miércoles, 18 de abril de 2018

Quien me come no tendrá hambre (Jn 6, 35-40)

P. Carlos Cardó SJ
El pan de vida, acrílico sobre tela de Hermel Alejandre (2015), Facultad de Ciencias Aplicadas y Tecnología de Bicol, Naga City, Filipinas
Jesús dijo a la gente: "Yo soy el pan de Vida. El que viene a mí jamás tendrá hambre; el que cree en mí jamás tendrá sed. Pero ya les he dicho: ustedes me han visto y sin embargo no creen.  Todo lo que me da el Padre viene a mí, y al que venga a mí yo no lo rechazaré, porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la de aquel que me envió. La voluntad del que me ha enviado es que yo no pierda nada de lo que él me dio, sino que lo resucite en el último día. Esta es la voluntad de mi Padre: que el que ve al Hijo y cree en él, tenga Vida eterna y que yo lo resucite en el último día". 
Continúa el discurso de Jesús sobre el pan de vida. De todos los símbolos con que ha querido identificar lo que es y la obra que realiza (la vid, la luz, el camino, la puerta, el pastor…), el pan es el que mejor lo designa como fuerza de vida inagotable, Dios que se entrega y se une íntimamente con quien lo acoge. El pan es símbolo de la vida; así como la falta de pan, el hambre, significa muerte.
Jesús es el pan que el Padre da para que, quien lo coma, tenga su vida y esté unido a Él para siempre. Esta misión de ser pan que se entrega, Jesús la acepta y la vive hasta el extremo de dar su propia vida en sacrificio para vencer la muerte con su resurrección.
Todas las características del pan se realizan en Él: es don del cielo y fruto de la tierra, humilde y disponible a la vez que, sabroso y necesario, da fuerza a quien lo asimila y crea unión entre quienes lo comparten. Pan que ha bajado del cielo, Jesús es Dios que desciende para dar su vida a sus hijos. Por eso, quien se adhiere a Él y hace suyo su modo de ser por medio de la fe, vive ya la vida que durará para siempre.
Los judíos se niegan a aceptar su mensaje porque no comprenden cómo puede un hombre dar a comer su carne. Interpretan mal –quizá maliciosamente– las expresiones de Jesús: comer carne, beber sangre, y reaccionan escandalizados. Con su ejemplo de vida, Él mismo nos demuestra que nunca somos más nosotros mismos, que cuando nos hacemos disponibles para el servicio de nuestros prójimos; entonces nos volvemos como Él, pan para la vida del mundo.
La acogida de Jesús por medio de la fe se asemeja a un ir a Él, dejar la ubicación en que uno se encuentra para trasladarse a donde Él está. Más adelante, en el mismo evangelio de Juan, Jesús hablará de esto como permanecer y  habitar en Él y Él en nosotros. La fe genera un movimiento de salida que lleva a situarse en otro nivel de existencia, el nivel propio del Hijo.
En ese nuevo ámbito de la existencia ya no se necesita buscar otros panes para vivir, otro alimento para lograr y sostener una vida plena, realizada y feliz. No tendrá más hambre… no tendrá más sed. Con su contenido simbólico, los términos “hambre” y “sed” son de una fuerza sugestiva verdaderamente inagotable.
El “hambre” designa toda necesidad vital, todo cuanto la persona humana aspira poder realizar para vivir una vida plena y feliz. Eso sólo lo puede dar Dios que, con su sabiduría, infunde incluso el conocimiento inagotable de la verdad: Los que me comen tendrán más hambre, los que me beben tendrán más sed (Eclo 24,21).
La “sed”, por su parte, designa en la Biblia el anhelo de Dios. La sed de los animales que buscan agua se hace imagen del anhelo del orante, que tiene sed de Dios: Como suspira la cierva por corrientes de agua, así mi alma suspira por ti, Dios mío (Sal 42, 2s).
La determinación de Jesús de dar su vida a todo aquel que lo acoja y no dejar a nadie fuera, corresponde a la voluntad salvadora del Padre, que no quiere que ninguno de sus hijos se pierda. Todos los que el Padre me dio vendrán a mí. Y yo no rechazaré nunca al que venga a mí. No dejará que se pierda ninguno de sus hermanos que creen a Él, porque el Padre se los ha dado.
Es la base de nuestra más honda confianza: pertenecemos a Cristo, el Padre nos lo ha dado a Él y Él da su vida por nosotros. Hemos sido, pues, destinados al Hijo, predestinados, y este es el sentido y dirección de nuestra vida: ir al Hijo, identificarnos con Él, hasta que Él se reproduzca en nosotros.
San Pablo dirá: Nos predestinó por decisión gratuita de su voluntad, a ser sus hijos de adopción por medio de Jesucristo (Ef 1,5)... a reproducir la imagen de su Hijo para que también fuera él el primogénito entre muchos hermanos (Rom 8,29s). 
Cristo, Hijo de Dios, restituye en el hombre la imagen de Dios perdida por la culpa y lo hace imprimiéndole la imagen perfecta de hijo de Dios, con derecho a la gloria. Esta gloria, que en Juan es la propia del Hijo unigénito del Padre lleno de gracia y de verdad (In 1, 14), reviste cada vez más al cristiano, hasta el día en que todo Él, espíritu y cuerpo, resplandezca con la imagen del hombre celeste (1Cor 15, 49). Es lo que obtendrá Cristo para cada uno de nosotros: Lo resucitaré. 

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