sábado, 12 de mayo de 2018

El Padre los ama (Jn 16, 23-28)

P. Carlos Cardó SJ
Detalle de Dios Padre en La Creación de Adán, fresco de Miguel Ángel (1510), Capilla Sixtina, El Vaticano
Aquel día no me harán más preguntas. Les aseguro que todo lo que pidan al Padre, él se lo concederá en mi Nombre. Hasta ahora, no han pedido nada en mi Nombre. Pidan y recibirán, y tendrán una alegría que será perfecta. Les he dicho todo esto por medio de parábolas. Llega la hora en que ya no les hablaré por medio de parábolas, sino que les hablaré claramente del Padre. Aquel día ustedes pedirán en mi Nombre; y no será necesario que yo ruegue al Padre por ustedes, ya que él mismo los ama, porque ustedes me aman y han creído que yo vengo de Dios. Salí del Padre y vine al mundo. Ahora dejo el mundo y voy al Padre".
En su despedida, Jesús habla de la alegría que quiere dar a sus discípulos como fruto de su triunfo en la cruz y resurrección. Quiere hacerles ver que su fe en Él los hará capaces de vivir en una alegría constante, que supera la que pueden obtener de sus bienes propios y de sus éxitos personales, y les hará mantener la esperanza a pesar de las pruebas y dificultades de la vida.
La alegría no es un componente secundario o accidental de la vida cristiana, sino un estado continuo en el que debe vivir el cristiano y no debe perder. Por eso mismo, no se trata de cualquier alegría. No puede darse sin la libertad propia de las personas, hijos e hijos de Dios, sin la paz que es fruto de la justicia en las relaciones humanas en sociedad, sin la fraternidad que expresa el amor mutuo y la igualdad esencial de todas las personas, y sin la comunión con Dios, cuyo rostro se busca en la oración cotidiana y su presencia se experimenta por la fe. No es, por tanto, una alegría barata y fácil.
Los tiempos que vivimos, al igual que los de Jesús, ponen ante nuestros ojos, y muchas veces nos hacen vivir en carne propia, mil formas distintas de falta de libertad, paz, fraternidad y sentido religioso. La alegría de que Jesús habla no puede pasar por encima de nuestra dolorosa realidad. Tiene que ir por tanto en la línea de lo que Dios nos comunica para que podamos afirmar nuestra libertad y dignidad de hijos suyos que ningún abuso ni opresión pueden destruir, que nos capacita para construir la paz que el Espíritu infunde en nuestros corazones y debemos establecer en el mundo con la justicia, que nos hace estrechar los vínculos de la fraternidad, que es la forma más humana de vivir en sociedad y que nos inspira el sentido de Dios que nos hace trascender las realidades puramente temporales.
Los evangelios no se escribieron en circunstancias felices. El evangelio de Juan, concretamente, surgió en una comunidad que había ya experimentado las persecuciones con que se quiso destruir desde sus inicios la fe cristiana. Jesús mismo habla de la alegría en su cena de despedida, cuando sabe ya que le espera la cruz.
Tampoco las más bellas páginas de la Biblia sobre la alegría, la esperanza y la realización del anhelo del hombre fueron escritas en los tiempos de prosperidad de Israel, sino en tiempos de sus mayores crisis. Los profetas enseñaron al pueblo a afirmarse en la esperanza cuando más desesperado estaba en el exilio.
Y siempre, la razón fundamental por la que se puede conservar la alegría del corazón en cualquier circunstancia la da San Pablo: Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? (Rom 8, 31).
Por consiguiente, no es que el dolor cause alegría –obviamente eso no se puede decir–, ni que sea bueno soñar en una existencia sin cruz, sin sufrimientos y penas. La alegría surge cuando, por la fe, se asume el dolor no como una fatalidad, sino como ocasión para sentir la presencia solidaria de Jesús, que llena con su amor todo el abatimiento y consternación que produce.
Las pruebas y sufrimientos inherentes a la existencia terrena se aprecian así ya no de manera puramente resignada y pasiva sino como oportunidad para que nazca algo nuevo cargado de sentido. Es el significado de la imagen de la parturienta que sabe que sus dolores anteceden a la alegría por el nacimiento del niño.
Jesús hace ver también que la alegría verdadera es un don de lo alto. No es alegría completa ni duradera la que se busca alcanzar a fuerza de ganar más y más dinero ni lograr éxitos según el mundo. La alegría verdadera es la que proviene de lo que Dios hace en nuestro favor. Se trata, por tanto, de poner como fundamento de nuestra dicha y felicidad la fidelidad del amor de Dios, que nos asegura siempre con su presencia providente a nuestro lado en medio de las vicisitudes de la historia, el poder de su resurrección sobre la maldad del mundo y aun de nuestros propios errores y pecado. De todo esto saldremos triunfantes gracias a aquel que nos amó (Rom 8, 37). 
Finalmente, el tiempo que transcurre entre la partida del Señor y su retorno queda designado por Jesús como el tiempo de la esperanza que se alimenta con la oración confiada y eficaz. En ese día, es decir, en el tiempo de su presencia resucitada, en el día del Señor en que vivimos, ya no tendrán necesidad de preguntarme (pedirme) nada. Les aseguro que el Padre les concederá todo.

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