lunes, 30 de abril de 2018

Lo amaré y me manifestaré a él (Jn 14 , 21-26)

P. Carlos Cardó SJ
Cristo se despide María, óleo sobre lienzo de Lorenzo Lotto (1521), Pinacoteca de Berlín, Alemania
Jesús dijo a sus discípulos: «El que recibe mis mandamientos y los cumple, ese es el que me ama; y el que me ama será amado por mi Padre, y yo lo amaré y me manifestaré a él». Judas -no el Iscariote- le dijo: "Señor, ¿por qué te vas a manifestar a nosotros y no al mundo?".  Jesús le respondió: «El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él. El que no me ama no es fiel a mis palabras. La palabra que ustedes oyeron no es mía, sino del Padre que me envió. Yo les digo estas cosas mientras permanezco con ustedes. Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, les enseñará todo y les recordará lo que les he dicho.»
La piedra de toque del verdadero amor a Jesucristo es la práctica de sus normas de vida, que se condensan en su mandamiento supremo del amor. Este es mi mandamiento: ámense los unos a los otros como yo los he amado (Jn 13, 34).  Donde hay amor, allí se manifiesta Dios, actúa el Espiritu Santo y uno se encuentra con Jesucristo.
Me manifestaré a él, dice Jesús, que en el evangelio de San Juan significa hacerse presente de manera creíble y convincente. Por eso, el cristiano sabe que nunca puede estar más seguro de la presencia de Dios en su vida, que cuando ama de verdad y adopta, en obediencia e Él, su actitud más característica de en todo amar y servir. Además, sabemos que esto es la esencia de la eucaristía –sacramento de su presencia real– pues no hay eucaristía sin amor fraterno.
Jesús ya se ha manifestado y les promete a sus discípulos que se les manifestará aun después de su partida, pero la intervención intempestiva de Judas (no el Iscariote) hace ver que hasta el final, aun en la cena de despedida del Señor, ellos seguían aguardando otra manifestación pública y grandiosa de Jesús como mesías en gloria y poder según el mundo.
Jesús, en cambio, les habla de una manifestación suya sencilla y humilde en el amor que se le tenga a Él y a sus hermanos y hermanas. Ellos tendrán que aprender esto pues es lo que los diferencia del mundo, que se queda sin ver ni conocer a Jesús. El mundo lo vio pero no lo conoció. Ellos lo han visto y, por haber creído, serán capaces de experimentar que el Señor se va pero permanece con ellos y en ellos.
En el contexto de su despedida, Jesús les promete a sus discípulos el envío del Espíritu Santo Consolador, por medio del cual mantendrá su presencia y su obrar en  la Iglesia. Consignando estas frases de Jesús, el evangelista San Juan hace ver que gracias al mismo Espíritu es como se ha podido mantener viva la memoria del Señor y la transmisión de su vida y de su evangelio. Tuvo, pues, que marcharse Jesús, por así decir, para que los discípulos pudiesen “releer” las historia de Jesús y abrir los ojos a la revelación del Dios encarnado que en ella se les había ofrecido.
El Espíritu recibe el calificativo de Paráclito, consolador y abogado. Es término usado por Juan proviene del vocabulario jurídico y designa al que defiende al que comparece ante un tribunal. En el mundo judío, el término se usó para designar los intercesores que abogan en favor de los justos ante el tribunal de Dios: la ley, los ángeles, las obras buenas… Pero en el evangelio de Juan, el Espíritu es paráclito porque asiste y acompaña siempre al creyente. 
Finalmente, hay una distinción entre la enseñanza impartida por Jesús y el recuerdo y explicación que hará el Espíritu Santo. Es la distinción entre el tiempo de Jesús de Nazaret y el tiempo de la Iglesia, pero ambos están en conexión de mutua referencia. La enseñanza del Espíritu será la de Jesús. El recuerdo que suscitará en los fieles no será un simple memorizar o repetir, sino una memoria vida, que promueve un conocimiento creciente, una comprensión  siempre nueva.

domingo, 29 de abril de 2018

Homilía del V Domingo de Pascua - La vid y los sarmientos (Jn 15, 5-17)

P. Carlos Cardó SJ
Yo soy la vid, ícono ortodoxo del siglo XVI de autor anónimo, Museo Bizantino de Atenas, Grecia
Jesús dijo a sus discípulos: «Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el viñador. El corta todos mis sarmientos que no dan fruto; al que da fruto, lo poda para que dé más todavía. Ustedes ya están limpios por la palabra que yo les anuncié. Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes. Así como el sarmiento no puede dar fruto si no permanece en la vid, tampoco ustedes, si no permanecen en mí. Yo soy la vid, ustedes los sarmientos. El que permanece en mí, y yo en él, da mucho fruto, porque separados de mí, nada pueden hacer. Pero el que no permanece en mí, es como el sarmiento que se tira y se seca; después se recoge, se arroja al fuego y arde.  Si ustedes permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y lo obtendrán. La gloria de mi Padre consiste en que ustedes den fruto abundante, y así sean mis discípulos.»
La alegoría de la vid estaba ya en algunos textos proféticos del Antiguo Testamento,  concretamente en la canción de la viña de Is 5,1-7 y en la parábola de la vid de Ez 15,1-8, pero en ellos la vid aludía al pueblo de Israel. Aquí, en cambio, Jesús se aplica el símbolo de la vid para hacer referencia al misterio de su persona y a la relación que ha de tener con Él quien lo sigue como discípulo suyo.
Yo soy la vid, ustedes los sarmientos. Una sola vida, una sola planta, con una misma savia y unos mismos frutos. Así piensa Jesús la unión profunda que ha de haber entre Él y aquellos que lo aman y cumplen sus enseñanzas.
Esta unión entre Jesús y nosotros se refuerza con la palabra clave de todo este discurso que es “permanecer en” (siete veces aparece). Equivale a habitar y designa relaciones de afecto entre Cristo y nosotros. El verbo permanecer es muy sugerente: la persona permanece y habita allí donde está su corazón. Donde ama y es amado uno se siente en casa.
En el discurso de Jesús, el amor que el Padre tiene a su Hijo y a cada uno de nosotros es nuestra casa, el espacio donde podemos vivir y encontrar nuestra auténtica identidad de hijos. Es lo que más desea Jesús: hacernos vivir una relación personal, firme, íntima y estable de él con cada uno de nosotros y de nosotros con el Padre y con nuestros hermanos. Pero el permanecer es también mantenerse.
El seguimiento de Jesús, no puede ser un deseo pasajero que brota en un momento de fervor y después, por las vicisitudes de la vida, se va dejando enfriar hasta que se pierde. Seguir a Jesús es una resolución de por vida, que se ha de vivir y hacer revivir día a día. El verdadero amor perdura. Así nos ama Dios, sin vuelta atrás.
Otra idea reiterada en este pasaje es la de producir mucho fruto. La unión del sarmiento con la vid es la condición de la fecundidad. Nuestra unión con Cristo garantiza la fecundidad de nuestra vida. Lo que logramos en la vida brota de lo que somos: sarmientos unidos a la planta que es Cristo. Y la prueba de la calidad de la fe con que nos unimos a Cristo es el “dar fruto”.
Por tanto, la vida entera del cristiano ha de demostrar que está identificado con el Señor, con sus valores, sus opciones, su comportamiento. La vida del discípulo ha de reflejar la de su maestro. Y esto supone un trabajo, una lucha constante por vivir conforme a sus enseñanzas. Contamos para ello con el apoyo decidido de Jesús y de nuestro Padre. Pero hay podas que deben hacerse.
Es dolorosa la poda: cortar, enderezar, corregir... Pero es necesaria. ¿Quién puede decir que ya ha suprimido lo que debe suprimir y no tiene ya nada más que cortar? Y lo que se corta, ¿no vuelve a crecer? Hemos de reconocer que siempre podemos ser un poco más auténticos. Lo contrario es quedar condenados a la esterilidad del sarmiento que se echa a perder.
No creamos, sin embargo, que esta labor ensombrece nuestra vida. Todo lo contrario, pero a condición de que se haga por motivaciones profundas y positivas. La parábola hace ver que el fruto de la vid es el vino que alegra el corazón y es símbolo de alegría y amistad, es decir, de aquello que es imprescindible para que la vida sea verdaderamente humana y feliz. Por eso, la alegría será siempre la motivación más certera, como aparece en aquella otra parábola de Jesús sobre el labrador que encontró un tesoro y, por la alegría que le dio, empeñó todo lo que tenía para adquirir ese campo.
Quien vive de esta alegría, vive también la urgencia de compartir con otros sus convicciones y la honda satisfacción que le producen. El discípulo busca, pues, ganar otros discípulos para Cristo, y esa “ganancia”, que se obtiene sobre todo por medio del testimonio que da con la propia vida, constituye también el gran fruto, del que habla la parábola de la vid.
“Por sus frutos los conoceréis”. Hay cristianos y comunidades que transmiten eficazmente fe y esperanza. Hay también quienes nada comunican o incluso contradicen con su mal ejemplo la fe que profesan. El riesgo de la fe será siempre el funcionar por inercia, sin frutos, sin resultados reales en la transformación de la propia persona y de la sociedad. Y no bastan los frutos privados que no van acompañados de los comunitarios y sociales. Se puede vivir la fe como algo íntimo y privado, con frutos piadosos, pero que no manifiestan fraternidad y justicia, piedra de toque del verdadero amor a Cristo. 
No cabe el desánimo. Contamos con la gracia del Señor que ayuda a nuestra debilidad. Se nos da como alimento que capacita y fortalece en la eucaristía. En ella se cumple la parábola de la vid, porque el mismo Señor nos une a Él y a los hermanos: quien come su carne y bebe su sangre tiene vida eterna, el Señor habita en él y él en el Señor.

sábado, 28 de abril de 2018

Quien me ve a mí, ve al Padre (Jn 14,6-14)

P. Carlos Cardó SJ
El padre eterno, óleo sobre lienzo de Alonso del Arco (segunda mitad del siglo XVII), Convento de Trinitarias Descalzas, Madrid, España
Jesús dijo a sus discípulos: "Si ustedes me conocen, conocerán también a mi Padre. Ya desde ahora lo conocen y lo han visto".Felipe le dijo: "Señor, muéstranos al Padre y eso nos basta". Jesús le respondió: "Felipe, hace tanto tiempo que estoy con ustedes, ¿y todavía no me conocen? El que me ha visto, ha visto al Padre. ¿Cómo dices: 'Muéstranos al Padre'? ¿No crees que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí? Las palabras que digo no son mías: el Padre que habita en mí es el que hace las obras. Créanme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Créanlo, al menos, por las obras. Les aseguro que el que cree en mí hará también las obras que yo hago, y aún mayores, porque yo me voy al Padre. Y yo haré todo lo que ustedes pidan en mi Nombre, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si ustedes me piden algo en mi Nombre, yo lo haré."
Jesús, en la última cena, transmite a sus discípulos la confianza de que, por la fe, podrán experimentar que está siempre con ellos y no los abandona nunca. A partir de su resurrección, se inicia una nueva forma de presencia suya que se concreta en el amarnos unos a otros como Él nos amó y en la oración en su nombre.
Yo soy el camino, la verdad y la vida, les dice a todos lo que quieren saber quién es Él. Jesús es el camino porque Él mismo es la verdad y la vida. Es el camino hacia la fuente y plenitud de la verdad y de la vida, que es Dios, meta de nuestro caminar. Por eso añade: Nadie va al Padre sino por mí. Es la verdad porque revela al Padre, de modo que quien lo conoce a Él conoce a Dios. Es la vida porque vive en el Padre, hasta el punto de que quien lo ve a Él, ve al Padre (v.8).
Ha dicho también: Yo he venido para que tengan vida y la tengan plena (Jn 10,10) porque el Padre ha dado esta vida al Hijo y es el Hijo el único capaz de darla a los que creen en Él (Jn 10,18). Quien cree en mí, aunque muera, vivirá  (Jn 11,25). De modo que con estas palabras sobre su propia identidad, Jesús no se presenta simplemente como un guía moral, sino como el sentido único y la dirección cierta que conduce a la realización plena de la existencia humana, que es el encuentro con Dios. En Él conocemos a Dios y la verdad de nuestra existencia: ser hijos e hijas de un Dios que es Padre.
Con toda ingenuidad Felipe pide a Jesús: Señor, muéstranos al Padre, y eso nos basta. Quizá está pensando en las teofanías que vieron Moisés y Elías en el Sinaí, o en las visiones de la corte celestial que tuvieron los profetas. No ha entendido que Jesús se ha referido a sí mismo como el Enviado definitivo del Padre, en quien el Padre realiza su plan de salvación de los hombres, cuyo actuar es el actuar de Dios y cuya humanidad hace accesible a Dios. La respuesta de Jesús: Felipe, quien me ve a mí, ve al Padre insiste en la realidad de un Dios a quien nadie ha visto, pero que se ha revelado, encarnado y hecho presente en él (1,18; 17,6).
En adelante es por la humanidad de la Palabra encarnada como los seres humanos se unen a Dios. No hay otro mediador. El ser humano de Jesús y, en particular, el modo como vivió la fraternidad, hace ver que todos tenemos un origen común y que Él es el Hijo de un Dios que es Padre. En sus palabras y obras, Dios se manifiesta y se da como Amor. Por eso, también nosotros haremos lo que Él hizo y aun cosas mayores, porque su amor sigue en nosotros por el Espíritu Santo. Quien cree en mí hará las obras que yo hago e incluso otras mayores.
El vacío dejado por su partida lo llena su presencia en nosotros. Es la promesa que Jesús hace y que se cumple para el que cree en Él. La fe realiza la unión de Jesús y el discípulo, semejante a la unión de Jesús con el Padre. Y la fe se expresa de manera privilegiada en la oración en su Nombre, que significa orar unido a Jesús. Y por eso, porque Jesús está unido al Padre, no cabe duda de que la oración será escuchada: Les concederé todo lo que pidan en mi nombre. 
Este “todo” que Jesús promete conceder se refiere a la obra que Dios ha realizado en el mundo por medio de Él, y de la que los creyentes se han convertido en actores e instrumentos. Por eso dice Jesús que lo que concede es para que el Padre sea glorificado. La oración cristiana en nombre de Jesús expresa, pues, el deseo de ser su instrumento eficaz. Esa ha de ser la motivación de todas nuestras peticiones.

viernes, 27 de abril de 2018

Vayan por todo el mundo (Mt 28, 16-20)

P. Carlos Cardó SJ
Paisaje con Cristo y los Apóstoles en el mar de Tiberíades, óleo sobre lienzo de Peter Brueguel el Viejo (1553), colección privada
Jesús dijo a sus discípulos: "No se inquieten. Crean en Dios y crean también en mí. En la Casa de mi Padre hay muchas habitaciones; si no fuera así, se lo habría dicho a ustedes. Yo voy a prepararles un lugar. Y cuando haya ido y les haya preparado un lugar, volveré otra vez para llevarlos conmigo, a fin de que donde yo esté, estén también ustedes. Ya conocen el camino del lugar adonde voy". Tomás le dijo: "Señor, no sabemos adónde vas. ¿Cómo vamos a conocer el camino?". Jesús le respondió: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre, sino por mí."
La última voluntad del Señor es que sus discípulos se conviertan en “testigos”, capaces de anunciar al mundo que el pecado, la carga opresora del hombre, ha perdido su fuerza mortífera por la muerte y resurrección del Señor. Cristo resucitado es la garantía de la victoria sobre el mal de este mundo. En su Nombre se anuncia el perdón del pecado. Ya no hay lugar para el temor porque Dios es amor que salva. Los discípulos han de llevar este anuncio a todas las naciones. La fuerza para ello les viene del Espíritu Santo, don prometido por el Padre de Jesucristo. Así como el Espíritu descendió sobre María, descenderá sobre ellos. La encarnación de Dios en la historia llega así a su estado definitivo.
Se trata, según Mateo, de hacer discípulos, no simplemente de anunciar, ni sólo de instruir y, menos aún, de adoctrinar, sino de crear las condiciones para que la gente tenga una experiencia personal de Cristo, que les lleve a seguirlo e imitarlo como la norma y ejemplo de su vida. Esto significa entrar en su discipulado, hacerse discípulos para asumir sus enseñanzas y también asimilar su modo de ser.
La comunidad eclesial, representada en el monte, aparece como el lugar para el encuentro con el Resucitado. Jesucristo permanece en ella, con su palabra y sus acciones salvadoras. Las Iglesia hace visible el poder salvador de su Señor.
La comunidad cristiana no puede quedar abrumada por la acción del mal en el mundo en la etapa intermedia entre la pascua del Señor y su segunda venida. La acción triunfadora de Cristo Resucitado sigue presente como el trigo en medio de la cizaña. Con mirada de fe/confianza, el cristiano discierne los signos de esa presencia y acción de Cristo vencedor, que se lleva a cabo por medio de los creyentes. Por eso, antes de partir, los dotó de poderes carismáticos para enfrentar el mal y vencerlo. 
Jesucristo Resucitado es el verdadero fundamento de la fe de la comunidad cristiana y por medio de ella continúa anunciándose y manifestándose el reinado de Dios y la salvación para el que crea y se bautice.

jueves, 26 de abril de 2018

No es el siervo mayor que su señor (Jn 13, 16-20)

P. Carlos Cardó SJ
El lavatorio, óleo sobre lienzo de Jacopo Comin Tintoretto (1548-49), Museo del Prado, Madrid
Después de haber lavado los pies a los discípulos, Jesús les dijo: "Les aseguro que el servidor no es más grande que su señor, ni el enviado más grande que el que lo envía. Ustedes serán felices si, sabiendo estas cosas, las practican. No lo digo por todos ustedes; yo conozco a los que he elegido. Pero es necesario que se cumpla la Escritura que dice: El que comparte mi pan se volvió contra mí. Les digo esto desde ahora, antes que suceda, para que cuando suceda, crean que Yo Soy. Les aseguro que el que reciba al que yo envíe, me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me envió".
No es el siervo (esclavo) mayor que su señor… No es que llame siervos a sus discípulos, a quienes les ha lavado los pies, poniéndolos a su nivel, Él, su Maestro y Señor. Lo que pretende con la frase es hacerles ver la arrogancia e insensatez que sería pretender vivir sin seguir su ejemplo.
Él les ha enseñado dónde deben encontrar la verdadera grandeza. Pueden recordar las veces que Jesús les dijo que deben estar siempre dispuestos a servir, como lo hizo Él al ponerse a lavarles los pies. La grandeza de Jesús como señor ha quedado de manifiesto en el hacerse servidor de todos, no en ponerse por encima de los demás y dominar.
La frase que traen los Sinópticos sobre lo que significa ser el primero en la comunidad, ha debido ser una enseñanza continua de Jesús a sus discípulos: Ya saben que los que figuran como jefes de las naciones las gobiernan tiránicamente y sus dirigentes las oprimen. Nada de esto se ha de dar entre ustedes, sino que el que quiera ser el primero, hágase el servidor de los demás (Mc 10, 42 s.).
Ellos son sus enviados, sus apóstoles. Es la primera vez que en Juan aparece este término. La grandeza del apóstol ha de ser la de quien lo envía, que se plasma en el servicio que ofrece. No tiene ningún sentido buscar en la comunidad (Iglesia) otro tipo de grandeza. Pretensiones así no deben tener cabida en el ánimo del apóstol ni se deben permitir en la comunidad de los discípulos.
Pero no es un ánimo empequeñecido lo que Jesús promueve en sus seguidores. La motivación es ser felices: Si hacen esto, serán felices. Es la bienaventuranza prometida al servicio, que Jesús les garantiza. Recordando su ejemplo, el apóstol Pedro resumirá lo que hizo Jesús con estas palabras: Pasó haciendo el bien (Hech 10, 38) y liberando a la gente con el poder del Espíritu Santo. Y la palabra de Jesús que le quedará grabada a Pablo como norma de su trabajo es: Hay más felicidad en dar que en recibir (Hech 20, 35).
A continuación, Jesús advierte –seguramente con el ánimo conturbado– que no todos sus discípulos serán felices, no todos experimentarán la bienaventuranza ligada al servicio. Por eso dice: No estoy hablando de todos ustedes; yo sé muy bien a quiénes elegí. Y hace una velada alusión a Judas. Estas palabras reflejan la preocupación del Maestro por salvar a su discípulo traidor. Conoce a quienes eligió y a todos los ama, sin excluir a ninguno. No puede excluir a nadie, no sería el Hijo de Dios.
Se excluye quien traiciona y eso estaba previsto: El que come mi pan, se ha puesto en contra mía. Es una cita modificada del Salmo 41,10. El original expresa mucho más el sentimiento de quien la dice: Incluso mi amigo, de quien yo me fiaba, y que compartía mi pan, es el primero en traicionarme. Se puede estar en la cercanía más íntima con el Señor, gozar de su confianza y comer su pan, y no obstante dejarse oscurecer la mente hasta traicionar. Pero esa misma Escritura que menciona la traición habla continuamente del amor fiel e inquebrantable de Dios por su pueblo desleal y por cada uno de sus hijos, aun cuando le sean infieles.
Aunque haya un Judas, el Señor está siempre en su Iglesia, comunidad de los que creen en Él. Y está como el Enviante, que escoge y envía a personas humanas siempre defectuosas, nunca del todo aptas para la misión que Él les va a confiar. 
Pero aunque el enviado sea indigno, el Señor estará con él, se prolongará en él, continuará por medio de él su obra. Por eso, acoger a su enviado es acoger al Señor, que se ha querido identificar hasta con el último de sus hermanos y lo ama con el mismo amor con que lo ama el Padre misericordioso. La misión es siempre válida, sea cual sea el comportamiento del enviado. El misterio de la gracia salvadora y el misterio de la iniquidad coexisten en el tiempo. Dios es capaz de realizar su designio de salvación aun cuando el mal y la culpa actúen desde el centro mismo de su Iglesia, en sus ministros y representantes.  

miércoles, 25 de abril de 2018

Vayan por todo el mundo. Epílogo de Marcos (Mc 16, 15-20)

P. Carlos Cardó SJ
La ascensión, óleo sobre lienzo de Rembrandt van Rijn (1636), Pinacoteca Antigua de Munich, Alemania
Entonces les dijo: "Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará. El que no crea, se condenará. Y estos prodigios acompañarán a los que crean: arrojarán a los demonios en mi Nombre y hablarán nuevas lenguas; podrán tomar a las serpientes con sus manos, y si beben un veneno mortal no les hará ningún daño; impondrán las manos sobre los enfermos y los curarán". Después de decirles esto, el Señor Jesús fue llevado al cielo y está sentado a la derecha de Dios.  Ellos fueron a predicar por todas partes, y el Señor los asistía y confirmaba su palabra con los milagros que la acompañaban.
Se trata indudablemente de un texto añadido al evangelio de Marcos en una época muy tardía, quizá hacia la mitad del siglo II. La razón que se da a este añadido es la desazón que causaba a las primeras comunidades el final tan abrupto de Marcos que cierra su evangelio con el miedo y huída de las mujeres del sepulcro vacío (Mc 16, 1-8). Se buscó por eso una prolongación de los relatos que condujeran a un final más adecuado.
De entre los diversos textos que se escribieron con este fin se escogió éste, por armonizar mejor con la temática general del evangelio de Marcos. Sin embargo, aunque se trate de un añadido, no deja de ser un texto inspirado y canónico, que como tal fue sancionado por el Concilio de Trento. Más aún, varios Santos Padres como Clemente Romano, Basilio, Ireneo, lo citan en sus escritos como texto que según ellos no disonaba con el evangelio y contenía innegable valor para la Iglesia.
El texto refleja las inquietudes y preocupaciones de la primera comunidad cristiana de Roma, en donde fue escrito este evangelio. Son cristianos que no han visto al Señor, pero han llegado a la fe en Él por el ejemplo y predicación de los apóstoles y de los primeros testigos.
Por eso el texto enumera los sucesivos testimonios de la resurrección de Jesucristo aportados a la comunidad. En primer lugar el de María Magdalena. Se alude a la acción sanante realizada por Jesús en favor de ella, liberándola de siete demonios, es decir, de siete males, siete enfermedades. L
uego se subraya el estado de tristeza y llanto en que estaban los discípulos, que no creyeron en el anuncio de Magdalena: al oír que estaba vivo y que ella lo había visto, no le creyeron. Se menciona después la experiencia de los de Emaús y el testimonio que dieron a los demás, y que tampoco fue aceptado. Por último, se refiere la aparición del Resucitado a los Once reunidos en torno a la mesa. Y pone aquí el redactor el envío en misión para anunciar la buena noticia a toda criatura.
La comunidad aparece como el lugar para el encuentro con el Resucitado. Jesucristo permanece en ella, con su palabra y sus acciones salvadoras. Su poder salvador se prolonga en ella.
Una preocupación de la comunidad debió de ser la permanencia y actuación del misterio del mal en el mundo a pesar de la victoria de Cristo Resucitado. Tendrán que abrirse a la fe/confianza en el Cristo vencedor que, no obstante, sigue actuando también por medio de los creyentes, a quienes ha dotado de poderes carismáticos para enfrentar el mal y vencerlo.
Jesucristo Resucitado es el verdadero fundamento de la fe de la comunidad cristiana y por medio de ella continúa anunciándose y manifestándose el reinado de Dios y la salvación para el que crea y se bautice. 
La ascensión del Señor, presentada según el esquema de glorificación, revela que Jesucristo reina y que extiende su soberanía a todas las naciones de la tierra por medio de la palabra de sus enviados.

martes, 24 de abril de 2018

Mis ovejas escuchan mi voz (Jn 10, 22- 30)

P. Carlos Cardó SJ
Yo soy el buen pastor, vitral de la iglesia anglicana de San Juan Bautista, Ashfield, Nueva Gales del Sur, Sidney, Australia
Se celebraba entonces en Jerusalén la fiesta de la Dedicación. Era invierno, y Jesús se paseaba por el Templo, en el Pórtico de Salomón. Los judíos lo rodearon y le preguntaron: "¿Hasta cuándo nos tendrás en suspenso? Si eres el Mesías, dilo abiertamente".
Jesús les respondió: "Ya se lo dije, pero ustedes no lo creen. Las obras que hago en nombre de mi Padre dan testimonio de mí, pero ustedes no creen, porque no son de mis ovejas. Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy Vida eterna: ellas no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mis manos. Mi Padre, que me las ha dado, es superior a todos y nadie puede arrebatar nada de las manos de mi Padre. El Padre y yo somos una sola cosa".
¿Cómo pudo amar Jesús con la solicitud y entrega tan plena que describe cuando habla de sí mismo como el buen pastor? La respuesta nos la da en su última frase: El Padre y yo somos uno. Aparte de las deducciones que podemos sacar sobre la unión esencial del Padre y el Hijo en la vida trinitaria, lo que esta frase nos dice es que si Jesús fue el hombre totalmente entregado a los demás, lo fue por su íntima unión con Dios, por su armonía plena de voluntades y comportamiento. Precisamente por estar unido a Dios, Jesús estaba unido a todos los hijos e hijas de Dios, su Padre.
Vivía en cada instante con la conciencia de ser amado, acogido y sostenido por Dios y esta confianza absoluta le hizo libre de sí mismo y libre de toda motivación egoísta, no sólo para no situarse ante los demás en actitud competitiva o dominadora, sino para amar sin buscar otro interés que el de servir y procurar para sus hermanos la mejor vida que podían vivir.
De su pertenencia a Dios brotó aquella apertura suya que lo llevaba a aceptar a todos por igual, a dejar que las personas fueran ellas mismas, a dar de lo que tenía y compartir su propio ser con los demás: con hombres, mujeres, niños y gente de toda condición, judíos y no judíos, sanos y enfermos, pobres y ricos, incluso con aquellos que eran tenidos por impuros y gente de mal vivir. (Mc 7,15; 2,16s; Lc 15, ls). El amor de Dios por nosotros se hizo realidad palpable en Él y Él se realizó a sí mismo como persona en ese mismo amor.
Por eso Jesús fue un hombre diferente: en su sensibilidad y compasión hacia el dolor de los demás, en su simpatía activa hacia ellos (cf. Mt 9,36; 15,32) y en su compromiso incansable en su favor. Al tratar con Él, los pobres se sentían partícipes de la buena nueva (Lc 4,18-21; Mt 11,4s), los necesitados se percibían objeto de la misericordia (Mt 25,31-45), los enfermos experimentaban la cercanía de Dios, los discriminados y oprimidos se beneficiaban de su solidaridad y amistad, se sentían aliviados y capaces de desarrollar el sentimiento de la propia valía (Mt 11,19 par; Mc 2,14-17).
Al verlo, los discípulos —y más tarde las comunidades cristianas— aprendieron a establecer relaciones nuevas entre sí y a ejercitarse en una convivencia sin violencia y en reconciliación (Mc 2,15-17; 3,18s; Mt 5,43-48 par). La solidaridad de Jesús crea relaciones, forja vínculos de unión y permite reconocer que las relaciones solidarias en justicia y amor constituían los deseos más profundos de su corazón.  
Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Nada aleja a la gente de Jesús. Todos se sienten conocidos por dentro y comprendidos; el pastor no juzga, llama a cada oveja por su nombre y las acepta como son. Por eso lo siguen y se dejan guiar por sus enseñanzas en el quehacer diario. Esta solicitud por los suyos constituye la fuente de inspiración de sus seguidores, que se sienten llamados a adoptar su estilo de vida en el trato con los demás.
Yo les doy vida eterna y no perecerán para siempre, nadie me las podrá quitar. Si algo desea Jesús es que los suyos tengan vida en abundancia, una vida que nada ni nadie les pueda quitar. Todo el mundo anhela una vida plena, cargada de sentido, útil y fecunda, libre de amenazas, en una palabra: capaz de ser feliz siempre y no sólo hasta la muerte. Una vida así es la vida salvada, que sólo puede venirnos de Dios como el don por excelencia. 
Ahora bien, Jesús nos hace ver que ese don es ya ahora una realidad ofrecida: quien cree en Él, es decir, quien hace propia la vida que Él nos muestra en su persona, experimenta la dicha de una existencia bien encaminada, con un valor de eternidad que Dios reconoce. No perecerán para siempre y nadie me los podrá quitar. El Padre es glorificado en esta vida que nos da con su Hijo. Y porque el Padre todopoderoso –que está por encima de todo lo creado– nos ha confiado a su Hijo, nada ni nadie podrá arrebatarnos de su mano. 

lunes, 23 de abril de 2018

El Buen Pastor (Jn 10, 1-10)

P. Carlos Cardó SJ
El pastor con las ovejas, óleo sobre lienzo de Anton Mauve (1886), Museo de Arte del Bowdoin College, Maine, Estados Unidos
Jesús dijo a los fariseos: "Les aseguro que el que no entra por la puerta en el corral de las ovejas, sino por otro lado, es un ladrón y un asaltante. El que entra por la puerta es el pastor de las ovejas. El guardián le abre y las ovejas escuchan su voz. El llama a cada una por su nombre y las hace salir. Cuando las ha sacado a todas, va delante de ellas y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz. Nunca seguirán a un extraño, sino que huirán de él, porque no conocen su voz". Jesús les hizo esta comparación, pero ellos no comprendieron lo que les quería decir. Entonces Jesús prosiguió: "Les aseguro que yo soy la puerta de las ovejas. Todos aquellos que han venido antes de mí son ladrones y asaltantes, pero las ovejas no los han escuchado. Yo soy la puerta. El que entra por mí se salvará; podrá entrar y salir, y encontrará su alimento. El ladrón no viene sino para robar, matar y destruir. Pero yo he venido para que las ovejas tengan Vida, y la tengan en abundancia".
La parábola del Buen Pastor condensa el modo de proceder de Jesús en su relación con los demás: en todo momento se esforzó por unir a las personas, hacerles sentir el amor de su Padre para que se trataran fraternalmente, por encima de toda diferencia natural, social o cultural. Su amor es universal, abarca también a las otras ovejas que no son de  este redil. Y como el mismo evangelio de Juan señala más adelante, Jesús moriría por toda la  nación y no solamente por la nación judía, sino para conseguir la unión de todos los hijos de  Dios que estaban dispersos (11,51s).
Ser pastor, para Jesús, consiste en manifestar el amor que Dios su Padre tiene a todos y a cada uno de los seres humanos, sin distinción, pero mostrando al mismo tiempo una especial solicitud  por las ovejas débiles, por las perdidas y descarriadas. La parábola de la oveja perdida que traen los otros evangelistas (Mt 18,12-14; Lc 15,4-7) hace ver, precisamente, de qué manera, en el comportamiento de Jesús con los pobres, con los pecadores y con los excluidos, se refleja el deseo irrenunciable de Dios de salir en busca de lo que está perdido para que no se pierda ninguno de sus hijos e hijas. Este Dios expresa una gran alegría en el cielo cuando los descarriados y excluidos son integrados realmente y pueden vivir en la comunidad el amor que Él les tiene.
Vista en dimensión eclesial, la parábola del Pastor, recuerda a la comunidad de los cristianos que tiene el deber de hacer visible el estilo de Dios como Jesús lo ha manifestado y subraya la responsabilidad de sus autoridades de promover la integración de los “pequeños”, es decir de los débiles. Jesús es el pastor que nunca lucra con el rebaño. Él conoce a sus ovejas y éstas lo conocen a Él y lo siguen, porque saben que está dispuesto a todo por ellas, incluso a dar su propia vida para que tengan vida.
La convivencia social necesita de personas que velen por los intereses de todos. No se les llama pastores, como en la antigüedad greco-latina, sino líderes, jefes, representantes y, mediante la ley, se les asignan y controlan los poderes que se les delegan. Estas personas saben bien que la autoridad les viene por delegación, que no hay otra forma válida de asumirla y que en su ejercicio debe primar siempre el derecho y la justicia.
Lo contrario significa suplantar a la sociedad que los elige, disponer de las personas, decidir sin contar con ellas y aun contra ellas, en una palabra, llevar la sociedad por los trágicos caminos del autoritarismo y de la corrupción moral. La historia está llena de las tragedias que todo esto ha producido a lo largo de los siglos. Pero la sociedad no puede dejar de aspirar a contar con verdaderos servidores de la comunidad.
La visión fraterna, la actitud de servicio y el respeto son componentes esenciales de la vida cristiana; más aún, son la manera de vivir humanamente en sociedad. Los valores del evangelio nos hacen salir de la cultura de la violencia, de la ambición y del libertinaje, a la cultura de la paz, del respeto a todos y de la responsabilidad social solidaria. 
Todos somos pastores, todos ejercemos alguna autoridad y disponemos, mandamos, enseñamos. Desde el padre y la madre de familia, hasta el empresario, el jefe de sección, el político, cualquiera que sea el nivel de cada uno, siempre ejercemos algún influjo en un círculo de personas. Jesús Pastor nos enseña a superar errores y hacer más humana nuestra vida. Hay que aprender de Él. Sus actitudes han de inspirar el ejercicio del servicio de autoridad que nos toca cumplir. 

domingo, 22 de abril de 2018

Homilía del IV Domingo de Pascua - Conozco a mis ovejas y ellas me conocen y siguen (Jn 10, 11-18)

P. Carlos Cardó SJ
El buen pastor, óleo sobre lienzo de Mateo Gilarte (1660 aprox.), Museo de Bellas Artes de Murcia, España
“Yo soy el buen Pastor. El buen Pastor da su vida por las ovejas. El asalariado, en cambio, que no es el pastor y al que no pertenecen las ovejas, cuando ve venir al lobo las abandona y huye, y el lobo las arrebata y las dispersa. Como es asalariado, no se preocupa por las ovejas. Yo soy el buen Pastor: conozco a mis ovejas, y mis ovejas me conocen a mí —como el Padre me conoce a mí y yo conozco al Padre— y doy mi vida por las ovejas. Tengo, además, otras ovejas que no son de este corral y a las que debo también conducir: ellas oirán mi voz, y así habrá un solo Rebaño y un solo Pastor. El Padre me ama porque yo doy mi vida para recobrarla. Nadie me la quita, sino que la doy por mí mismo. Tengo el poder de darla y de recobrarla: este es el mandato que recibí de mi Padre”.
Por ser el Israel de la Biblia un pueblo nómada y pastoril, la imagen del Pastor fue empleada frecuentemente en la Escritura, sobre todo por los profetas, para referirse a las autoridades civiles y religiosas, y para hablar de Dios, como el guía y protector de su pueblo. Así, Ezequiel (cap. 34), en tiempos de crisis, cuando Israel lo perdió todo por culpa de una serie de malos gobernantes, y la población fue deportada a Babilonia, hace oír la voz de Dios, pastor solícito, a las ovejas de su pueblo: Yo las sacaré de en medio de los pueblos, las reuniré de entre las naciones y las  llevaré a su tierra; las apacentaré en los montes de Israel, en los valles del país… y descansarán como en corral seguro, pastando buenos pastos (34, 13s).
Al mismo tiempo, los profetas anunciaron la promesa divina de un futuro Buen Pastor, descendiente de la familia de David, que conduciría a Israel por los caminos de la verdad y la justicia. (vv. 23-31). Entonces la humanidad  entera sabrá que yo el Señor, soy su Dios, y que ellos, los israelitas, son mi pueblo (v.30).  
Hoy tendríamos que quitarle a la imagen del pastor el tinte sentimental con que frecuentemente se ha presentado en el arte y en la predicación. Apreciaremos entonces lo que ella nos dice de la persona y obra de Jesús: su atención y solicitud por las necesidades de todos los que le rodean, su amor real y verdadero, que no fue en Él una cuestión meramente coyuntural sino permanente, y que revelaba el amor con que Dios ama a todos.
Asimismo, cuando Jesús habla del pastor, que conoce y guía a sus ovejas, que da la vida por ellas y quiere reunirlas en un solo rebaño, nos está hablando también de las ovejas de su pueblo que andan maltratadas y abandonadas por culpa de los malos pastores. Es cierto, a este propósito, que la comparación con las ovejas puede quizá no gustarnos, porque las ovejas parecen demasiado mansas y porque la agrupación en rebaño insinúa espíritu gregario, falta de libertad y de sentido crítico.
Pero el Jesús que reivindica para sí el título de pastor auténtico y lleno de cariño, promueve más bien, con su cuidado y defensa de la vida, de la salud y de la dignidad de las personas, un desarrollo integral de ellas como verdaderamente humanas, autónomas y responsables.
Jesús es buen pastor porque no huye ante el peligro, sino que lo enfrenta y defiende a sus ovejas. Es buen pastor porque no lucra con el rebaño, ni se aprovecha de él, no manipula ni abusa, no oprime ni atemoriza a las ovejas. Las conoce y ellas lo conocen y lo siguen, porque saben que está dispuesto a todo, incluso a dar su vida por ellas. Con esta afirmación: conozco a mis ovejas y ellas me conocen y siguen, Jesús hace ver la necesidad del mutuo conocimiento, de la cercanía y del diálogo para la integración de la comunidad y para la solución de los conflictos.
Lo contrario, la lejanía del pastor con su pueblo, el autoritarismo –muchas veces machista–, la vigilancia abusiva y centralista, el afán de uniformidad que anula la diversidad de carismas, el conservadurismo y el miedo a la renovación… todo eso y otras cosas más –que no dejan de existir en amplias capas de la Iglesia nacional y universal– no generan más que perplejidad y desánimo en los cristianos de a pie, división entre la jerarquía y el pueblo fiel, temor y falta de confianza de los fieles en sus pastores, es decir, un clima adverso a la fraternidad que Jesús quiso en su Iglesia. 
En resumen, el evangelio nos pone en guardia frente a los malos pastores –ya sean eclesiásticos, políticos, militares, educativos o lo que sea– que “en vez de apacentar a las ovejas se dedican a trasquilarlas y ordeñarlas” para su propio provecho, como decía gráficamente Santa Catalina de Siena. Pero sobre todo, el evangelio nos habla de entrega y servicio a los demás, y lo hace mirando no sólo a los representantes de las instituciones, ni sólo a los cristianos y creyentes, porque esa es la manera humana de vivir en sociedad. 

sábado, 21 de abril de 2018

Sólo tú tienes palabras de vida eterna (Jn 6, 60-69)

P. Carlos Cardó SJ
Institución de la Eucaristía, óleo sobre tabla de Justo de Gante (1465 – 74), Palacio Ducal de Urbino, Italia
Después de oírlo, muchos de sus discípulos decían: "¡Es duro este lenguaje! ¿Quién puede escucharlo?".Jesús, sabiendo lo que sus discípulos murmuraban, les dijo: "¿Esto los escandaliza? ¿Qué pasará, entonces, cuando vean al Hijo del hombre subir donde estaba antes? El Espíritu es el que da Vida, la carne de nada sirve. Las palabras que les dije son Espíritu y Vida. Pero hay entre ustedes algunos que no creen".
En efecto, Jesús sabía desde el primer momento quiénes eran los que no creían y quién era el que lo iba a entregar. Y agregó: "Por eso les he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede". Desde ese momento, muchos de sus discípulos se alejaron de Él y dejaron de acompañarlo. Jesús preguntó entonces a los Doce: "¿También ustedes quieren irse?".
Simón Pedro le respondió: "Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna.  Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios". 
Las palabras de Jesús sobre la necesidad de comer su cuerpo y beber su sangre para tener vida eterna han escandalizado a sus oyentes judíos y han chocado también con la incomprensión de sus propios discípulos. Han quedado desilusionados al ver que su Maestro no corresponde a la imagen de mesías que ellos tenían. La insinuación que les ha hecho de que el final de su obra consistirá en la entrega de su persona en una muerte sangrienta les ha resultado insoportable.
No podían imaginar un amor que llega a la entrega de la propia vida. Y lo que les resulta aún más temible es que con sus palabras “comer su carne y beber su sangre”, Jesús les advierte que ellos también están llamados a hacer suya esa actitud de entrega, si es verdad que creen en Él y lo siguen. Entonces  se produce la deserción, el cisma. Muchos de los discípulos abandonan a Jesús, protestando: Este lenguaje es inadmisible, ¿quién puede admitirlo?
En esos momentos, Jesús, que conoce el interior de cada hombre y es consciente de la situación, se vuelve a sus más íntimos, a los Doce, y les hace ver que ha llegado la hora de la verdad, tienen que decidir si aceptan o rechazan su oferta: ¿También ustedes quieren irse?
Como en otras ocasiones, Pedro toma la palabra. Su respuesta contiene una profesión de fe y quedará para siempre como el recurso de todo creyente que, en su camino de fe, experimente como los discípulos la dificultad de creer, el desánimo en el compromiso cristiano, la sensación de estar probado por encima de sus fuerzas.
Entonces, como Pedro, el discípulo se rendirá a su Señor con una confianza absoluta: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Sólo Tú tienes  palabras de vida eterna y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por  Dios. La confianza de Pedro en su Señor se basa en la convicción, que resuelve toda duda e inseguridad, de que sólo la forma de vida que Jesús ofrece dignifica la existencia, porque en Él se muestra la santidad a la que todos estamos llamados.
Lo que aconteció en la comunidad de los Doce acontece también en nuestra vida personal y en nuestra comunidad. Llega un momento en que la crisis se hace presente y no hay más remedio que optar y asirse con la más entera confianza a ese amor incondicional e indefectible de Dios por nosotros que se nos ha revelado en Jesús, la persona más digna de confianza, autor y perfeccionador de nuestra fe (Hebr 12, 2).
Y sea cual sea la dificultad o crisis por la que pasemos, surgirá de nosotros la confianza de Pedro: Señor, ¿a quién iremos? Sólo tú tienes palabras de vida eterna y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios. 
Venir a la Eucaristía, recibir en ella el cuerpo del Señor, nos compromete a hacer sentir a todos aquellos con quienes tratamos la misma confianza que nos da la entrega de Jesucristo por nosotros. En un mundo afectado cada vez más por la desconfianza en las relaciones interpersonales, la eucaristía nos compromete a crear espacios en los que sea posible confiar por la credibilidad a la que todos aspiran con su vida coherente, honesta y virtuosa. La eucaristía hace que la Iglesia sea realmente un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz para que todos encuentren en ella un motivo para seguir confiando. 

viernes, 20 de abril de 2018

Yo soy el pan vivo bajado del cielo (Jn 6, 52-59)

P. Carlos Cardó SJ
La comunión de los apóstoles, óleo sobre lienzo de Luca Signorelli (1512), Museo Diocesano de Cortona, Italia
Los judíos discutían entre sí, diciendo: "¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?".  Jesús les respondió: "Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron sus padres y murieron. El que coma de este pan vivirá eternamente". Jesús enseñaba todo esto en la sinagoga de Cafarnaún.
Los judíos no entienden. Llamarse Jesús “pan del cielo” les parece una blasfemia: se hace Dios. Decir que quien lo come tiene vida eterna les resulta inadmisible porque se pone así por encima de la Ley, del templo, del sábado, es decir de aquello que, según la fe judía, les obtiene la salvación. Además, eso de comer les resulta demasiado chocante y lo de beber sangre va directamente en contra de lo establecido en el libro del Levítico (Lev 17, 10-12).
Pero Jesús refuerza su afirmación: Yo les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán vida en ustedes. Con estas expresiones, sin duda duras, crudas, incluso chocantes, Jesús afirma que la fe verdadera consiste en alimentarse de su persona, nutrirse de sus actitudes y de su modo de vivir. Eso es lo que da al ser humano la vida plena, que consiste en la participación de la vida-amor de Dios.
El que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él. Lo propio del amor entre las personas es que las hace vivir en comunión. Es un recíproco permanecer en el otro, como vivir el uno en el otro, comprobando que uno ya no se entiende a sí mismo sino en su relación con la persona a la que ama. Ya no dos sino uno solo, como en el amor conyugal. Es lo que alcanza Pablo por la gracia de Dios en él: Ya no vivo yo, es Cristo que vive en mí (Gal 2,20).
La terminología eucarística de este discurso de Jesús es clara. La comunidad de los primeros cristianos que escribieron el evangelio tenían por cierto que lo que Jesús les mandó realizar en la Última Cena antes de padecer fue un memorial que actualizaba su muerte y su resurrección. Eran conscientes de que al celebrarla comían la carne y bebían la sangre del Hijo de Dios, hecho presente de manera real, activa y eficaz entre ellos. Proclamaban así su muerte y resurrección, y expresaban el anhelo profundo que orientaba sus vidas: Marana-tha! Ven, Señor Jesús.
San Juan en su evangelio, no trae el pasaje de la institución de la Eucaristía como lo hacen los otros evangelistas y Pablo, pero trae en cambio este discurso sobre el pan de vida y el pasaje del lavatorio de los pies de los discípulos, pasajes en los que está explicado el significado de la eucaristía en toda su profundidad. Por eso, no cabe duda que Jesús dio a este discurso, pronunciado después de la multiplicación de los panes, un  sentido eucarístico total. Y es que la fe exigida desemboca necesariamente en la eucaristía.
Los cristianos aceptamos por medio de la fe que en la eucaristía está el Señor con todo lo que Él es y todo lo que Éél hace por nosotros: su encarnación, su muerte y su resurrección. Las palabras que pronunció en su discurso sobre el pan de vida y en su Última Cena nos llevan a apreciar el don del amor del Hijo de Dios, que por nosotros se hizo hombre, se inmoló en la cruz y resucitó para que nosotros resucitemos con  Él.
Es importante redescubrir la conciencia que tenían los primeros cristianos de la unión tan peculiar que se establece con Cristo y en Cristo. Comulgamos con Cristo, con todo lo que Él es, su persona y su misión; y comulgamos en Cristo con todos los que Él ama, miembros de su cuerpo, a los que entrega su vida. Por eso, quien comulga con Jesús vive la inquietud por crear comunión, deseo supremo suyo.
El hacer comunidad se convierte en la piedra de toque de nuestra comunión con Cristo, con todas sus consecuencias prácticas en todos los órdenes de la vida humana, personal y social. Sacramento de unidad, la Eucaristía incita a las comunidades a superar las divisiones. Por eso pedimos: “Reúne en torno a Ti, Padre misericordioso, a todos tus hijos dispersos por el mundo”. 
Nos acercamos a comulgar y pronunciamos nuestro Amén a lo que significa el sacramento del Cuerpo del Señor, que el sacerdote nos muestra y entrega. Dicho “Amén”, proclama nuestra disposición a ser transformados en lo que recibimos. Nuestro “Amén” nos compromete a demostrar que somos Cuerpo de Cristo, que Él está en nosotros, y nosotros en Él. Nos compromete, en fin, a poner todo de nuestra parte para que lo más característico de su vida: el amor a los demás, sea creído como lo que salvará al mundo.