciones violentas o contrarias a lo que se pretende. Por lo demás, si no juzgo a los otros de buenos y malos y reconozco que el mal actúa también en mí, podré saber lo que conviene hacer por el bien del prójimo.
La frase siguiente de Jesús es la llamada “regla de oro”: Traten a los demás como quieren que ellos los traten, porque en esto consiste la ley y los profetas. Es como un compendio de la enseñanza moral cristiana y la norma para llevar a la práctica el mandamiento del amor. En Tobías 4,15 esta regla aparece en negativo: No hagas a nadie lo que no quieres que te hagan a ti. La forma positiva en que la propone Jesús representa un nivel moral más elevado. De lo que me agrada o me duele en la manera como los demás se comportan conmigo, puedo sacar la medida segura para mi propia manera de portarme con los demás.
El amor se ha de mostrar en obras, dice san Ignacio de Loyola. El amor siempre produce un hacer en favor del otro. Todos sabemos cuáles son nuestros derechos, aspiraciones y deseos. El amor lleva a considerar los derechos del otro como deberes para mí y las aspiraciones del otro como mis aspiraciones; debo procurar contribuir a la realización de sus justos deseos. En esto consiste el amor. El yo deja de ser el centro.
Todas las enseñanzas de la Biblia (la ley y los profetas) se condensan en el mandamiento del amor, que encuentra, a su vez, en la regla de oro el modo eficaz de llevarlo a la práctica. Todo lo que el amor y los preceptos de Jesús exigen, hay que hacerlo a nuestros prójimos. En este sentido, la regla de oro es como la síntesis del sermón de la montaña.
La frase de Jesús sobre la puerta ancha y la estrecha hace referencia al medio para llegar a Dios y a su reino. Jesucristo es la puerta, el mediador entre Dios y nosotros. En Él tenemos acceso a la vida divina. Su palabra es la vía estrecha que conduce a su reino, meta de nuestro peregrinar en este mundo y realización plena de todas nuestras esperanzas. La puerta ancha y el camino amplio corresponden a nuestras falsas maneras de buscar la felicidad a impulsos únicamente de nuestras tendencias.
Pero si Jesús advierte que la puerta y el camino verdaderos son estrechos no lo hace para desanimarnos sino para estimularnos a empeñarnos más y tener cuidado. La puerta del reino es estrecha y la vía del seguimiento de Cristo angosta, pero nos dan acceso a la vida filial y fraterna, nos abren a la anchura y longitud, la altura y profundidad del amor (Ef 3, 18).
Puerta ancha es hacer lo que me da la gana sin mirar los efectos que ello puede tener en los demás y en mí mismo. Camino amplio es el de la búsqueda del propio amor, querer e interés, dando la espalda a las necesidades y angustias de los pobres. Puerta ancha es también la religión hecha de prácticas y obras que pueden ser sorprendentes – ¡puedo repartir mis bienes entre los pobres y aun dejarme quemar vivo!, dice San Pablo (1Cor 13, 2) –, pero que de nada valen porque no se hacen con verdadero amor ni conllevan la entrega de lo que Dios más quiere: el corazón del hombre. 
El cristianismo vivido en su radicalidad siempre nos va a parecer difícil. Hace falta empeño, sí, pero más importante es la apertura a la gracia, el caminar humildemente y confiar. 

lunes, 25 de junio de 2018

No juzguen y no serán juzgados (Mt 7, 1-5)

P. Carlos Cardó SJ
Condenación y salvación, óleo sobre lienzo de Lucas Cranach el Viejo (1529), Galería Nacional de Praga, Checoslovaquia
Jesús dijo a sus discípulos: «No juzguen, para no ser juzgados. Porque con el criterio con que ustedes juzguen se los juzgará, y la medida con que midan se usará para ustedes. ¿Por qué te fijas en la paja que está en el ojo de tu hermano y no adviertes la viga que está en el tuyo?  ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: 'Deja que te saque la paja de tu ojo', si hay una viga en el tuyo? ¡Hipócrita!, saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la paja del ojo de tu hermano».
En la base del consejo de Jesús de no juzgar al prójimo está el presupuesto de que no hay nadie sin defecto y todos, sin embargo, son mirados con misericordia por Dios. Así mira el Padre del cielo a sus hijos e hijas y por ello envió a su Hijo al mundo no para condenar sino para salvar. Por eso, porque Dios perdona siempre, porque es fiel hasta el fin a su ser padre, hay que aprender a perdonar. La condena del prójimo no debe salir nunca de la boca del cristiano porque Jesús nunca profirió amenazas ni condenó a nadie.
En efecto, juzgar a los demás es una contradicción. Traiciona el evangelio quien conoce sus valores pero, en vez de aplicárselos, los manipula para criticar, juzgar y condenar a otros. La moral, entonces, en vez de orientar la conducta causa daño, porque no se tienen en cuenta sus principios para regirse a sí mismo, sino para atacar al prójimo, vengarse, expresar celos y envidias, desahogar rencores y resentimientos.
¡Hipócrita, saca primero la viga de tu ojos y entonces podrás ver para sacar la paja del ojo de tu hermano! A la crítica y habladuría malsana, que enarbola la verdad y los valores morales para atacar a los demás hasta quitarles su honor, se debe imponer la autocrítica. Ella me hará descubrir mi falta de misericordia, librará mi ojo malo de la viga que lo ciega y me hará capaz de valorar al otro, acogerlo, dialogar y ayudarlo a sacar la paja que tiene en su ojo. Se trata de dejarle a Dios el puesto que le corresponde. No pretender sustituirlo, haciéndome juez de vivos y muertos.
Hipócrita no significa en primer lugar falsedad o mentira; hace referencia al personaje del teatro griego que respondía al coro. En el leguaje del evangelio es la pretensión del fariseo que busca su propia gloria, ambiciona los primeros lugares, ser el centro, y desde allí juzga y desprecia a los que considera pecadores. Pues bien, ante Dios todos somos pecadores y publicanos. 
Corregir al que yerra es una obra de misericordia; debe, por tanto, practicarse como tal, misericordiosamente, haciéndole sentir al otro que es aceptado por mí, así como yo soy aceptado a pesar de mis defectos. Sólo entonces la corrección es fraterna y puede ser eficaz. De lo contrario, puede degenerar en conflicto y endurecer más al otro en su error o mala conducta. La corrección fraterna es la que comienza por curar el propio ojo con que se ve, para poder ayudar sincera y misericordiosamente al prójimo en su curación.  Hay que erradicar primero de uno mis

sábado, 23 de junio de 2018

Homilía del XII Domingo del Tiempo Ordinario - Nacimiento de Juan Bautista (Lc 1, 57-66)

P. Carlos Cardó SJ
Imposición del nombre a Juan Bautista, témpera sobre madera de Fra Angelico (1428 – 1430), Museo Nacional de San Marcos, Florencia, Italia
Cuando llegó el tiempo en que Isabel debía ser madre, dio a luz un hijo. Al enterarse sus vecinos y parientes de la gran misericordia con que Dios la había tratado, se alegraban con ella. A los ocho días, se reunieron para circuncidar al niño, y querían llamarlo Zacarías, como su padre;  pero la madre dijo: "No, debe llamarse Juan". Ellos le decían: "No hay nadie en tu familia que lleve ese nombre". Entonces preguntaron por señas al padre qué nombre quería que le pusieran. Este pidió una pizarra y escribió: "Su nombre es Juan". Todos quedaron admirados. Y en ese mismo momento, Zacarías recuperó el habla y comenzó a alabar a Dios. Este acontecimiento produjo una gran impresión entre la gente de los alrededores, y era comentado en toda la región montañosa de Judea. Todos los que se enteraron guardaban este recuerdo en su corazón y se decían: "¿Qué llegará a ser este niño?". Porque la mano del Señor estaba con él. El niño iba creciendo y se fortalecía en su espíritu; y vivió en lugares desiertos hasta el día en que se manifestó a Israel.
Celebramos hoy la fiesta de Juan Bautista, el hombre para quien Jesús reservó el mayor de los elogios: Yo les digo que, entre los hijos de mujer, no hay nadie mayor que Juan. Generalmente la liturgia celebra la muerte de los santos –su nacimiento para el cielo, plenitud de su vida–, excepto en el caso de María y del Bautista, porque en su mismo nacimiento se manifestó ya la singular misión que les tocaría desempeñar en el plan de salvación.
La misión para la que nace este niño es lo que resalta San Lucas, y por ello se fija atentamente en la imposición del nombre. En las culturas antiguas tenía una importancia mayor que la que actualmente le damos. El nombre era siempre significativo. «Nomen est omen», (el nombre es presagio, pronóstico), decían los latinos. Y para los hebreos el nombre señalaba algún atributo de Dios que en la vida del recién nacido se iba a manifestar, o el significado de la misión que le tocaba desempeñar al niño.
Su nombre es Juan (Lc 1,63), dice Isabel. Y Zacarías, el padre, confirma ante de los parientes asombrados el nombre del hijo, escribiéndolo en una tablilla. El mismo Dios, por su ángel, había dado este nombre que significa «Dios es favorable». En la vida de Juan, precursor del Salvador, quedaría de manifiesto que es favorable a su pueblo: quiere que sea bendición para todas las naciones de la tierra, y es favorable a la humanidad entera y al mundo creado por él. Dios manifestará su favor conduciendo a la humanidad hacia la paz y la justicia. Todo esto se inscribe en el nombre Juan.
Según el testimonio de los evangelios, Juan se dedicará a preparar la venida del Enviado definitivo de Dios que hará de Israel luz para todas las naciones, para que la salvación que Dios quiere ofrecer a todos desborde los límites étnicos, sin dejar pueblo alguno en la sombra. Ese Enviado definitivo de Dios es Jesús, el Hijo amado. Juan lo reconocerá y se resistirá a administrarle el bautismo de penitencia que él ofrecía en el Jordán. Juan no dejará que le tomen por el Mesías, pues no se siente digno ni siquiera de desatarle las sandalias. Y, llegado el momento, no dudará en encaminar hacia él a sus mejores discípulos para que le tengan por el único maestro.
Es enorme la importancia de Juan en la manifestación de Jesús, y en la formación de la primera comunidad de los discípulos. Jesús dirá que de él se había escrito: he aquí que yo envío mi mensajero delante de ti.
También Zacarías, al circuncidarlo e imponerle nombre, cantó lleno de alegría: y tú, niño, serás llamado profeta del Altísimo, pues irás delante del Señor para preparar sus caminos y dar a su pueblo el conocimiento de la salvación... , por las entrañas de misericordia de nuestro Dios, que harán que nos visite una Luz de lo alto, a fin de iluminar a los que viven en tinieblas y sombras de muerte y guiar nuestros pasos por el camino de la paz.
Juan, elegido para preparar la venida inminente del Salvador, responde a la elección divina con una generosidad digna de ella. Salido de la niñez se retira al desierto, viste y come con austeridad, hasta que Dios le mueve a urgir a Israel con el mensaje de Isaías: Preparen el camino del Señor, enderecen sus sendas; todo barranco será rellenado, todo monte y colina será rebajado, lo tortuoso será recto y las asperezas serán caminos llanos. Y todos verán la salvación de Dios.
Juan se encara e interpela a toda clase de gentes: recaudadores de impuestos y soldados, escribas y fariseos, y hasta al mismo Herodes. Sus gestos y palabras tenían tal calidad profética que Jesús mismo preguntará a los que habían ido a escuchar a Juan: «¿Qué salieron a ver en el desierto? ¿Una caña agitada por el viento? ¿Qué salieron a ver, si no? ¿A un profeta? Sí, les digo, y más que un profeta. En verdad les digo que no ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista»
Juan fue testigo de Jesús con su vida y con su muerte. Su celo por el reino de Dios y su libertad de palabra motivó que el tetrarca Herodes Antipas lo hiciera decapitar para acallarlo. Juan nos enseña hasta dónde puede llegar la honestidad y autenticidad de vida, el vivir para Cristo, el no doblegarse ante ningún riesgo cuando se trata de defender la verdad.

No se preocupen por el mañana (Mt 6, 24-34)

P. Carlos Cardó SJ

Cosechadoras en descanso, óleo sobre lienzo de Jean François Millet (1850), Museo de Bellas Artes de Boston, Estados Unidos
Dijo Jesús a sus discípulos: «Nadie puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro, o bien, se interesará por el primero y menospreciará al segundo. No se puede servir a Dios y al Dinero. Por eso les digo: No se inquieten por su vida, pensando qué van a comer, ni por su cuerpo, pensando con qué se van a vestir. ¿No vale acaso más la vida que la comida y el cuerpo más que el vestido? Miren los pájaros del cielo: ellos no siembran ni cosechan, ni acumulan en graneros, y sin embargo, el Padre que está en el cielo los alimenta. ¿No valen ustedes acaso más que ellos? ¿Quién de ustedes, por mucho que se inquiete, puede añadir un solo instante al tiempo de su vida? ¿Y por qué se inquietan por el vestido? Miren los lirios del campo, cómo van creciendo sin fatigarse ni tejer. Yo les aseguro que ni Salomón, en el esplendor de su gloria, se vistió como uno de ellos. Si Dios viste así la hierba de los campos, que hoy existe y mañana será echada al fuego, ¡cuánto más hará por ustedes, hombres de poca fe!  No se inquieten entonces, diciendo: '¿Qué comeremos, qué beberemos, o con qué nos vestiremos?'. Son los paganos los que van detrás de estas cosas. El Padre que está en el cielo sabe bien que ustedes las necesitan. Busquen primero el Reino y su justicia, y todo lo demás se les dará por añadidura. No se inquieten por el día de mañana; el mañana se inquietará por sí mismo. A cada día le basta su aflicción». 
No se puede servir a Dios y al dinero, dice Jesús tajantemente. Cuando se ambiciona el dinero o los bienes materiales como si fueran lo más importante en la vida, los valores superiores dejan de interesar al hombre y se supeditan a la obtención de la mayor riqueza.
Si servimos a Dios nos hacemos libres y ganamos la vida eterna, que se anticipa en el sentimiento de paz, alegría y satisfacción profunda que el Espíritu de Dios comunica. En cambio cuando se sirve al dinero, Dios pasa a un segundo plano, el rico cree que ya no lo necesita, porque todo pretende resolverlo con el dinero, pero queda encerrado en su propio egoísmo, sin amor y generosidad, inquieto por aumentar la ganancia, frustrado por lo que el dinero no puede darle, insensible ante la necesidad o el dolor ajeno, volviéndose frío y calculador, capaz de manipular y doblegar, de sospechar de los demás y tratarlos con espíritu de competencia, sin mansedumbre ni dominio de sí.
No se inquieten, no anden preocupados, dice Jesús. Cualquiera que sea la necesidad por la que estén pasando, han de procurar poner su vida en las manos de Dios y liberarse de la angustia que absorbe energías y quita vida en vez de darla. Detrás del ansia y la angustia por resolver las necesidades cotidianas está el miedo a la falta de lo necesario, reflejo del miedo a la muerte. La confianza en Dios libera de este miedo. Dios es el único que nos garantiza la vida, Él nos la da y la alimenta. Andar ansiosos significa ignorar la presencia providente de Dios, que sabe lo que necesitamos.
Pero Jesús no hace el elogio de la pasividad, ni de la pereza y holgazanería. San Pablo dirá: El que no quiera trabajar, que no coma (2 Tes 3,10). Jesús no contrapone a la responsabilidad en el trabajo una vida inactiva y pasiva. Él dice: No hagan del trabajo un ídolo que les quite el respiro. Hay que trabajar con dedicación, pero sin ansiedades. “El trabajo hay que hacerlo, las preocupaciones hay que quitarlas” (San Jerónimo). Es el pensamiento, según algunos, característico de la espiritualidad apostólica de San Ignacio, a quien se le atribuye esta máxima: “Obra como si todo dependiese de ti y no de Dios, pero confía como si todo dependiese de Dios y no de ti”.
Por consiguiente, en la base de nuestro empeño responsable en el trabajo, que muchas veces puede resultar duro y fatigoso, ha de mantenerse la actitud interior de libertad y confianza.
Actitud de libertad para no dejarnos esclavizar ni mecanizar por el trabajo, para no incurrir en la adicción al trabajo —que disfraza muchas veces una verdadera evasión de problemas no enfrentados— o una búsqueda de satisfacción de carencias inconscientes que han de ser resueltas de otra manera, o asumidas con realismo y serenidad. Y actitud de confianza también: porque quien se hace esclavo del trabajo sólo confía en sí mismo, piensa que todo depende de él y se vuelve un desconfiado, un hombre de poca fe.
No se preocupen del mañana, que el mañana traerá su propia preocupación. Bástale a cada día su propia inquietud, dice Jesús. Y el poeta Paul Claudel añadía: “El mañana traerá consigo su propia labor y su propia gracia”.
En la perspectiva del Reino la finalidad no es el tener sino el ser, no el acumular sino el compartir, no el dominar sino el concertar. Así mismo, el trabajo no es un fin en sí mismo, ni se ha de apreciar únicamente por su función económica o su fuerza productiva, sino por su sentido y orientación en favor de la vida humana. Por el trabajo, el hombre se trasciende a sí mismo, cultiva el mundo, lo humaniza, hace cultura, y se hace él mismo co-creador, continuador de la obra de Dios.
Pero en la sociedad actual “eficacia, productividad y rentabilidad” son las palabras claves del éxito. Vale aquello que produce dinero. Obviamente sería absurdo desconocer la necesidad y deber social de producir bienes para poder asegurar a todos los seres humanos una vida digna, razón y meta de una economía verdaderamente humana. Pero aún desde el punto de vista moderno de la economía, hoy el descanso es una exigencia ineludible para el funcionamiento eficiente de una empresa bien administrada. 
A esto debemos añadir, desde el punto de vista espiritual, que en una sociedad que nos enferma de estrés y deshumaniza con la sobreexigencia y la competitividad, es imprescindible redescubrir  el valor de lo gratuito, la ascesis del tiempo “perdido”, en el que no se produce directamente un beneficio económico, pero uno disfruta y cultiva lo que más vale en la vida: la propia interioridad, el trato con los seres queridos y con Dios. 

viernes, 22 de junio de 2018

No amontonen tesoros (Mt 6, 19-23)

P. Carlos Cardó SJ
El avaro, óleo sobre lienzo de Lajos Bruck (Siglo XIX), colección privada
Jesús dijo a sus discípulos: «No acumulen tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los consumen, y los ladrones perforan las paredes y los roban. Acumulen, en cambio, tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que los consuma, ni ladrones que perforen y roben. Allí donde esté tu tesoro, estará también tu corazón. La lámpara del cuerpo es el ojo. Si el ojo está sano, todo el cuerpo estará iluminado. Pero si el ojo está enfermo, todo el cuerpo estará en tinieblas. Si la luz que hay en ti se oscurece, ¡cuánta oscuridad habrá!»
No amontonen tesoros en esta tierraAmontonar se opone a compartir. Amontonar en la tierra es caduco. Amontonen tesoros en el cielo significa actúen con los valores que no perecen, mirando siempre a Dios. No significa despreciar los bienes como si fueran malos ni descuidar el dinero. Significa usar los bienes materiales con la libertad de poder dejarlos cuando convenga. Es no depender del dinero ni poner toda la seguridad en él. Los bienes son medios, no absolutos. Pero hay una tendencia idolátrica en el hombre, que le lleva a sobrevalorar tanto las cosas, que termina sometiéndose a ellas como a ídolos. Jesús inculca la buena disposición para compartir. Sin ella, los bienes dividen a los hermanos y se ofende al plan del Creador.
Con el dinero, medio necesario para sostener la vida, podemos hacer el bien o podemos hacer el mal. El dinero es malo cuando se adquiere injusta o inicuamente, cuando se emplea para fines malos o se acumula para el disfrute egoísta, sin tener en cuenta la suerte de aquellos que podrían beneficiarse también con él. La acumulación egoísta, abusiva e improductiva es contraria a la voluntad de Dios. Hay que administrar el dinero conforme a la voluntad de Dios.
Así, mientras el rico egoísta se llena de enemigos, quien administra bien sus bienes para que sirvan al desarrollo de su pueblo, para que den trabajo a la gente y para resolver las necesidades de los pobres, esa persona es justa, se gana multitud de amigos y se le recordará por todo el bien que ha hecho.
Tesoro en el cielo. Los judíos evitaban nombrar a Dios; preferían decir “cielo” para referirse a él; por eso, “tesoro en el cielo” quiere decir: Dios será tu tesoro. El verdadero tesoro no es lo que tienes, sino lo que das y compartes. Quien da al pobre le hace un préstamo a Dios (Prov 19, 17). Los bienes y, más concretamente, el dinero, son medios que han de ser utilizados para fines buenos. Y la Iglesia, basada en la Escritura, siempre ha afirmado y defendido la finalidad social de los bienes creados.
La persona justa y sabia se preocupa por adquirir los tesoros del cielo. Consciente de que aquello que se valora como el tesoro cautiva al corazón y se convierte en la motivación más profunda y dominante, se preocupará por poner a Dios por encima de todo y por guiarse en todos sus actos por la obediencia a la voluntad del Padre del cielo.
Lámpara de tu cuerpo es el ojo. De dentro de la persona, de su corazón, salen las buenas intenciones, afectos y motivaciones que orientan la conducta. Si el ojo es puro, la persona mira, aprecia y busca lo bueno; sus juicios son justos. Si tu ojo está enfermo por la envidia, el doblez y la mala intención, tus decisiones serán malas o erróneas. 
El ojo sano refleja la luz de Dios, es iluminado por el Espíritu, cuyos efectos los distingue la persona porque generan en ella: amor, alegría, paz, tolerancia, amabilidad, bondad, fe, mansedumbre y dominio de sí (Gal 5, 22). Cuando las intenciones del corazón son malas, y la luz interior de la persona se apaga, se oscurece su modo de ver las cosas, de pensar, valorar, obrar. ¡Qué grande será su oscuridad!,  dice Jesús. Las malas intenciones le llevarán a decisiones y comportamientos erróneos, que no reflejarán amor a los demás ni búsqueda del bien común. 

jueves, 21 de junio de 2018

La verdadera oración (Mt 6, 7-15)

P. Carlos Cardó SJ
Comunión de los apóstoles, témpera y óleo sobre tabla de Justus van Gent (1473 - 1474), Galería Nacional de las Marcas, Urbino, Italia
Jesús dijo a sus discípulos: «Cuando oren, no hablen mucho, como hacen los paganos: ellos creen que por mucho hablar serán escuchados. No hagan como ellos, porque el Padre que está en el cielo sabe bien qué es lo que les hace falta, antes de que se lo pidan. Ustedes oren de esta manera:Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre, que venga tu Reino, que se haga tu voluntad en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día. Perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido. No nos dejes caer en la tentación, sino líbranos del mal. Si perdonan sus faltas a los demás, el Padre que está en el cielo también los perdonará a ustedes. Pero si no perdonan a los demás, tampoco el Padre los perdonará a ustedes».
Al orar no hablen mucho, dice Jesús a sus discípulos, porque su Padre sabe lo que ustedes necesitan antes de que se lo pidan. Recomienda también orar en la habitación con la puerta cerrada para no ser vistos (Mt 6, 6). Pero no se trata de un encuentro con dos personas solitarias. El Señor siempre es Trinidad, comunidad de personas; y nosotros siempre somos también comunidad, Iglesia, mundo. Por eso, las tres primeras peticiones del Padrenuestro se refieren al Padre celestial aquí en la tierra, y las otras cuatro a la necesidad que tenemos de sus dones para vivir como hijos suyos y hermanos.
Padre. Poder decir a Dios Abba es el gran don de Jesús. Al hacerlo, nos afirmarnos como hijos e hijas suyos, creados por amor, amados por sí mismos; más aún, amados con el amor que el Padre tiene por su Hijo. Quien, movido por el Espíritu de Jesús, se atreve a decir Abba a Dios, experimenta el amor que Dios le tiene: un amor misericordioso y propicio, que estará siempre con él; y esta experiencia afirmará su vida para siempre con una confianza básica que le hará capaz de decir en cualquier circunstancia: ¿Quién nos separará del amor de Cristo? (Rom 8, 32ss).
Santificado sea tu nombre. Significa darle a Dios en la vida el lugar central que se merece. Jesús santificó su Nombre. Padre, yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo daré a conocer, para que el amor con que me has amado esté en ellos y yo en ellos (Jn 17,26). Santificamos el nombre de Dios cuando nos rendimos a Él sin miedo a nuestras limitaciones ni a la muerte. Santificamos su nombre cuando reconocemos como un don de su paternidad lo que somos y tenemos. Quien no reconoce la paternidad de Dios pretende hacerse padre de sí mismo, y busca sólo su propia gloria. De esta ignorancia, raíz del pecado, nace el orgullo y la ambición, que nos aleja de Él, nos divide y destruye la creación.
Venga tu reino. Es la gran promesa de Dios, término seguro de la historia humana. Es la soberanía de Dios que trae consigo el triunfo de la verdad y de la vida, de la santidad y de la gracia, de la justicia, el amor y la paz en toda la creación. El reino “ha llegado” en Jesús para cuantos se conviertan y crean en el evangelio; y “vendrá” finalmente en su plenitud para revelar la gloria de su amor salvador. Está entre nosotros oculto como la semilla sembrada que crece y se hace un árbol (Lc 13,18s). Y es, en definitiva, Jesucristo resucitado, que vuelve de la misma manera como se le vio marcharse (Hech 1, 11). Nos toca pedirlo, buscarlo, acogerlo (Lc 18,17). La invocación apresura su venida mucho más que cualquier otra obra humana.
Hágase tu voluntad. Su voluntad es el amor fraterno, la construcción de la fraternidad. Ahí es donde se cumple toda justicia y se participa de su santidad. La voluntad de Dios no puede ser sino el bien para sus hijos. Jesús la cumple porque entrega su vida por los hermanos. En el cielo, la voluntad divina se cumple por el amor que existe entre el Padre y el Hijo; en la tierra, por el Espíritu que nos hace vivir como hermanos y hermanas, partícipes del amor de Dios.
 Danos hoy nuestro pan. El pan es vida. Así como la vida biológica sirve para la vida eterna, el pan material sirve para el espiritual, que es la Palabra y la Eucaristía. Ambos panes pedimos y no por separado, sino en continuidad uno y otro. Por el pan material no debemos inquietarnos, pues el Padre sabe lo que necesitamos (Lc 12, 22-31). Quien tiene el pan espiritual, trabaja, recibe y comparte. Pedir el pan no significa forzar la mano de Dios, obligarlo; es reconocerlo como el principio de la propia vida y no vivir con el miedo a la muerte. Y es el pan nuestro, no mi pan, porque lo que Dios da se comparte. Si no es pan nuestro, si no se comparte, genera división. Quien no comparte no ve en el prójimo a un hermano y, por tanto, no tiene derecho a llamar Padre a Dios.
Perdónanos nuestros pecados. El pan de la vida es el amor que Dios da (por gracia) a todos, incluso al que ha pecado. Per-donar es la acción intensa y completa del donar. Es regalar o ceder voluntaria y gratuitamente. Jurídicamente los latinos llamaban perdón a la acción del acreedor de ceder definitivamente al deudor aquello que le debía. Es lo que hace Dios con nosotros y, al hacerlo, nos hace capaces de perdonarnos. Porque somos perdonados, también perdonamos. El cristiano no es justo sino justificado; no es perfecto sino misericordioso; no es santo sino favorecido con la gracia del único Santo que es Dios; no es fuerte contra el mal sino compasivo con el que ha caído. Por eso no condena, sino perdona. 
No nos dejes caer en tentación. No pedimos que nos libre de la prueba –componente de la vida temporal–, sino que nos proteja para no sucumbir. La tentación viene de mis debilidades y del miedo a la necesidad que se alía con el egoísmo. Pero “Dios es fiel y no permitirá que sean tentados por encima de sus fuerzas, antes bien con la tentación recibirán fuerzas suficientes para superarla” (1 Cor 10,13). La gran tentación es la pérdida de confianza en el Padre, que nos arranca del amor de Dios. Pero “esta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe” (1 Jn 5,4).