jueves, 17 de mayo de 2018

Que todos sean uno (Jn 17, 20-26)

P. Carlos Cardó SJ
Adoración de la Trinidad (o Retablo de Todos los Santos), temple y óleo sobre madera de Alberto Durero (1511), Museo de Historia del Arte, Viena, Austria
Jesús levantó los ojos al cielo y oró diciendo: "Padre santo, no ruego solamente por ellos, sino también por los que, gracias a su palabra, creerán en mí. Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno -yo en ellos y tú en mí- para que sean perfectamente uno y el mundo conozca que tú me has enviado, y que yo los amé cómo tú me amaste. Padre, quiero que los que tú me diste estén conmigo donde yo esté, para que contemplen la gloria que me has dado, porque ya me amabas antes de la creación del mundo. Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te conocí, y ellos reconocieron que tú me enviaste. Les di a conocer tu Nombre, y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me amaste esté en ellos, y yo también esté en ellos".
El tema dominante de la oración sacerdotal de Jesús en su última cena es el tema de unidad, que corresponde a la gloria del Hijo reflejada en la Iglesia. La vida de la Iglesia ha de reflejar el misterio de donación y comunión que constituye la unidad del Dios Trinidad, concretamente el amor del Padre, la obediencia y entrega del Hijo y la comunión del Espíritu Santo.
A la Iglesia, comunidad formada por los discípulos de Jesús y por los que creerán en Él por el testimonio y la predicación  de ellos, Jesús le ha hecho participar de la gloria que ha recibido del Padre. En su cena, pide para que puedan contemplar esa gloria en toda su plenitud cuando estén todos reunidos con Él junto al Padre.
Sabemos ya que la gloria que Cristo ha recibido del Padre y desea para su Iglesia no tiene nada que ver con el triunfalismo. Consiste en la manifestación victoriosa del amor que sirve, se entrega y salva; del amor que, en definitiva, constituye el ser mismo de Dios. Jesús no retiene para sí la gloria, la prodiga en el amor con que procura el bien de los demás, sana sus dolencias, los libera de toda opresión y les da vida eterna. Esa es la gloria que da a sus discípulos y que ellos deberán transparentar en un amor mutuo semejante al suyo.
Se entiende, entonces, que la práctica del amor que sirve y se entrega (el mandamiento del Señor) es lo que les ha de mantener unidos, pues en eso consiste la unidad verdadera de los que son de Cristo. Yo les he dado la gloria que tú me diste, de modo que puedan ser uno, como nosotros somos uno.
La Iglesia está fundada para reproducir y hacer presente en la historia la obediencia de Jesucristo al Padre, por la cual no vivió para sí, no vino a ser servido sino a servir y dio su vida. En el ejercicio de su misión, la Iglesia ha de reproducir ese mismo dinamismo de amor, entrega y servicio que en la persona y actuación de Jesús aparece como la gloria que ha recibido de su Padre. Por consiguiente, el éxito de la labor evangelizadora de la Iglesia no reside en la grandeza de sus instituciones y de sus obras, sino en su capacidad de hacer sentir a la gente el amor con que Jesús amó a su Padre y a sus hermanos.
La unidad es don de Dios, por eso Jesús la pide para nosotros. La división, en cambio, es obra del pecado. La unión que hay entre el Padre y el Hijo es fuente de la unión en la comunidad de los cristianos y modelo que deben procurar imitar. En la vida trinitaria, las tres personas divinas, manteniendo sus características y funciones propias, forman un solo ser divino. En la comunidad cristiana no se puede buscar una unidad en la uniformidad, sino en el respeto de la diversidad, que es riqueza de la misma Iglesia.
Hay además un dinamismo de presente y un futuro, de realidad a la vez actual y por venir, en la manifestación de la gloria y en la formación de la unidad. Jesucristo había recibido la gloria que el Padre le había dado porque lo había amado desde antes de la creación del mundo; no obstante, esperaba ser glorificado en la hora de su muerte y resurrección. 
De modo semejante, la unidad de la Iglesia –en la que se muestra la gloria de Cristo– es una realidad actual, transmitida por Él mismo, pero su plena realización es objeto de esperanza porque todavía no se ha realizado. Cuando Cristo sea todo en todos y seamos congregados por Él en su reino, entonces se alcanzará la unidad perfecta. Mientras tanto, la unidad de los cristianos es una tarea y anhelo continuo pues tiene que ser visible para que el mundo crea.

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